Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


II. DE LA MASTABA A LA PIRÁMIDE » El desarrollo cultural del Imperio Antiguo

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EL DESARROLLO CULTURAL DEL IMPERIO ANTIGUO

Ya vimos, en un primer término, algunos de los aspectos culturales que hicieron avanzar a Egipto como civilización, siempre sujeta a unos patrones o bien anclada sobre unas bases que parecen provenir de mucho más atrás. La primera muestra del avance artístico que desarrolla el Imperio Antiguo ya se expresa tempranamente en el recinto funerario del Horus Netherijet. En este maravilloso complejo de piedra ya son visibles los cambios de técnicas de trabajo, pues puede verse como unas zonas se diferencian de otras e incluso en una misma zona hay al menos dos técnicas diferentes de labrado. Sin embargo, la máxima expresión del arte en el Imperio Antiguo nos viene legada sobre todo en las necrópolis. Ya durante la III Dinastía nos encontramos con infinidad de piezas que demuestran la perfección de los artesanos, ya sea la estatua del propio Djeser que hoy día se custodia en el museo de El Cairo, la estatua de Anj o la de la dama Redjit. El primero de nuestros ejemplos tiene una notoria importancia, ya que en la estatua del rey Netherijet observamos la progresión de los artistas en la imagen humana, que en un principio parece modelada para no ser vista por nadie, pues estas estarían al amparo de la más absoluta oscuridad en el interior de las pirámides reales o las mastabas de los dignatarios. Sin embargo, a partir de esta III Dinastía, el arte estatuario se rebela contra sí mismo y se aprecia una búsqueda de cánones con la idealización perfecta del hombre. Es la estatua de Djeser el mejor ejemplo. Este gigantesco monolito de piedra caliza pintada mide 1,42 metros de altura y 45,3 metros de largo. Aquí, el rey se nos presenta sentado en su trono, ataviado con el traje ceremonial de la Heb-Sed. En la base del trono está su nombre escrito en jeroglífico, y su mano izquierda reposa suavemente sobre su rodilla izquierda, mientras su mano derecha se dobla sobre su pecho, como asiendo su propio corazón.

Relieve de Hesire. Museo de El Cairo, Egipto.

La estatua del príncipe Anj es un tanto extraña por el collar que cuelga de su cuello y la extraña posición de sus manos, que se cruzan en medio de sus rodillas. La de la dama Redjit es una pieza casi única de esta dinastía. Primero, por tratarse de una mujer, y segundo por la materia prima que se eligió para tallarla: el basalto negro.

Con la llegada del Imperio Antiguo, nos encontramos con varias rarezas del ámbito estatuario, pero también en el decorativo. El primer ejemplo lo tenemos en los frisos del interior de la Pirámide Escalonada, pero son las tumbas de los dignatarios las que arrojan más luz a este respecto. Si hasta esta fecha, lo habitual era que las paredes fuesen estucadas y luego el artista dibujase los personajes, hay una mastaba que hemos mencionado brevemente que rompe con todo lo establecido y conocido hasta esa fecha. Se trata de la tumba de Hesire. Este hombre tuvo una vida profesional bastante ajetreada, pues inició su andadura en la corte como escriba, fue intendente de los escribas reales, amigo del Rey y supervisor de los dentistas y médicos reales.

Los muros de esta tumba estaban todos recubiertos de estuco y decorados con escenas de la vida cotidiana y elementos funerarios. Sin embargo, los muros del lado oeste presentaban una serie de once anexos o nichos que fueron forrados con paneles de madera y estos a su vez recubiertos de yeso y posteriormente pintados. Esta última acción hizo que en un primer momento no se pudiera distinguir la madera del estuco, pero se trata del ejemplo más extraño y a un tiempo más hermoso de este período. Vemos al escriba con todos sus útiles de escritura. Se halla de pie con un bastón y su material de trabajo sobre su mano derecha, mientras en su mano izquierda porta un cetro que simboliza su alto rango. Los seis paneles que se han conservado, actualmente en el Museo de El Cairo, miden ciento catorce centímetros de altura y unos cuarenta de longitud.

