Tres veces tú
Ciento dieciséis
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CIENTO DIECISÉIS
La veo venir desde lejos, camina deprisa, luego se para y mira a su alrededor. Pero no me ve. Estoy sentado a una mesa, saboreo mi cerveza despacio, disfrutando de las dos. Se la ve tranquila; lleva una pizca de maquillaje, poco pintalabios, ha adelgazado, parece mayor, es más hermosa, y hasta ahora no me he dado realmente cuenta. O tal vez sea porque he aceptado lo que todavía siento por ella. La amo. Y no hay nada más bonito que convertirse en náufrago en un amor, arrollado por un destino concreto, perdido en el deseo de una persona, abandonado en ella sin más preocupaciones.
Cojo el móvil y le mando un mensaje.
Hasta Dios se sorprende por cómo te ha pintado. Es increíble que la ciudad entera te permita salir a dar una vuelta… Eres un atentado para el orden público.
Babi lo lee y se echa a reír, sacude la cabeza y escribe algo. Después de un segundo me llega su respuesta.
Deja de tomarme el pelo. ¿Dónde demonios estás?
En el bar que está frente a ti.
Cuando lee el último mensaje se vuelve hacia el bar, buscándome entre la gente, y al final me ve.
Entonces sonríe de una manera única, con una belleza tan devastadora que cualquier preocupación o reparo que todavía pueda tener quedan relegados. Si una persona sonríe de esa manera solo porque te ha visto, es como si te lo hubiera dicho en televisión en horario de máxima audiencia, como si lo hubiera escrito en el palacio Montecitorio, como si lo hubiera grabado directamente en el sol. Me levanto en cuanto llega a la mesa.
—Qué hermosa eres.
—Sí, sí, hola, falso poeta.
Y nos besamos en la mejilla, como dos amigos cualesquiera, pero la sacudida de deseo que me atraviesa creo que podría provocar un cortocircuito en Roma y quemarla por completo como un moderno Nerón. A continuación, nos sentamos y ella se echa a reír.
—¿Qué clase de juego es este? Me has dicho: «Reúnete conmigo aquí…». Y has tenido suerte de que Massimo se encuentre en el colegio y yo no esté ocupada…
—Yo tengo suerte.
—Eso ya lo sé. —Y me sonríe—. Ambos la tenemos, pero no me habrás hecho venir corriendo hasta aquí para tomar un café, ¿verdad?
Entonces dejo el dinero encima de la mesa, me levanto, la cojo de la mano y la llevo conmigo.
—Ven.
Caminamos en silencio por la calle de Borgo Pio; a lo lejos se oyen las campanas de alguna iglesia.
—Si se trata de matrimonio, creo que hay un pequeño problema por ambas partes.
—Sí, a mí también me lo parece.
—¿Pues entonces? ¿Quieres fingir que somos turistas y volver a casa tratándonos de usted?
—Eso ya lo hicimos.
Entonces se inclina hacia mí y me roba un beso.
—Pues volvería a hacerlo. Contigo volvería a hacerlo todo cada día y no me cansaría nunca. —Me toca el brazo—. ¿Sabes que te deseo de una manera absurda? Nunca me ha pasado algo así.
Nunca he deseado a nadie de esta forma.
Por un instante, cierro los ojos. El hecho de que aun así haya habido alguien en su vida es como si me atormentara. No debo pensar en ello. Es pasado, se ha acabado, queda a nuestra espalda, al otro lado de la puerta de nuestra felicidad. Tengo que lograrlo. Era capaz de llegar a las cuatrocientas flexiones, ganaba a Hook y al Siciliano, mucho más fuertes que yo, solo porque no me detenía, porque mi cabeza iba más allá, hasta el lugar donde ellos se habían rendido. Y ¿ahora no soy capaz de hacer añicos las pequeñas, inútiles, minúsculas sombras de su pasado, desintegrarlas como piedras simplemente con mi fuerza de voluntad? Debería. Entonces lo saco del bolsillo.
Babi está sorprendida.
—No puede ser…, ¿dónde lo has encontrado?
—Me ha hecho compañía durante estos años, mientras tú estabas en el extranjero estudiando, ¿no? —Le sonrío—. Te estaba esperando.
Toca el pañuelo verde, liso, gastado en los bordes, histórico, épico espectador de su primera vez.
Después se lo acerca a la nariz, cierra los ojos y respira la belleza de todo ese recuerdo. A continuación, me mira emocionada.
—Qué tontos fuimos.
—No pensemos más en ello. —Le cojo el pañuelo y luego lo desdoblo—. ¿Puedo?
Y Babi vuelve a ser la chica de entonces; se da la vuelta, se deja vendar los ojos y me da la mano. Nos ponemos a caminar.
—No dejes que me caiga, ¿eh?
—No, claro que no.
—Me da miedo hacerme daño.
—No debes tener miedo, yo estoy contigo.
—Aquella vez también me dijiste eso y luego me di un golpe en la pierna.
—¡Es verdad, madre mía, qué memoria!
—Me habría gustado olvidarte, pero siempre has estado dentro de mí.
Sonrío, aunque no me ve. Luego un perro ladra hacia Babi y se le acerca. Ella, a pesar de no verlo, se aparta y al final me abraza.
