Tres veces tú
Ciento veintinueve
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CIENTO VEINTINUEVE
Los días que pasan son muy extraños. Gin y la pequeña están en casa. La habitación de Aurora hace que todo el piso huela a perfume de bebé. Por todas partes hay alguna cosa de la recién llegada.
Hervidores, botes de leche en polvo, chupetes de los tamaños más diversos, biberones, una pequeña balanza para pesar la comida —Gin dice que nos irá bien cuando deje la leche—, otra un poco más grande para controlar su peso.
—¿Por qué no le das tu leche?
—Porque no tengo suficiente.
—Nunca lo habría dicho.
Gin se echa a reír.
—Las apariencias engañan. ¿No estás contento de que duerma de una forma regular y se despierte a las horas indicadas para tomarse el biberón? ¡Es mucho más exacto, y tú solo le estás dando el de las seis!
—Estaré encantado de sacrificarme para alguna toma más, si lo necesitas.
—No, me preocupas, estás distraído; aquí hay que ser superprecisos, ya lo hago yo.
—Pero yo te veo un poco cansada.
—No te preocupes, me estoy acostumbrando, ya me recuperaré.
El trabajo prosigue cada vez mejor; han empezado los ensayos del programa que le hemos comprado a Simone Civinini, «Quién quiere a quién». Nos han dado a una pareja de jóvenes presentadores estupendos, un chico y una chica, Carlo Neri y Giorgia Valli, que me parecen competentes y sobre todo tranquilos. Aunque parezca extraño, no vienen recomendados. El jefe de proyecto es Vittorio Mariani, la organización del casting de los concursantes nos la han dejado a nosotros y Futura ha hecho un buen trabajo. Las parejas que hay que adivinar proceden de toda Italia y hay algunas combinaciones muy divertidas. El director no es Roberto Manni, el Ridley Scott de Ragusa, sino un tal Cristiano Variati, de la Rete, un hombre de la casa, de unos cincuenta años, cuidadoso y simpático, que trata a todo el mundo con una amabilidad sorprendente, sobre todo comparado con lo que estaba acostumbrado el estudio. La serie de ficción también ha empezado. Hemos visto algo de lo que se ha rodado y todavía me parece mejor de lo que era sobre el papel. Los actores están perfectos en sus interpretaciones, y la dirección es esmerada y atenta. Cada uno ha aportado algo más a su personaje y está resultando un buen trabajo. Renzi está muy satisfecho.
—¿Has visto? Hasta Dania Valenti funciona.
—Sí, es muy creíble como actriz.
En realidad, el papel que le han dado ha acabado siendo muy similar a como es ella. Ya no se sabe si interpreta así en la ficción o en la vida real. Lo único seguro es que el número de sus apariciones ha ido aumentando, y algunos rumores de pasillo dicen que se debe a su trato asiduo con el director. Renzi ha preferido ignorarlos, a pesar de que se los contó el director de producción, Remo Gambi, a quien él mismo escogió.
—No se mueve de la autocaravana del director. Viene al set hasta cuando no tiene que rodar.
—A ella le encanta este trabajo. Seguro que quiere aprender todo lo que pueda.
Remo me mira intentando comprender qué está pasando, cómo es posible que Renzi haya contestado de ese modo. Yo, naturalmente, cambio de tema.
—¿Qué tal va con las horas extras?
—La semana pasada nos excedimos dos horas, pero en conjunto estamos por debajo de lo que estaba previsto.
—Excelente, sigamos así.
Parece muy contento por estar manteniendo ese ritmo y respetar el plan. Además, Renzi le ha prometido una prima por productividad.
—Si logras acabar antes, por cada día menos te daré mil euros. Pero si veo que hay que tirar grabación, por cada escena mala te quitaré dos mil.
Al principio, Remo ha sonreído, pero luego ha visto que se trataba de un arma de doble filo.
—Bueno, vamos a hacerlo de otro modo… Yo intento ahorrar el máximo posible y, si luego creéis que he hecho un buen trabajo, me dais el premio que os parezca.
En cambio, con Babi la situación es extraña, diría que rehúye. Ahora que he tomado esta decisión, no puedo hacérsela saber. Es como si arrastrara un sufrimiento sin posibilidad de desahogarme. Tengo que verla como sea. Estoy a punto de salir de viaje hacia España y, si puedo decírselo antes, estoy seguro de que los días que pase fuera me ayudarán a aceptar todo esto. Al menos, esa es mi esperanza.
—¿Hoy tampoco puedes, amor?
—Tengo que estar con Massimo. Lo está pasando mal últimamente en el colegio, se ríen de él, le hacen trastadas. Y, por supuesto, su padre no está nunca.
Pienso en Lorenzo, en su continua ausencia con «su hijo».