Rahotep y Nofret. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Eran tiempos de innovación, de buscar nuevos retos y perfeccionarlos. Esta fue la idea del príncipe y visir Nefermaat. Este hijo de Snofru se hizo construir una estupenda mastaba en Meidum, cercana a la pirámide de su padre, donde fueron enterrados el príncipe y su esposa Itet. En una de las paredes de su tumba, Nefermaat afirma haber hallado un método para que las imágenes no se pueden borrar o, lo que es lo mismo, que el estuco no se desprenda. Dicho invento consistía en aplicar una gruesa capa de resina a los contornos de las imágenes y realizar profundos surcos. El método no funcionó, y la técnica fue abandonada por sus sucesores.

Orfebres elaborando collares, tumba de Mereruka.

En el ámbito estatuario de esta IV Dinastía es obligado hacer mención nuevamente a la estatua de diorita del rey Jafre. Está catalogada como una de las piezas más bellas de todo el arte egipcio, y sobra decir la delicadeza con la que está tallado este bloque de diorita negra que mide ciento sesenta y ocho centímetros de altura. Los rasgos de su rostro son serenos, regios, y su mirada se centra en un punto desconocido para nosotros, donde el tiempo se detiene: la eternidad. Sobre su hombro reposa un halcón, que no es sino Horus en actitud protectora. A muchos les resulta increíble el detalle con el que los miembros del cuerpo parecen reales, como las uñas de sus manos y pies. La egiptología nos cuenta que todo esto se talló con herramientas de cobre y, ante esto, uno no puede hacer nada más que sorprenderse, dudar y maravillarse.

Para encontrar otra de las maravillas de la IV Dinastía, hemos de dirigirnos nuevamente a Meidum, donde otro hijo de Snofru se hizo construir una mastaba para él y su esposa. Se trata de Rahotep y Nofret. Son estatuas independientes, talladas en piedra caliza pintada. Ambos están sentados y sobre sus hombros varias líneas de jeroglíficos muy bien perfilados nos hablan de ellos. Son dos auténticos ejemplos del realismo, ya que los ojos fueron elaborados con roca. Emplearon cuarzo para el blanco del ojo y cristal de roca para simular las pupilas. El efecto fue perfecto, ya que cuando se descubrió la tumba, junto a la pirámide de su padre, los obreros nativos que trabajaban en la excavación creyeron que los propietarios de la tumba se habían levantado de su sarcófago y se disponían a reprenderlos por haberla profanado.

Otro sector artístico que floreció en este período fue la orfebrería. Hasta nuestros días han llegado varias joyas del Imperio Antiguo, como hemos visto en el caso de la reina Hetepheres. Los relieves más antiguos donde se puede ver una parte de la elaboración de las joyas están en la citada mastaba de Merisanj III.

