Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento siete

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CIENTO SIETE

Raffaella está dando las últimas indicaciones a Iman, su asistenta.

—¿Será posible que todavía no hayas entendido cómo se pone la mesa? Quiero los cubiertos en este orden, la cucharilla para el entrante tiene que ser la primera desde fuera.

—Pero es que a veces la quiere delante del plato, desde el principio de la comida o de la cena.

—Porque en ese caso serviremos un pastel o algún postre. ¿Tú has visto algún postre hoy?

—Bueno, hay muchos en el congelador.

—Y ¿te ha parecido ver alguno descongelado?

—No, pero…

—Bien, podríamos estar hablando hasta mañana. Así que tú haz lo que te digo y ya está.

—Sí, pero era para no equivocarme.

Raffaella alza la voz:

—¡Y no discutas siempre! ¡Se hace así y punto!

Iman se queda callada, pone los cubiertos de uno en uno en el orden que Raffaella desea, rodeando la mesa, mientras ella arregla las flores de la entrada, que están demasiado amontonadas en el interior de un jarrón de cristal. Sin embargo, en cuanto las toca, los pétalos de los tulipanes amarillos se caen todos a la vez, llenando la base de la librería.

—¡Claudio! —grita.

Un instante después aparece él al final del pasillo.

—Ahora mismo venía a buscarte.

—¿Querías disculparte antes de que lo viera? Demasiado tarde. Mira, mira qué flores has comprado. Las he tocado y, ¡pam!, se han caído todas.

—¡Bueno, es que intentaba economizar! He ido al carrito del ponte Milvio, ese en el que tú siempre compras.

—Te han dado de las que congelan, que se mantienen pegadas con saliva; las he tocado y se han soltado los pétalos.

—¿Quieres que salga y compre más?

—Déjalo estar, tendrán que conformarse con las flores de la terraza. Iman… ¡Iman! —La llama a gritos.

Ella acude rápidamente desde la cocina.

—¿Sí, señora?

—Tira estas flores a la basura, cuidado con cómo las recoges, se desmontan enseguida.

—Sí, señora.

—Y luego, en cuanto las hayas tirado, pasa también el aspirador, que, si no, después no habrá quien aguante a Daniela con el asma que tiene, y más que nada por culpa del polen. ¿Cómo puede una mujer ser alérgica a las flores? Es como si un hombre fuera alérgico al fútbol.

Claudio sonríe.

—Pero ¿quién viene a cenar esta noche?

—Solo tus hijas, sin acompañantes.

—Ah.

—Han sido ellas las que han pedido que hiciéramos esta cena.

Claudio asiente y sonríe. En realidad, piensa: «Y ¿para qué he tenido que salir a comprar flores?

Si ya saben cómo es nuestra casa. Son nuestras hijas, ni que fueran desconocidos». Raffaella arregla las cortinas, que están demasiado recogidas.

—¿Y bien?, ¿qué querías decirme? ¿Por qué me estabas buscando? Pero, antes, aclárame una duda que tengo: ¿cuánto te han costado las flores?

—Doce euros.

Raffaella refunfuña. A fin de cuentas, el precio le parece bien; lástima que Claudio le haya mentido: ha pagado veinte euros por ellas, pero al contado, así ella nunca podrá comprobarlo.

Claudio se arma de valor.

—¿Te acuerdas de mi amigo Baroni, que está a cargo de la sucursal de una gran empresa? Nos ha dado una estupenda noticia para poder invertir, él lo ha hecho el primero y luego también nosotros. Y resulta que compramos a uno veinte y ya ha llegado a uno treinta. Ahora tenemos que comprar todos un poco más, de este modo, antes del verano retiraremos la inversión y nos haremos una casa nueva y cualquier otra cosa que quieras. Si va todo bien, habremos quintuplicado la inversión. Es una empresa farmacéutica y está a punto de expandirse. Pero tenemos que comprar más acciones para hacerla todavía más atrayente en el mercado.

—¿Baroni también ha invertido?

—Sí, veinte millones, y los he visto, ¿eh?… Si no, y un rábano íbamos a invertir.

—¿Estás seguro?

—Claro, nunca me arriesgaría. Es un negocio seguro. Solo tenemos que hacer este pequeño esfuerzo final y, luego, se acabó.

Claudio pone unos papeles sobre el mueble que tiene al lado y le pasa un bolígrafo.

Seguidamente, le indica la línea de abajo a la derecha.

—Bien, tienes que firmar aquí.

Raffaella firma enseguida en la hoja, Claudio retira la primera y le señala el mismo lugar en la segunda.

—Aquí también, tienes que firmarlas todas.

Ella resopla y sigue firmando. Entonces oye que llaman a la puerta.

—Ya están aquí; quita estos papeles de en medio, no me apetece que nos vean con nuestros asuntos privados.

