Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


El Imperio Nuevo

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EL IMPERIO NUEVO

Ahmose y la XVIII Dinastía

De aquellos gloriosos años en los que Menfis había sido el centro del Antiguo Egipto apenas quedaban recuerdos. Tebas, la grande, se convirtió en la nueva capital del país, en la nueva balanza de las Dos Tierras. Y al frente de ella, Amón, el Oculto.

El faraón Ahmose estaba casado con su hermana, la gran reina Ahmés-Nefertari. No cabe duda alguna de que esta mujer fue de carácter y porte excepcional. Su nombre aparece en infinidad de documentos, y gracias a estos sabemos que su esposo tenía muy en cuenta los consejos que ella le proporcionaba y que, de hecho, su palabra tenía tanto peso como la del propio rey.

En principio, Ahmés-Nefertari fue la que tomó las riendas del gobierno mientras su esposo luchaba tanto en el sur como en el noreste del país. Su nombre dará lugar a una genealogía de mujeres cuyo linaje se extenderá por todo el Imperio Nuevo. Es fácil reconocerlas porque tienen incluido en su nombre el de Ahmés o bien el de Nefertari. Una de las medidas que la reina adopta es la de garantizar para las mujeres reales un poder dentro del clero, anexionándose la casta sacerdotal para evitar que todo el poder recaiga sobre los sacerdotes de Amón. Para ello, ella misma será la ‘Primera esposa del dios’, una derivación del antiquísimo título de ‘Mano del dios’ que habían detentado las reinas del Imperio Antiguo. Pero los sacerdotes de Amón vieron en esta gran reina un posible enemigo y al final tuvo que ceder parcialmente a sus ambiciones.

Hacha de guerra de Ahmose procedente de la tumba de Iah-Hotep. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de S. C. A.

Ella le dio a Ahmose su primer hijo, Ahmés-Anj, que fallecería sin poder coronarse rey, por lo que el camino al trono se allanaría para su segundo hijo, el príncipe Amenhotep, primero de los reyes en incluir el nombre del dios tebano. Con la gesta de Ahmose, Egipto dio un giro bastante notable a su modo de vida, pues en cierta forma asumió que su singularidad y su origen como nación eran codiciados por muchos pueblos que tan sólo necesitarían un signo de debilidad para abalanzarse como hienas sobre un cuerpo moribundo. Por ello Ahmose vivió el resto de sus días entre su trono y su caballo, alternando la palabra con la espada. Con todo esto, llegó el día en el que el destino puso ante el rey otra terrible prueba de valor.

Frontal con cabezas de venado y gacelas, procedente de la tumba de Iah-Hotep. Museo Metropolitano de Nueva York.

Fotografía de Nacho Ares.

La gran reina Iah-Hotep ha fallecido con ochenta años. Supo transmitir a sus hijos la fuerza verdadera del país del Nilo, y este hecho se ve reflejado en todos los objetos que aparecieron en su morada para la eternidad. Situada en la necrópolis de Tebas, Ahmose preparó una magnífica morada para la eternidad para su amada madre. Esta tumba fue descubierta por Auguste Mariette, aunque tristemente la momia de Iah-Hotep fue quemada por el hombre que en aquel año de 1854 ejercía como gobernador de Qena. No obstante, su tesoro pudo ser salvado, para mayor gloria de aquella mujer heroica y valiente, que inculcó en sus hijos el espíritu de libertad que Egipto había perdido con la invasión de los hicsos. Este maravilloso tesoro estaba compuesto por pulseras de cuentas y multitud de objetos de oro: colgantes y cadenas, un grupo de brazaletes rígidos con la talla de las escenas de la coronación de Ahmose, pectorales en los que las divinidades ofrendaban al hijo de la reina, muñequeras, un hacha con los cartuchos reales de Ahmose y puñales. Lo más valioso es una serie de varias condecoraciones militares en forma de moscas de oro, del tamaño de una palma de la mano, que se conceden a los más valientes guerreros. Estas condecoraciones jamás se habían entregado a una mujer, y el hecho de que Ahmose se las entregase a su madre, en vida o tras su óbito, nos enseña cuál fue el carácter de Iah-Hotep, y que ella fue en verdad la que empujó al ejército a la lucha.

Finalmente, Osiris acudió a la cita con su amado hermano, el rey del Alto y del Bajo Egipto Ahmose Nebpehire, y dio por fin un descanso merecido a este rey tan importante para la historia del mundo antiguo. Ciertamente, ocuparía un lugar de privilegio en todos los anales reales, ya que Ahmose fue el símbolo de la libertad a los ojos de los antiguos egipcios.

Los años de guerra han dado como resultado que el país del Nilo, el país de Kemet, comience, inevitablemente, un camino largo y duro hacia un cenit esplendoroso que dará como resultado el mayor imperio que el mundo haya visto jamás. Ha comenzado la XVIII Dinastía.

Amenhotep I

Nuevamente, tras la muerte de Ahmose, un hijo real toma el testigo de su padre y se sienta en ese trono de luz que era, en resumen, Egipto entero. Su nombre era Amenhotep, y sería el primero de los faraones en llevar el nombre del dios Amón. Y eso a pesar de que Amenhotep no estaba destinado a reinar. Su nombre significa ‘El principio oculto [Amón] está en plenitud’. Continuó con todas las labores que Ahmose había dejado pendientes, aunque en el ámbito militar su reinado fue bastante pacífico. Se casó con su hermana Meritamón, una mujer excepcional que alcanzó gran poder como ‘Esposa del dios’. Meritamón no dio ningún hijo a su esposo y murió muy joven. Todo parece indicar que la joven reina pudo haber muerto en un parto prematuro, con la consecuente pérdida del hijo deseado. Así que el viudo Amenhotep I volvió a pedirle a su madre que lo ayudara en las labores de estado, puesto que no se volvió a casar ni se le conocen otras esposas secundarias.

Los textos que nos hablan sobre el reinado de Amenhotep I son muy escasos. Los egiptólogos suelen datar su reinado en un período no superior a los veintiséis años, aunque Dodson y Hilton nos proponen un reinado de veintiuno. No obstante, tenemos en Karnak una celebración de su Heb-Sed, que, como vimos anteriormente, se celebraba cada treinta años, aunque también es cierto que no todos los reyes la celebraban en su trigésimo aniversario. Tal vez por motivos de salud la Heb-Sed tuvo que adelantarse al año veinticinco o veintiséis.