Será a partir de la V Dinastía cuando este oficio adquiera cierta vinculación con la otra vida y se incluyan en las paredes de las mastabas muchas más escenas como elemento decorativo. A partir de la V Dinastía, los equipos de orfebres y joyeros son mostrados mucho más abiertamente por estos dibujantes. Así, podemos distinguir a los aprendices de los que fundían el oro, de los que batían los laminados y de los que doraban los metales. Se ha especulado mucho sobre cómo conseguían este efecto, y podemos pensar que estos orfebres empleaban un curioso artefacto muy parecido al que se encontró en una excavación cerca de Bagdad en el año 1936. Este curioso aparato fue catalogado como de una utilidad desconocida, y se trata de una vasija de barro con una especie de tapa en su parte más alta. En su interior aloja una varilla de cobre y otra de hierro forrada con plomo. Nadie le halló utilidad alguna, hasta que un electricista llamado William Gray descubrió que se trataba de una pila rudimentaria capaz de generar 1,5 voltios empleando una solución ácida, como podría ser el zumo de cualquier cítrico. Gray se decidió a probar su teoría, y para ello tomó una estatua de plata de pequeñas dimensiones. Al cabo de estar dos horas expuesta a la solución ácida, esta comenzó a adquirir un tono dorado que no tardó en cubrirla por completo, y la estatua de plata se había convertido por arte de birlibirloque en una pieza de aparente oro macizo. El resultado del experimento no dejaba lugar a dudas: dos mil años antes del invento de las primeras pilas, alguien había inventado un objeto capaz de generar la electrolisis, y que hoy es conocido como «La pila de Bagdad». Volviendo a nuestro Egipto, sería muy fácil situar aquí un invento similar, dadas las excelentes relaciones entre Mesopotamia y la tierra del Nilo desde los inicios de la I Dinastía. Un trabajo exquisito lo hallamos en la mastaba de Nianj-Jnum y Jnumhotep, donde encontramos una escena donde los orfebres preparan el oro para ser fundido, y que posteriormente será empleado para recubrir el mobiliario funerario. También en esta mastaba vemos a unos carpinteros con sus jubias y formones dando vida a una estatua. Pero no nos engañemos, ya que, como señalamos anteriormente, la ciencia tuvo mucho que ver en estos avances técnicos.

Tumba de Tut-Anj-Amón, Ay vestido de sacerdote con la piel de leopardo.

Fotografía de Nacho Ares.

La ciencia de esta etapa del Antiguo Egipto podemos centrarla en los siguientes aspectos: el sacerdocio, la magia y la medicina. Aunque pueda sonar un poco raro, es comprensible para el lector si tenemos en cuenta que las palabras médico, astrónomo, matemático y escriba se comprenden en una figura, la del sacerdote, y esta figura multidisciplinar se concentraba únicamente en la Casa de la Vida de los santuarios más importantes. Iniciemos nuestro pequeño estudio por la magia y la medicina, que en Egipto se fundía con mucha frecuencia. Ambas eran consideradas una ciencia, y de la primera incluso podríamos decir que parten multitud de variantes como la interpretación de sueños o incluso el origen del Tarot. Dentro del concepto de magos debemos hacer dos claras distinciones: los que estudiaban en la Casa de la Vida de los santuarios y aquellos que habían nacido con un don especial o habían aprendido de mano del iniciado. Los de la primera clase entran dentro de la definición de sacerdote, pero los del último grupo, los menos frecuentados, serían aquellos que hoy día denominaríamos como curanderos. Debiéramos saber que en el Antiguo Egipto, los sacerdotes no constituían la clase que hoy día conocemos[46]. En lo que sí se parecían, sólo un poco, era en los altos cargos, ya que la Iglesia católica ha tenido como misión principal encauzar la visión de los fieles en un total y absoluto dominio por parte de la clase sacerdotal, desde el hombre se hizo cargo de la Palabra de Dios. Pero en Egipto no había nadie a quien convencer, no había paganos que reconvertir, la predicación de la fe no se realizaba por medio de mensajeros divinos ni nada remotamente parecido. Con todo, los antiguos egipcios habían creado sus distintas maneras de entender la creación, y todas y cada una de ellas cohabitaban perfectamente, dando al país una unificación total en lo que a la religión se refiere. Como hemos visto, en Heliópolis y Menfis se tenía un concepto de la creación del mundo iniciada por Atum, pero estaba la Ogdóada de Hermópolis, años más tarde llegaría la tríada de Tebas, y ninguna de ellas se enfrentaba por una creencia.

