Tres veces tú
Ciento treinta
Página 132 de 149
CIENTO TREINTA
Los días siguientes lleno cada momento intentando distraer mi mente. Vuelvo al gimnasio, me entreno en silencio, hago un poco de cinta para ponerme en forma de nuevo. Miro distraído la sala que está frente a mí. Algunas mujeres de todas las edades tratan de seguir el ritmo de una alegre monitora.
Alguna lo consigue, otra no tanto, pero en cada una de ellas me pongo a buscar a Babi. Un corte de pelo, un fragmento de sonrisa, un poco de piel, unos pendientes, una mano, una boca, el rasgo de los ojos, la barbilla. Y en ellas busco con desesperación, como un perverso y condenado Frankenstein, algo de ella que pueda saciarme. Pero no hay nada que consiga aplacarme. Tengo que empezar a entrenar la mente otra vez, no debo volver a caer en ese pensamiento, en esa espléndida y continua obsesión. Y, por si no fuera suficiente, en los altavoces del gimnasio sintonizados en la RTL empieza a sonar una canción del traidor Lucio Battisti: «Senza te, senza più radici ormai, tanti giorni in tasca tutti lì da spendere…», «Sin ti, ya sin raíces, con todos esos días en el bolsillo para gastar…»[56]. Sonrío, simplemente derrotado. No hay una estrofa de esta canción que no se divierta con lo que estoy pasando, casi parece que se burle de mí. «Non c’era soluzione, ma sì che ho fatto bene», «No había solución, pero he hecho bien». Parecen esas excusas que te repites a ti mismo solo para convencerte, pero sabes a ciencia cierta que las cosas no son así. De hecho, justo después, añade: «Ma perché adesso senza te, mi sento come un sacco vuoto, come un coso abbandonato…», «Pero por qué ahora sin ti me siento como un saco vacío, como un objeto abandonado». Ya solo el título es todo un poema, Orgoglio e dignità, «Orgullo y dignidad». De hecho, es en estos momentos cuando ves la fuerza de voluntad, cuando logras quedarte «lontano dal telefono, sennò si sa…», «lejos del teléfono, si no, ya se sabe…». Acabo el entrenamiento y voy a los vestuarios. No puedo mentirme a mí mismo, lo primero que hago es abrir la taquilla y mirar el móvil. Compruebo si me ha llamado, si me ha escrito, si me ha llegado algo antes de que lo metiera en la taquilla; a lo mejor me ha buscado, me ha escrito. Pero no había cobertura. No, nada de nada, mi última y más débil ilusión también se desvanece. Si alguien hubiera querido contactar conmigo, podría haberlo hecho perfectamente.
Solo algunos momentos de trabajo consiguen distraerme de verdad.
—¿Recuerdas que debemos presentar los costes de la nueva serie de ficción? Tan solo tenemos una semana, si no, perderemos la oportunidad de participar en la producción de la Rete para el próximo año. —Le cuento a Renzi por teléfono.
Renzi asiente.
—¿Tan distraído me ves?
No digo nada.
—Está bien, tienes razón, me ves distraído. Me he pasado. Lo he estado y lo estoy. Pero hay un límite para todo. Es un compromiso demasiado importante. Será nuestra segunda temporada en las series de ficción y podría significar nuestra confirmación durante mucho tiempo…
—Lo sé. Por eso te lo recuerdo.
—He preparado toda la documentación, lo único que necesito saber es el coste de algunas localizaciones, y me llegarán dentro de dos o tres días. Para el viernes estará todo listo para entregarlo. Ya verás, si todo va bien, iremos otra vez a celebrarlo a la piscina del Hilton, en los morros del Empanada, y esta vez nos llevaremos también a Aurora.
«Sí, Aurora. Sobre todo, es por ti que resisto, por tu felicidad, por tu mirada, para que puedas sonreír al mirarme y no veas en mí solo a “ese que hizo sufrir a mamá”».
Cuando regreso por la noche, me acerco a su cuna y la respiro. Solo esto parece tranquilizarme de verdad. Así, me siento mejor, sonrío en la oscuridad de la habitación. Luego entorno suavemente la puerta y voy al dormitorio. Gin está bajo las sábanas, con la luz de la mesilla encendida, leyendo un libro.
—Mira. —Me enseña la cubierta—. El lenguaje secreto de los niños. Tú también deberías leerlo, es importante. No sabes cuántas cosas estoy aprendiendo, nunca me las habría imaginado siquiera.
—Yo también lo leeré. Aurora es tan preciosa…, quiero aprender a no equivocarme.
Gin cierra el libro y lo deja sobre las piernas.
—¿Sabes?, por un instante pensé que te había perdido. No sabía qué sucedía, era como si la idea de que la niña estuviera en camino te fuera alejando de mí…
—Pero ¿qué dices? No.
—No estabas. Siempre te encontrabas lejos, aunque te hubieras sentado a mi lado, y te ponías nervioso por las cosas más tontas.
—Perdóname.
—No, seguramente también es culpa mía. Tú no lo sabes, pero cuando piensas aparecen en tu cara las expresiones más diversas. Te miraba y estaba claro lo que pensabas.
—Y ¿qué pensaba?
—Estabas sufriendo. —Entonces se echa a reír—. Haría falta un libro para interpretarte a ti también: El lenguaje secreto de Step. A lo mejor entendería algo…
—No mucho, creo, yo tampoco he entendido nunca nada.
Gin sonríe y decide no hacerme más preguntas.
—Me alegro de que hayas vuelto.
Los siguientes días obtenemos excelentes resultados profesionales. Pasamos una semana en Madrid, en los estudios de Tele Tres. El programa es perfecto, incluso lo han mejorado y, por si no fuera suficiente, nos hacen una oferta de exclusividad: diez programas nuestros que realizaríamos solo con ellos durante tres años, y cinco millones de euros.