En su primer año de reinado tiene lugar una incursión en el Delta, parece ser que con algún que otro muerto egipcio. Así, Amenhotep se convirtió en el propio Seth y sembró el terror entre sus enemigos. Tal fue así que la acción militar fue cuestión de horas. Deberemos rescatar para la causa a un viejo conocido, que no es otro sino Ahmosis, el hijo de Ábana. En el año octavo de su reinado Amenhotep ve como los nubios se rebelan en el sur. Envía a su general al frente de un destacamento que librará una cruenta batalla más allá de la segunda catarata. Debemos entender que Ahmosis, el hijo de Ábana debería tener ya una edad considerable. En su regreso a Egipto, tras imponer nuevamente el orden, trajo gran cantidad de cautivos y al frente del país de Kush se quedó un hombre de confianza llamado Turi.

Pero Amenhotep, sobre todo, es un rey que tiene como única meta que Egipto vuelva a recobrar su esplendor. Los cinceles volvieron a convertirse en la música de las canteras, los talleres de los escultores volvieron a recrear la vida en sus estatuas, los arquitectos reales volvieron a plasmar sobre el papiro la voluntad de su señor. Pero sobre todo había que salvaguardar la herencia milenaria que sus antepasados le habían otorgado. Las pérdidas que produjeron los años de gobierno hicso son incalculables, no sólo en el aspecto de los edificios que se perdieron para siempre, sino de la documentación escrita que desapareció. Todo el trabajo de los escribas del Antiguo Imperio parecía no haber existido nunca.

En los lugares más importantes Amenhotep dejó su huella para la eternidad. Karnak era un modesto santuario. Para llevar a cabo aquello que el rey tenía en mente, se trajo piedra arenisca desde las canteras de El Sisila; piedra de alabastro desde Hatnub y Bosra y piedra caliza desde Tura. Una vez el santuario estuvo erigido, lo adornó con las escenas de la vida cotidiana de la corte real, reflejó momentos de su propia vida y plasmó para la eternidad los momentos más significativos de su fiesta Heb-Sed.

Existe alguna duda al respecto sobre a quién pertenece el honor de haber constituido la comunidad de artesanos de Deir el-Medineh, pero hay varias pruebas que señalan como iniciador de esta comunidad al rey Amenhotep I. Y los artesanos de ‘El lugar de la verdad’ jamás olvidaron este hecho. A su muerte, Amenhotep tiene el honor de ser declarado un dios. Se convierte en el patrón de las necrópolis tebanas junto a su madre Ahmés-Nefertari. Así, ambos nombres aparecen para ser recordados en el culto del faraón. Pero donde más se rinde homenaje a esta pareja, ya divina, es en Deir el-Medineh, al oeste de Tebas. Es aquí, en la ciudad de los artesanos del Valle de los Reyes, en el lecho de esta pequeña ciudad, donde se establece que la estación de Peret será dedicada a su memoria. Su morada para la eternidad plantea, como podremos ver, serias dudas. Pero lo que más sorprende es el nuevo modelo que instaura, la separación de la tumba en sí del santuario donde se celebrarán los ritos, algo insólito e innovador.

La XVIII Dinastía no podía haber comenzado de otra forma. Cuando las aguas del Nilo bajen con su habitual fuerza, germinarán las potencias regeneradoras de vida, los que viven de Maat, los que perviven bajo el aliento divino, los reyes de Egipto. La etapa más gloriosa de Egipto ha comenzado.

Thutmosis I

La paternidad de Thutmosis I es todavía objeto de debate y un gran enigma[85]. El príncipe Thutmosis estaba casado con una mujer llamada Mutnefert, pero tuvo que desposarse con la princesa Ahmés-Ta-Sherit, hermana pequeña de la reina madre Ahmés-Nefertari, ya que tan sólo la sangre descendiente de la antepasada Iah-Hotep podía garantizarle la subida al trono de Egipto. Thutmosis I tuvo varios hijos. Con Mutnefert engendró a los príncipes Wadjmose, Amenmes y el que sería Thutmosis II, y con la reina Ahmés-Ta-Sherit tuvo a las princesas Hatshepsut y Neferubiti.

Sabemos que cuando Thutmosis llegó a reinar era un hombre maduro que había sido comandante en jefe del ejército de Amenhotep I. Ignoramos si llegó alguna vez a verse envuelto en alguna batalla. Se cree que reinó durante doce años, y su subida al trono contribuyó al desenlace que situaría a la XVIII Dinastía como una de las más gloriosas de la historia egipcia. Cuando llevaba un año y medio sentado sobre el trono de Horus inició una serie de campañas militares, y junto a él luchaba Ahmosis, el hijo de Ábana. Precisamente sería el almirante quien llevase una flota mientras por tierra viajaban los ejércitos comandados por Thutmosis; el rey se enfrentó a una rebelión en el área de Jent-Nefer. Las batallas libradas en estos días fueron cruentas y sangrientas; así debemos deducirlo de la autobiografía de Ahmosis, el hijo de Ábana.

El ejército de Thutmosis todavía estuvo navegando río abajo durante ocho meses hasta llegar a la tercera catarata. Y cuando regresó a Tebas llevó el cuerpo del jefe de los rebeldes, posiblemente colgado del mástil de su barco, una clara advertencia contra aquellos que pensaran en la desobediencia. Pero no sólo Nubia daba problemas a la estabilidad real, sino que los sirios se confabularon contra las leyes egipcias que regían aquellas tierras, y Thutmosis los persiguió hasta la ciudad de Retenu. Al final de su reinado, las fronteras de Egipto se habían extendido desde el África más profunda hasta las ciudades próximas al río Jordán.

En el aspecto constructivo, Thutmosis fue el iniciador del gran complejo de Karnak. Una estela hallada en Abydos nos narra como el arquitecto real Ineni comenzó las obras de un complejo destinado al dios Amón. Construyó una sala hipóstila con columnas de cedro del Líbano que sirvió para honrar las victorias militares de su rey. Thutmosis fortaleció la economía del país, amplió el santuario de Osiris e incluso realizó alguna obra de restauración en los santuarios de Gizeh.