Básicamente, la práctica totalidad de la información que se posee de la vida de estos hombres pertenece al Imperio Nuevo, pero es de suponer que durante el Imperio Antiguo las pautas debían de ser muy parecidas. La figura más antigua de un sacerdote que conocemos nos viene dada en el mencionado retablo del Rey Escorpión, y debemos pensar que el elegido para este cargo no sería un personaje cualquiera, sino que de entre la comunidad se escogería al hombre más sabio de entre los ancianos, ya que estos solían componer los consejos en la antigüedad.

Sabemos que los sacerdotes oficiaban tan sólo durante un mes, tres veces al año. En este período de tiempo era obligado que siguieran una serie de normas, como no comer determinados alimentos, rasurarse el vello corporal, mantener abstinencia sexual y estar purificados. El resto del tiempo, vivían como ciudadanos normales, acatando las normas de conducta igual que sus vecinos. Durante la IV Dinastía, los sacerdotes de los principales santuarios acumularon un gran poder de decisión ante la corte, y el rey necesitaba al clero para homologar su titulatura real. Esta conclusión se desprende del citado Papiro Westcar, donde vemos claramente entre líneas que el culto al dios Re necesitaba un nuevo empujón, y sería la nueva familia reinante quien se lo propinase. La gran mayoría de los sacerdotes estaban casados y tenían hijos. En los altos cargos este era un oficio que pasaba de padres a hijos, ya que el estado cedía a los santuarios una serie de terrenos que garantizarían su sustento. Estas tierras no sólo sostenían al clero de turno, sino que le proporcionaba grandes beneficios. Pensemos, por ejemplo, en una extensión de terreno perteneciente al clero menfita donde se cultiva una gran cantidad de grano. El fruto de la tierra permitirá a sus propietarios poder realizar transacciones de todo tipo, comprar y vender para luego volver a comprar y poder garantizar así una independencia más o menos sólida con la corte real. Pero, a pesar de esta capacidad de libertad de maniobra, el faraón era el único que podía comunicarse con la divinidad. Cuando el día comenzaba a romper tenía lugar un cántico al dios: «Despierta en paz, gran dios». El primer profeta se acercaba a la capilla donde residía la estatua divina, rompía los sellos de la puerta que la mantenían cerrada en las horas nocturnas y comenzaba el ritual. Para estos actos, el sacerdote tenía que estar totalmente purificado. A continuación, a la estatua del dios se le realizaban una serie de libaciones con una jarra de gran tamaño, se la bañaba y limpiaba, se perfumaba la imagen con incienso y se la ungía con finos y aromáticos óleos y aceites diversos, para finalmente preparar su mesa de ofrendas[47].

La clase sacerdotal estaba dividida en grupos que podríamos definir como:

Alto clero:

El primer profeta del dios, que era el administrador general del santuario y todas sus riquezas.

El segundo profeta del dios, intendente del anterior y encargado de velar por las tareas que este encomendaba, era normalmente el destinado a sucederlo.

El tercer y cuarto profeta del dios, los intermediarios entre el segundo profeta del dios y el resto de la administración.

Bajo clero:

El sacerdote

Sem

o también llamado sacerdote lector, encargado de pronunciar las palabras en las ceremonias sagradas y de regir los rituales, como el de la ‘Apertura de la boca y de los ojos’.

El sacerdote

Uab

, encargado del ritual diario y administrador de los materiales necesarios para el mantenimiento de la administración.

El sacerdote especialista, al cual se le asignaban unas tareas concretas, sin que estas sean específicas.

El sacerdote horario, que estudiaba la señalización del comienzo de rituales y festivos nacionales.

El sacerdote del cielo, que estudiaba los días fastos y nefastos.

En un último grupo podríamos añadir a las congregaciones femeninas, que como hemos visto, comienzan con la ‘Mano del dios’, y que veremos como experimenta un cambio a ‘Esposa del dios’ y finalmente a ‘Divina adoratriz de Amón’.

