Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


VI. EL DOMINIO HICSO Y LA LLEGADA DEL IMPERIO NUEVO » La sociedad del Antiguo Egipto

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LA SOCIEDAD DEL ANTIGUO EGIPTO

A lo largo de tres mil años, Egipto conoció períodos de pobreza y períodos de riqueza. La sociedad que vivió los períodos de la grandeza faraónica fue consolidando un mundo compuesto por los distintos extractos sociales. La sociedad del Egipto faraónico era una auténtica pirámide que se iniciaba con el campesino en la base de la pirámide y terminaba con el faraón como cúspide de la misma. El Nilo fue su auténtico motor central y los egipcios supieron aprovechar esta circunstancia desde los albores del tiempo primigenio. Los campesinos egipcios se sentían orgullosos de su río dios. No obstante, los agricultores egipcios tenían un trabajo extremadamente duro, que los consumía diariamente más que cualquier otro oficio, tal y como nos lo recuerda la Sátira de los Oficios. El campo proporcionaba el grano que componía la alimentación básica de la sociedad egipcia. Gracias a los relieves de las tumbas y a la documentación de los autores antiguos, podemos comprobar que desde muy temprano se produjo una simbiosis entre la agricultura y la ganadería. La cría de animales no sólo favorecía al campesino, sino también era fundamental para el desarrollo de los rituales en los templos, pues los animales eran destinados a los sacrificios.

La cría del ganado tiene sus orígenes en el despertar del ser humano. Durante el predinástico ya se desarrolló una forma de ganadería que iba ligada a los trabajos del campo. Al amanecer conducían sus rebaños hasta los prados donde la hierba fresca se encontrase en abundancia. Solían hacer el viaje en grupos, por los posibles contratiempos que a buen seguro iban a tener. Cuando el pastoreo se realizaba en prados lejanos, el boyero tenía que sortear mil y una dificultades. Asimismo, los pastores también tenían que vigilar constantemente a sus rebaños. A lo largo de la jornada siempre surgían inconvenientes con los animales, y por ello llevaban consigo una bolsa de tela atada a un palo, donde guardaban sus objetos personales y los útiles para prepararse la comida. El camino al prado solía tener muchos escollos que sortear, como canales, pantanos, ladrones de ganado o, mucho peor, fieras salvajes. Contra los ladrones de ganado bastaba con la sola presencia del grupo de boyeros, que podía disuadir cualquier intento de robo. Contra los depredadores, los palos sólo serían útiles si estos atacaban en solitario. Si acudía una manada de chacales, el palo no sería lo suficientemente intimidatorio, y entonces tan sólo las divinidades podrían velar por su seguridad.

Maqueta de un establo, Metropolitan Museum, Nueva York.

Fotografía de Keith Schengili-Roberts.

Un método que se desarrolló desde el comienzo de la ganadería y que se mostró muy eficaz contra el robo de ganado fue el sello. Doblegaban las reses en el suelo y sobre su lomo aplicaban el sello que previamente había sido calentado en el fuego. En esta labor estaban presentes los escribas, que anotaban el número de animales marcados y hacían una descripción del sello empleado. Asimismo, si un animal moría, había que confirmarlo también. Este método fue eficaz para impedir incluso el robo entre ganaderos.

Un buen ganadero tenía que ser meticuloso a la hora de clasificar su ganado. Los bueyes originarios del país poseían unos largos cuernos con forma de lira y solían ser los más hermosos ejemplares. A menudo terminaban sus días como estupendos guisos en las mesas reales o en las haciendas de los santuarios donde servían como ofrendas a las divinidades. Durante el Imperio Medio se desarrolló una nueva forma de trabajo, y en este hecho influyó la presencia de gentes llegadas desde distintos puntos del Oriente Medio y determinadas zonas del norte de África. Estos venían con sus costumbres y con sus métodos de trabajo. Los egipcios tan sólo mejoraron aquello que les era más productivo. Finalmente, los ptolomeos introdujeron la gallina en Egipto. Una curiosidad de estos criaderos tan exóticos es que durante el Imperio Nuevo, los órix y los antílopes estaban ya tan domesticados que terminaron por convertirse en animales de compañía. Las hienas y los chacales también fueron educados para ser empleados en las labores de caza.