Cuando la posición de las fronteras se hizo estable, el rey inició obras en varios puntos del país. Construyó edificios en Aramat, en Menfis, en Edfú e incluso en el país de Kush, donde Turi había establecido una firme y férrea administración que ya alcanzaba hasta la cuarta catarata, en la región de Napata. Tenemos también varias estelas con su nombre en el Sinaí y en Wadi Hammamant.

La vejez terminó por alcanzar al vigoroso rey, y tras doce años de un reinado muy próspero para su país, moría Ajeperkare Thutmosis en una aparente paz y tranquilidad, porque el futuro del reino estaba garantizado. Se hizo construir el primer hipogeo del Valle de los Reyes, pero los egiptólogos no están seguros totalmente de dónde colocar su ubicación.

Thutmosis II

Thutmosis II, cuyo nombre de nacimiento significa ‘Grande es la forma de Re’ era el tercer hijo de Thutmosis I y Mutnefert. Su llegada al trono fue más obra del destino que por la gracia divina, ya que sus hermanos mayores murieron a muy corta edad. Thutmosis II ya estaba casado cuando fue elegido para reinar y se había desposado con una reina de nombre Iset, que parece ser que fue una princesa extranjera; un matrimonio de conveniencia en toda regla. Pero para reinar, Thutmosis se vio obligado a casarse con su media hermana, la princesa Hatshepsut. Sin embargo, entre ellos había un problema que no tenía solución. Por un lado, Hatshepsut había sido educada por la reina madre Ahmés-Nefertari para ser la ‘Esposa del dios Amón’ y por otro lado por su padre para ser reina de Egipto, supuestamente al lado de un gran rey. Hatshepsut reunía todos los valores de una gran mujer destinada a realizar grandes gestas por su pueblo. En la otra cara de la moneda estaba el débil Thutmosis, que no era ni de lejos un hombre enérgico capaz de ponerse al frente de sus tropas y sofocar siquiera una rebelión de chiquillos. Era un hombre bastante enfermo según parece, así que desde un inicio Hatshepsut se vio obligada a tomar bastantes decisiones, que por unos motivos u otros su esposo no era capaz de tomar. Hatshepsut había nacido para ser reina de Egipto, su sangre se lo reclamaba. Su madre era Ahmés-Ta-Sherit, hija de reinas de un linaje divino que había devuelto la estabilidad a las Dos Tierras. Pero había un pequeño problema, y es que Thutmosis I no pertenecía a la genealogía dinástica, y por ello se jugó con la idea de que el dios Amón, habiendo tomado la forma de Thutmosis I, había engendrado a Hatshepsut en el vientre de su madre. Con esto, debemos deducir que Thutmosis I deseaba que su hija reinase sobre el Doble País, y por ello en su año segundo de reinado recurrió al Oráculo de Amón, cuya sentencia se recogería en la Capilla Roja de Karnak que Hatshepsut construiría años más tarde. No obstante, no hay por qué dudar de las palabras de la, en aquellos días, princesa, pues Amón proclamó a toda la tierra de Egipto que ella era la escogida para llevar las riendas del gobierno y que las Dos Tierras le pertenecían a ella. Es muy posible que Thutmosis I viese en Hatshepsut al hijo que nunca tuvo, pero la realidad es que tampoco tenía mejores opciones. Tenía tres hijos habidos con el matrimonio con Mutnefert, y los tres eran de salud delicada. Pero ella tenía la fuerza de su padre, la valentía y el coraje de sus antepasados. ¿Quién podía poner en duda que realmente ella era la reina legítima de Egipto?

Algunos textos nos señalan que Thutmosis II realizó una corregencia con su padre, pero sin embargo era Hatshepsut quien contaba en las decisiones importantes. No obstante, sí erigió algún monumento en su nombre, como un santuario que edificó en la zona de Medineth-Abú, que sería terminado por su hijo Thutmosis III. También ordenó construir un pilono de piedra caliza en Karnak, pero sería culminado por su hijo. Y es que Hatshepsut fue la que erigió obras con Thutmosis I, como los obeliscos de Karnak que contienen los nombres de padre e hija, y Hatshepsut era la que consultaba los planos reales con el arquitecto Ineni. Para muchos egiptólogos, el pilono de piedra caliza de Karnak fue levantado por Hatshepsut, que permitió que su esposo apareciese ofrendando y recibiendo las dos coronas.

La política exterior de Thutmosis II estuvo marcada por varias campañas militares en la zona de Palestina y el país de Kush. Ya en su año primero de reinado el ejército debe desplazarse a Nubia para sofocar una rebelión. Pero al frente del ejército no iba Thutmosis II, sino el virrey de Kush, Seni. Los cortesanos se referían a él con palabras como ‘El halcón que está en el nido’. Durante otra de las campañas nubias, Seni envió a Tebas a un grupo de príncipes nubios para educarlos como si fuesen hijos del Kap. En realidad, tanta era la fragilidad de Thutmosis que sólo participó en una de sus campañas militares, posiblemente la que se llevó a cabo en la región de Nahrin. Suele decirse que Thutmosis II reinó durante doce años, aunque hay pruebas más que fiables que nos indican que tan sólo fueron cuatro. La enfermedad provocó la muerte del joven rey, el cual ascendió al cielo y se reunió con sus hermanos los dioses. Ahora, Hatshepsut sí iba a gobernar a su amado Egipto, si ello le era permitido por su sobrino Thutmosis III, nacido del matrimonio entre Thutmosis II y la concubina Iset. Pero para ella no había duda alguna, pues el dios Amón había dado su veredicto años atrás. Ella era la única capaz de reinar sobre las Dos Tierras, ella era Hatshepsut Jnumet Imen, reina de Egipto.

Hatshepsut

Hatshepsut debía de tener unos quince años cuando su padre Thutmosis falleció, y durante veintidós años intentará que el timón del estado navegue lo más recto posible. Realmente hay un pequeño lío de fechas en el reinado de Hatshepsut. El hecho se produce al no contar los años en los que ella desempeñó los cargos de regente y de corregente con Thutmosis III. Por ello, suele verse el lector sumido en un pequeño mar de números, cuando lo realmente importante es que Hatshepsut se hace con el poder sobre el año 1479, fecha de la muerte de su esposo, y ella fallece sobre el año 1457, lo que nos da un total de veintidós años de reinado.