Durante el Imperio Antiguo, la casta sacerdotal formó parte, junto con la realeza y los escribas, del grupo de privilegiados, pues tenían buenas ropas, sabían leer y escribir y tenían acceso a mayores comodidades que el resto de la sociedad. Llegarían a alcanzar grandes e importantes beneficios, y en ocasiones llegaron a influir en los regímenes internos del estado. El secreto era la gran cantidad de tierra que el rey les iba concediendo. La tarea del primer profeta del dios no era fácil. Tenía que estar informado de cómo era llevada toda la administración, ya fuese el buen funcionamiento de los turnos, los objetos de trabajo, los gastos de incienso, mirra u óleos. Esta tarea se llevaba a cabo mediante escribas, que a su vez mantenían contacto directo con los funcionarios de la administración del rey. De esta forma, todo quedaba registrado y el faraón estaría perfectamente informado del buen funcionamiento del recinto sagrado e incluso de las riquezas que este poseía.

Nos han llegado varias historias acerca de estos iniciados en la Casa de la Vida. Afortunadamente, la arqueología ha recuperado papiros valiosísimos en los que vemos las aventuras y desventuras de reyes, dignatarios y gente de a pie. Es obligado volver a citar al Papiro Westcar, ya que nos narra el nacimiento de la V Dinastía. Gracias a él conocemos la desdicha de un sacerdote llamado Webaner, que vivió bajo el reinado de Horus Nebka[48], en la III Dinastía. Este sacerdote oficiaba en el santuario de Ptah de Menfis y estaba casado con una hermosa mujer. Pero ella, en vez de desear a su esposo, deseaba a un plebeyo. Lo deseaba tanto que decidió seducirlo y lo llevó a su casa mientras su marido servía en el templo. Mantenía relaciones con él en una casa de invitados y, cada vez que se veían, el plebeyo se bañaba en el estanque que Webaner poseía en mansión. Al frente de esta casa estaba un intendente, el cual descubrió el adulterio de su ama y así lo confesó al hombre que garantizaba su sustento. Pero Webaner no se irritó, sino que dijo a su sirviente: «Tráeme mi caja de ébano para que yo pueda vengarme». De ella sacó una tableta de cera, moldeó un cocodrilo y dijo al intendente: «Cuando el plebeyo venga a yacer con mi esposa y se bañe en el estanque, echarás este cocodrilo en el agua». Así lo hizo, y cuando la figura de cera entró en contacto con el agua se convirtió en una gran bestia que se apoderó del desdichado de un certero bocado y se sumergió en el estanque. Así estuvieron, el cazador y su presa, durante siete días bajo el agua sin poder respirar. Al tiempo que todo esto sucedía, ocurrió que Webaner pasó los siete días en compañía del rey en el santuario de Ptah y, cuando hubo llegado el séptimo día, llevó al faraón a su hogar y le enseñó el estanque diciéndole: «Voy a mostraros algo que será recordado como la gran maravilla que presenció Su Majestad, el rey Nebka. Ven, cocodrilo». Dicho esto, apareció el saurio con el plebeyo en sus fauces, pero al perder el contacto con el agua volvió a convertirse en una figura de cera, y Webaner relató a su señor la vergüenza y el adulterio que se había producido en su propio hogar. Y el Horus Nebka sentenció: «Ve y llévate lo que te pertenece». El cocodrilo volvió a convertirse en un animal real, atrapó nuevamente al plebeyo entre sus mandíbulas y se sumergió en el estanque sin que nadie jamás volviera a saber de ellos.

