Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

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I. LOS ALBORES DE LA CIVILIZACIÓN » La ciudad de Abydos

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LA CIUDAD DE ABYDOS

Con Qa’a, los reyes de Egipto dejarían de construir sus moradas para la eternidad en la ciudad de Abydos. Y antes de emprender nuestro viaje y descubrir la II Dinastía, es necesario hacer un alto en la santa ciudad de Abdju. Esta ciudad cautiva tanto la imaginación que se han vertido ríos de tinta acerca de ella y del magnífico santuario que Seti I erigió en dicho lugar. Y todo lo que significa esta ciudad está marcado por la vida y muerte del dios Osiris. Podemos decir que, desde su alumbramiento, Osiris está destinado a gobernar el valle del Nilo, ante los envidiosos ojos de su hermano Seth. Así pues, decidido a cometer el acto abominable del asesinato, Seth encarga a uno de sus seguidores la elaboración de un ataúd de madera de sicómoro con aspecto momiforme, con las medidas exactas para que tan sólo Osiris pueda caber en su interior. Y la noche misma en la que el sarcófago está terminado, celebra un gran banquete. Tras la cena, y cuando el vino ya había corrido lo suficiente, ofrece a los convidados un juego. Y propone averiguar quién de los presentes sería merecedor de un sarcófago de tal envergadura, tallado en madera noble y con encajes resplandecientes. Uno tras otro, los invitados se introducen en el sarcófago, pero ninguno encaja a la perfección. Ninguno, salvo Osiris, el cual, hallándose en el interior de su trampa mortal, no tiene tiempo de reaccionar. Es encerrado y el sarcófago arrojado al Nilo. A pesar de todo Seth no contaba con la astucia de Isis, la cual por medio de su magia logra hallar a su amado esposo muerto en el interior del catafalco de sicómoro. Y llora amargamente por no haber dado un hijo a Osiris que impidiese a Seth llevar a cabo su maquiavélico plan. Sin embargo, y a pesar de que el pene de Osiris había sido devorado por una perca del Nilo, Isis emplea una magia poderosa y tras una noche de pasión logra engendrar un heredero, el infante Horus. Seth, al enterarse de tal hazaña, temiendo la posible resurrección de su hermano, lo descuartiza y entierra los pedazos a lo largo del país. Y exactamente, según creían los propios egipcios, la cabeza del dios Osiris fue enterrada en Abydos. Esta es, a grandes rasgos, la leyenda de Osiris, que a lo largo de los siglos tomaría otras paralelas dependiendo de la localidad. El hecho es que la búsqueda del lugar donde fue enterrada esa cabeza del dios Osiris fue llevada a cabo por los propios egipcios, y esto explica la peregrinación continua durante tres mil años a esta santa ciudad. Esto explica el motivo de que todo buen egipcio estaba dispuesto a acudir, al menos una vez en su vida, a Abydos y ofrecer a Osiris una vasija de aceite, vino o cualquier otra ofrenda de buen agrado.

La ciudad se hallaba a unos cien kilómetros al norte de la antigua Tebas, y jugó un papel importantísimo ya desde antes de la unificación del país. Mucho antes de que los soberanos de la I Dinastía excavasen aquí por vez primera su lugar para la eternidad, se celebraban en Abydos los ritos de culto al dios Jentamentiu. Osiris fue prontamente equiparado a este dios prehistórico, y asimismo desde muy antiguo se asimiló a Isis como su esposa. Así pues, desde siempre, Abydos fue para los egipcios lo que la Meca es para los árabes o lo que Santiago de Compostela es para los cristianos. Es por esto que los alrededores de la ciudad están repletos de fragmentos de cerámica, mudos testigos de los millones de peregrinos que acudieron allí a solicitar los favores del dios de la resurrección. De esa forma, y como era costumbre, si uno no podía viajar por causa de una enfermedad o por cualquier otra desgracia, un familiar realizaba el viaje en su nombre, porque había que visitar Abydos al menos una vez en la vida. En el santuario de la ciudad se celebraba la fiesta de Osiris Unnefer[11], donde se recreaba el asesinato y resurrección de Osiris a modo de obra de teatro. Los actores eran sacerdotes del santuario o cualquiera que desease encarnar un personaje de la trama. Incluso en las inmediaciones del santuario era posible adquirir un amuleto del propio dios, de madera, cera o yeso, y vasijas de aceites o perfumes para ofrendar a la divinidad que se fabricaban en el propio recinto, para luego volver a quedar allí depositados como ofrenda. Era, sin duda, un negocio redondo.

