Tres veces tú
Cincuenta y siete
Página 59 de 149
CINCUENTA Y SIETE
Cuando entramos en el teatro hay un silencio absoluto. Un tipo bajo, rechoncho, con el pelo muy largo y una tripa particularmente pronunciada va por ahí con un micrófono impartiendo órdenes en el completo silencio del estudio.
—Joder, pero ¿cuántas veces tengo que repetíroslo? Con esa Jimmy Jib me tenéis que hacer tomas lentas; es una dolly, se levanta, pasa sobre la cabeza del presentador y al final enfoca el panel con todos los resultados. No me parece tan difícil… Venga, volvamos a intentarlo.
Fulvio, el presentador, vuelve a ponerse en la marca que está en el centro del teatro, con un tarjetón en la mano en el que en realidad solo hay una escaleta.
—Buenas noches; bien, estamos ya en la segunda eliminatoria, que enfrentará a Antonio…
En ese momento el brazo se levanta, cruza por delante del presentador, pasa de largo, se levanta un poco más, corre por el estudio y acaba en la imagen del panel.
—¡No, no, alto! Así tampoco. Será posible…, ¿por qué corres tanto? ¿Qué prisa tienes? ¡La gente en casa se va a asustar, joder! Por mucho que corras, no acabarán antes las pruebas ni podrás irte a casa a follar con la pobre que tenga que aguantarte…
Me vuelvo hacia Giorgio.
—Y ¿este director es tan bueno?
—Roberto Manni es un genio.
—O sea, ¿quieres decirme que no hay otras opciones, aunque no sean tan buenos? Tampoco demasiado, ¿eh?, pero que no digan todas esas gilipolleces. Imagínate cómo debe de sentirse el que se encarga de mover la grúa.
En ese momento, Roberto, el director, se percata de nuestra llegada y nos presenta al estudio.
—¡Chicos, mirad quién ha venido! Nuestro productor, Stefano Mancini, y su inseparable Giorgio Renzi.
Dicho esto, señala con el micrófono al director de un pequeño conjunto musical que está debajo del panel. El maestro, al ver ese movimiento, arranca una sintonía al vuelo. Todos tocan con entusiasmo durante unos segundos, luego el director de esa pequeña orquesta mueve la mano en el aire y la transforma en un puño; es la señal de acabar. Todos dejan de tocar, solo una trompeta suelta una última nota fuera del coro, pero como ha sido todo improvisado, el director no parece hacerle mucho caso.
—Qué bien que hayáis venido a visitarnos. Por favor, por favor, sentaos aquí…
Y nos indica unas sillas en primera fila de las que, con gesto apresurado, hace levantar a varias personas, como si quisiera hacerlas desaparecer. Siento vergüenza ajena, pero al final me acomodo.
—Estamos efectuando unas pruebas, mecanizando algunas cosas que se repetirán en todos los programas. Al ser un juego en horario anterior al prime time con muchas preguntas y respuestas me parece mejor que la gente se acostumbre a unos rituales…
Oigo su acento siciliano, sus maneras seguras e insolentes. Lleva el pelo largo, un pendiente de diamantes y va vestido a medias, con una corbata de Hermès, pero más abajo lleva unos pantalones deshilachados por el borde que se le caen; no se le sostienen por culpa de la barriga. No me gusta, es una especie de Maradona televisivo. En realidad, tampoco soporto al verdadero Maradona, el del fútbol. Nadie con el don de poseer un talento como el suyo puede desperdiciarlo de ese modo. Tiene la obligación de ser un ejemplo, no un fracaso.
—Bien, quiero mostraros unas cuantas cosas… —nos propone el director.
—Claro, ¿por qué no? —Renzi está más acostumbrado a todo esto.
—Vamos, empecemos por el principio…
Se nos acerca una chica.
—Hola, soy Linda, la ayudante de dirección. Esta es la escaleta del programa, por si quieren seguir los distintos bloques.
—Gracias.
Me pasa una a mí y otra a Giorgio; a continuación, se aleja. Inmediatamente después, se sienta a nuestro lado un chico joven.
—Buenos días; encantado, soy Vittorio Mariani, uno de los guionistas del programa. En realidad, sería el responsable de proyecto, pero he rechazado ese título, suena demasiado restrictivo para los demás.