—¡Socorro! ¡Me va a morder!
La mujer que lo lleva sujeto tira de él y hace que se quede a su lado.
—Tranquilo, Rocky, tranquilo. —Se aleja sacudiendo la cabeza, sorprendida por nuestro extravagante comportamiento.
—¿Era muy grande ese Rocky?
—¡Qué va, un perro salchicha! Y hasta se parecía a su dueña, igual que al inicio de 101 dálmatas.
Babi se echa a reír.
—¡Me lo he perdido!
Sigo llevándola de la mano ignorando los ojos curiosos de la gente, de algún niño que nos señala y pide explicaciones a su madre, que, sin embargo, no sabe qué decir ni qué inventarse.
—Bien. Párate aquí.
—Step, pero no estamos casados. ¿Y si te ve alguien y se lo cuenta a tu mujer?
—Diré que era un ensayo para un spot de televisión.
Y Babi casi se toma mal mi rápida respuesta.
—Tú no eras así.
—Es culpa tuya. —Entonces me doy cuenta de que es algo que la atormenta de verdad—. Perdóname, soy un tonto. No volveré a decirlo y no haremos más cosas de este tipo, pero ahora ya está hecho. De todos modos, hemos llegado. Cuidado con el escalón.
—De acuerdo.
La ayudo a entrar en el ascensor. Cierro las puertas y vuelvo a abrirlas cuando llegamos al ático.
—Eh, no voy a encontrarme una fiesta sorpresa con toda mi familia, ¿verdad? No sé cómo se lo tomarían.
—¡No! —Me río—. Y más que nada porque hoy no es tu cumpleaños, ¿o sí?
Intenta golpearme, pero por suerte me aparto con rapidez hacia atrás y no me da. A continuación, le cojo los brazos.
—Venga, era una broma, para… Estate quieta.
Cierro las puertas del ascensor y abro la de casa. La conduzco más hacia delante.
—Así, bien, por aquí, un poco más. Vale, párate.
Seguidamente, cierro la puerta a su espalda, me sitúo detrás de ella y le quito el pañuelo. Babi abre muy despacio los ojos, los entorna un poco a causa de la luz excesiva, hasta que se acostumbra y se queda sorprendida. Delante de ella, la cúpula de San Pedro, los tejados de todas las casas de via Gregorio Settimo, la vista de via Conciliazione.
—Sé que te gustan los áticos; este es el más alto que había. Y estas… —le paso un pequeño llavero con la letra «B»— son tus llaves. No sé cómo irán las cosas entre nosotros, no sé qué sucederá, no quiero herir a nadie, pero tampoco estar sin ti.
Babi no dice nada, sigue mirando el espléndido panorama que se extiende bajo sus ojos. Estamos en una gran terraza, por encima de los demás edificios, en línea recta con el Vaticano. Me sonríe al señalarlo.
—Esperemos que tengamos su bendición.
Pero ambos sabemos que somos pecadores; no queremos arrepentirnos, porque cuando amas a alguien, y amas de este modo, crees que ya estás absuelto. ¿Acaso no era este el amor del que hablaba Dios? Habría dado cualquier cosa y renunciado a todo con tal de poder seguir viviéndolo…
¿No podría haber hecho que las cosas fueran más fáciles desde el principio? Pero no digo nada.
Recorremos en silencio el ático rehabilitado, inmaculado.
—Lo reformaron hace poco y todavía no ha vivido nadie en él. Tenemos que hacerlo nuestro, ponerle color.
Entonces Babi se me acerca y me abraza.
—Me gusta muchísimo. Yo lo habría hecho exactamente así, tú y el ático sois mi sueño convertido en realidad. Quiero vivirte mientras sea posible. Me lo he preguntado toda la noche. He seguido pensando en ello hasta esta mañana. Ya sé que no es justo. Ya sé que me estoy equivocando.
Ya sé que no debería, pero no soy capaz de hacer otra cosa, no lo resisto, basta… Quiero ser feliz.
Nos damos un largo beso en medio de ese salón desnudo, de ese ático vacío, sin cortinas, sin cuadros, pero lleno de luz, de locura y de pasión. Como un mar al atardecer, con una superficie quieta y tranquila, pero que esconde quién sabe qué cercana tormenta. Pero no ahora. Ahora somos felices, somos nosotros y nada más, como siempre debería haber sido.
—Ven conmigo. —La llevo delante de una puerta cerrada.
A continuación, cuando la abro, aparece una cama con sábanas nuevas, oscuras, de seda. Sobre el mueble de la izquierda hay unas rosas rojas y, al lado, una botella de champán con dos copas todavía envueltas.
—Solo era para que no se rompieran. ¿Te acuerdas?
Y ella, emocionada, asiente. Luego cojo mi móvil y lo sitúo sobre el mueble junto al pequeño altavoz, del que en esta ocasión, no por casualidad, salen las notas de Beautiful, nuestra canción.
—Bueno, ¿te apetece volver a empezar desde aquí?
—No lo has entendido. Yo siempre he estado aquí. Te amo.
—Vuelve a decírmelo.
—Te amo, te amo, te amo.
—Pero esta vez no cambies de idea.