Escena de la siembra, Tumba de Senedjem.

El Nilo bajaba crecido con una puntualidad sorprendente y los antiguos egipcios estaban convencidos de que Hapi velaba por sus intereses, procurándoles siempre unas buenas crecidas. La labor del campesino implicaba al menos tres personas trabajando en el campo. Los útiles y métodos empleados por los egipcios de hace tres mil años no difieren demasiado de los utensilios que se emplean hoy día. Normalmente, el campesino pudiente solía tener un buey o una vaca que le facilitaba el trabajo. Aquel que no podía permitirse un animal de tiro veía su esfuerzo multiplicado por tres. El animal tiraba de un arado y avanzaba marcando el surco. Detrás, una o dos personas iban arrojando las semillas del grano. En algunas tumbas privadas vemos como tras ellos camina un rebaño de animales que van pisando el terreno y enterrando la semilla, dejándola fuera del alcance de los pájaros u otros animales de pasto. Durante la época de la cosecha solía juntarse toda la familia, incluidas las mujeres, que colaboraban únicamente en las tareas de separar el grano de la paja. Una vez que todo el grano había sido recolectado, cargaban las espigas a lomos de los asnos y las transportaban hasta un lugar especial donde se separaba el grano de la paja. Esta tarea comenzaba con el trillado, y parece ser que esta parte era realizada por los bueyes o vacas, los cuales pisaban las espigas y hacían que el grano se soltase. Cuando el grano estaba ya suelto, las mujeres lo lanzaban al aire y la paja se separaba del grano, quedando suspendida en el aire y cayendo lejos de él. Una vez se había amontonado todo el grano, los asnos volvían a ser el medio de transporte hasta los graneros. En cada granero había un escriba que llevaba un control estricto de todo lo que entraba, ya que cuando los recaudadores de impuestos llegasen para cobrar el tributo al faraón las cuentas tenían que ser exactas. Una vez los escribas se habían asegurado de que el tributo del faraón estaba recaudado, los granos de trigo o de cebada eran transportados a los graneros reales. La parte de la cosecha restante era empleada para el uso propio del dueño, con la cual también pagaría a los campesinos que habían estado trabajando.

Una mujer transportando pan. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Con el grano de trigo se fabricaba el pan, que constituía el alimento consumido por toda la sociedad del Antiguo Egipto, desde los campesinos hasta la realeza. Su elaboración dependía del tipo de harina, ya que había distintos en cuanto a olor, sabor y textura. Uno de los principales, y casi el único, inconveniente de estos panes era que producían un increíble desgaste dental. Carecemos de documentos históricos que nos hablen de cómo eran los hornos en los que se cocía el pan, no obstante, sí nos han llegado algunos restos arqueológicos como los ya citados en Gizeh y bastantes maquetas de panaderías en muchas tumbas. Es como si en las propias tumbas se hubieran plasmado folletos explicativos de una ruta turística y con los hallazgos realizados pudiera verse realmente todo aquello que tantas veces apareció pintado con bellos colores sobre las paredes estucadas de yeso blanco. Lo que sí tenemos bastante documentado es cómo se realizaban las hornadas. Está recogido en varias tumbas privadas: la de Ti, la de Meketre o la de Nebamón, donde hemos aprendido que las espigas se humedecían en agua, luego eran golpeadas para separar el grano y a continuación se introducían en morteros de piedra. Se continuaba con un proceso de secado, tamizado y por último el molido del grano. Durante el Imperio Antiguo las muelas estaban a ras de suelo, lo que dificultaba mucho el proceso. A partir del Imperio Medio, posiblemente con la llegada de artesanos extranjeros, se ideó una plataforma para suspender las muelas, lo que aceleraba la producción y disminuía el esfuerzo físico. Durante el Imperio Nuevo, estas plataformas son nuevamente modificadas, y el proceso se vuelve mucho más cómodo para el panadero.

