Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento ocho

Página 110 de 149

CIENTO OCHO

Teresa, la compañera de Giorgio Renzi, se encuentra en casa. Está terminando de ordenar unas cosas cuando oye abrirse la puerta. Mira el reloj. Son las 21.48. «Ni siquiera me ha avisado, normalmente lo hacía; este trabajo lo está absorbiendo demasiado».

—Hola, ¿qué tal?

Renzi está tenso, pero le sonríe.

—Bien, todo bien.

Teresa se le acerca para besarlo y él le da un beso rápido y ligero en los labios, no se detiene ni un instante de más, preocupado por que ella pueda notar algo, un perfume o, aunque parezca absurdo, un sabor en esos labios que ya no son solo suyos.

—Hemos terminado tarde. ¿Sabes?, los cambios que ha habido que hacer en «Lo Squizzone» han creado unos cuantos problemas.

—He visto al chico que me comentaste, Simone Civinini; ¿se llama así?

—Sí.

—Lo hace bien, es simpático, y mucho más natural que Binna. Da más en el perfil. He preparado los rollitos rellenos con salsa que tanto te gustan y una ensalada verde con maíz, zanahoria y tomate.

¿Te parece bien?

—Perfecto.

Renzi va a la nevera, la abre y saca un botellín de cerveza, quita el tapón y lo lleva a la mesa.

Cenan en la cocina, como todas las noches. Él sirve agua con gas en el vaso de Teresa y luego le sonríe mientras ella deja un plato sobre la mesa. Le devuelve la sonrisa, pero nota que algo va mal.

—¿Todo bien con Stefano Mancini?

—Sí.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien.

«¿Me responde con monosílabos porque no le apetece hablar? ¿O porque está nervioso?».

Entonces Teresa también se sienta. Giorgio parece tranquilo, está comiendo un trocito de pan y bebiendo un poco de cerveza. «Se está relajando —piensa ella—, habrá tenido un montón de reuniones en las que todo el mundo habla muchísimo». Teresa le sirve un rollito en el plato.

—¿Te pongo dos?

—Sí, gracias.

De modo que le sirve el segundo al tiempo que él coge los cubiertos de la ensalada y se llena el plato que tiene al lado. A continuación, empiezan a cenar en silencio. Renzi saborea el rollito.

—Qué ricos, te han salido muy bien.

—¿Mejor que la otra vez?

—Sí.

Teresa sonríe.

—La otra vez dijiste que eran estratosféricos, todavía me acuerdo, usaste esa palabra.

Renzi asiente. La otra vez todavía no había conocido a Dania.

—Esta noche están todavía más estratosféricos.

Ella ríe. Él intenta ser gracioso. Dice algo más, pero se da cuenta de que suena flojo, de que no hace gracia, de que no le sale. No está acostumbrado a subterfugios, mentiras y disimulos. A él lo que le gusta es producir series de ficción, no hacer de intérprete. «Así pues, ¿esta es mi vida ahora, ya no soy dueño de ella?». Come nervioso, mastica deprisa, engulle un bocado y pasa enseguida al siguiente, y la mira casi a escondidas, con rabia. «¿Cómo es posible que no se dé cuenta? Teresa debería alegrarse por este momento que estoy atravesando, tendría que amarme tanto como para notar mi nueva e increíble felicidad. Compartirla conmigo, sí, sin mostrarse celosa o posesiva; entender que la sigo queriendo, pero de un modo distinto, no como deseo a esa chica, de una manera obsesiva, arrolladora, ilimitada». Entonces se para. En realidad, se le ha cerrado el estómago. Ni siquiera le apetece comer. «Todo esto me va grande, demasiado grande. En cambio, de Dania no me molesta nada, incluso la cosa más sucia con ella me parece limpia. Nunca me había pasado algo así».

Entonces Renzi deja el tenedor y el cuchillo, casi los suelta sobre la mesa, de tal manera que Teresa se sobresalta. Él la mira y cambia de expresión. No puede seguir fingiendo.

—He conocido a una chica.

Teresa sonríe, piensa que está a punto de contarle una de las muchas anécdotas que solía compartir con ella cuando volvía a casa. A ella le gustaban, conseguían que se sintiera más próxima a él, la hacían partícipe de ese mundo tan lejano. De modo que espera intrigada el resto de la historia.