Hatshepsut representada como esfinge. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

A la muerte de Thutmosis I, hemos de imaginar que el pueblo y la corte estaban de acuerdo con que Hatshepsut rigiera el destino de Egipto, si acaso no lo había hecho anteriormente cuando su padre se hallaba en sus campañas militares. De aquí hemos de deducir que aquellos que la sirvieron aun cuando su esposo hubo fallecido no vieran problema alguno en que Hatshepsut continuase gobernando su amado país, tal y como dice el arquitecto real Ineni:

Hatshepsut conducía los asuntos del estado según sus deseos. El país inclinó la cabeza ante ella, la perfecta expresión divina nacida de Dios. Ella era el cable que sirve para jalar el noroeste, y el poste al que se amarra el sur. Ella era el guardián perfecto del timón, la soberana que da las órdenes, aquella cuyos excelentes puntos de vista pacifican las Dos Tierras cuando habla.

Hatshepsut es la adorada de Amón, la ‘Mano del Dios’ y ‘La que ve a Horus y a Seth’.

Ella sabía que su actuación debía ser como regente, ya que el heredero al trono era el jovencísimo Thutmosis III. No obstante, el vigésimo día del segundo mes de la estación de Shemu, el oráculo del dios Amón profetizó en el templo de Luxor que debía ser coronada reina de Egipto. La noticia fue revelada sin dar una fecha concreta. Teóricamente, el faraón reinante era Thutmosis III, pero los datos arqueológicos nos muestran a un joven incapaz de reinar dada su corta edad.

Estatua osiríaca de Hatshepsut, templo de Deir el Bahari.

Fotografía de Nacho Ares.

Así pues, tenemos que cuando teóricamente era el año séptimo del reinado de Thutmosis III Hatshepsut es coronada como faraón. Este es el motivo de que en las listas reales aparezca el nombre del joven príncipe antes que el de su tía, si bien, si nos fijamos en las fechas, vemos que el reinado de Thutmosis III es posterior. No han faltado los conspiradores que han escrito auténticas falsedades en contra de esta gran mujer, incluso llegando a afirmar que Hatshepsut encerró a Thutmosis hasta que este pudo liberarse, o bien que fue una cruel tía que envió a su sobrino a combatir a países lejanos con la esperanza de que este muriese en combate. Pero, como tendremos oportunidad de comprobar, la verdad fue bien distinta. En Deir el-Bahari se hallaron numerosos papiros, y algunos de ellos recogen los actos de inauguración de canteras y santuarios, todos ellos llevados a cabo por la reina y su sobrino. Durante varias etapas distintas y distantes entre ellas, la reina y Thutmosis aparecen representados juntos en varios relieves, coronados como Señor del Alto y del Bajo Egipto. Estos hechos demuestran que existió un perfecto entendimiento entre los dos.

Estamos pues, en el año séptimo del reinado de Thutmosis III. El ser gobernante de Egipto no es deseo de los hombres, sino que esto sólo puede suceder por acción divina. El faraón, designado por Dios, es un ser inmortal. Así lo proclamó la orden de Amón, el Señor de los Tronos de las Dos Tierras: que él en persona había decidido crear al nuevo rey de Egipto. Es indudable que Hatshepsut no era una princesa común. Fue muy culta, amante de las letras y de la historia de sus antepasados. Esto le permitió tener constancia de un milagro que el dios Re había obrado siglos atrás, pues el propio dios Re había adoptado forma humana y había engendrado a tres reyes en el vientre de la dama Reddjedet. Así que, ¿quién se atrevería a negar que ella fuera hija directa del dios Amón?

El dios Amón estaba buscando a la mujer adecuada para engendrar en ella un hijo que llevase a Egipto hasta las cumbres más altas. El encargado de buscar a esa mujer es el dios Thot, el cual se acerca a la residencia real porque Amón desea conocer el nombre de la joven esposa de Thutmosis I. Cuando el dios Thot regresa a su presencia, le comunica que se trata de la reina Ahmés-Nefertari, la mujer más bella que existe en toda la tierra de Egipto y en toda la tierra hasta sus confines. El dios Amón se muestra satisfecho y se dispone a satisfacer su deseo. Después de una noche mágica de amor y pasión, la reina Ahmés-Nefertari lleva en su vientre al hijo de la carne del dios.

Hatshepsut ya ha nacido y Hathor la lleva ante su padre divino, el cual la estrecha y la besa. La Vaca Celeste le proporcionará una juventud eterna y la recién nacida se halla plena de energía divina. Así pues, Amón-Re la presentó a los dioses, la condujo a Heliópolis y allí la corono como rey del Alto y del Bajo Egipto.

Las evidencias arqueológicas son confusas, pero todo parece indicar que Hatshepsut se convirtió en rey de Egipto cuando habían transcurrido siete años desde la muerte de Thutmosis II. Así, durante este tiempo habría estado ejerciendo el papel de reina regente del reino. Cuando asume totalmente su papel de rey, todo señala que comenzó a enseñarle el oficio de rey al joven Thutmosis III. El hecho de alzarse como rey obligaba a Hatshepsut a verse concebida como una pareja real, ya que ella no se casó.

El gobierno de Hatshepsut fue próspero y fructífero, y esto sin duda vino derivado de su consejo de ministros. Algunos de ellos ya habían servido a las órdenes de su padre Thutmosis I. De entre todos sus ministros destacaron dos sobre el resto, y concibieron junto a su reina una tierra de amor y prosperidad: Hapuseneb y Senenmut.

La procedencia de Hapuseneb no está demasiado clara. Todo parece indicar que su familia estaba bien vista en la corte real, e incluso puede que viviesen en las dependencias anexas a la residencia. Su padre Hapu ocupaba el cargo de sacerdote lector en el templo de Karnak. Su madre era una nodriza real llamada Iah-Hotep. Es más que sospechoso este nombre, ya que contiene una clarísima evidencia de que su origen estaba ligado a la gran reina de este mismo nombre, esposa de Seqenenre y madre de Ahmose. Sus hijos también estuvieron vinculados al complejo religioso, dos como oficiantes de los cultos funerarios de Thutmosis I y dos hijas que llegaron a ser ‘Cantoras de Amón’.