Instrumentos médicos en el templo de Kom Ombo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

No caigamos en el error de pensar que estos eruditos que residían en la Casa de la Vida se limitaban a escribir La maravilla que ocurrió en los tiempos del rey Nebka o La maravilla que ocurrió en los tiempos del rey Snofru, donde se narra la aventura de la dama que marcaba el ritmo a las remeras y el milagro de separar las aguas. En el corazón de estos santuarios había grandes bibliotecas que contenían anexos privados donde se almacenaban los textos en rollos de papiro o de cuero. La medicina alcanzó un gran nivel de desarrollo durante este período del Imperio Antiguo. Los diagnósticos de un buen médico podían ser resumidos a tres. Tras un exhausto reconocimiento, el médico diría una de las siguientes frases: «es una enfermedad que conozco y puedo tratar», «es una enfermedad que no conozco pero que intentaré tratar» o bien «es una enfermedad que no conozco y que no puedo tratar». Los logros alcanzados durante estas tres dinastías fueron aprovechados durante el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, se mejoraron algunos instrumentos y ciertas técnicas, pero no los avances científicos. Prueba de estos logros alcanzados son dos papiros, el Ébers y el Smith[49]. Un aspecto sorprendente nos lo otorga el Papiro Ébers, donde nos encontramos con el «principio del secreto del médico».

Los movimientos del corazón y del conocimiento. De él nacen todos los conductos que se extienden a todos los miembros del cuerpo. Con esto, cuando un médico extiende sus dedos sobre la cabeza, el cuello o las manos de su paciente, está tocando su corazón, porque todos los vasos nacen en él, es decir, que el corazón alimenta estos conductos a cada uno de los miembros del cuerpo.

Con esta declaración podemos comprobar que los egipcios poseían un gran conocimiento de la anatomía humana, que sin duda les vino dado por los experimentos en las técnicas de momificación, a las que más tarde aludiremos. Aparte de estos sectores, la medicina del Imperio Antiguo trató otras muchas materias, entre las que sobresalen la ginecología y la medicina ocular. Si de vista hablamos, no son pocos los investigadores que coinciden al señalar a Egipto como uno de los primeros lugares donde las lentes hicieron aparición. Y es que no hemos de olvidar que las observaciones astronómicas que hacían los antiguos egipcios en estos días tan lejanos son sólo comparables a las del mundo mesopotámico. Se nos ha intentado explicar que los sacerdotes empleaban una serie de útiles muy rudimentarios y a veces caemos en el error de subestimar a nuestros antepasados. Los antiguos egipcios tuvieron una fijación muy especial con la estrella Sirio, y su constelación fue identificada desde bien temprano con el lugar de procedencia del dios Osiris. El ejemplo que ha sacudido a la comunidad egiptológica es la apetitosa teoría del francés Robert Bauval acerca del cinturón de Orión, que examinaremos detenidamente en el siguiente capítulo, pero que podemos resumir como la plasmación en la tierra del mapa celeste que componen las estrellas de esta constelación. No en vano los egipcios elaboraron su calendario a partir de estas luminarias celestes.

El calendario egipcio fue un sistema vital para regir la práctica totalidad de la vida de los egipcios. Había dos tipos de calendario, el civil y el religioso. El civil era el que dividía el año en tres períodos de cuatro meses, que nosotros hoy conocemos como estaciones. La primera era la estación de Ajet, la inundación, que abarcada desde finales de julio hasta finales de noviembre. Ajet significa ‘la útil’, ‘la luminosa’, debido a la aparición de Sirio en el firmamento y a la inundación de los campos. La estación de Peret es la de la siembra, y abarca desde finales de noviembre hasta finales de marzo. Su traducción sería ‘subir’ o ‘salir’, dado que se espera que todo el grano que se ha sembrado brote de la tierra. La estación de Shemu es el período caluroso, el de la cosecha, y abarcaba desde finales de marzo hasta finales de julio. Shemu significa ‘época de agua’, dado que inmediatamente después de ella regresa la inundación. Este calendario marcaba el régimen de las inundaciones, pero tenía un grave problema. Cada estación tenía cuatro meses, y cada mes tenía treinta días. A su vez estaba dividida en diez semanas de diez días más la suma de los cinco días hepagomenales de los que hemos hablado con anterioridad. Pero cada cuatro años se creaba un día de desfase y en setecientos treinta años se generaba un desfase de seis meses. Esto significaba que tan sólo cada mil cuatrocientos sesenta y un años coincidirían el orto helíaco y el calendario real.