La leyenda del enterramiento de Osiris en Abydos subyugaba la imaginación de los primeros excavadores que llegaron a Egipto. Así, en el año 1895 llegan a esta localidad egipcia arqueólogos dispuestos a hallar esa fabulosa morada para la eternidad. Emprenden una cruenta masacre con el paisaje y en cuatro días excavan ciento sesenta sepulcros. Finalmente, muestran al mundo un cráneo destrozado y, afirmando que es el del mítico Osiris, recogen sus bártulos y desaparecen. Eran días en que todo valía para obtener un tesoro, sin importar todo aquello que destrozaran en su camino. Pero entonces llegó a Egipto William Matthew Flinders Petrie, un joven de veintisiete años del cual hablaremos posteriormente. El hecho es que cuando llega a Abydos, comienza a excavar en serio, haciendo su trabajo con un exhaustivo orden. Basándose en técnicas de elaboración, clasificó cuarenta y nueve tipos distintos de alfarería, desde el más tosco al mejor logrado. Fechó las moradas para la eternidad alrededor de la I Dinastía, pero aseguró que incluso podrían existir tumbas que eran anteriores a estos reinados. Sus trabajos en Egipto, que duraron sesenta años, se ven reflejados en una sola frase: «Yo no me intereso más que en la publicación de mis libros, y en que todos durante decenas de años, o tal vez siglos, sirvan de fuente y referencia indiscutible».

A finales del siglo xx, un grupo de arqueólogos alemanes llega hasta Abydos para excavar. Surgen de pronto, prácticamente intactas, unas paredes de ladrillo de adobe. Es una morada para la eternidad de grandes dimensiones, sólo comparable a las mastabas de la I Dinastía. No hay sarcófago ni momia. Pero el hecho de que esta cámara se comunique con las otras, mucho más pequeñas, mediante unas aberturas en forma de puertas, nos lleva a pensar que el alma inmortal del rey podía acceder desde este punto a cualquiera de las habitaciones colindantes sin ningún problema. Muchas de estas cámaras más pequeñas contenían gran número de piezas de alfarería, y la gran mayoría no eran originarias de Egipto, sino de Palestina. Probablemente eran jarras de vino, que indican o bien la existencia de una ruta comercial o que había una buena relación entre los dos pueblos. En otra de las salas se halló un cetro de marfil y, tras una prueba de carbono 14, se llegó a la conclusión de que era la más antigua pieza hallada en Egipto. Es un cetro de poder, un bastón de poder con el cual el faraón pastorea el rebaño del Nilo: Egipto.

En otra sala se hallan varios objetos con dibujos grabados. Todos tienen unos símbolos en común: un rosetón y un escorpión. Se había hallado la morada para la eternidad del Rey Escorpión, pero todos los datos indican que este es el segundo rey que emplea el nombre de Escorpión. De su ajuar funerario apenas ha sobrevivido nada. Podemos adivinar que el valor de estas piezas no superaría el veinticinco por ciento de los tesoros hallados en la morada para la eternidad del joven rey Tut-Anj-Amón, pero es la primera evidencia de esta necesidad de recrear una vida de Más Allá lo más parecida posible a la vida terrenal. El deseo de la inmortalidad. En el suelo de la cámara mortuoria, cerca de lo que se supone fue el altar, se halló un conjunto de piezas de marfil, de ciento sesenta etiquetas exactamente, todas grabadas con toscos dibujos prehistóricos de paisajes, figuras y animales. La mayoría de las etiquetas contienen más de un símbolo o figura. Gracias a los restos hallados en Abydos, que pertenecieron a estos monarcas de la I Dinastía, podemos ir recomponiendo este rompecabezas que comprende, aproximadamente, un total de ciento setenta y nueve años. Egipto ha comenzado su andadura como pueblo, aunque restan todavía muchos obstáculos que saltar para realizar los logros que todavía hoy podemos comprobar. Sin duda, la ciudad de Abydos permanece inalterable, testigo mudo de un pasado glorioso que no quiere desvanecerse en el olvido.

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