Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento cuatro

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CIENTO CUATRO

—Por favor, tome asiento.

La secretaria hace pasar a Gin a una pequeña sala de espera en la que hay otras mamás con tripas más o menos pronunciadas, algunas tan grandes que deben de estar a punto de dar a luz. Una mira el móvil, otra hojea una revista, otra más juega con su hija de unos cuatro años.

—Y ¿por qué lo llamamos como al abuelo? Entonces, cuando diga Ugo, ¿lo estaré llamando a él o al abuelo?

—A los dos. —Su madre le sonríe.

—Ah.

—¿Señora Biro? —pregunta la enfermera.

Gin se levanta y se encamina hacia ella.

—Por favor, adelante, el doctor Flamini la está esperando.

—Gracias.

Gin se dirige hacia el pasillo, pasa de largo las puertas de otras consultas, hasta que llega frente a una placa en la que se lee: «DR. VALERIO FLAMINI».

Gin llama.

—Adelante.

Entra y entonces el médico se levanta y va a saludarla.

—Buenos días, Ginevra, ¿cómo está? ¿Se siente cansada?

—No, en absoluto, claro que he subido en ascensor.

Le sonríe. El médico la mira y asiente.

—Por favor, acomódese. —Le señala una silla frente a su mesa.

—Gracias.

El doctor también toma asiento.

—Veamos… —Abre una carpeta—. ¿Ha tenido alguna molestia? ¿Dolores? ¿Náuseas? ¿Se siente especialmente fatigada?

—Un poco sí.

Entonces el médico se quita las gafas, las deja encima de la mesa, a continuación, junta las manos, se apoya en el respaldo y cierra los ojos solo un instante. Luego los abre y la mira. De repente, Gin se pone rígida, ve que hay algo raro. El doctor intenta sonreír, pero la expresión de su boca también parece sospechosa.

—Tenemos un problema.

Gin siente que su corazón empieza a latir muy deprisa, le falta el aire.

—¿La niña?

—No, usted.

Y, por absurdo que parezca, se tranquiliza de golpe, su corazón comienza a ir más despacio, es como si por dentro se estuviera diciendo: «Ah, bueno, no sé qué me había imaginado».

El médico vuelve a ponerse las gafas y saca una hoja de la carpeta.

—Todo parecía ir bien, pero he visto una minúscula hinchazón provocada por un ganglio linfático que se ha hecho más grande, por eso le he pedido unos análisis más concretos. Esperaba haber sido demasiado puntilloso, que tan solo se tratara de una inflamación, pero por desgracia no es así. Tiene un tumor. Y es un tumor problemático, es un linfoma de Hodgkin.

En ese instante, Gin siente una punzada y al momento es como si se auscultara ella misma: entra en su interior, se vuelve más sensible, intenta percibir la más leve diferencia, la más mínima molestia, algún minúsculo estorbo, pero no siente nada. Nada de nada. Entonces lo mira atónita y le gustaría decirle: «A lo mejor se ha equivocado». Sin embargo, permanece callada y las preguntas empieza a hacérselas al destino: «¿Por qué justo a mí?, ¿por qué justo ahora que estoy esperando a Aurora?». El médico la mira y lamenta no poder dejar abierta la puerta de un posible error.

—Le he hecho repetir los análisis dos veces precisamente porque esperaba haberme equivocado o que los datos fueran erróneos. Pero no es así…

Permanecen en silencio durante unos segundos y Gin repasa todo lo que ha vivido las últimas semanas: la bonita boda, las fotos con los invitados, la luna de miel, las primeras ecografías… Es como si de repente todo perdiera brillo. Entonces se sacude esa especie de sopor, menea la cabeza, intenta recobrar el equilibrio y la lucidez.

—Y ¿ahora qué hacemos?

El doctor le sonríe.

—Hemos tenido suerte. Las visitas ginecológicas nos han permitido descubrirlo en un estadio incipiente, de modo que deberíamos empezar enseguida con ciclos de quimioterapia y radioterapia, así quedará eliminado por completo.

—¿Y la niña?

—Para empezar el tratamiento y acabar con el tumor debemos interrumpir el embarazo.

Al oír esas palabras, Gin se queda aturdida. Perder a Aurora, perderla así, después de haberla visto, de haber oído el rápido latido de su corazón, de haber notado de vez en cuando alguna pequeña patada y no poder verla nunca más… No poder conocerla, ni siquiera por casualidad.

—No.

El médico la mira asombrado.

—¿No, qué?

—No, no me siento capaz de perder a mi hija.

Él asiente.

—Me imaginaba que su respuesta podía ser esa. Es una decisión que debe tomar usted. ¿Quiere pensarlo un poco? ¿Hablar de ello con su marido, con su familia?

—No, ya lo he decidido. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias si espero estos meses?

—No lo sé, el linfoma podría desarrollarse muy lentamente y, por tanto, no debería suponer un gran problema empezar el tratamiento después del nacimiento de su hija. Pero también podría ser agresivo y entonces nos costaría mucho más. De todos modos, piénselo bien, no es un tumor sin importancia. Déjeme que insista, habría que comenzar enseguida.

Gin niega con la cabeza.

—No.

—Ahora tendríamos un ochenta por ciento de probabilidades de curación; dentro de seis meses, quizá un sesenta.

Gin esboza una pequeña sonrisa.

—Es un buen porcentaje, me esperaba algo peor.

El doctor Flamini exhala un suspiro.

—Usted es una mujer optimista y positiva; siga pensando y actuando así, se lo aconsejo. Nuestro estado de ánimo puede influir muchísimo en el estado de nuestro cuerpo, especialmente si está enfermo…

A continuación, le sonríe y acaricia su mano con un gesto paternal.

—No sea demasiado dura consigo misma. Piénselo bien. Y si por casualidad cambia de opinión, no cometa el error de no hacerlo solo porque lo ha decidido hoy delante de mí. Muchas mujeres se han encontrado en la misma situación y se han dicho: «¿Y si nace y no tiene a su lado a su mamá? ¿No sería mejor que la misma niña naciera cuando yo esté mejor?».

Gin sonríe.

—En la vida podemos mentirnos a nosotros mismos tanto como queramos, pero eso lo sabe tanto usted como esas madres. Sería la segunda hija. Usted ha dicho que soy optimista; pues ¿sabe qué le digo? Que yo espero tenerlas a las dos.

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