Me doy cuenta del parecido. De modo que decido decírselo:
—Trabajé con tu padre, una persona muy simpática. Fue él quien, de algún modo, me introdujo en este mundillo.
—Sí, lo sé. También sé todo lo que ocurrió justo aquí, en este teatro.
—Me ayudó también en eso. Tú te le pareces.
—¡Espero parecerme a él también en lo profesional!
—Ah, eso ya lo descubriremos.
Vittorio me mira con simpatía.
—De todos modos, gracias por haberme cogido. Papá se alegró cuando se lo dije.
—¿Cómo está?
—Mejor, gracias.
—Quiero ir a verlo. Pero debo decirte la verdad: estudiamos a los guionistas entre los que la Rete nos dio a elegir y Renzi examinó los currículums, de modo que él te aceptó por tus cualidades, no por tu padre.
—Bien. Con todo, este programa me gusta mucho y espero hacerlo lo mejor posible.
—Sin duda, así será.
Vittorio vuelve al trabajo. Los ensayos continúan; el director, con el micrófono pegado a la boca, llama a las cámaras, mientras Fulvio, el presentador, sigue hablando tranquilamente, finge que se dirige a casa y hace preguntas en serio a unos concursantes falsos que están en sus posiciones para hacer las pruebas.
El director sigue los planos en un monitor.
—Dos, tres, uno, dos…
Entonces llama a la once, hace pasar por arriba la Jimmy Jib.
—¡Alto! No, no va bien. Así no… Joder, ¿tan difícil es?
«Es evidente que sí», se me ocurre pensar. Quizá sería mejor buscar un paso más sencillo, pero justo en ese momento Fulvio, el presentador, estalla:
—¡Ah, no! ¡Ya está bien! ¿Puedo seguir adelante sin que se me interrumpa cada vez? Yo también tengo que captar la mecánica del concurso. ¡Parece que estés rodando Ben-Hur!
El director se ríe.
—Venga ya, lo que tienes que decir tú tampoco es tan complicado. ¿Cómo vas a equivocarte? ¡Si ni siquiera necesitarías ensayar!
—¿Y tú qué? Tienes doce cámaras, hasta un ciego podría hacerlo.
—¡Pero yo lo decía en el sentido de que eres tan bueno que no te hace falta ensayar!
—Sí, claro, ahora cachondéate de mí… Como si fuera tan idiota de no darme cuenta.
Y, con esta última frase, Fulvio tira las preguntas al suelo y se va del escenario. Inmediatamente, Leonardo, el ayudante de plató, se ocupa de recogerlas. Alguien se inquieta, otro sale en la misma dirección que el presentador y se pone a correr esperando alcanzarlo. Roberto Manni, el director, parece estar muy acostumbrado a todo lo que está sucediendo.
—¡Ah, solo me faltaba el numerito de la prima donna! Pero siempre le va bien al programa…
Leonardo, sigue tú.
El ayudante, como si nada, apaga el micrófono que lleva conectado con dirección, se coloca en el sitio del presentador y se dirige al figurante que hace de concursante:
—¿Y bien?, ¿cuál es tu respuesta definitiva?
—Pero ¡si ya se la había dicho al presentador!
—Pues ahora me la tienes que repetir a mí. Te han pagado hasta esta tarde a las siete; ni que sean mil veces, y por el mismo precio. Después, si te haces famoso, podrás hacer alguna pregunta de este tipo; en otro caso sigues repitiendo y punto. Así que repite.
—Está bien… —El figurante se siente mortificado—. Napoleón sufría migraña.
—No, no es correcto, sufría de gastritis. Tenías la posibilidad de cambiar tu respuesta y has fallado de igual modo.
—Y ¿qué pasa?, ya sé que era de mentira…
Giorgio se me acerca.
—Tal vez estaría bien que fueras a hablar con el presentador a su camerino…
—¿Tú crees?
—Bueno, eres el productor. De lo contrario, parece como si no te importara nada.
—Está bien, ahora voy.
Me levanto de la butaca y paso al lado del director, que sigue indicando las cámaras.
—Dos, ocho, nueve, abre un poco más… Eso es, así. Uno.
A continuación, desaparezco por el pasillo lateral, por donde he visto salir al presentador. Me encuentro a una chica que sale de la redacción.
—¿Dónde está el camerino de Fulvio Binna?