—Pero no puede ser. Él necesita a un hombre que le cuente que lo que le está ocurriendo es de lo más normal. Yo también recibí de lo lindo cuando iba al colegio.
—Sí, aunque luego te vengaste.
—Bueno, debería decirle todo eso, le sería de ayuda.
—Pero no puedes. Ahora tienes que ocuparte de tu niña.
—Sí, pero quiero verte, dentro de poco me voy a España, estaremos una semana en Madrid para organizar un programa que han comprado. ¿Nos vemos hoy? ¿No me lo estás haciendo aposta, Babi?
Ella se echa a reír.
—Siempre pensando mal. ¿Estás celoso de mi hijo?
Me gustaría decirle: «¿Y tú estás celosa de la mía? No me has dicho nada, solo me has mandado un mensaje: “Espero que haya ido todo bien, que esté sana y sea preciosa”. Como diciendo: “Sufro, pero no digo nada”. No estoy celoso de Massimo. Estoy celoso del tiempo que ya no podré vivirte».
Basta, es mejor que nos veamos y acabar con esto enseguida.
—Así pues, ¿nos vemos? Necesito verte, en serio.
Permanecemos callados un instante.
—De acuerdo, nos vemos a las cinco, ¿te va bien? ¿Puedes?
—Sí. Hasta luego.
Cuando Babi cuelga el teléfono es como si su vida también se colgara. Sabe que cuando se vean todo terminará, ya no habrá más días para ellos. Y un increíble vacío la asalta de repente; se imagina la soledad que sentirá, los días que pasará intentando con desesperación no pensar en él, inútilmente. Y le vienen a la mente todas las canciones que hablan de ese momento: The Blower’s Daughter.
Orgoglio e dignità. Nessun rimpianto. Mille giorni di te e di me. La mia storia tra le dita. Creep.
Io vorrei… non vorrei… ma se vuoi[55]. Pero ninguna de ellas consigue hacerla sonreír, darle un mínimo consuelo, alejar todo el dolor que siente.
Me paso todo el día en la oficina, asisto a una reunión tras otra, compruebo el correo, examino nuevos proyectos, escribo a personas con las que hace tiempo que debería haber hablado pero lo he ido posponiendo. En realidad, no quiero pensar, no quiero buscar las palabras. Siempre es difícil decir: «Se ha terminado, no nos veremos más, nos hemos equivocado, tal vez sea mejor dejarlo estar». Pero todavía es más difícil si no lo piensas. «Babi, solo te pido un poco de tiempo, en este momento la situación es demasiado complicada…».
Puedo imaginarme cualquier frase, pero en mi interior suena de una manera horrible. Es un chirrido, un sonido cacofónico, un grito demasiado agudo, de esos capaces de romper el cristal, o incluso peor, el corazón. Me imagino desvanecerse su sonrisa, su estupor, su decepción: «Pero ¿cómo es posible? Si hasta has alquilado este ático, y yo nunca te he pedido nada. Solo quiero tu corazón y nadie lo sabrá jamás. No te juegas nada».
Eso es lo que podría decirme, pero tampoco eso me sería suficiente. Siempre he odiado a los hombres a medias. Incluso Renzi, con todas sus grandes cualidades, su tenacidad, su clarividencia, al principio me decepcionó, pero luego supo aceptar su debilidad, haber sido arrastrado por esa chica fácil y ligera, y haberlo dejado todo por su amor: su mujer, su casa, sus certezas, sin medias tintas.
«Así pues, no me amas lo suficiente», podría decirme.
No puedo traer al mundo a una niña y tergiversar cualquiera de sus poemas incluso antes de que sepa pronunciarlos. Tengo que quedarme junto a ellas.
«Perdona, Babi». Y debería decirle también: «Olvídame». Pero no tengo fuerzas. No querría que me borrara del todo, al igual que sé que, pase lo que pase, en todos los instantes de mi vida que parezca que esté distraído, ella siempre estará presente en mi corazón.
Llego delante de la puerta del ático de Borgo Pio casi sin darme cuenta. Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Pero solo doy una vuelta. Ya ha llegado.
—Step, ¿eres tú?
—Sí, amor.
Y, al mismo tiempo en que digo esas palabras, me avergüenzo como un estúpido. Luego sale de la cocina, guapísima, como siempre, quizá más que nunca, precisamente por lo que sé que está a punto de pasar.
—¡Hola!
Me estrecha entre sus brazos y me da un beso en los labios, pero breve. A continuación, se recuesta en mi pecho y me abraza. Me quedo un momento sorprendido. Entonces, se aparta y se ríe.
—¿Cómo estás? Pero ¿cuánto hace que no nos vemos? ¡Me parece muchísimo!
—Cuatro días.
—Son demasiados.
»He traído una cosa. —Va a la cocina y regresa al cabo de un segundo con dos copas—. He comprado un espumoso de pera. Un Poiré. Ya verás qué rico, lo probé en una fiesta y me encantó. —Me pasa una copa.