Claudio coge la carpeta y desaparece por el pasillo. Al llegar a su pequeño despacho, la mete en el primer cajón del escritorio y luego se frota las manos. Está muy contento con ese negocio. Se está arriesgando mucho, pero el hecho de que Baroni esté dentro le proporciona tranquilidad. Lo que saque le permitirá vivir como siempre ha querido. Como un rico, de forma cómoda, con la posibilidad de ir de vacaciones a las Maldivas cada año como siempre ha querido hacer Raffaella, pero de ahora en adelante sin tener que comprobar una y otra vez si la cuenta bancaria está o no en números rojos. Claudio oye que se abre la puerta del salón y, a continuación, la voz de su mujer.

—Oh, por fin, qué bien, solo nosotros cuatro, como en los viejos tiempos. ¿Dónde habéis dejado a los niños?

Babi le da un beso a Raffaella.

—Están los dos en mi casa, con Leonor. Estaban viendo los dibujos en la televisión y después iban a dormir juntos.

Llega Claudio.

—Me alegro de que Massimo y Vasco se lleven tan bien. ¡Un poco como nosotros! —Y las besa estrujándolas a las dos contra su pecho, cosa que Babi y Daniela odian desde que eran pequeñas, pero nunca han tenido el valor de decírselo.

—¡Cuidado, papá! —grita Daniela—. ¡Llevo unas pastas!

Raffaella se apresura a cogérselas de las manos.

—¡Sí, solo faltaría que vuestro padre también se encargara de esto! Venga, vamos a sentarnos a la mesa. ¡Iman!

Llega la asistenta para escuchar lo que la señora tiene que decirle y saluda a las dos chicas.

—Coge este paquete y mételo en la nevera.

Cuando Iman ya se ha ido, Raffaella le sonríe a Daniela.

—Qué bien, habéis pasado por Euclide, igual que en los viejos tiempos.

—Sí, hemos comprado repostería —señala Babi—; me encanta poder probar pastelitos de varios tipos, y también hay seis trufas, así me podré comer por lo menos dos.

Claudio se divierte pinchándola:

—Intentaré birlarte toda la bandeja.

—¡Ni lo intentes, papá! Cuando sea el momento, ya iré yo a buscarla a la nevera.

Claudio la abraza. A continuación, le susurra:

—Ya le he dicho a Iman que la haga desaparecer —y finge una carcajada de sádico.

—Pues sí… —Daniela se sienta—. Cuando era pequeña y te reías así, me dabas muchísimo miedo.

Raffaella también se sienta.

—Así que todas esas veces que llorabas era por culpa suya, te acordabas de su carcajada…

—No, mamá —replica Daniela, y mira a Babi, recordando la confidencia que le hizo—. Era por otros motivos.

—Bueno, y ¿qué tenemos para cenar? ¡Hoy estoy muy contento y voy a saltarme la dieta!

—Estoy muy intrigada por saber por qué os habéis autoinvitado a cenar.

—Porque no nos vemos nunca.

Raffaella mira a Daniela y enarca una ceja.

—¿De verdad crees que tu madre es tan estúpida? —Pero no le da tiempo a responder—. Iman, trae el entrante, por favor.

A continuación, empiezan a cenar con tranquilidad. Daniela cuenta algunas anécdotas divertidas que le han sucedido en el trabajo. Todos dejan a un lado cualquier preocupación y la escuchan con curiosidad, haciéndose un hartón de reír. Incluso Raffaella, que siempre ha sido la más difícil, se deja ir y ríe, francamente divertida. Babi y Daniela se miran sorprendidas, pero están contentas y disfrutan con alegría de esa increíble excepcionalidad. Hasta que llega el momento de los postres.

Entonces Babi se levanta corriendo.

—¡Voy yo! —Se precipita a la cocina, avanzándose a su padre, que había hecho ademán de levantarse.

Regresa con el paquete, lo deja en el centro de la mesa y retira el envoltorio. Un poco de nata y algún trocito de crema y de chocolate se quedan pegados al papel. Daniela pasa el dedo por encima y al final se mete ese dedo de dulzura variada en la boca.

—¿Daniela? Pero ¿qué haces?

—¡Disfrutar, mamá!

—Sigues siendo la misma…

—Tienes razón, pero esta noche, además de por el placer de estar con vosotros, también he venido para daros dos noticias que no están directamente relacionadas.

Raffaella la frena.

—Espera un instante. —A continuación dice a voces—: ¡Iman! ¡¿Nos haces café?!

Se oye la respuesta desde la cocina:

—De acuerdo.

—¡Gracias! Continúa.

Claudio aprovecha para coger una trufa y dos pastelitos de chocolate y se los pone en el plato.

Daniela los mira.

—¿Puedo proseguir, papá?

Claudio, que acaba de meterse un pastelito de chocolate entero en la boca, no puede hablar, aunque masculla algo. Babi se da cuenta y se ríe.

—Oh, Dios mío, ahora mamá lo va a reñir.

Pero Raffaella ni siquiera lo mira.