—Es el último a la derecha.
—Gracias.
Al llegar delante de la puerta, veo que su nombre está escrito en ella. Así que llamo.
—¿Quién es?
—Soy Stefano Mancini.
—Adelante.
Fulvio está sentado en el sofá delante de una mesa baja. Frente a él, en el otro sofá, hay dos jóvenes guionistas, un chico y una chica, que en cuanto entro se levantan y se presentan.
—Encantado, yo soy Corrado…
—Paola…
—Encantado; Stefano Mancini.
Fulvio se dirige a ellos con una sonrisa:
—Dejadnos solos, seguiremos después.
Así, sin decir nada más, salen del camerino y cierran la puerta.
—¿Quieres tomar algo, Stefano? ¿Un refresco, un café, un poco de agua, algo de comer…?
—No, gracias. ¡Querría tu calma!
—¿La mía? Con ese paleto grosero es imposible. ¡Me hace repetir las tomas dos mil veces solo porque tiene que pasar ese demonio de brazo por encima de nosotros! Aparte que a mí ese encuadre no me gusta, se me ve hasta la plaza que tengo aquí en medio de la cabeza. —Y, dicho esto, se agacha hacia delante, mostrándome el claro de pelo que tiene encima de la nuca. Después vuelve a sentarse, aunque parece más tranquilo—. Además, la gente en casa quiere ver primeros planos, saber lo que ocurre. Los que me siguen tienen más de sesenta años, ¿te parece que les gustará sentirse como en una discoteca? ¡Se cree el Ridley Scott de Ragusa! ¡Tiene que demostrar a sus paisanos lo bien que lo hace; pues que se atreva a filmar una película! ¡Que se vaya de aquí, que rompa el contrato y que lo intente! ¡No entiendo a la gente que no quiere aceptar su papel! ¿Eres director de televisión? ¡Pues hazlo bien, hazlo como hay que hacerlo, hazlo normal! ¡No empieces a tratar mal a todo el mundo porque no hacen las cosas absurdas que pides!
La verdad es que no está equivocado del todo.
—Sí, Fulvio, pero ¿te gusta el programa?
—Muchísimo, me gusta cómo se desarrolla, me gusta la idea de las chicas «Quizzette», me gusta la prueba final. Pero, sobre todo, ¡me gustaría poder ensayarlo!
—¡Sí, ya!
—Y ¿teníais que escoger por fuerza a Roberto Manni? ¡Es un programa fácil de hacer, podría haberlo hecho cualquiera! Con lo bueno que es, él aquí está desaprovechado…
Los dos están jugando exactamente de la misma manera. Entonces Fulvio me observa con una mirada astuta.
—Eso es, la idea no está mal: aquí está desaprovechado. Si se lo dices tú, a mí me parece que se lo creerá.
—Lo dudo, está lo bastante curtido como para no creerse nada, diría yo…
Fulvio me mira y al final asiente.
—Sí, creo que tienes razón. Pero estoy muy contento de trabajar con Futura; ¿me ayudas con esto?
Me gustaría hacerlo lo mejor posible y solo quiero aprovechar la oportunidad, pero si no puedo ensayar, ¿cómo lo hago?
—De acuerdo; dame un café, por favor.
—Claro. —Se levanta y pone enseguida la cápsula en la Nespresso. A continuación, pulsa el botón superior y la pone en marcha. Poco después, me pasa el café—. Toma. ¿Quieres también azúcar?
—Sí. No sé si lo toma o no, voy a llevárselo al Ridley Scott de Ragusa y a hablar un poco con él…
Fulvio se echa a reír.
—¡Sí, sí, eso, aunque por si acaso no le digas cómo lo llamo!
—¡No, eso no! —digo, y salgo de su camerino.
Recorro todo el pasillo, entro en el estudio y me acerco al director, que sigue cambiando cámaras con Leonardo, el ayudante de plató, como sustituto de presentador.
—Cuatro, cinco, once. ¡Ah! ¡Bien, así, sí! ¡Así la Jimmy va perfecta! ¡Bravo! Estoy seguro de que esta noche en casa te la follarás todavía mejor de lo normal.
—¿Roberto?
—¿Sí?
—Toma, te he traído un café.
—Ah, gracias, pero no tenías que molestarte.
—No es nada. ¿Podemos hablar un momento?
