Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y tres

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SESENTA Y TRES

Después de dejar a Giorgio en la oficina, el chófer y yo nos dirigimos a casa para acompañar a Gin.

—¡Hemos pasado una tarde estupenda! —Gin se mira en un espejito—. Hasta me he bronceado, excelente, así me veré un poco mejor.

—Cariño, pero si tú estás muy bien de todos modos, no necesitas tomar el sol. Aunque tienes razón, el sol…

—Besa a los guapos. ¡Siempre me tomas el pelo!

Veo que el chófer se ríe.

—Que no, lo pienso de verdad. Si eres guapa, eres guapa, ¿qué puedo decir? ¿Tengo que hacer como si nada?

Gin sacude la cabeza resignada.

—Vale, eres un coñazo, y encima disfrutas riéndote de mí.

—Que no, ¿por qué me dices eso?; no es cierto…

—Bueno, ya estoy acostumbrada y no importa. Pero ahora responde a esta pregunta: ¿cómo es Renzi?

—Un número uno.

—¿Es realmente tan bueno?

—Sencillo, directo, va un paso por delante de todos. Intuitivo, se mueve por automatismos…

—¡Eh, tú antes no hablabas así!

—He evolucionado gracias a Renzi. ¡En este mundillo, si no hablas deprisa, te quedas fuera!

—Pero ¿te gusta el trabajo que haces?

—Mucho, ha sido un descubrimiento. Escribir guiones me gustaba, pero todo lo que estoy haciendo ahora es nuevo, diferente… Es más importante, debes tener en cuenta un montón de cosas.

Solo que no puedes bloquearte. Lo ideal sería acertar una y otra vez.

—Claro, estaría bien.

—Quién sabe… Lo único es que se trata de un mundo de continuas relaciones, y lo de estar metido en medio, tener que ser el que incluso a veces resuelve los problemas, debo decir que me ha sorprendido bastante. No pensaba que pudiera hacerlo, en serio…

—Te creo.

El coche aparca y Gin me da un beso en los labios.

—¿Qué haces?, ¿vuelves tú también a la oficina?

—Sí. Si tengo que ir a algún sitio, te llamo.

—Muy bien, nos escribimos.

—¿Te acuerdas de que esta noche es la cena de Pallina?

—Ah, sí, gracias.

—¿Qué harás?, ¿vas a venir?

—No, cariño, prefiero quedarme en casa si para ti no es un problema, estoy un poco cansada. Y, además, los próximos días serán todavía más complicados. ¿Te molesta?

Le sonrío. No sé si creerla. Quizá quiere dejarme a solas con mis amigos, con mi pasado, para ser más libre de decir estupideces, de mostrarme terriblemente nostálgico, como a veces ocurre en estas ocasiones sin que nos demos cuenta.

—No, haz lo que quieras. Gracias. Nos llamamos luego.

Le doy otro beso y ella baja del coche. Miro cómo se aleja. Con el pelo todavía un poco mojado y la bolsa colgada al hombro, entra decidida en el portal, sin volverse.

—Espere un instante antes de irnos.

Me quedo todavía un rato mirándola. Se para delante del portal y, después de encontrar la llave, la mete en la cerradura. Entonces de repente se vuelve, como si se hubiera acordado de que todavía podría seguir allí. De hecho, así es. Y me dedica una gran sonrisa, pero veo que los reflejos de la ventanilla no le dejan ver mucho, así que desaparece detrás de la puerta.

—Podemos irnos. Gracias.

—¿Lo acompaño a la oficina adonde he ido a buscarlo?

—Sí, gracias. —Entonces cambio de idea—: No, disculpe: ¿puede pasar un momento por la via Cola di Rienzo?

—Por supuesto, ¿dónde exactamente?

—No me acuerdo del número, está más o menos por la mitad, viniendo de la piazza del Popolo a la derecha.

—Perfecto. Ya me avisará usted cuando tenga que parar.

—Sí.