La tarea de Hapuseneb debió de ser abrumadora, pues aparte de las enormes responsabilidades que conllevaba ser el regidor de Karnak, tenía que vigilar también a los sacerdotes del resto de santuarios del país, y administrar y controlar que se celebrasen los ritos en los distintos santuarios.

Esta fue una tarea que supo cumplir muy bien, lo que le valió el título de ‘Noble’, ‘Compañero del rey’, ‘Gran compañero’, ‘Amado del rey’ y ‘Portador del Sello Real’. En muy poco tiempo, Hapuseneb alcanzó las cotas más altas cuando fue nombrado visir y gobernador del Bajo Egipto. Hapuseneb debió morir sobre el año vigésimo del reinado de su amada reina Hatshepsut, y su morada para la eternidad se halla ubicada en la colina de Gurna. Es de corte sencillo y posee una única cámara que está orientada hacia el oeste. Como no podía ser de otra forma, Hapuseneb hizo que toda su vida fuera recogida en una autobiografía, donde podemos verlo orgulloso y satisfecho de todas las cosas buenas que hizo en vida.

‘Santuario de millones de años’ de Hatshepsut, Deir el-Bahari.

Fotografía de Nacho Ares.

Senenmut es otro hombre cuya historia es más que curiosa, casi admirable. Sus orígenes son humildes. Había nacido en la ciudad de Iunu. Su padre Ramose era un hombre corriente, no poseía ningún título. Su madre Hatnefer era otra persona sencilla, cuyo único título era el de ‘Dama de la casa’. Parece ser que durante algún momento del reinado de Thutmosis I Senenmut comenzó a iniciarse en la Casa de la Vida de Tebas. No cabe ninguna duda de que Senenmut y Hatshepsut debieron tener un contacto directo antes de que esta llegase a gobernar, pues sólo así se explica que cuando nuestra protagonista se casa con Thutmosis II Senenmut es nombrado ‘Administrador de los bienes de la gran esposa real’. Antes de la muerte de Thutmosis II, Senenmut ya poseía el cargo de ‘Supervisor de los supervisores de los trabajos del rey’. Y es que nos hallamos ante un hombre brillante, tanto, que es muy posible que Senenmut fuese el amante de Hatshepsut incluso mientras Thutmosis II vivía. No es que la reina fuese infiel, sino que el matrimonio real era sólo protocolario. Algunos egiptólogos opinan que Neferure, cuyo padre se cree que era Thutmosis II, fue en realidad hija de Senenmut. Cuando Hatshepsut llevaba ya siete años como faraón, encargó a Senenmut que iniciase las construcciones de su ‘Santuario de millones de años’, el Djeser Djeseru o, lo que es lo mismo, el ‘Sublime de los sublimes’. Además de las construcciones de todo el país supervisa también las expediciones. El cargo es el de ‘Gran administrador de Amón’, y este nuevo nombramiento abarca todas las facetas, entre las que se incluyen la edificación de santuarios para honrar al dios.

La Sala de los Nacimientos Divinos, donde se narra la escena que antes hemos descrito, la concepción milagrosa de Ahmés-Nefertari, fue concebida por Senenmut. El éxito obtenido de la expedición al país de Punt, junto a su amigo Nehesi, el almirante de la flota naval, también se encuentra en el santuario funerario de Hatshepsut. La vida le sonreía, su reina le sonreía. La mano de Senenmut llegó hasta Edfú o el Sinaí.

No sabemos qué ocurrió exactamente, pero Senenmut desaparece de escena sobre el año decimosexto sin que todavía a día de hoy sepamos qué fue lo que ocurrió. Lo más lógico sería pensar que falleció, pero han surgido teorías que señalan que fue desprovisto de todos los favores de la reina porque se apropió de ciertos privilegios sólo dignos de un rey. Gracias a Senenmut, la reina puedo realizar con éxito uno de los principales deberes de un faraón: la construcción de templos para los dioses.

Uno de los lugares al que Hatshepsut dedicó una particular atención fue el santuario de la diosa Pajet, en Beni Hassan. Como hemos visto, durante su año séptimo de reinado, Hatshepsut ordena a Senenmut que inicie las obras de su ‘Santuario de millones de años’. Este se halla adosado a un acantilado cercano al templo de Mentuhotep II. En realidad, está justo detrás del Valle de los Reyes, dominado por la cima, esa pirámide natural que gobierna el Valle de las Reinas. Deir el-Bahari es también el lugar donde se rendía culto al Ka de Thutmosis I, la Morada de Amón el oculto y de Hathor. Antaño, el templo estaba rodeado de grandes jardines con acacias, sicómoros, árboles de mirra e incienso y hermosas flores que llenaban el paraje con un delicioso aroma. Los estanques naturales que adornaban el recinto completaban un sinfín de maravillas que daban frescura al exterior del Djeser-Djeseru.

Obelisco de Hatshepsut en Karnak.

Fotografía de Nacho Ares.

En una pequeña fosa se hallaron los depósitos de fundación, que consistían en unas tijeras, ladrillos, cedazos para la arena, cordel y algunos elementos de cerámica. Ella misma delimitó el recinto tensando el cordel, plantó los cimientos que delimitaban el emplazamiento y las obras se iniciaron de inmediato. Su disposición es de terrazas superpuestas y en el interior se celebraban cultos para Amón-Re, Anubis y Hathor. En la terraza superior, todavía en pie, se hallan varias estatuas que muestran a la reina Hatshepsut representada como Orisis, cruzando así ella misma las puertas de la muerte y renaciendo al día siguiente, convirtiéndose como Re en un nuevo amanecer. Cierto día, Amón se dirigió a su hija y le reveló cuál era su deseo y cuál debía ser la conducta de ella. La palabra divina alcanzaba directamente el corazón del hombre mediante la expresión del jeroglífico, que es la palabra de Dios. Así pues, una vez Hatshepsut supo el deseo de su padre Amón, ordenó a Senenmut la construcción de varios obeliscos. Dos de ellos fueron erigidos al comienzo de su reinado, dos más entre los años decimoquinto y decimosexto. En las canteras de Aswan se tallaron las agujas de piedra, de trescientas toneladas. Dos obeliscos fueron tallados, transportados y colocados en su sitio en tan sólo siete meses[86]. Al igual que la construcción de las pirámides de Gizeh, sigue siendo uno de los mejores secretos guardados del mundo.