Najt cazando en las marismas.

Para medir el tiempo durante el Imperio Antiguo se empleó la clepsidra, unos cuencos de piedra con unas marcas en el interior que hacían de escala horaria. A través de unos agujeros en su base, el agua se escapaba lentamente; así, cada vez que una de las rayas quedaba al descubierto habría pasado una determinada cantidad de tiempo, ya que los agujeros variaban en su diámetro según el tiempo que se deseara medir. La aparición del primer reloj de sol de la historia acontece en Egipto, bajo el reinado de Thutmosis III, alrededor del año 1400 a. C., pero el hecho de que no se hayan encontrado otros anteriores no quiere decir que no se empleasen, ya que es sabido que el máximo apogeo de los astrónomos egipcios se dio precisamente durante el Imperio Antiguo.

Llegados a este punto, debemos tomarnos muy en serio nuestras apreciaciones y preguntas acerca de si realmente los antiguos egipcios tenían este control sobre los astros partiendo de la utilización de unos útiles rudimentarios. Debemos preguntarnos si, tal y como nos cuenta Heródoto, los astrónomos egipcios comenzaron a estudiar estos fenómenos desde la más remota antigüedad, aunque Heródoto nos propone una fecha escandalosa: nada menos que veintiséis mil años. A todas luces, el lector se habrá quedado poco menos que alucinado, pero debiéramos pensar que los testimonios de la antigüedad no fueron escritos para que nosotros nos asombrásemos, sino que fueron recogidos para dejar constancia de los logros adquiridos por las culturas del pasado. Un claro ejemplo lo hallamos en una tumba tebana de la XVIII Dinastía, la número 52, situada en el conocido como Valle de los Dignatarios. El nombre de su dueño era Najt, y vivió durante el reinado de Thutmosis IV. Esta morada para la eternidad es conocida por la extrema sutileza y belleza de sus múltiples escenas, pero oculta un misterio, ya que Najt no hace en ningún momento alusión alguna a su vida profesional. Y esto, realmente, es algo muy raro, ya que la práctica totalidad de las tumbas de los nobles contienen no sólo las escenas de la vida cotidiana, sino una gran variedad de momentos en los que se ve al difunto ejerciendo su labor profesional, ya que los antiguos egipcios, también en este aspecto, eran bastante coquetos. Lo realmente importante es que en la tumba tebana 53 podemos ver a Najt en compañía de su hermosísima esposa Tawy cazando en las marismas del Delta, en las escenas de la siembra, de la cosecha de la uva y la elaboración del vino, asistimos con ellos al banquete funerario pero no hay ni rastro de sus predicciones ni de la elaboración de los calendarios de festividades. Najt, en su condición de «Astrónomo del dios Amón», conocía las predicciones anuales de lo que conocemos como «Introducción del principio de lo Imperecedero y al fin de la Eternidad»[50]. Se trata de un compendio en el que se tratan los días favorables, los no favorables y los parciales de ambos casos.

