Tres veces tú
Noventa y seis
Página 98 de 149
NOVENTA Y SEIS
Llego corriendo al Teatro delle Vittorie, me para el guardia de seguridad que luego, sin embargo, al reconocerme, me deja pasar enseguida. Entro en el estudio y Simone viene a mi encuentro.
—Aquí estoy, ¿qué ocurre?
—Tenemos un pequeño problema. También le he escrito a Renzi, pero está en una reunión en Milán y me ha contestado que no podía venir. Por eso te he molestado.
—No me has molestado. Este es mi programa y también mi trabajo. ¿Y bien?, ¿qué ocurre?
Simone se mueve un poco hacia un lado, de manera que podamos hablar en un rincón sin que nos oigan.
—Teníamos que hacer salir el producto en escena, Fulvio debía tener el agua a su lado y beber dos veces durante el programa, o él o Karim. Al menos, eso es lo que acordamos. Pero él se ha negado a hacerlo. El director se lo ha recordado y él ha dicho que no tiene sed. Entonces Roberto se ha puesto como un loco, porque hoy quería grabar por lo menos dos programas, y, por su culpa, todavía no va ni por la mitad del primero.
—¿Dónde está Roberto ahora?
—En la sala de control.
—¿Y Fulvio?
—En el camerino con Karim.
Enarco una ceja como diciendo: «¿Cómo no?». Simone abre los brazos.
—Siempre están juntos. Si quieres saberlo todo, esa historia del agua se la ha sugerido Karim.
Me lo ha dicho Dora, de maquillaje, los ha oído mientras estaba en el baño y recogía después de haberlo maquillado.
—Bien. Gracias.
Cruzo el estudio y justo en ese momento oigo vibrar el móvil. Lo saco del bolsillo. Es Renzi.
Contesto:
—Aquí estoy.
—¿Cómo va? ¿Hay problemas?
—Lo estoy solucionando.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Te llamo en cuanto lo haya resuelto.
—¿Te las arreglas solo o necesitas algo de mí? Estoy en Milán, saliendo de los estudios; aquí ha ido todo bien.
—No, no te preocupes, espero apañármelas solo.
—Me dirijo a la estación, si hay cualquier cosa, llámame.
—De acuerdo.
Cuelgo y entro en la sala de control. Tan pronto como abro la pesada puerta de grueso cristal, oigo los gritos de Roberto Manni.
—¡Qué cojones, precisamente nosotros teníamos que cargar con esta gilipollas! ¡Ahora, además, tenemos a su novia dictando leyes, y encima la hemos puesto nosotros para que nos dé por culo!
¡Cosa que les gustaría los dos…! Pero conmigo, ni lo sueñen…
Entonces me ve y sigue hablando:
—¡Bueno, menos mal que has venido! No podemos dejar que nos traten de esta manera. Llevo toda la vida haciendo programas, nunca nadie me había hecho sentir tan ridículo.
Lo miro mientras está sentado y da un fuerte puñetazo sobre la consola del regidor. Parece haber desahogado toda su ira, ahora se tranquiliza, pero, en cambio, no, tiene otro acceso de rabia y continúa dando puñetazos, dos, tres, cuatro, sobre la consola.
—¡Joder, joder, joder!
Hasta hacerse daño. Se masajea la mano mientras Linda, su ayudante, le pregunta con voz tranquila:
—¿Quieres un poco de agua, Robi? —Debe de estar acostumbrada a estas escenas.
—¡Sí, dame de esa que no quiere beberse la gilipollas!
Intento calmarlo:
—Bueno, voy a ir al camerino e intentaré convencerlo. Si lo consigo, seguimos con la grabación sin más polémicas, ¿de acuerdo? Hazme este favor, Roberto, gracias.
No espero su respuesta y salgo de la sala de control. Cruzo el estudio y voy al pasillo que conduce a los camerinos. Al llegar frente al de Fulvio, llamo dos veces.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Soy Stefano, ¿se puede?
—Entra.
Me lo encuentro sentado en la silla giratoria, mientras que Karim está en el gran sofá frente a él, hojeando una de esas revistas llenas de fotos de vips.
—Hola, Fulvio, hola, Karim; ¿qué sucede?
—Hola, Stefano —me contesta solo Fulvio—. Dime tú qué sucede. No sabíamos nada de eso del agua.
Ha usado el «nosotros». Karim deja un instante de leer y esboza con la barbilla un mínimo saludo de circunstancias, sin esforzarse en añadir siquiera una palabra. Tenía razón mi instinto, debería haberlo zurrado aquel día.
—¿Por qué me dices esto? Lo hablamos, hicimos una reunión a propósito y acordamos un aumento para cada programa.
—Un aumento… Quinientos euros. Y, además, no me enteré de que tuviera que beber agua en cada programa.
Karim decide apoyarlo:
—Sí, no está claro.
—No me acuerdo de haberte visto en esa reunión.
Fulvio corta de raíz cualquier posible discusión.
—Se lo conté yo esa misma noche. Es verdad, es como él dice, no está claro.
Karim me mira y sonríe. Está satisfecho de haberse llevado un punto para casa. Fulvio es más inteligente y evita mirarlo. Cada vez estoy más convencido de que aquel día debería haber hecho lo que me dictaba la cabeza, pero con la cabeza de antes.
