Tres veces tú
Ciento treinta y tres
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CIENTO TREINTA Y TRES
Gin espera la llegada de Renzi para dejar el hospital. Los médicos la han tranquilizado. El hematoma se ha reabsorbido en parte, sufrirá mucho dolor, pero ningún daño permanente. Tendrá alguna dificultad a la hora de moverse durante los próximos días y necesitará un largo período de reposo para volver a estar en forma. Gin sube al coche con una sonrisa. «Menos mal, una complicación de este tipo me habría hundido en un momento como este. —Conduce hacia casa—. Estoy cansada, agotada, son las seis de la madrugada, no es cuestión de despertar a mamá. Además, si ha seguido la pauta como espero, estará durmiendo. Iré a casa, me daré una ducha y dormiré un buen rato; cuando me despierte iré a recoger a Aurora». Pero cuando llega al portal se da cuenta de una cosa. Busca desesperadamente en los bolsillos de la chaqueta, en el bolso, en el asiento de al lado, detrás, pero nada, no están. Ha cogido la documentación, pero no las llaves. «No vale la pena volver al hospital, Step no llevaba nada consigo. De modo que lo mejor es que vaya a su oficina, allí tenemos un duplicado de las llaves».
Gin baja del coche. Es fácil encontrar aparcamiento a esa hora de la madrugada, no hay nadie por la calle. Saluda al portero, que está barriendo la acera de delante del portal abierto. Sube hasta la segunda planta y marca el código en el teclado. A continuación, entra en la oficina y va al despacho de Step. Se acerca a la caja fuerte y teclea la combinación. «Es la misma que tenemos en la caja fuerte de casa, nuestras fechas de cumpleaños, primero la mía y luego la suya». Se oye un chasquido y la caja fuerte se abre. Gin empieza a buscar el juego de llaves y por fin lo encuentra. Lo coge, pero cuando se dispone a cerrar la caja fuerte de nuevo, se fija en que no son las de casa. Hay una mucho más larga y otra para una puerta blindada. Mira con curiosidad el llavero, solo la letra «S».
Entonces, debe de haber otro. Saca todos los documentos para ver si han ido a parar al fondo. Los deja en el suelo y al fin encuentra el juego de llaves de casa. Pero cuando se dispone a volver a guardar los documentos, se fija en un título: «Contrato de alquiler». Sigue leyendo. Entre Stefano Mancini y una tal Mariolina Cannetti de un ático en via Borgo Pio, 14. Gin continúa leyendo sorprendida y perpleja. «¿Un apartamento de alquiler? ¿Y no me ha dicho nada?». Hace algunas fotos al contrato con el móvil, luego lo guarda todo en la caja fuerte y sale con los dos juegos de llaves.
La ciudad poco a poco se va despertando, hay pocos coches circulando, algunas personas esperan soñolientas en las paradas del autobús. Gin conduce despacio, aunque su corazón está revolucionado. «¿Por qué tiene un contrato de alquiler?». Busca con desesperación algo que pueda tener que ver con ella, algo bonito. Y de repente sonríe. «Podría haber decidido que nos cambiáramos de casa, sabe cuánto me gusta esa zona… Y, además, un ático, quizá más grande y luminoso». Acelera un poco porque ya no cabe en su pellejo de tanta curiosidad. Cuando llega a la via del Mascherino, aparca y baja del coche. Empieza a caminar por Borgo Pio buscando el número.