—Por supuesto. Leonardo, damos diez minutos de pausa al estudio. ¿De acuerdo?
—¡Vale! Vamos a parar. ¡Nos vemos dentro de diez minutos, puntuales, sobre todo los cámaras!
Todo el mundo suspira hondo. Los figurantes se levantan de sus sitios. Después del silencio que reinaba, el estudio se anima y mucha gente empieza a hablar, pero Leonardo, el ayudante de plató, enseguida da instrucciones precisas.
—Salid afuera a charlar, gracias.
—¿Y bien? Cuéntamelo todo. ¿Te gusta cómo está quedando?
—Sí, la verdad es que creo que sí.
Nos sentamos en la primera fila y Giorgio se levanta. Con el rabillo del ojo veo que se va a coger un botellín de agua de una mesa y se sienta en el escenario, al fondo.
—¡Si hay algo que no te guste, incluso de los encuadres, dímelo, ¿eh?! ¡Yo tampoco soy de esos directores convencidos que creen que lo que hacen no se puede mejorar!
—No, claro, gracias…
Si supiera que lo llaman el Ridley Scott de Ragusa, no diría eso.
—Bien, por lo que he visto, el programa está saliendo exactamente como me lo había imaginado.
Solo te pediría que hicieras un ensayo general del programa de principio a fin, quizá puedes tener a Linda al lado y le vas dictando apuntes, con las cosas que retocar, pero sin parar nunca…
—Ah, mi ayudante, hasta te acuerdas de su nombre… Una tía buena, ¡¿eh?! Y además trabaja bien.
—Sí, me ha parecido muy profesional, nos ha dado las escaletas…
—Sí, sí, es muy buena, en serio.
—Bien, yo solo te pediría esto: grabamos un programa entero y lo vemos todo del principio al final. Así, con los guionistas, sabremos si va todo bien o si hay algo que no funciona. ¿Sabes?, este programa no se ha hecho nunca antes, es un formato sobre el papel, no tenemos ningún precedente con el que compararlo…
—Tienes razón, no, en serio, tienes mucha razón. Pensaba que era una de esas histerias de Fulvio…
—No, no, él no me ha dicho nada.
—Ah, bueno, mejor… Pensaba que estaba neura porque quería que estuviera aquí su guionista, un jovencito que además es su novio; y en cambio el otro se ha ido a Milán a hacer un talent, así que se muere de celos. ¡Ese se cree que es la Oprah Winfrey de Torpignattara y solo quiere que piensen en él!
—Ah, ya…
Pienso para mis adentros que estos dos son perfectos, harán un excelente programa, si se aguantan.
—De todos modos, sí, no te preocupes, haremos uno todo seguido, así veréis mejor cómo funciona…
—De acuerdo, perfecto.
Me sonríe; a continuación, da el último sorbo y levanta la taza.
—¡Gracias por el café!
—Gracias a ti.
Voy hacia Giorgio y le hago una señal de que todo está arreglado.
—Bien, perfecto.
Justo en ese momento vemos que Fulvio vuelve a entrar, coge el tarjetón y se prepara delante de la cámara central. Pero a un tipo corpulento, en las primeras filas, le da un ataque de cólera.
—Ah, no, joder, me lo habíais prometido. Lleváis desde esta mañana diciéndome que después, que después, y seguís adelante como si yo no existiera.
El ayudante de plató, Leonardo, se acerca y le habla de forma sosegada en voz baja, intentando calmarlo. Durante un rato parece entender sus explicaciones, pero después sonríe y contesta de nuevo.
—Tú eres muy caro, pero a mí no me importa nada, ¿sabes? Yo, con estos setenta euros por un día, me limpio el culo.
El director, que hasta ese momento se había mantenido aparte, interviene con el micrófono.
—¿Has acabado? No nos gusta el espectáculo que estás dando y querríamos continuar.
Fulvio, en su posición delante del atril, prácticamente está con la boca abierta, entre atónito, arrebatado y fascinado. El tipo se dirige al director llevándose la mano derecha a una oreja.
—¿Qué has dicho? No lo he entendido bien…
—Que lo dejes ya.
—¿Y si no…? No, explícate, si no, ¿qué pasa? —Y se inclina hacia delante poniéndose furioso.