—Te he dicho que continúes, me has dejado intrigada…

Daniela juega con las migas de encima de la mesa; a continuación, prosigue donde lo había dejado.

—Pues bien, estaba diciendo que tengo que contaros dos cosas, pero que no están relacionadas entre sí. La primera es que he roto con Filippo.

Raffaella se hace la sorprendida.

—¡Oh! ¿Qué ha pasado? Habías dicho que estaba tan enamorado, que te parecía la persona adecuada…

—Me equivoqué. No ha ocurrido nada raro, pero me he dado cuenta de que yo, para estar con una persona, tengo que estar enamorada o, al menos, poder creer que lo estoy. Si, en cambio, veo que no lo amo en absoluto, por mucho que pueda esforzarme, no consigo encontrar un motivo que me convenza para quedarme con él. De modo que lo he dejado. Se presentó en casa, intentó convencerme de todas las maneras, incluso me envió rosas rojas de tallo largo… —Claudio piensa en sus tulipanes congelados de antes—. Doce, para ser más exactos, pero no sirvieron de nada. Así que vuelvo a estar soltera.

Raffaella la mira ligeramente mordaz.

—Y ¿has convocado esta cena para darnos esa nefasta noticia?

Daniela le sonríe.

—No, mamá. No solo por eso.

En ese momento entra Iman con una bandeja en la que lleva cuatro cafés y el azúcar, pero nadie parece darse cuenta. Solo Claudio susurra un tímido «Gracias».

—¿Lo pongo aquí?

Raffaella ni siquiera la mira.

—Sí, gracias. Déjanos solos.

A Babi no le parece bien, pero no es su casa, piensa.

—Discúlpanos, Iman.

La asistenta sale del salón y Daniela sigue hablando:

—La otra cosa que tengo que decir es que he descubierto quién es el padre de Vasco.

Ante esa noticia, Raffaella abre unos ojos como platos. Claudio deglute engullendo también el segundo pastelito. Babi, que conoce toda la historia, disfruta de la escena.

Raffaella la acribilla a preguntas, con la adrenalina al máximo:

—Oye, ¿cómo lo has hecho? Pero ¿estás segura? Así, ¿después de todo este tiempo? Y ¿cómo ha ido? Pero ¿seguro que es él?

A continuación, se sirve ella misma un poco de agua y se la bebe intentando calmarse mientras Daniela continúa:

—Sí, estoy segura, y él también me lo ha confirmado. Lo descubrí por una serie de circunstancias que ahora no os voy a detallar, pero lo mejor es que está encantado de ser el papá de Vasco. Quiere reconocerlo.

Raffaella coge el café y le echa azúcar; seguidamente, lo remueve con la cucharilla pensando bien lo que va a decirle a su hija. Al final, opta por una frase:

—Si tú estás bien, me alegro por ti. —En realidad, le gustaría saberlo todo de ese papá.

Daniela le sonríe.

—Gracias, mamá. Resulta que en el pasado él intentó acercarse a mí, pero yo no quise saber nada. Pensaba que no quería que conociera a nuestro hijo. No sabía que no me acordaba de nada de lo que había ocurrido. Es muy rico, pero no pretendo casarme con él ni pedirle dinero.

Raffaella deja de remover el café. Acto seguido, bebe un sorbo poco a poco. «Ha tomado esa decisión por mí, no por el bien de su hijo, sino para castigarme. ¿Por qué mi hija me odia tanto? ¿Qué le habré hecho?». Daniela le sonríe.

—Quiero que él comprenda que solo es importante como padre, y que yo soy la mujer más feliz del mundo por haberlo encontrado. De todos modos, os diré quién es: Sebastiano Valeri.

Raffaella cree que no ha entendido bien el nombre.

—¿Sebastiano Valeri de Valeri Mobili?

—Sí, ese mismo.

Raffaella no se lo puede creer. Se trata de la familia más rica de Roma. Entonces bebe el último sorbo de café y, sin saber por qué, le sabe menos amargo.

—Has «caído» en buen sitio…

Daniela le sonríe.

—Para mí será siempre y únicamente Sebastiano, el padre de Vasco.

Claudio la mira emocionado; pone una mano sobre la suya y se la aprieta mientras le sonríe.

—Muy bien, hija mía, eres especial.

A Daniela le entran ganas de llorar, piensa en las veces que le habría gustado oír esa frase cuando era pequeña, cuando parecía que solo era adecuada para Babi, pero logra retener las lágrimas y le sonríe.

—Gracias, papá.

—Te quiero.

Raffaella, en cambio, coge un pastelito de crema y se lo sirve en el plato. A continuación, busca el tenedor y el cuchillo, pero solo ve los grandes, y entonces se pone nerviosa. Iman no ha pensado en traer los pequeños. Por un instante le parece que todos están contra ella, que lo hacen aposta.

«Bueno, como siempre. Es difícil encontrar a alguien que actúe de manera adecuada sin que tú tengas que indicárselo a cada paso».

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