En lo que respecta a los sacerdotes que practicaban la magia como método de curación, podemos mencionar un curioso hallazgo que realizó James Edward Quibell en el año 1896 mientras excavaba en el Ramsseum, el santuario funerario de Ramsés II. Bajo el templo, Quibell halló una necrópolis que databa de la XII Dinastía, y en ella la tumba de un mago. En el hipogeo se encontró un arcón que contenía una serie de papiros. Estos serían tratados años después por Flinders Petrie, el cual derramó cera natural líquida a una baja temperatura sobre un cristal, y a continuación extendió el papiro. A pesar de que la antiquísima pieza se resquebrajó, se fijó a la cera con éxito y, cuando el líquido se hubo solidificado, salieron a la luz una serie de secretos que llevaban dos mil años ocultos a los ojos de los profanos. En el cofre había un papiro médico y otros varios con fórmulas y sortilegios mágicos. Quibell también halló varias estatuas de cera, semillas de plantas, bolas de pelo y un gran número de enseres domésticos. Para la expulsión de los malos espíritus era necesaria la asistencia de un experto en exorcismos, que empleaban rituales muy similares a los que hoy día pueden verse en numerosos templos cristianos actuales. Y es que la magia que se utilizaba en el Antiguo Egipto encerraba esto y mucho más, ya que incluso podemos añadir que los trucos de prestidigitación formaban parte del baúl del mago. Actuaciones como las del príncipe Jaemwaset en la corte de Ramsés II, el truco de ilusionismo del mago Djedi o el cocodrilo que cobra vida al contacto del agua formaban parte de la realidad diaria, tanto en cuanto la corte de Ramsés III preparó una conspiración para terminar con la vida del faraón empleando multitud de efigies de cera hechizadas para que el regicidio pudiese realizarse con éxito. En tales casos se empleaban fórmulas de magia negra, pero estos encantamientos eran prohibidos en su práctica cuando estaban concebidos para dañar a otro ser humano. En las bibliotecas de los grandes santuarios debía de haber un gran libro negro, cuyos efectos abominables se obtenían al maldecir al enemigo. Este «mal de ojo» era muy temido en el mundo egipcio, y su contrapartida la hayamos en la figura de «el que ahuyenta el mal», que era un respetado personaje. Dentro de este formato de magia negra entraban también los encantamientos amorosos, si bien el uso de estos era tan común que no se castigaba con dureza, y en ocasiones no era considerado ni una falta. Los ejemplos de estas pociones amorosas nos han llegado en sus múltiples facetas, ya sea para enamorar a una jovencita como para romper un matrimonio y que el marido caiga rendido a los pies de aquella que ha recitado el conjuro, o incluso nos hallamos ante encantamientos para celebrar orgías. Una de las mayores curiosidades nos la presentan casos en los que se menciona la aparición de un hipnotizador.

Pero, quitando unas contadas excepciones, la magia era empleada siempre en pro de la comunidad. Uno de los ejemplos más notables son las fórmulas mágicas que protegían las tumbas.

Que Egipto era un país mágico y donde la magia adquiría un poder inimaginable era conocido por todos los países del Antiguo Próximo Oriente. Uno de los ejemplos más notables y más cómicos se produjo en los días del gran Ramsés. Eran tiempos en los que la paz con los hititas le permitió al faraón gozar de una feliz longevidad, casándose con una princesa hitita, su otrora enemiga. Y el consuegro de Ramsés II, Hatusil, le escribe para que envíe un médico que pueda curar la enfermedad que sufre su hermana, a lo que Ramsés contesta:

¡Veamos! A propósito de Meranazi, la hermana de mi hermano. Yo, tu hermano, la conozco bien. ¿Tendrá sólo cincuenta años? ¡Nunca, es evidente que tiene más de setenta! Nadie puede fabricar un medicamento que permita tener hijos a esa edad, pero naturalmente, si el dios Sol (Re) y el dios de la Tormenta (Baal) lo desean, enviaré a un buen médico y a un buen mago capaces, y ellos prepararán algunas fórmulas mágicas para la procreación.

Nos resulta imposible saber si tal fórmula hizo o no hizo efecto y, de haberlo hecho, hemos perdido para siempre un avance milagroso. Como podemos observar, la magia, sea o no efectiva, sí que era utilizada en pro de un bien común, y no sólo lo hacían los reyes. Por ejemplo, los altos dignatarios solían tener a la entrada de sus fastuosas mansiones alguna estela o amuleto que hiciera desistir a sus enemigos o competidores de emplear las malas artes en su contra. Ya se sabe que, en esto de la magia, más vale prevenir…

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