De modo que me relajo en el asiento, me pongo las Ray-Ban oscuras y cierro los ojos. Me he bañado en el Hilton, he comido exquisiteces fuera de temporada, he tomado el sol con una mujer preciosa que está esperando a mi bebé y con la que dentro de poco me casaré. He cerrado un importante contrato que hace que mi empresa se sienta más segura y que me dará trabajo y beneficios durante los dos próximos años. Ahora debería ser capaz de responder a esa fatídica pregunta: «Sí, soy feliz». Sin embargo, siento una extraña inquietud. Es algo parecido al mar; a veces lo ves plano, con algún ligero encrespamiento en la superficie. Y, aun así, los pescadores, al advertir el vuelo bajo de los cormoranes, de una simple gaviota, el giro de una corriente o un banco de peces saltando, saben adivinar que dentro de poco ese mar cambiará. ¿Se acercan, pues, días de tormenta? Y de pronto me viene Babi a la mente, su sonrisa, cuando estrechó con fuerza entre sus brazos a Massimo, su hijo, nuestro hijo, su manera de cerrar los ojos, como si quisiera respirar el amor de ese abrazo, el sabor de la piel de su hijo, como si se aferrara a lo único que tiene, como si se sintiera desesperadamente sola. Entonces sonrío. «Pero ¿cómo puedes pensar esas cosas? Te haces películas, proyecciones de la vida de una persona que ya no es la que conocías. No sabes lo que le ha pasado, lo que en realidad siente, en qué consiste su felicidad, cómo ha cambiado el mundo a su alrededor, qué ha sido de sus padres, de su hermana, cómo es la relación con su marido, qué ocurre en esa casa, qué se dicen, cómo se besan, cómo duermen abrazados, si cogidos y juntos, o apartados…». Y algo sucede. De repente siento una punzada en el estómago, me falta el aire. La idea de ella abrazada a su marido, debajo de él, encima de él, de lado… Pero, «mente», ¿por qué vas por ahí? ¿Por qué no abandonas para siempre esas imágenes de ella con otro, que, como un inesperado tsunami, reaparecen de vez en cuando con increíble violencia? Y, poco a poco, mi respiración se va recuperando. Para, déjalo todo, «mente». Basta. Está fuera de tu vida. Desde hace mucho tiempo. Lo que ha sucedido ha sido un breve y casual encuentro y no volverá a suceder nunca más. Ahora tu vida está a punto de tomar un nuevo rumbo, vas a tener un hijo y después quizá otro y será tu familia, tu nueva familia; ya no habrá espacio para ella, no podrá seguir siendo un dolor, un recuerdo tan duro.

—Ya me dirá dónde tengo que parar…

—Sí, siga adelante, está delante de Franchi, justo antes del semáforo. Ahí, es esa.

El coche se detiene.

—¿Me espera un momento?

—Por supuesto.

Entonces bajo, me paro un segundo delante de la tienda y miro el escaparate. Ese sombrero azul oscuro, ese Borsalino, me lo probé una vez con mi madre, nos reímos y bromeamos sobre lo bien que me quedaba, sobre lo mayor que me hacía parecer. Y dijimos que un día ella me lo regalaría. En aquella época salíamos los dos solos entre semana, la tarde de los miércoles era nuestro día. Estaba creciendo deprisa y de vez en cuando me compraba algo: un pantalón, una camisa, unos zapatos nuevos. Por eso los miércoles era y es mi día de la semana preferido. Ese sombrero, sin embargo, mi madre nunca me lo compró, y ahora ya no puede comprármelo. Entro en la tienda. Un señor está detrás del mostrador, una mesa con un cristal debajo del cual hay pañuelos de colores y unos bolsos de mano muy bonitos.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Buenos días; querría ese Borsalino azul del escaparate.

—Creo que es el último, espero que sea de su talla. —Abre el escaparate por detrás y se inclina hasta cogerlo—. Aquí está, pruébeselo.

Entonces me quedaba ancho, nos reímos porque se me bajaba, me tapaba los ojos apoyándose sobre la nariz. Ahora, en cambio, me va perfecto. Me miro al espejo. Lo ladeo un poco, ajusto el borde.

—Le queda muy bien.

Sonrío por su comentario a través del espejo.

—Gracias, mi madre también me lo decía.

Me mira un poco perplejo, evidentemente no sabe de qué hablo.

—De acuerdo, gracias, me lo quedo.

—¿Se lo envuelvo?

—No, gracias.

—¿Quiere una caja? ¿Una bolsa?

—No, gracias. ¿Cuánto es?

—Son doscientos ochenta euros.

Pago y salgo de la tienda, me lo pongo en la cabeza y entro en el coche.

—Podemos irnos. Gracias.

—¿Adónde lo llevo?

—Déjeme en el Panteón.

Se mete por el paseo a la orilla del Tíber. No hay mucho tráfico, de modo que en poco tiempo llegamos a la piazza Minerva.

—Puede dejarme aquí.

—Está bien. Lo espero.

—No, gracias, cogeré un taxi.

—Disculpe, pero estoy a su servicio hasta las ocho.

En efecto, teniendo en cuenta que le pago yo, también puedo hacerlo esperar.

—De acuerdo, pues nos vemos dentro de un rato…

—Por supuesto. El señor Renzi me ha pedido que lo acompañara hasta terminar el turno. Me ha dicho que este día se lo regalaba él.

Luego me voy. Así pues, no paga Futura. Giorgio ha querido hacer todo esto pagando de su bolsillo. ¿Y ese Empanada lo dejó escapar? Hoy en día no es fácil encontrar personas así. Además, me parece que es muy honesto, pero de eso solo podré estar seguro dentro de unos años. Fue una de las primeras lecciones de Mariani. En el mundo del espectáculo todos demuestran ser amigos tuyos y hacen mil cosas por ti, pero cuando tengas un tropiezo verás quiénes son tus verdaderos amigos. Me gustaría no descubrirlo nunca, aunque si esa es una de las notas positivas, entonces, cuando te sucede, tienes que saber hacer un buen uso de ello. He leído un montón de cosas sobre el fracaso; la que más me ha impresionado es que solo del fracaso aprendes realmente algo. Michael Jordan dijo una gran verdad: «Puedo aceptar fracasar, todo el mundo fracasa en algo. Pero no puedo aceptar no intentarlo». Hoy ha sido un intento que ha salido bien.