—Tenemos que pensarlo un momento.
Veo que nuestra traductora, Elvira Cortez, se queda callada, de modo que se lo repito.
—Disculpe, ¿puede traducir lo que he dicho?
—Sí, sí, claro.
Poco después, oigo una frase en español y veo que el director general me sonríe.
—Claro que sí —dice en español.
—Claro que sí —nos traduce Elvira Cortez.
Pero esto ya lo habíamos entendido a la perfección nosotros mismos.
Por la noche vamos al restaurante La Finca de Susana. Nos lo han recomendado unos guionistas españoles, un estupendo local a pocos pasos de la Puerta del Sol. Tomamos un excelente arroz con sepia y salsa alioli. Y una botella de albariño Burgáns, un vino gallego que literalmente nos soplamos.
—¡Un éxito inesperado! —Renzi está del todo eufórico—. Nunca habría pensado que sucedería todo esto, es maravilloso. ¡Por Futura!
Y no paramos de brindar. Luego traen un fantástico jamón ibérico, unas patatas bravas y unos calamares fritos. De modo que pedimos otra botella de albariño Burgáns.
—Ahora ya solo nos falta conquistar los países anglosajones y luego Estados Unidos.
—Y toda Sudamérica.
—Sí.
Brindamos y soñamos con los ojos abiertos. A continuación, Renzi coge el móvil y lo mira, quizá con la esperanza de encontrar quién sabe qué mensaje. Lo cierra y se lo guarda en el bolsillo.
—¿Sabes qué echo muchísimo de menos? Una persona con la que compartir todo esto.
—¡Me tienes a mí! —bromeo intentando quitar hierro a esta repentina melancolía alcohólica.
—Gracias, pero no eres mi tipo. Me gustaría tener aquí a la única persona que me hace feliz, la única con la que me apetece estar, a pesar de saber que es totalmente inadecuada para mí.
No sé qué decirle. Sé de quién habla y es una situación de verdad imposible, tal vez la más complicada en la que podría haberse metido. Aunque parezca increíble, es peor que la obsesión de Simone Civinini por Giovanna Segnato.
—Renzi, ¿puedo decirte una cosa?
Me mira en silencio, duda si darme permiso o no. Creo que se imagina que lo que voy a decirle no le sentará bien. Pero es un temerario, de modo que acaba asintiendo para que hable.
—Bueno, creo que ella es todavía muy joven, que no sabe bien lo que quiere. En cambio, tú estás en un momento muy distinto, vas por otro camino, tienes otros objetivos. Teresa es la persona adecuada para ti. Búscala, si no es demasiado tarde. Dania ha sido una locura, un pasatiempo, si quieres, un error deseado… El que antes o después esperaba que cometieras. —Se echa a reír—. Pero ahora basta. No sigas permitiéndote esta inútil debilidad, vuelve a ser fuerte. Solo te hace daño, merma tu seguridad, tu personalidad, tu mente.
—¿Hasta eso?
—Sí, hace que pierdas el gusto por la vida, por la belleza de la gente, por la ligereza de las personas. Con ella te pierdes en aguas revueltas. Lo has vivido, te ha gustado…
—Mucho, muchísimo.
—Bueno, pero ahora ya está, será tuyo en el instante en que lo superes, será todavía más tuyo cuando disfrutes mirándolo desde lejos, te habrás divertido, pero ya no podrá afectarte.
Nos quedamos un rato callados. Luego me sonríe.
—Oye, parece fácil.
—Si quieres, lo es.
—¿Tú lo has conseguido?
—No, pero finjo que sí.
Y, en el mismo instante en que lo digo, me veo arrollado por una serie de recuerdos e imágenes de momentos diversos. Babi de joven, Babi hoy, mujer, madre, terriblemente sensual. Su sonrisa, su risa, sus piernas, su boca, nuestras miradas, nuestras manos unidas, nuestros cuerpos, nuestras duchas. Babi terriblemente mía. Sus palabras, sus declaraciones, su amor, su abrazo, sus risas mientras teníamos sexo. Babi, Babi, Babi, tres veces tú.
Bebo una copa de vino para intentar confundir mi mente, distraerla, aturdirla, sofocarla y, en cambio, ella, ruin, desleal, infame, en perpetua lucha con mi corazón, deseosa de vencerlo en todo y para todo hasta hacerlo estallar, me la muestra bella, elegante, hablando con alguien, riendo de sus palabras, sin pensar en mí. Distraída, atraída, llegando incluso a rozarlo, a tocarlo. ¿Cómo es posible? Tú, mía, tú, que me habías jurado, tú, que nunca, tú, que te declaraste incapaz incluso de mirar a otro hombre, ¿dónde estás ahora? ¿Con quién hablas? ¿Qué pasa por tu mente? ¿Qué intenciones tienes? Y me entra un ataque de pánico. La imposibilidad de encontrarme con ella ahora, enseguida, de poder verla, de poder hablar con ella, de tocarla, de abrazarla con fuerza o tan solo rozarla, de pedirle perdón. Me he equivocado, perdóname, te lo ruego. Me inclino a sus pies, abrazo sus piernas, lloro infeliz por no haber sabido ser egoísta. Entonces respiro hondo, bebo un poco más de vino y miro a Renzi.
—Tal vez tengas razón tú. Piérdete en tu amor, derrúmbate, ahógate hasta que no puedas más. No hagas caso de mis palabras de antes. Estaba borracho de racionalidad.
Levanto la copa y volvemos a brindar, bebemos y nos echamos a reír, como unos estúpidos.
Cuando todo parece tan condenadamente claro incluso sin todas esas inútiles palabras.