En un instante, al oír esas palabras, me acuerdo del Siciliano, de Hook, de Mancino, de Bunny y de todos los demás… Cuando por una nadería crecía la rabia y estallaba la violencia. Así que bajo enseguida mientras el director ya ha dejado el micrófono sobre el monitor y va a su encuentro lanzado y decidido. Pero yo soy más rápido que él y me anticipo, poniéndome entre Leonardo y el tipo.
—Hola…, soy Stefano Mancini, el productor de este programa —digo, y le tiendo la mano.
Él duda un momento, pero me ve tranquilo, sonriente, firme. De modo que me la estrecha sin saber muy bien qué otra cosa hacer.
—Encantado; Karim Derrano.
Tiene la mano grande, es más alto que yo, es más grande que yo. Tiene el pelo oscuro, engominado, los ojos negros. Si voy a hacerlo, debo hacerlo ahora. Tengo que golpearlo con un puñetazo directo a la garganta, para que no pueda respirar, y luego darle una patada en la rodilla para que se caiga al suelo y después rematarlo. Pero ¿en qué estoy pensando? ¡Yo soy el productor de este espectáculo! No puedo manchar el estudio de sangre. ¿Qué dirían de mí? ¿Y Renzi? ¿Qué pensaría de mí después de todo el trabajo que hemos hecho hasta ahora? De modo que le sonrío al tal Karim y le pido con amabilidad:
—Salgamos afuera, por favor, así podremos hablar más tranquilamente.
Y él cambia de actitud, ya no dice nada. Coge su chaqueta, que está sobre un asiento, y sale conmigo. Nos quedamos en el callejón, nada más pasar la garita de vigilancia.
—¿Y bien?, ¿qué ocurre?
—Pues ¿qué ocurre?… Ocurre que me han hecho venir desde Milán esta mañana al amanecer para estar aquí sentado haciendo de decorado. Mi agente, Peppe Scura, me había asegurado que haría algo en el programa.
—Pero, perdona, ¿qué podrías haber hecho?
—¿Yo qué sé?, de presentador, o al menos de copresentador, incluso de ayudante del presentador, pero en cualquier caso salir en pantalla, ser protagonista, no estar sentado aplaudiendo…
Me dan ganas de reír. ¿Presentador? ¿Copresentador? ¿Ayudante del presentador? Intento permanecer serio; pero ¿cómo puede pensar algo así? Es un chico muy guapo, pero la verdad es que es un capullo. Y, además, Peppe Scura ha estado en la cárcel por estafa. Tenía toda una colección de chicos y chicas guapos que lo veneraban como si fuera un califa de la tele, mientras él a veces empleaba a los chicos en círculos homosexuales, y las chicas acababan en un lugar donde el rendimiento que debían dar era de todo menos profesional.
—Mira, Karim, lo siento, pero nadie nos ha avisado, no sabían nada de ese papel.
—Pero hoy también ha venido el responsable de área, me ha saludado, me ha dicho que estaba muy contento de que yo también participara en el programa. Y ayer estuvimos en casa de la directora, de esa guapa señora elegante, Gianna Calvi, con Peppe Scura. Fuimos juntos, ella me hizo un montón de cumplidos, dijo que se alegraba de que hiciera algo en este programa, ¡que era una idea excelente!
Y ahora, ¿qué es lo que hago? ¿De figura de cartón? ¿El que se sienta a ver los ensayos y de vez en cuando aplaude? ¡Joder, me dan ganas de romperlo todo! Y encima ese director… ¿Qué se cree ese cabrón? Trata mal a los extras y a los figurantes, y, pobrecillos, llevan ahí todo el día por setenta euros… Y tampoco es que hayan vendido su dignidad, ¿no? Joder, le haría comer esos dientes amarillos con unos puñetazos en la boca.
Efectivamente, los dientes del Ridley Scott de Ragusa son un poco amarillos.
—Oye, Karim, te entiendo, pero así no puedes seguir, de esta manera vas a arruinar tu reputación y nada más.
Y, mientras lo digo, pienso: «Pero ¿qué reputación? A este ¿quién lo conoce?». No sé. Quizá no lo conozco yo y, en cambio, sea famoso, tal vez haya salido en «Mujeres y hombres» o en algún otro programa.