Mujer elaborando cerveza. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Por increíble que pueda parecernos, nos han llegado muchas clases de panes, algunos incluso tienen cinco mil años de antigüedad. Este hecho sólo ha sido posible gracias al clima del país, capaz de conservar los alimentos orgánicos. Así pues, vemos una larga lista de panes, desde alargados, cilíndricos, cónicos, con forma humana, de animales, de disco solar o de alguna divinidad. Por supuesto, las texturas varían dependiendo de las sustancias que se le añadieran al pan. La flor de Emer se empleó mucho, también la semilla de coriandro, la miel, la mantequilla, huevos de aves, grasas vegetales y una larga lista de ingredientes. Nos queda un último tipo de pan que se cocía por cientos de unidades, aquél destinado a las mesas de ofrendas. Su proceso de elaboración era idéntico, pero no tenía tantos condimentos especiales ni exóticos.

Como ya hemos referido, el otro ingrediente básico de la dieta egipcia era la cerveza, tan apreciada que en muchas ocasiones los salarios de los trabajadores se pagaban con medidas de cerveza. La cerveza, si hacemos caso de las representaciones y maquetas, era siempre elaborada por la mujer. Al igual que el pan, existía una gran variedad de sabores y el secreto de estas mezclas residía en las diversas especias que podían utilizarse. Así, para elaborar cerveza dulce se utilizaban dátiles, hierbas variadas y determinados elementos vegetales que no han sido todavía totalmente identificados. Cuando la mujer ya dispone de todos los ingredientes para fabricar una buena cerveza, pone los granos de trigo en remojo en el interior de un cuenco de barro. Así pasan un día entero, hasta que los granos se ablandan. Luego, sólo queda escurrirlos y dejarlos que sequen. Cuando todos los granos están bien secos, se vuelven a mojar y se muelen. Una vez hecho el polvo de trigo, se hacen unos pequeños panes y se dejan reposar en lugares donde haya una buena temperatura, para que así puedan fermentar. A continuación, se filtraba el pan por un tamiz, para eliminar las posibles impurezas, y se mezclaba con los aditivos escogidos previamente. La masa que se producía después del filtrado se guardaba en tinajas de barro que tenían que estar perfectamente tapadas. Pasado un tiempo, la cerveza estaba lista para ser consumida. Para poder beber este tipo de cerveza era necesario colarla previamente, y se cree que las técnicas de los antiguos egipcios son idénticas a las que todavía hoy utilizan algunas tribus de Sudán.

Visto lo visto, no debemos pensar que los egipcios estaban borrachos todo el día. Las cervezas egipcias tenían un grado de alcohol muy bajo, a no ser que se deseara lo contrario. Esto ocurría sobre todo en las casas de cerveza y en las festividades. Durante la celebración de la ‘Hermosa fiesta del valle’ el vino y la cerveza corría a raudales. Cuando se honraba a Tenenet, la diosa de la cerveza, el fermento se consumía por todo el país, acompañado por una gran cantidad de pasteles y frutas variadas. El consumo de cerveza se mantuvo durante toda la época faraónica como elemento base de su dieta, un alimento que en muchas ocasiones era denominado como «el oro líquido de los faraones».

Pero los campesinos no sólo trabajaban el trigo, sino también los había que se dedicaban por entero al cuidado de sus vides. El cultivo de la uva comenzó a ser tan selecto y a gozar de tanta fama que todos los reyes del Antiguo Próximo Oriente ansiaban tener en sus gigantescas bodegas los más selectos caldos que se elaboraban a orillas del Nilo. Las vides se plantaban en pequeños huertos o en grandes extensiones; no existía un lugar único de explotación. Los tipos de vino que se elaboraron en Egipto variaron según las modas del momento. Por ejemplo, durante el Imperio Antiguo predominaba el consumo de vino tinto, pero a partir de la XII Dinastía el vino blanco comenzó a abrirse paso hasta ser el más consumido durante todo el Imperio Nuevo. Los testimonios vivos, como siempre, son las espléndidas moradas para la eternidad de los altos dignatarios, las cuales muestran grandes y hermosos viñedos, como la tumba de Sennefer, conocida como ‘La tumba de las vides’. En Egipto nace lo que ellos denominaban «mención honorífica del vino», que nosotros llamamos «denominación de origen». Con el tiempo, sobre todo durante el Imperio Nuevo, los santuarios comenzaron a monopolizar el negocio y la producción de vino pasó a depender únicamente de equipos profesionales formados para estas tareas.