—De acuerdo, lamento que haya habido este malentendido. ¿Podemos arreglar las cosas de manera que podamos seguir con la grabación?
Fulvio mira un instante a Karim y él asiente de modo imperceptible con la cabeza. Entonces el presentador me responde:
—Sí, creo que sí. ¿Cómo piensas resolver este problema? Lo siento, pero no quedó claro que teníamos que beber…
—Está bien, no le demos más vueltas, no es ningún problema.
En realidad, lo pone claramente en el contrato que ha firmado, pero decido dejarlo estar.
—¿Podrían ir bien mil euros por programa?
Fulvio sonríe.
—Sí, y quinientos para Karim. —Entonces me mira, como si la idea se le acabara de ocurrir justo en este momento—. Él también tiene que beber.
—De acuerdo. Haré que preparen otro contrato con estas condiciones. Pero nuestro acuerdo empieza ya. Volved al estudio, por favor, así podremos comenzar con la grabación.
Salgo del camerino, doy unos pasos por el pasillo, entonces miro a mi alrededor y, en vista de que no hay nadie, le doy un puntapié a la primera puerta que encuentro. La hundo. Deben de estar hechas de aglomerado de mala calidad, pensaba que aguantaría más. A continuación, veo una máquina de café. Encuentro cincuenta céntimos en el bolsillo y los saco. No toco el botón del azúcar y espero a que baje la cucharilla de plástico. A continuación atravieso el estudio y llego a la sala de control.
—Roberto, podemos empezar. Toma, te he traído un café. Lleva azúcar, solo tienes que removerlo.
Él me mira y resopla.
—Gracias, siempre eres muy amable. Espero que no surjan más problemas con nuestras amigas.
—No, espero que no.
Regreso al estudio y me dirijo a las filas del fondo. Justo mientras me siento, oigo vibrar el teléfono. Debe de ser Renzi, para que lo ponga al corriente. Contesto sin mirar.
—¿Diga?
—Pero ¿dónde estás?
Gin. En un instante me acuerdo de la cita que teníamos concertada y a la que he faltado.
—Cariño, perdona, he tenido un importante problema en el programa «Lo Squizzone»; estoy en el Teatro delle Vittorie.
—Pero me dijiste que te reunirías conmigo.
—Tienes razón, pero Renzi está en Milán y Simone me ha llamado porque estaban a punto de llegar a las manos. —Exagero un poco la situación.
—¿En serio?, ¿quiénes?
—Fulvio y el director. Ahora las cosas están más tranquilas, pero tengo que quedarme para controlar que todo funcione.
—Sí, claro. Tienes razón. Bueno, pues yo subo, te llamaré cuando salga. ¿Vendrás a cenar?
—Sí. Si no te apetece cocinar, si quieres podemos cenar fuera.
—Luego lo decidimos.
—De acuerdo; un beso, cariño, y perdóname.
—No hay problema. Hasta luego.
Menos mal que es tan comprensiva.
Gin entra en la clínica y se dirige al ascensor del vestíbulo. Lo llama y, mientras espera, piensa: «En otros tiempos, ya podía suceder cualquier cosa, podía ponerse a discutir con cualquiera, pero habría venido de todos modos». Entonces entra en el ascensor, pulsa el botón y las puertas se cierran.
«Bueno, pero ahora tiene más responsabilidades…». Llega a la planta, sale y se dirige a una secretaria que busca su nombre y, cuando lo encuentra, la hace tomar asiento. Al poco rato, llega el doctor.
—¿Ginevra Biro?
—Aquí, soy yo.
—Por favor, adelante.
Gin lo sigue y entra en una pequeña sala en la que también hay una enfermera.
—Túmbese aquí, gracias. Bueno, le dije que también quería hacerle unos análisis de sangre; ¿está en ayunas?
—Sí.
—Mi ayudante le hará la extracción. ¿Le dan miedo las agujas?
—No.
—Bien.
—Si no son demasiado largas…
—No es demasiado larga.
Una chica joven le descubre el brazo izquierdo, le ata la goma compresora; a continuación, le da unos golpecitos en el brazo, encuentra la vena y al final introduce la pequeña aguja. La primera probeta con su nombre se llena de sangre. Ginevra mira sin sentir ningún miedo, mientras la chica sustituye las probetas una detrás de otra, hasta llenarlas todas con su sangre.
—Ya está, doctor.
—Bien, gracias. Déjenos solos.
El médico coge un bote de gel, quita el tapón, lo aplica en la punta de la sonda y, a continuación, le da las indicaciones a Gin.
—Descúbrase la barriga, por favor.
Gin se levanta la blusa y se baja un poco el pantalón de cintura elástica que ha escogido de forma expresa para la visita de entre la distinta ropa premamá que ha comprado. Luego se vuelve hacia la izquierda y ve en el monitor la lectura de la ecografía. El doctor la tranquiliza.
—He calentado un poco el gel para que ni usted ni su bebé dieran un salto. Aquí está, es perfecto, ¿oye el latido? —Gin, muy emocionada, hace un gesto de asentimiento, mientras el médico toma las medidas de las diversas partes del feto y las transcribe en una carpeta que tiene abierta a su lado—. Es todo perfectamente normal y sigue creciendo. También puede verse el sexo. ¿Quiere saberlo o prefiere que sea una sorpresa?