—Mira, vamos a hacer una cosa: ahora entraremos y yo intentaré resolver esta situación. Sin embargo tienes que asegurarme que vas a controlarte. —Levanta el pulgar y me sonríe. Ya no tengo dudas, es realmente un capullo. Pero también es peligroso—. Aunque las cosas no vayan bien, tú tienes que permanecer tranquilo. Si no lo consigo aquí, te encontraremos algo en alguna otra parte.
Pero si te lías a golpes o le haces comer los dientes a ese de ahí, ya no podré ayudarte.
Se echa a reír.
—Sí, sí, lo he entendido, tranqui… Te ha impresionado eso de los dientes amarillos, ¿eh?
—Sí, pero tú no le pegues.
—Sí, sí, ya te lo he dicho, tranqui.
De modo que volvemos a entrar. Me fijo en que Giorgio está al fondo del pasillo, estaba listo para intervenir, pero al ver que la situación está bajo control, nos precede al escenario. Karim va a sentarse a las filas de detrás. Yo llamo al director Manni, a Mariani y al resto de los guionistas, y también invito a Fulvio, porque sobre todo es él quien tiene que compartir la idea. Cuando están todos en la sala de redacción y nos quedamos solos, cierro la puerta.
—Bueno, disculpad la interrupción, pero me parece una buena idea. No lo digo para que la aceptéis, sino porque lo creo en serio. Pero si no estáis de acuerdo o hay algo que no os gusta, sobre todo a ti, Fulvio, no la llevaremos a cabo, ¿entendido? No hay ningún problema y no debemos rendir cuentas a nadie, el programa es solo nuestro.
Veo que todos asienten, están tranquilos y sienten curiosidad por oírlo.
Cuando salimos de la sala, en el estudio están todos ansiosos por saber qué se ha decidido. El director coge el micrófono y da unos golpecitos encima con los dedos para ver si está abierto. Al oír el repiqueteo saliendo de los altavoces repartidos por todo el estudio, lo anuncia:
—Bien, continuaremos con los ensayos. Karim, si no te importa, reúnete con nosotros y ponte al lado de Fulvio.
Karim se levanta y llega radiante.
—No, no, claro, aquí estoy.
Con sus piernas largas y sus botas nuevas de puntera, brillantes como un espejo oscuro, sube rápidamente los escalones que lo separan de Fulvio. En cuanto llega, le sonríe.
—Hola, es un gran honor trabajar con usted… —Y se estrechan la mano.
Fulvio casi se sonroja, pero consigue controlarse.
—Tuteémonos, somos colegas.
Y esa frase hace que Karim esté todavía más contento.
—Bien… —prosigue el director—. Tú serás el ayudante de Fulvio, ¿de acuerdo? Lo sigues en cada cambio, a veces interactúas con él; luego, a medida que vayamos avanzando, te diremos lo que debes hacer…
—Muy bien.
A continuación, el director tapa el micrófono y se dirige a Leonardo:
—Yo no estaba de acuerdo, pero es lo que han decidido…
Leonardo asiente, aunque a él tampoco es que le interese mucho, con tal de seguir adelante. Así que me acerco a Roberto Manni, tapo yo también el micrófono y le digo:
—Gracias por apoyar mi idea, puede ser una buena novedad y seguro que no arruina el programa.
Te debo una…
Él sonríe.
—Qué va… De todos modos, estoy cambiando de opinión. Tal vez tengas razón.
Advierto todavía más sus dientes amarillos, pero no digo nada y me voy hacia la salida. Entonces levanto la mano para despedirme.
—Adiós y gracias a todos. Nos vemos pronto.
Karim, sonriendo, levanta otra vez el pulgar.
Giorgio me alcanza. Una de las figurantes sentadas en la platea cerca de nosotros señala al ayudante.
—¡Pero si es Karim, ese de «Mujeres y hombres»! ¡Pues sí que es guapo!
—Sí —le contesta otra figurante instalada a su lado.
—¡Y ahora a lo mejor Fulvio y él acaban juntos!
—¡Qué desperdicio! ¡Oh, los mejores están todos en la otra acera!
Y con esas últimas palabras me echo a reír junto con Giorgio y salimos del teatro.
—Bravo. Pues sí que estás hecho un productor. Por un instante he creído que, en cuanto salieras, lo ibas a tumbar de un cabezazo…
—No, ¿qué dices?, ni siquiera lo he pensado. Pero ¿por quién me has tomado?