—Buenos días, querría un granizado con nata.

—Uno cincuenta.

Saco unas monedas del bolsillo, las cuento y se las doy. A continuación, cojo el ticket y voy al fondo de la barra, dejo el ticket sobre el mostrador y pongo encima veinte céntimos.

—Un granizado con nata; ¿me pone también por abajo, por favor?

—Claro.

—Gracias.

Lo prepara en un periquete. Coge un vaso de plástico y, con una cuchara de madera, pone una capa de nata, a continuación, saca de debajo de la barra un recipiente de metal y con una larga cuchara de hierro raspa en el interior el granizado de café. Desliza de nuevo hacia abajo el recipiente, vierte el granizado en el vaso y pasa por encima la cuchara de hierro hasta aplastar la nata que se entrevé al fondo. Seguidamente vuelve a coger la cuchara de madera, cubre el granizado con más nata y, como para rubricar que ha terminado su obra, coloca en el centro una cucharilla blanca de plástico.

—Aquí tiene.

—Gracias.

Salgo por la puerta que está a mi espalda. Siempre es un espectáculo ver cómo preparan el granizado aquí, en la Tazza d’Oro. Me siento en los escalones de la fuente de la piazza della Rotonda, justo enfrente del Panteón. Cojo la cucharilla clavada, la lleno a partes iguales con granizado y nata y la hago desaparecer en mi boca. Cierro los ojos. Es un sueño. Está perfecto. Dulce y amargo. Frío hasta tal punto que algunas partes de nata casi se te quedan pegadas durante unos pocos segundos para luego deshacerse junto al resto. En los momentos más diversos, más tristes o alegres de mi vida, he venido a tomarme este granizado aquí, en estos escalones, como si fuera algo que, de un modo u otro, rubricara un premio o me pusiera en armonía con la vida. Y de repente me viene un recuerdo a la cabeza. Acabo de hacer el amor con Babi, la miro en la cama con sus ojos brillantes, todavía emocionada. Me sonríe con amor, y yo la observo, la miro en silencio, sosteniéndome sobre los brazos para no dejar caer mi peso sobre ella, perdido en su boca entreabierta, que me deja adivinar sus dientes.

—Eres lo más bello de mi vida. —Y ella sonríe, pero permanece en silencio—. Cuando estoy contigo es algo maravilloso, que no logro explicarte, es como el granizado de café con nata de la Tazza d’Oro.

—¡Ostras, estabas diciendo unas cosas preciosas y luego me comparas con el hielo!

Me echo a reír.

—No, ¡si es perfecto! Esa nata dulce, ese café amargo e intenso…, es casi mejor que cualquier droga, igual que tú.

—¡Eso está mejor!

Me atrae hacia sí y me da un beso apresurado.

Todavía lo recuerdo, perfectamente.

De modo que al día siguiente la traje aquí en la moto a tomarnos un granizado.

—Espera, no te lo comas ahora. Tienes que ponerte en los escalones.

De modo que nos sentamos a los pies de la fuente que está en medio de la plaza.

—Ahora prepara la cucharilla, coge granizado y nata a la vez, así, y luego métetelo en la boca y cierra los ojos.

Babi sigue mis indicaciones y, después de saborearlo con los ojos cerrados, mueve poco a poco la boca. A continuación, los abre y sonríe.

—¡Ostras! ¡Qué pasada! Y ¿de verdad soy yo así de buena?

—¡Cuando follamos, sí!

—¡Idiota!

Y, como es natural, me dio muchos puñetazos en el hombro, pero seguimos riéndonos, tomándonos el granizado como si fuéramos dos extranjeros en nuestra propia ciudad, citando la canción de Battisti «Chiedere gli opuscoli turistici della mia città… Passare il giorno a visitar musei, monumenti e chiese, parlando inglese… e tornare a casa a piedi dandoti del lei». «Pedir los folletos turísticos de mi ciudad… Pasar el día visitando museos, monumentos e iglesias, hablando en inglés…, y volver a casa a pie tratándote de usted»[24].

Una frase cada uno, hasta la última, en que dijimos a coro: «Scusi, lei mi ama o no? Non lo so, però ci sto!». «Disculpe, ¿usted me ama o no? No lo sé, pero ¡me apunto!».

Sí. A veces los recuerdos vienen así, de repente, no puedes pararlos y no puedes borrarlos. Me quedo mirando el vaso de granizado ya vacío. «Es casi mejor que cualquier droga, igual que tú».

Pero ya se ha acabado. Tengo que volver a la oficina.

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