Las uvas crecían en parras levantadas y separadas entre ellas, de forma que el racimo se expandía sin problema. Una vez que el intendente confirmaba que la uva había obtenido el punto óptimo de maduración, se daba inicio al proceso de la vendimia. Los numerosos y grandes racimos eran cortados por los operarios y depositados en cestos. Cuando el recipiente estaba lleno de uvas, se traspasaban a otro cesto todavía más grande, y de aquí iban directamente a las tinas. Aquí comenzaba la fase de vinificación, donde las uvas eran pisadas por operarios descalzos. De aquí salían los espléndidos caldos egipcios.

La naturaleza es muy sabia y, como corresponde, el hombre aprendió a escuchar sus enseñanzas y a beneficiarse de ellas. Así, los egipcios pronto aprovecharon las pieles y pepitas de las uvas para elaborar el mosto. Los restos de la uva eran colocados en unos sacos de lona trenzada a modo de vaina. Dos operarios colocaban una vara de madera en cada extremo de la vaina y, sirviéndose del efecto del trenzado, iban girando las varas, lo que provocaba que se exprimiese todo el líquido, que luego era filtrado por distintas telas, cada una más fina que la anterior, y luego se depositaba en tinajas de barro esperando su tiempo de fermentación.

Como siempre, en las producciones que dependían del estado nos falta mencionar al meticuloso escriba, que llevaba un absoluto control de todo el proceso y era el encargado de colocar el sello que garantizaba que este producto tenía su denominación de origen. Gracias a ello, conocemos de primera mano auténticos tesoros que no sólo nos hablan del proceso, sino que sabemos la calidad del vino, el tipo de uva utilizado, la procedencia de la semilla, dónde fue plantada y finalmente el nombre del propietario a quien iba destinado ese vino. En muchos casos, cuando el vino tenía carácter de ajuar funerario, se anotaba también la tumba correspondiente a ese propietario.

Los productos que hemos citado necesitan todos ellos un elemento común: los recipientes de cerámica. Los alfareros constituían un gremio muy antiguo. Durante el período Naqada I ya se fabricaban vasijas y recipientes de barro muy perfeccionados en la zona del Alto Egipto. Era un oficio duro, tan duro como lo podía ser el de agricultor. Cuando la tierra llegaba a los talleres, primeramente se machacaban los terrones para conseguir una tierra bien suelta. Se humedecía bien y se moldeaba hasta que se lograba una mezcla homogénea. A continuación, se le añadían una serie de condimentos que garantizaban su consistencia a la hora de meterla en el horno. Si el alfarero trabajaba para los templos tenía una producción diaria asignada y estaba vigilado por un escriba que recogía meticulosamente el número de vasijas producido en un día. Era conveniente que alfarero fabricase el mismo número cada día de trabajo, ya que si no el escriba podía acusarlo de estar holgazaneando. También existía el artesano libre, el cual trabajaba en su propio taller a una escala reducida, pero también podía tener la ventaja de que podía perder más tiempo en un objeto determinado y hacerlo más hermoso y fuerte. Este solía vender sus productos en los mercados mediante el trueque para canjearlos por otros enseres que necesitase.

Otro de los oficios que se antojan indispensables en la sociedad del Antiguo Egipto era el de los carpinteros. Son muchos los arcones, camas, alacenas, sillas, mesas, cunas, taburetes y tantos otros objetos de madera que han llegado hasta nosotros. Ya desde muy temprano se conoció el método del espigado, que recibía además un fuerte encolado elaborado con resinas. La madera era una materia muy preciada, ya que en Egipto escaseaba. Las especies autóctonas eran el sicómoro, la acacia, el sauce y el tamarisco. Así que las maderas nobles, como el cedro, el ciprés, el ébano o el pino tenían que comprarse en el exterior, sobre todo en el Líbano y en Siria. Muchas de las herramientas que los carpinteros egipcios utilizaban hace tres mil años han llegado hasta nosotros en un buen estado de conservación. No difieren demasiado de las que se utilizan hoy en día. Es más, gracias a las representaciones y a varias maquetas de carpinterías halladas en algunas tumbas como la de Meketre, sabemos que el sistema de trabajo casi permaneció inalterado hasta el siglo XIX de nuestra era. Durante el Imperio Antiguo se realizaron bellos muebles y se introdujo una nueva herramienta que facilitaba mucho el trabajo: la barrena. Para lijar las piezas de madera, los carpinteros empleaban unas pequeñas bolas de piedra arenisca. Esta técnica puede resultar perfecta cuando el objeto que se va a pulir es una superficie lisa, pero, ¿cómo pudieron pulir los sillones reales hallados en la tumba de Tut-Anj-Amón? No hemos de olvidar que sólo las patas de los tronos contienen rebajes a distintas profundidades y molduras distintas y las patas de los tronos tenían forma de pezuña de león.