Para que nos hagamos una idea de lo que estamos hablando, en 1880 Egipto hizo varias donaciones a los Estados Unidos. Entre ellas un obelisco, y se dispuso un barco para trasladar el monolito hasta Nueva York, un vapor postal al que fue necesario abrir la quilla. Tuvieron que construir un ferrocarril especialmente diseñado para el transporte y afrontar una serie de problemas con los que los ingenieros no habían contado. Sólo conseguían avanzar treinta metros al día y se hicieron tres turnos de ocho horas, por lo que el obelisco iba rodando entre los raíles noche y día. A pesar de toda la tecnología industrial con la que contaban los americanos de finales del siglo XIX, fueron necesarios cuatro meses para que aquel monolito de piedra recorriese tan sólo tres kilómetros. Senenmut, en siete meses, talló dos obeliscos, los pulió, los trasladó doscientos cincuenta kilómetros río arriba, los levantó en Karnak y los rellenó con escritura jeroglífica. La prueba de la magnitud de estas obras se halla in situ en la cantera de Aswan, una aguja gigantesca de cincuenta metros de altura y casi mil toneladas de peso que se resquebrajó cuando lo estaban extrayendo de la roca madre. De haberse puesto en pie, habría sido el obelisco más grande que Hatshepsut habría colocado en Ipet-Isut, y muy posiblemente tan sólo dos reyes hubieran superado semejante obra.

Otro gran logro de nuestra reina fue la expedición al país de Punt, que está documentada en su ‘Santuario de millones de años’. Este viaje al Punt es una de las acciones más emblemáticas que la reina llevó a cabo durante su reinado. Los testimonios de estas travesías, como hemos visto, se remontan al Imperio Antiguo. La documentación existente nos muestra que la expedición partió desde Tebas hacia Coptos y de aquí al Mar Rojo. Una vez los buques estuvieron en disposición de navegar, descendieron hasta la zona sur de Sudán. La expedición se planeó en el año octavo del reinado de Hatshepsut, y del Punt se traerían a Egipto todos los artículos necesarios para el culto a las divinidades. No en vano, esta tierra era denominada como Taa-Meri, literalmente ‘La tierra del dios’[87].

Los astilleros reales iniciaron la construcción de cinco buques. Cada uno medía veinticuatro metros de eslora, seis metros de ancho y poco más de dos metros de calado. La tripulación de la expedición ascendió a un total de doscientos diez hombres. Durante ocho días, una caravana tirada por asnos atravesó las rutas de caravaneros, y entre las mercancías no sólo se hallaban los alimentos y los regalos que se llevaban como moneda de cambio, sino también debían de viajar los buques desmontados, que luego serían montados una vez la expedición llegara al mar.

No sería de extrañar que los habitantes de Punt hubieran crecido creyendo toda su vida que ellos y las tribus con las que posiblemente guerreaban eran los únicos habitantes del planeta. Así que no nos cabe duda alguna de que este encuentro tuvo que ser muy impresionante para ellos.

Los escribas que viajaron en la expedición tomaron nota de absolutamente todo aquello que sus ojos vieron. De sus extrañas viviendas, construidas con troncos y paja y elevadas a varios metros del suelo para evitar ataques nocturnos de las fieras, de la enorme variedad de animales desconocidos para ellos y de las vestimentas y costumbres de aquellas gentes tan extrañas. Las descripciones de los reyes del Punt son esclarecedoras por sí solas. La reina Iti nos es mostrada con una extremada gordura, mientras que el rey Paheru lleva una gran barba y una de sus piernas contiene gran cantidad de aros metálicos.

Relieve de la expedición al Punt.

Fotografía de Nacho Ares.

Ocho meses después de haber partido de Tebas, la expedición regresó victoriosa y jubilosa al palacio real. En las bodegas de los buques traían oro, plantas exóticas, marfil, pieles de animales, fieras salvajes y un gran número de árboles de incienso envueltos con sus raíces. Los muros del Djeser-Djeseru nos muestran unas celebraciones por todo lo alto. Desfiles militares y gente aclamando a los soldados y a la comitiva se ven por todo el muro de la segunda terraza. Todo fue recogido en una inscripción fechada en el año noveno, donde también se recoge el asombro que sintieron las gentes del Punt cuando vieron Egipto por vez primera. Se llevó a cabo una celebración en Karnak para honrar al dios Amón y los árboles fueron plantados en el recinto exterior del ‘Santuario de millones de años’ de Hatshepsut, donde todavía yacen sus raíces.

Pero se produjo un hecho que ningún mortal puede evitar. La vejez terminó alcanzando a esta gran reina. El reinado de Hatshepsut finaliza cuando se recoge la última mención de Hatshepsut y Thutmosis III y la primera de Thutmosis III en solitario, y la fecha exacta es el año vigesimosegundo, el décimo día del segundo mes de la estación de Peret.

Thutmosis III

El reinado de Hatshepsut se caracterizó por su falta de campañas militares, de las cuales Thutmosis era el comandante en jefe. Pero esto no quiere decir que no hicieran acto de presencia en tierras extranjeras. Realmente, esta es la única explicación a veintidós años de paz. Thutmosis III tuvo varias esposas: desposó a una princesa llamada Sat-Iah, que murió prematuramente al dar a luz a uno de sus hijos, y a las dos hijas de Hatshepsut, Neferure y Meritre-Hatshepsut. Hatshepsut deseaba que las futuras reinas de Egipto tuvieran un papel importante en el gobierno y quería que Neferure fuese la primera en ponerlo en práctica. Cuando esta se desposó con Thutmosis III adquirió el título de ‘Gran esposa real’, pero su madre le entregó los títulos de ‘Mano del dios’ y ‘Esposa del dios’. Así, todo indicaba que la línea dinástica de Ahmés-Nefertari emprendería un nuevo modelo de gobierno, y lo que Hatshepsut pretendía era que, de manera interrumpida, todas las reinas gobernasen igual que ella lo había hecho incluso estando vivo Thutmosis II. Pero Thutmosis III tenía otras ideas en su cabeza. El hecho de que Hatshepsut hubiera reinado se debía únicamente a que no había tenido hermanos que hubieran podido reinar, a que él era demasiado pequeño cuando ella tomó el poder. Nunca había pensado en arrebatárselo, pero tampoco estaba dispuesto a permitir que todos los aspirantes al trono tuvieran que esperar veinte años para gobernar. Así que a partir de la muerte de Hatshepsut todo lo que le ocurre a Neferure son meras especulaciones. Sólo sabemos que sobrevivió a su madre un par de años y luego se desvaneció de la historia como una gota de agua en un estanque.

