Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento treinta y dos

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CIENTO TREINTA Y DOS

Voy en la moto, conduzco como un loco, paso entre los coches como si fueran puertas de esquí, derecha, izquierda, otra vez a la derecha y luego giro a la izquierda. Acelero cada vez más antes de que el semáforo cambie de ámbar a rojo. Miro el cuentakilómetros: 80, 100, 120. Estoy en la recta de la orilla del Tíber. 130, 140. He visto la dirección, viale Trastevere, 100, no es difícil. Lo esperaré en el portal. En cuanto lo vea salir, primero «dormiré» a esa especie de guardaespaldas que lleva detrás y luego «charlaré» un rato con él. Nunca más va a tener ganas de reírse. Reduzco las marchas.

130, 120, 100. Estoy a punto de entrar en la curva que va de la orilla del Tíber hacia la Aurelia. Una señora que me parece mayor gira de repente, se ha asustado por algo, otro coche instintivamente da un bandazo a la derecha para esquivarla, otro hace lo mismo. Y, delante de mí, de repente, aparece una pared de coches. No puedo esquivarlos. Reduzco, freno, derrapo, pliego toda la moto para encontrar de forma desesperada un espacio por el que pasar, pero es demasiado tarde. Estoy llegando a ese muro de chapa a mucha velocidad, de modo que suelto la moto y me dejo caer. Luego, oscuridad.

Gin está cambiando a Aurora, le habla divertida, como si de hecho pudiera entenderla.

—Pero ¿cuánta caquita haces? No me lo estarás haciendo aposta… ¡Desde esta mañana que no hago otra cosa más que cambiarte! ¡Quieres mantenerme entrenada, ¿eh?!

Entonces suena el teléfono que ha dejado sobre la cama y, sin mirar la pantalla, responde.

—¿Diga?

—Gin, soy Giorgio Renzi. Perdona, pero tenía que llamarte. Step está en el hospital Santo Spirito. Ha chocado con la moto.

—Dios mío, ¿cómo ha sido? ¿Cómo está? ¿Qué ha pasado?

—No sé nada. A mí también acaban de avisarme, me dirijo al hospital.

—Nos vemos allí.

Gin termina de vestir rápidamente a Aurora y llama enseguida a casa de sus padres.

—¿Mamá, eres tú?

—Sí, soy yo, ¿qué ocurre?

Francesca reconoce de inmediato la voz sofocada de su hija.

—Step ha tenido un accidente, voy al hospital, te llevaré a Aurora.

—Sí, claro. Pero ¿cómo está Step?

—No sé nada. Ya voy.

—Está bien, pero no corras.

Giorgio Renzi coge todas las fotos, vuelve a guardarlas en la carpeta y las mete en la caja fuerte de su despacho. No debería habérselo dicho. Debería haber aceptado su enfado y todas esas palabras, fueran las que fuesen. Debería haber parecido un error suyo, a causa de la distracción del momento, de su arrolladora historia de amor con Dania Valenti, tal como pensaba Stefano. Pero no ha podido.

En esta ocasión, ha sido débil. Aunque habría resultado difícil hacerle creer que estaba tan distraído.

Si Stefano hubiera aceptado esa versión, se habría producido una fractura entre ellos. Renzi ha salido corriendo tras él, intentando detenerlo, pero no lo ha conseguido, lo ha perdido. Tenía el coche, podría haberlo alcanzado y haberlo detenido. Pero ha vuelto a la oficina y ha recibido esa llamada del hospital. No han querido decirle nada, solo «Está aquí».

Gin llega corriendo a urgencias, recorre el pasillo y encuentra a Renzi, que la está esperando.

—¿Cómo está?

—Ha sido un accidente feo, se ha roto el brazo y, por desgracia, se ha dado un fuerte golpe en la cabeza. Está en observación. Tiene un hematoma, pero en la parte superior, la menos peligrosa.

Dicen que no saben lo grave que es, todavía no están seguros. Ya sabes cómo son los médicos, nunca se mojan.

—Pero ¿cómo ha ocurrido?

—No lo sé, tenía una cita de trabajo; por desgracia, llegábamos tarde y ha decidido ir en la moto.

Pero los detalles del accidente los desconozco. Está aquí, en reanimación, tal vez podamos verlo.