Trono del rey Tut-Anj-Amón. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

El mobiliario funerario de la reina Hetepheres ya da muestras de una increíble perfección a la hora de realizar los ensamblajes. Hasta nosotros ha llegado una gran cantidad de objetos de madera, pero los más hermosos son sin duda los hallados en la tumba de Tut-Anj-Amón. Las obras maestras de los carpinteros fueron los ataúdes. Si bien es cierto que de otros períodos nos han llegado los restos de varios ataúdes, los ejemplos más bellos datan del Imperio Nuevo y por supuesto estaban en la tumba del rey Tut. El primero de ellos es de madera recubierta con finas láminas de oro embutidas y fijadas con clavos de oro. Dentro de este ataúd había otro de características similares. El primero de los ataúdes es el que se halla en la propia tumba del rey, dentro del sarcófago de cuarcita, donde actualmente reposa su momia. El segundo de los ataúdes está expuesto en la sala n.º 3 de la primera planta del Museo de El Cairo. Hay una pieza hallada en esta tumba que suele causar asombro, no por su belleza, sino por resultar bastante inusual. Se trata de una cama plegable que el rey niño utilizó cuando viajaba de un palacio a otro.

La pericia de los carpinteros quedaba de manifiesto a la hora de elaborar las piezas más pequeñas, que solían ser empleadas por las mujeres en sus tocadores. Diminutas cajitas de sicómoro o cedro donde se albergaban los polvos para el maquillaje sorprenden no sólo por su diminuto tamaño, sino por la precisión de sus formas y sus líneas. Pero los carpinteros también jugaron un importante papel en los astilleros reales. Gracias a las abundantes escenas y a las maquetas, tenemos una idea aproximada de cómo trabajaban estos astilleros. Por ejemplo, los barcos egipcios no tenían quilla, lo cual podía producir bastante desequilibrio en la nave. Para ensamblar el casco empleaban espigos de madera y lo recubrían con cuerdas. Este sistema les permitía construir los barcos en Menfis, desmontarlos y trasladarlos hasta el punto elegido del Mar Rojo, como en las expediciones de Henenu o Nehesi. Las vergas eran dobles, lo cual daba mayor robustez a las velas, que se hinchaban de aire con más facilidad. No poseían timón, sino dos espadillas de madera que guiaban la nave. Los barcos egipcios, además de contar con una vela central, también solían llevar remos.

Así pues, ya hemos visto que el carpintero egipcio elaboraba toda clase de cosas, las cuales no todas acababan en las tumbas de reyes y nobles, sino que la gente de a pie también necesitaba taburetes, cunas, mesas, arcones para sus pertenencias y camas para dormir. Así, muchos de estos productos tenían como destino final el mercado, ya que el carpintero a su vez precisaba de pucheros de barro, pan, cerveza, leche, legumbres, carne o pescado.