Pero esta vez no es así. Renzi la observa un instante y seguidamente baja la mirada, y no para comer algo más o para buscar la sal u otra cosa, sino solo para evitar su juicio. En ese momento el rostro de Teresa se transforma poco a poco, su sonrisa se apaga, las comisuras de su boca se inclinan hacia abajo, incluso pierde luminosidad. Coge la servilleta de las piernas, se limpia la boca, la deja junto al plato. Se levanta, aparta la silla y se va al dormitorio. Renzi oye el portazo y cierra los ojos un instante. Enseguida le viene a la cabeza cómo se conocieron. Ocurrió en casa de unos amigos, en una fiesta. Empezaron a charlar y, cuando Giorgio descubrió a qué se dedicaba, le dijo: «¡Espero no tener que necesitarte!». Ella tuvo una respuesta divertida: «¿Como abogada? Estoy de acuerdo. Pero ¿también en todo lo demás? Pues sí que eres desconfiado». Después bailaron, se rieron, se estuvieron mirando todo el tiempo con curiosidad y deseo, con ganas de descubrir algo más, de conocerse mejor en todos los sentidos. Los inicios siempre son más bonitos que los finales, aunque solo sea porque al menos los dos se sienten alegres. En cambio, cuando una relación se termina, uno de los dos siempre llora, luego se pregunta por qué, y más que nada piensa que ha malgastado un montón de tiempo.

Teresa ahora se halla en su dormitorio. Estará pensando qué hacer, cómo afrontar la situación.

Renzi está sorprendido, pero también aliviado por el hecho de que ella no le haya preguntado nada, no haya querido saber cómo se han conocido, cómo ha sido, qué ha sucedido. Tal vez ahora esté llorando. «Teresa es siempre tan sensible…, lamento haberla herido». De repente, la puerta de la habitación se abre y ella sale completamente distinta de como se la había imaginado. Está llena de rabia, tiene los ojos entornados, nada hinchados, y entra en la cocina como una exhalación.

—¿Quién coño es esa? ¿Cuánto hace que dura esa historia? Te la has follado, ¿verdad? Si no, ¿para qué me lo ibas a contar?… Pretendes descargar las culpas sobre mí, para sentirte tú más ligero, ¿no es así? Mañana es nuestro aniversario. Habría hecho cinco años que estamos juntos, incluso me diste a entender que el año próximo, si las cosas iban bien en el trabajo, nos casaríamos… Y ¿ahora qué? Pues ahora, como has conocido a una que se abre de piernas con facilidad, lo echas todo a perder, como un niño que lanza la pelota a una tienda de cristales y dice: «Oh, ha ocurrido». Y luego, tan tranquilo, se va corriendo.

—Lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Es lo único que eres capaz de decir? Ahora me dirás su nombre y apellido, cuántos años tiene, qué habéis hecho. Me lo contarás todo.

Y lo coge por el cuello de la camisa, arrancándole incluso el primer botón. Y prosigue colérica:

—Me he tragado las comidas en casa de tu madre y de tu padre, hablando de los mismos fútiles, aburridos y tristes temas de siempre, sin ni una mínima visión de la vida, con tus dos hermanos y sus inútiles parejas. He estado con toda tu familia, que son una vergüenza para la misma palabra ignorancia. Pero siempre he vivido todas esas cosas con gusto, alegría y ligereza, porque lo he hecho por ti, por lo que creía que tenía contigo. Y ¿ahora te limitas a decirme que has conocido a otra? ¡Pues eres un cabrón! Pero ¿no te da vergüenza?

Renzi no parpadea.

—¡Eh, estoy hablando contigo! —le espeta Teresa, y le tira otra vez de la camisa—. ¡Contigo! ¡Contigo! —Empieza a gritar, zarandeándolo, rasgándole del todo la camisa; al final incluso le tira del pelo.

Arriesgándose a hacerle daño, Renzi le aparta las manos del pelo y se levanta. A continuación, va hacia la puerta, coge la americana y las llaves y, sin decir nada, sale de casa. Teresa se echa a llorar, corre a su habitación y da un portazo con inaudita violencia, como si quisiera hacerla estallar.

Renzi se pone la americana y sube al coche. No podía seguir viviendo en una mentira. En una ocasión Teresa le dijo: «Si alguna vez tuvieras una aventura, debes decírmelo. Incluso podría entenderlo y perdonarte. Pero si lo descubriera yo, me enfadaría tanto que ni te lo imaginas. Quiero saber que no le voy a estrechar la mano a una persona que ha tenido tu “cosa” en la suya y me sonríe, muy simpática, mientras se burla de mí».

—No sucederá.

Renzi ha mantenido la promesa. Teresa, en cambio, no ha reaccionado como había dicho. Pero el amor nos sorprende, el amor nos obliga a hacer cosas que nunca habríamos imaginado que seríamos capaces de hacer, para bien y para mal. Entonces Renzi coge el móvil y llama a Dania. Apagado. «Ya estará durmiendo. Ha tenido que estudiar algunas escenas para el programa de mañana. Estaba muy cansada». Al menos, eso es lo que quiere creer, lo que necesita creer; en otro caso, está tirando inútilmente su vida a la basura.

Ir a la siguiente página

Report Page