Lo ha probado en una fiesta. Ella ya ha estado en otro sitio. Ella va a estar en otra parte. Ella sin mí.
Me mira y me sonríe, luego levanta la copa y la acerca a la mía.
—Por nuestra felicidad, sea la que sea… —Y entrechoca su copa con la mía y se la bebe deprisa, hasta el final, lo saborea cerrando los ojos.
Yo bebo más despacio. Y la miro con más atención. Lleva un pantalón azul marino, ancho, unos zapatos de punta muy elegantes, un cinturón y una blusa blanca con unos pequeños botones que le llegan hasta arriba. El cuello es grande, las mangas anchas con un largo puño más estrecho. Se fija en que la estoy observando.
—¿Qué te parece? Me la compré ayer en Max Mara.
Y entonces pienso: «¿Cómo es posible, si estos días siempre me decía que estaba ocupada?, y ¿en qué? ¿Yendo de compras? ¿Asistiendo a alguna fiesta?». Luego Babi deja la copa.
—Me gustaría no llorar, Step, pero no creo que lo consiga. Me gustaría decirte que he conocido a alguien, pero no sería justo, porque volvería a herirte de un modo inútil. Siempre seré tuya, eso debe bastarte. Te lo ruego, no me preguntes nada, deja que me marche así. El amor más grande que se pueda sentir por una persona se demuestra haciendo que esté contenta, pensando en su felicidad antes que en la tuya. Creo que ahora tienes que hacer tu vida, quizá ibas a decirme precisamente eso, pero no te sale. No hemos acertado el momento, me he equivocado, pero no quiero seguir equivocándome.
Me gustaría que fueras el padre perfecto para tu hija, siempre al lado de tu mujer, y solo con decirlo me siento hecha pedazos. Para mí no existirá nadie más que tú, siempre, y esta vez, por desgracia, estoy muy segura de ello.
Entonces dejo mi copa y la atraigo hacia mí. La beso con delicadeza y me parece el beso más bello que nunca le he dado. La estrecho con fuerza y la deseo más que a cualquier otra cosa, pero luego noto que se detiene y empieza a llorar en silencio y casi susurrando dice:
—Te lo ruego, deja que me vaya, otro beso y me quedaré para siempre.
Así que mis brazos caen hacia abajo y en un instante ella está libre. Pasa por mi lado, coge el bolso de encima de la silla y la oigo marcharse. Una puerta que se cierra. Un ascensor que acude a la llamada. Sus pasos veloces bajando la escalera. No quiere esperar, tal vez piensa que podría abrir esa puerta y salir corriendo detrás de ella, o quizá no piensa nada, solo quiere huir de nosotros. Me quedo de pie en el salón y de repente me asalta un fragoroso silencio. La soledad de esta casa, después de todas las risas, los besos, la pasión… Un amor que ha existido, pero que ya no vive aquí.
Empiezo a deambular, mirando los objetos que hemos comprado juntos, los libros, los colores de algún vaso, de un sacacorchos, de una lámpara. Piezas dispersas de un amor que ha estallado de forma repentina. Babi ya no está. No puedo creerlo. Pensaba que al final no diría ninguna de todas esas palabras, que no tendría elección, con tal de seguir viviendo nuestro amor. Al final habría aceptado ser un hombre a medias, pero completamente feliz. Sin embargo, lo ha dicho ella en mi lugar, me ha quitado las palabras de la boca, ha tenido más valor que yo.
Luego, cuando entro en el dormitorio, encuentro una sorpresa sobre la cama. Un álbum igual que el que me hizo llegar a la oficina, con una nota encima: «Pensaba que podría continuar… Lástima». Y, cuando lo abro, me quedo sin palabras. Hay muchas fotos robadas, hechas en varios momentos que hemos pasado juntos ella y yo, Massimo y yo, nosotros tres. En el parque, en bicicleta, las veces que la acompañé a recogerlo al colegio, todas las fotos sacadas con el móvil que cuentan los momentos más bellos que hemos vivido durante estos meses. Y, justo en ese instante, casi llamándome al orden, recordándome el compromiso que he adquirido, suena mi móvil. Es Gin.
—Cariño, ¿qué haces? ¿Vas a venir a cenar esta noche o no?
—Sí, dentro de un rato estoy en casa.
—¿Sabes que hoy Aurora se ha estado riendo todo el día? Es una niña guapísima. Gracias, cariño, por el magnífico regalo que me has hecho.
—Sí, me alegro. Estoy deseando veros.
Y, dicho esto, cuelgo, dejo el nuevo álbum de fotos al lado del otro y cierro la puerta del ático de Borgo Pio. Lo peor cuando tomas una decisión como esta es el instante que viene después, en el que crees que te has equivocado en todo.