Barco de madera. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Ha llegado la hora de ir al mercado. En el centro de Tebas, justo al oeste de la Doble Casa del Oro y de la Plata, desde muy temprano van llegando los comerciantes que montarán sus puestos. Aquí será posible encontrar todo tipo de productos. Desde las más lejanas aldeas acuden alfareros, carpinteros, pescadores, cazadores, campesinos y ganaderos. Hoy también vendrán los dependientes del santuario de Amón, ya que este año ha sido de riqueza y ha habido una excelente cosecha. Los graneros y las bodegas del templo ya no pueden albergar ni más grano ni más ánforas de vino, así que harán la competencia a los vendedores libres. Todos y cada uno de los vendedores intentarán conseguir mediante el trueque los enseres y alimentos que necesiten a cambio de sus productos. El trueque se realizaba mediante el shat, una unidad de cambio. Todo el mundo tenía una aproximación de cuantos shat valía el producto que ofrecía y el producto que deseaba comprar. Cada shat equivalía a doce deben, unos mil gramos de metal. Cada deben se dividía en doce kittes, que pesaban nueve gramos de metal. Tanto los shat como los deben y los kittes podían ser de oro, plata o cobre, dependiendo de la calidad de lo que se deseaba adquirir. El producto era colocado en una balanza y se añadían unas pesas que equivalían a las unidades correspondientes, y así se tasaba el valor del bien deseado. Por todo el mercado puede verse a los oficiales de policía, los cuales tendrán que evitar los posibles robos y vigilar que los mercaderes no hagan trampas con las pesas. Poco a poco comienzan a llegar los posibles compradores y el mercado se llena de gente. El bullicio se hace notar y los compradores comienzan a vociferar anunciándose para que la gente acuda a comprar a su puesto. De repente aparece una joven y bella mujer con un asno que porta unas grandes alforjas. Es terriblemente hermosa, pero su vestido deshilachado anuncia que no es demasiado pudiente. También salta a la vista su avanzado estado de gestación. Viene de una aldea que está a una hora de camino de Tebas, así que hoy ha recorrido una gran distancia y se encuentra fatigada. Ella es Nefermaat, la esposa del panadero Kaemhat. En su asno trae los productos que su esposo ha elaborado durante la noche: panes, cerveza dulce y pasteles de miel. Nefermaat desea un vestido nuevo, pues el que lleva puesto tiene varias estaciones. Además, necesita una cuna cómoda para cuando nazca su bebé. Se asoma al mercado y comienza a comprobar la calidad del género. El comerciante sirio tiene un precioso vestido que vale doce shat, pero el hombre no necesita nada de lo que ella ofrece, así que le pide como cambio cuatro cacharros de cerámica. Nefermaat dirige sus pasos hacia el puesto del alfarero que vio unos metros atrás, cuyos pucheros parecen sólidos y están bellamente decorados. Tras la negociación, el alfarero acepta la tasación de los cuatro cacharros por doce shat y ella a cambio le ofrece quince panes medianos que cuestan lo mismo. El alfarero está encantado, ya que los panes parecen muy sabrosos y, como necesita un taburete nuevo, intentará hacer negocio con el carpintero que está frente a su puesto. Nefermaat ya ha realizado el cambio con el comerciante sirio, y se siente orgullosa del negocio realizado. El alfarero también ha realizado su trueque, ya tiene su taburete nuevo, llevará a su casa los panes que le han sobrado y tendrá alimento para un par de días. Nefermaat se acerca al puesto del mismo carpintero, ya que es el único que tiene una cuna para el bebé que pronto nacerá. El carpintero, en un principio, pretende hacer una pequeña trampa en la pesa, pero la presencia de un oficial de policía que está vigilando esa zona lo disuade de su idea. Así que se tasa un precio justo por la cuna, quince shat. Nefermaat todavía posee las dos jarras de cerveza dulce y cincuenta pasteles de miel, pero el carpintero pide apios, cebollas y lechugas frescas. Así, la joven esposa del panadero se acerca al puesto de una anciana que ofrece los productos de su campo. Tras un primer regateo, le informa de que por quince shat le dará un manojo de apios, cinco cebollas dulces y un manojo de lechugas frescas. A cambio, aceptará las dos jarras de cerveza. El precio es justo, así que, tras conseguir la cuna de su amado primogénito, Nefermaat se encuentra feliz. Como todavía le quedan los cincuenta pastelitos de miel, hará la compra de varios días. Se muestra hábil en el arte del regateo y en poco tiempo logra intercambiar sus dulces por cinco percas del Nilo, cuatro faisanes y tres medidas de leche de cabra. La mujer, tras haber cargado todo en las alforjas de su asno, regresa a su hogar satisfecha por la realización de un trabajo bien hecho.