Entonces la asalta una duda. Va a la galería de imágenes, busca las fotos que ha sacado, las abre y comprueba la fecha del contrato. «Hace seis meses que alquiló este sitio. ¿Por qué todavía no me ha hablado de ello? ¿Por qué no me ha dicho nada?». Y al final se abre en su mente una pequeña rendija, algo que le permita creer que esa casa es para ellos tres, para Aurora, para Step y para ella: «Quizá esté haciendo obras, la esté reformando y tal vez no hayan terminado hasta ahora, y quiere darnos una sorpresa». Y, de este modo, con esa esperanza optimista, llega delante del número 14. Encuentra la llave y abre el portal. Vuelve a cerrarlo. La gran puerta retumba en el silencio del edificio y ese eco la acompaña durante un momento. El vestíbulo es fresco gracias a las gruesas paredes. Una escalera de mármol sube al lado de un ascensor de hierro. Gin pulsa el botón y poco después el ascensor llega a la planta baja. Abre la puerta, seguidamente las dos portezuelas de cristal y, una vez que las ha cerrado todas, pulsa el número cinco. Cuando llega al último piso, sale del ascensor y vuelve a cerrarlo con delicadeza. Solo hay una puerta delante de ella, no puede equivocarse. De modo que mete la llave más larga en la cerradura e intenta girarla insegura. Oye el ruido que hace al abrirse, es esa. Entonces Gin abre despacio la puerta, casi temerosa de descubrir no sabe qué. «Tal vez viva alguien aquí, quizá piensen que soy una ladrona y me disparen. “Muere mientras intentaba desvalijar un ático en Borgo Pio, 14”». Sonríe, pero, ante la duda, decide evitar ese artículo.
—¿Hay alguien?
Levanta un poco más la voz.
—¿Hay alguien aquí?
A continuación, al no recibir respuesta, entra y cierra con suavidad a su espalda. Enciende la luz.
El apartamento es bonito, está del todo decorado; ahí vive alguien, hay libros, lámparas, alfombras, sofás, un televisor de plasma, un marco con una foto dentro. Entonces, curiosa, se acerca para ver mejor quién es esa pareja. Y, cuando la contempla, está a punto de desmayarse. Step y Babi sentados en un muro, sonriendo. «Es una foto de hace muchos años, claro, pero ¿qué hace una foto así en esta casa? ¿Quién la ha puesto? ¿Qué significa todo esto?». Y, transportada por una repentina ansiedad, continúa su búsqueda. Frenéticamente, abre armarios, cajones, revisa el baño, pero no encuentra nada que pueda indicarle algo, un tiempo, una acción, que arroje alguna luz a ese extraño misterio.
Luego llega hasta la última habitación. Abre la puerta. Hay una cama hecha, sábanas de seda oscura y, en la librería, solo dos álbumes de fotografías. Los coge, los deja sobre la cama y abre el primero.
Aparecen las fotos de un niño, un guapo niño que crece año a año, y, debajo de cada una, un texto que indica lo que ocurre en cada momento: «Massimo cumple un año», «Massimo celebrándolo en el colegio con los amigos», «Aquí estamos en los caballitos», «Este es su primer partido de fútbol».
Gin pasa rápidamente las hojas del álbum. Solo hay indicaciones de los momentos más variados de la vida de ese niño, no dice nada más, nada, hasta la última foto. Hay muchísima gente y el niño está en el centro de la imagen. «Su primera vez en el escenario, ¡solo faltabas tú!». A Gin le da vueltas la cabeza. «¿Qué significa esa frase? Tú, ¿y por qué “tú”?». Así que, casi sabiendo que ahí descubrirá la verdad, coge el segundo álbum, se lo acerca y lo abre. Una tras otra, aparecen las fotos de ahora.
Step y Babi en varios momentos, en esa casa, en la cocina, sentados en el sofá, una serie de autoimágenes más o menos robadas de su vida juntos durante esos meses. Gin tiene lágrimas en los ojos, pero no deja de hojearlo y, a medida que avanza, página tras página, continúa llorando cada vez más, hasta morir de dolor al verlos juntos en la cama.
«¿Cómo es posible? Tú eres el padre de mi hija. Eres el padre de Aurora, eres mi marido. No has muerto antes en ese accidente, pero has muerto ahora. ¿Por qué me has hecho todo esto? ¿Por qué has querido castigarme así?». Y sigue pasando las últimas páginas del álbum, sollozando, cegada por las lágrimas y el dolor. Hasta esa última página con la foto de ellos tres juntos: Babi, Step y ese niño.
Y esa frase escrita debajo: «Recuerda que tu hijo y yo te amaremos siempre. Aunque no estemos contigo, estarás cada día en nuestros corazones».
«¿“Tu hijo”? ¿Ese niño es hijo de Step?». Gin no puede más. Tiene la sensación de estar a punto de desmayarse, le da vueltas la cabeza, nota que le sube la bilis del estómago. Corre al baño, levanta la tapa, se dobla sobre el inodoro y vomita gritando.