Todavía menos sabemos de la otra reina, Meritre-Hatshepsut. Tan sólo hay unas pocas representaciones suyas como esposa de Thutmosis. Sin embargo, fue la madre del futuro rey, Amenhotep II. El motivo de esta escasez de datos bien pudiera hallarse en El-Fayum. Se trata de una administración creada por Thutmosis III, el palacio de Mer-Ur, donde todas las princesas, fuesen o no fuesen de sangre real, fueron destinadas a pasar sus días. Todas ellas eran ‘Ornamento real’, concubinas que darían al rey un hijo que no estaría destinado a reinar. Posteriormente podrían ser entregadas como esposas a otros miembros de la corte. La idea de Thutmosis era que estos vástagos jamás pudieran reclamar el trono, unos por ser últimos en la línea de sucesión y otros porque su sangre real estaría excesivamente mezclada y diluida. De esta forma, Thutmosis III ponía fin al plan de Hatshepsut.

Thutmosis III. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Thutmosis III resalta por encima de ningún otro rey por su carácter militar. Fue, de hecho, un excelente guerrero. En un primer momento, parece ser que fue jefe de carros; posteriormente pasaría a ser jefe de los arqueros. Siempre estuvo en primera fila de batalla, lo cual nos dice de él que fue un luchador muy valiente. A la muerte de su tía, la situación cambió drásticamente, ya que la tierra de Mitanni se mostró demasiado violenta. Había formado una peligrosa coalición de príncipes extranjeros con el único objetivo de invadir los territorios egipcios. El rey de Qadesh encabezó las revueltas que provocaron las movilizaciones de Thutmosis. Su primera campaña tuvo lugar entre el final de su año primero y durante todo su año segundo de reinado. Todas estas acciones militares están recogidas en los muros de Karnak y se conocen como los Anales de Thutmosis. Sus acciones en Megiddo fueron recogidas por el escriba Tanen. Cuando el ejército de Thutmosis, que había viajado siguiendo las rutas del norte, se encontraba muy cerca de Megiddo, decidió tomar la ruta de Aruna, un camino mucho más corto hacia la plaza fuerte pero situado en un paso demasiado estrecho donde los hombres tendrían que pasar en fila de a uno. Esto propiciaba una situación idónea para una emboscada y los generales de Thutmosis lo sabían. La cosa podía terminar en una carnicería, así que el rey intentó tranquilizar a las tropas. Todos los efectivos temían lo que era a todas luces un suicidio, pero el resultado fue como el rey había planeado.

No obstante, Thutmosis no ataca de inmediato, no tiene prisa. Los egipcios montan sus tiendas, avituallan a sus caballos y hacen vida normal ante los ojos impasibles de los cananeos. Cuando los rebeldes deciden dar el primer paso, lo intentan de modo que el sol deslumbre a los soldados del faraón en los ojos, pero Re no hace sino proveer de energía a su pueblo. Las tropas de Thutmosis están a un paso de Megiddo y los carros del faraón asedian las rutas de escape. Los cananeos se ven imposibilitados a regresar a la fortaleza y caen bajo el ataque de los carros. Luego, la infantería extermina a los enemigos de su rey. Thutmosis III volvió hacia sí la victoria. La batalla debió de ser cruel. Las tropas rebeldes habían reunido a más de trescientos príncipes de Siria y Palestina, cada uno con un pequeño ejército. Nadie en la fortaleza esperaba un ataque semejante, con tanta fiereza. La masacre se va haciendo evidente, los cuerpos destrozados por los carros de guerra inundaron la llanura de Megiddo, el olor a sangre flotaba sobre el campo de batalla y los gritos de los heridos fueron apagados con los ecos de la victoria de Thutmosis. Pero ocurrió algo con lo que Thutmosis no contaba, y es que su propio ejército se convirtiera en una banda de saqueadores, rapiñando las pertenencias que los enemigos iban dejando en su frenética huida. Esto les dio el tiempo suficiente para que muchos de ellos lograsen entrar en la plaza fuerte, la cual sufrirá un asedio de siete meses. Finalmente, cayó Megiddo para Thutmosis III, y los príncipes que habían fomentado las revueltas fueron apresados, y con ellos sus carros hechos de oro puro. En el tempo de Karnak cada una de estas ciudades vencidas es representada con un prisionero con las manos atadas a su espalda. Tras esta gran victoria vendrán muchas otras. La toma de Megiddo significó el control del pasillo sirio-palestino, y con este hecho se frenó el avance de Mitanni, ya que ambos se disputaban el control de Siria.

Pero el rey del Alto y del Bajo Egipto estaba muy preocupado, ya que sabía que esta victoria sería efímera. Así pues, dispuso una forma de controlar estas ciudades sirio-palestinas. Fueron divididas en distritos, y el rey en persona acudiría cada año a recibir los tributos y los impuestos. Durante su año trigesimotercero de reinado llegó su octava campaña militar, y llevó a las tropas egipcias hasta el Éufrates para someter a las tribus beduinas que amenazaban al faraón. Entre el año trigesimocuarto y el año cuadragesimosegundo, Egipto había extendido sus fronteras de una forma sin igual; nadie volvería a repetir sus éxitos militares.

Existe una curiosa estela que nos habla de la hazaña de un general llamado Djehuti, de cómo se las ingenió para tomar la ciudad de Jaffa. Tras varios meses de asedio decidió usar la astucia, porque ya comenzaba a temerse lo peor. Así, hizo introducir en la ciudad varias vasijas de aceite, en señal de que las hostilidades se convirtieran en una tregua con una rendición sin violencia. Los asediados ya habían comenzado a sentir el hambre en sus cuerpos, así que aceptaron las vasijas de aceite. Lo que no sabían era que en algunas de esas vasijas iban soldados egipcios que, una vez que la nocturnidad envolvió la plaza fuerte, abrieron los portones y tomaron la ciudad palestina.