Podríamos encontrar a cualquier egipcia, podría ser la propia Nefermaat, en su casa preparando los alimentos que el día anterior había adquirido en el mercado de Tebas. El hogar de Nefermaat no difiere demasiado del resto de hogares humildes de Egipto. Su casa es modesta, construida con ladrillos de barro estucados con yeso blanco. Tiene un recibidor donde acoge a las visitas con una capilla donde hay una estatua de la diosa hipopótamo Tueris, que protegerá la vida de su hijo cuando llegue el alumbramiento. Posee una gran sala de techo alto, que en las noches de verano resulta muy agradable para descansar gracias a unos pequeños orificios repartidos estratégicamente en la pared, por donde se introduce el viento del norte que refresca toda la casa. Tras esta sala se encuentran los dormitorios y la cocina. Tiene una pequeña escalera que conduce a la terraza y, durante las noches estivales, ella y su esposo disfrutan de una buena jarra de cerveza dulce mientras contemplan las estrellas.

Nefermaat ostentaba un título que se les había otorgado a las mujeres desde el Imperio Medio. Su nombre era Per-Nebet, ‘Dama de la Casa’. Podría pensarse que tras estas palabras yace un cierto tono machista porque la mujer debe estar al cargo de su casa, y estaríamos cometiendo un terrible error. La sociedad del Antiguo Egipto no es machista en absoluto, y la prueba de ello es que la mujer tiene los mismos derechos que el hombre. Muchas de las mujeres egipcias tenían una profesión que les proporcionaba su sustento. Tenían un oficio fuera de sus hogares y, en la mayoría de las ocasiones, las tareas domésticas también eran realizadas por sus esposos. A lo largo de la historia de Egipto han existido mujeres que ejercieron de nomarcas, que supervisaron la Doble Casa del Oro y de la Plata e incluso que fueron superioras de los tejidos, lo cual significa ver a una mujer al frente del negocio textil que servía como fuente de ingresos a la casa real. La mujer podía heredar y legar sus bienes a quien quisiera aunque su esposo no estuviera de acuerdo con esa decisión. Si su esposo le pegaba, este corría el riesgo de que la ley lo dejase arruinado. Si él la engañaba a ella, la ley le obligaba a una manutención indefinida y debía abandonar el hogar marital.

Al respecto del matrimonio, no existía ninguna ley que obligase a la mujer a vivir con ningún hombre. Una mujer soltera poseía autonomía jurídica que la respaldaba. Sus bienes eran administrados por ella misma y nadie podía juzgarla. Esta independencia de la mujer chocó mucho a los griegos, los cuales calificaron este acto como inmoral. No existía una edad legal para casarse, aunque se estimaba en unos quince años. Hoy día tal vez nos pueda parecer inmoral, pero hemos de tener en cuenta que en estos días, una mujer de treinta años ya era considerada madura, pues la esperanza de vida en las mujeres de esta época oscilaba entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. A esto hay que sumarle la enorme tasa de mortalidad infantil, por lo que la madre naturaleza había preparado a la mujer para que sobre sus quince años su cuerpo estuviera en condiciones de concebir hijos.

Desde muy jóvenes los egipcios eran educados en el respeto al matrimonio, y no lo consideraban un acto ni mucho menos religioso. El simple hecho de tener un hijo era la impronta que los mantendría vivos cuando hubieran muerto, y sus descendientes recordarían a sus antepasados, y la rueda de la vida continuaría girando hasta el fin de los tiempos. El matrimonio era como alcanzar la estabilidad y, si tenías la suerte de conseguir una buena esposa o esposo, era la felicidad plena. Los egipcios llamaban al matrimonio gereg per o, lo que es lo mismo, ‘vivir juntos’. El acto se consumaba con dos palabras bajo la escucha de un escriba, el cual anotaba las frases de uno y de otro: «Tú eres mi marido y yo soy tu mujer». Estas palabras eran suficientes y, a partir de que entraban en el hogar conyugal, él se refería a su esposa como mi hermana, y ella se refería a su esposo como mi hermano. Esto no significa que fueran hijos de los mismos padres, sino que al fundar un hogar se convertían en uno solo, carne de su carne.