Hablan un rato con enfermeros y un médico y, al final, consiguen entrar. Step está en una cama con varios monitores al lado y lleva un gotero, el brazo izquierdo está inmovilizado, le han puesto puntos encima de la ceja derecha y tiene un derrame grande en la izquierda, además de un chichón.

No parece tan preocupante como se temían. Renzi le sonríe a Gin.

—No ha quedado muy mal.

—Alguna vez, cuando se divertía boxeando, lo vi peor…

—Es de complexión fuerte. Ya verás como se recuperará bien.

—Esperemos…

—¿Quieres ir a casa?

—No, me quedaré aquí, podríamos hacer turnos. He dejado a Aurora con mi madre, estoy tranquila.

—Pues voy a comer algo y luego vuelvo.

—Gracias.

—¿Quieres que avise a la familia?

—Esperemos, es inútil preocuparlos.

—Le han dado un calmante. Pero han dicho que es flojo, podría despertarse de un momento a otro. ¿Tienes mi número?

—Sí.

—Si necesitas cualquier cosa, llámame.

—De acuerdo. Gracias.

Renzi se va. Gin se sitúa al otro lado de la cama, acerca una silla y se sienta a su lado. Luego le coge la mano y la sostiene en la suya. «No me lo puedo creer, precisamente ahora que estoy tan débil, precisamente ahora que te necesitamos, sobre todo Aurora, ni se te ocurra». A continuación agarra el móvil y llama a su madre, que le contesta enseguida.

—¿Cómo va?

—Bien, no me parece tan grave. Está descansando; se ha roto un brazo, el único problema serio es que se ha golpeado en la cabeza, y sobre eso todavía no se puede saber nada, pero lo mantienen controlado. ¿Cómo está Aurora?

—Muy bien, está durmiendo tranquilamente. La hemos puesto en tu cama, rodeada de almohadas; está segura.

—¿Le has dado la leche en polvo disuelta en el agua que te he llevado?

—Sí, Gin, lo he hecho todo tal como me has dicho. Han pasado muchos años, pero todavía me acuerdo de algo. Dentro de unas cuatro horas, en cuanto se despierte, volveré a hacer lo mismo.

—Gracias, mamá, si hay cualquier cosa, llámame.

—Sí, no te preocupes, quédate tranquila, y mantenme informada.

Gin cuelga el teléfono, lo pone en vibración y se relaja un poco. Le entran ganas de llorar, está tan cansada… El tratamiento que está haciendo la debilita y ahora solo faltaba este accidente.

Necesitaría tener fuerzas, sentirse guapa y no sufrir náuseas todo el tiempo. «He conseguido evitarlas durante el embarazo y me vienen ahora. —Se le escapa una sonrisa—. El doctor ha dicho que tengo que pensar en positivo: se me pasará, Step se pondrá bien y todo volverá a ser como antes, es más, mejor que antes». Y, con este último pensamiento, sujetando su mano, cansada como nunca ha estado, se queda dormida.

Tiene sueños intranquilos. Está en una playa, hace calor, pero no hay ninguna sombra, ni siquiera un parasol y, aunque parezca increíble, no es posible bañarse en el mar. Ni siquiera es posible acercarse, hay unas vallas. Le gustaría tener agua, refrescarse o al menos protegerse del sol, pero no puede ser. Algo más allá de donde está, en una cuna desguarnecida, sin una sábana siquiera, está Aurora. Entonces se le acerca, se pone delante del sol, haciendo de escudo con su cuerpo; intenta darle un poco de sombra, pero hace calor, siente que va a desmayarse, no sabe cuánto podrá aguantar.

Luego, de repente, oye un ruido y se despierta. Se le ha resbalado la mano, ha dejado caer la de Step y ha chocado contra la silla. A continuación, se levanta de golpe, preocupada por lo que puede haber ocurrido. Sin embargo, se vuelve loca de felicidad, ve que él abre lentamente los ojos, mira a su alrededor hasta que la encuentra, y luego sonríe.

—Bueno, no hagas bromas, ni lo intentes. Eres padre, no te lo puedes permitir, ¿entendido? —Y le acaricia la mano son suavidad, mientras algunas lágrimas resbalan silenciosas—. Te quiero tanto…

No vuelvas a darme un susto como este.

Step cierra los ojos, sintiéndose más culpable que nunca. «Debo dejar a un lado toda esta historia. Gin tiene razón, soy padre, ya no puedo permitirme nada de esto».

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