Cuando Thutmosis, después de diecisiete campañas militares de las cuales no perdió ni una sola, tuvo su reino en tranquilidad, se dedicó a construir. Honró a su padre Amón-Re y le dio las gracias por tantas victorias levantando para él magníficos monumentos. Los obeliscos arañaban los cielos, pilonos macizos donde el rey infundía la Maat por todo el Doble País. Karnak era un cántico a la grandeza de Amón, y Thutmosis levanta colosales estatuas que hacen vivir el Ka de las divinidades. Obró por todo el país, y durante sus años de constructor todo Egipto gozó de la gracia y la benevolencia de un gobernante sin igual.

Su ‘Santuario de millones de años’ es el Anj-Menu, el ‘Brillante de Monumentos’, integrado en el conjunto de Karnak. Se compone de tres partes: una sala de pilares y columnas, capillas consagradas a la simbología de la resurrección y otra designada a la resurrección de la naturaleza bajo el calor del disco solar. Era el año cuadragesimotercero de su reinado y Thutmosis estaba ya llegando al final de su vida. Así pues, el encargado de terminar de inspeccionar este santuario fue Amenhotep II, porque Thutmosis tenía una gran preocupación de la que tenía que ocuparse personalmente. Su hijo pronto reinaría, así que era necesario que el nombre de Hatshepsut, el de Neferure y el de Meritre-Hatshepsut fuesen eliminados de determinados lugares de los templos, para que ello se viese como un castigo e infundiera el temor ante una nueva reina que intentase dejar a sus sucesores fuera del trono. Pero parece ser que Thutmosis no deseaba dañar estas memorias, sino lanzar un aviso para navegantes, lo cual suponemos que hizo con un profundo dolor en su corazón. Suprimió los elementos regios que Hatshepsut portaba en algunas de las estatuas del Djeser-Djeseru y levantó un muro en Karnak donde grabó sus anales, ocultando así la representación de la Heb-Sed de Hatshepsut. Lo que sí está claro es que Thutmosis no borró ningún nombre de su tía para incluir su propio nombre en él.

Estatua de Thutmosis III sentado en su trono. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Pero sin duda alguna, la prueba más palpable de que Thutmosis III no deseaba que sus tres reinas no fuesen suprimidas de la historia es una pieza funeraria de alabastro que formó parte de su ajuar funerario, donde se puede leer: «El buen dios, la Señora de las Dos Tierras, Maat-Ka-Re, dotada de vida, la Hija de Re, la hija de su carne, Hatshepsut, eternamente justificada». Resulta evidente aquí que no había deseo de sembrar el odio, ya que, si nos fijamos, Thutmosis la nombra tanto por su nombre de rey, Maat-Ka-Re, como por su nombre de reina, Hatshepsut. ¿Por qué se habría hecho enterrar Thutmosis III con un recuerdo de su tía si fuese cierto que sentía un odio profundo hacia ella? Seguramente en el ajuar funerario del rey difunto habría muchos más objetos que contendrían inscripciones muy similares a esta, lo cual nos demostraría que no existió tal odio. Tampoco hemos de olvidar que la mayor persecución al nombre de Hatshepsut y de su familia llegó en la XIX Dinastía, cuando se suprimieron la mayor parte de los cartuchos reales con su nombre para colocar luego o bien el nombre de Seti I o el de su hijo Ramsés II.

Sobre el año 1424 Thutmosis III ascendió al cielo y se unió con sus hermanos los dioses, convirtiéndose así en una estrella de luz imperecedera. Tras una vida de más de setenta años hizo de su amado Egipto un gran imperio que se extendía desde el Éufrates hasta lo más profundo de Sudán. Durante los años de Menjeperre, la tierra y los océanos estuvieron bajo su puño, llegando su frontera sur hasta lo más alto de la tierra y su frontera norte hasta los pilares que sostienen el cielo.

Amenhotep II

Realmente, Thutmosis III pensó que Hatshepsut había subido al trono gracias a una carambola del destino. Pero la ascensión al trono de Amenhotep II fue, si cabe, más rocambolesca todavía. Para empezar, debemos saber que el pequeño príncipe Amenhotep ocupaba el sexto o séptimo lugar en el orden de sucesión al trono. Estaría viviendo en el palacio de Mer-Ur o bien residiendo en la Casa de la Vida del santuario de Re, en Heliópolis, ya que fue asociado al trono un año antes de que su padre muriese, así que el nuevo heredero tuvo que aprender a marchas forzadas el oficio de rey. Amenhotep II se casó con Tiaa, de la cual sabemos muy poco, a pesar de que usurpó la mayoría de los monumentos de Meritre-Hatshepsut.

Una vez se ha sentado en el trono, Amenhotep II tiene como difícil misión intentar al menos emular las gestas de su padre, lo cual parecería una tarea casi imposible. No obstante, su ejército se moviliza por vez primera cuando tan sólo llevaba unos pocos meses reinando. Palestina había aguardado durante años la muerte de Thutmosis para poder rebelarse contra las leyes egipcias. Los palestinos echaron cuentas de que Amenhotep II no había existido para el mundo hasta hacía apenas un año y, sin duda, el nuevo rey de Egipto no sería capaz de sofocar la revuelta que hará que Egipto pierda nuevamente el control de las rutas sirio-palestinas. Pero Amenhotep II sorprendió a todo el mundo, mostrando una valentía y una fuerza fuera de lo común. En las cercanías del río Orontes un grupo de rebeldes había preparado una emboscada, pero la caballería los exterminó uno a uno, y el propio Amenhotep trajo atados en su carro cuarenta prisioneros. Luego, encaminó sus tropas hacia Niy, pero los habitantes de esta región se rindieron sin oponer resistencia y sus vidas fueron respetadas. La revuelta lo llevó nuevamente a Qadesh, pero ante el poderío militar que desplegó en el campo de batalla la plaza fuerte se rindió, así que hizo prisioneros a todos los príncipes asiáticos que se habían confabulado contra él. Tal fue la victoria que el camino de regreso a Egipto se convirtió en una gran cacería que duró todo el retorno desde Qadesh a Tebas.

Relieve de Karnak, prisioneros golpeados.

Fotografía de Nacho Ares.

Gracias a esta acción nadie osaba levantar la cabeza sobre los Nueve Arcos, y Egipto conoció ocho años de paz y prosperidad.

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