La mujer egipcia gozaba de una independencia tan grande que conservaba su nombre de soltera, asegurándose así el recuerdo de su filiación materna. Cuando la pareja era feliz, el amor reinaba en su hogar y sólo la muerte podía romper este vínculo. Aun así, había excepciones donde ni siquiera la muerte podía alejar al uno del otro, como la mujer que hizo esculpir este texto en la tumba de su esposo:

Nosotros deseamos reposar juntos y Dios no podrá separarnos. Tan verdad como que siempre vivirás en mi corazón, que allí donde tú estés yo iré, pues no te abandonaré jamás. Estaremos sentados todos los días uno junto al otro, pues juntos hemos de ir al país de la eternidad, y nuestros nombres no se olvidarán jamás. Qué maravilloso será el día en el que podamos contemplar la luz del sol eternamente.

Así pues, Nefermaat y su marido Kaemhat saben que el hijo que está llegando será la bendición de su hogar. El acto de dar a luz los egipcios lo llamaban ‘llegar a la tierra’. La parturienta era desnudada y asistida por un grupo de comadronas, que la sujetaban por la espalda y los brazos. Una tercera comadrona estaba preparada para recoger al niño. Si este no conseguía llegar al mundo por su vía natural, se recurría a la cirugía, y los riesgos del parto se multiplicaban por cinco. Nefermaat ha tenido una hija, que ha nacido completamente sana. La primera cosa que la madre pensaba al tener a su bebé en brazos era el nombre que este iba a recibir. El nombre era muy importante en la sociedad del Antiguo Egipto, ya que contiene un significado que orientará la vida del que lo lleva. La hija de Nefermaat se llamará Tawy, nombre que alude al nombre de Egipto. Una de las cosas que debe enseñarle es la natación, así que desde muy temprano va enseñando a su hija a estar en contacto con el agua. Cuando alcance la edad apropiada le enseñará a nadar para así poder evitar una muerte accidental si cae al río mientras juega. Las niñas egipcias tienen una gran variedad de juguetes para divertirse. Muñecas de trapo, cacharros de madera, jugar con su mascota, juegos de danza o saltar a la comba son algunos de los ejemplos que nos pueden enseñar que, al menos en este aspecto, el mundo no ha cambiado demasiado.

Merire y su esposa Inuia, XVIII Dinastía. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Los años transcurren deprisa, y Tawy es ya toda una mujer. Hasta ahora había estado acostumbrada a ir desnuda, pero con sus doce años ha llegado su primera menstruación, por lo que a partir de ese momento deberá acostumbrarse a los vestidos. «La vida de un joven es como un sicómoro torcido, y el árbol sólo puede ser enderezado a través de la palabra». Con este dicho, se recalca la importancia de la educación. Tawy tendrá la oportunidad de convertirse en gimnasta o tal vez en acróbata o, mejor todavía, si tiene cualidades, incluso podrá ejercer como sacerdotisa en alguno de los templos de Tebas. El camino al templo no estaba cerrado para las mujeres. Es más, tal y como lo demuestran los antiquísimos títulos reales de ‘Mano del dios’, es evidente que la mujer jugaba un papel fundamental en la vida religiosa. Las mujeres que ostentaban altos rangos tenían un alto nivel de vida. Como pago de su trabajo, gozaban de una hectárea de terreno para su alimentación y una parte de los ingresos que eran destinados a la manutención del templo que dirigía. Todas las mujeres que llegaban a las cofradías tenían un compromiso con el santuario que mantenían a rajatabla. Al contrario que en otras culturas de esta época, en los templos donde regían las sacerdotisas no era necesaria la presencia de un hombre que tomara las decisiones más importantes. Tampoco era preciso que las mujeres fueran exuberantes, ni ricas ni pobres, ya que la divinidad tan sólo buscaría la belleza en sus corazones.

Pero la paz que reinaba en la aldea de Nefermaat se vio truncada, ya que algo horrible había sucedido en Tebas. Como por arte de magia, el día se hizo noche y en poco tiempo llegó la fatal noticia desde el palacio real. El halcón había ascendido al cielo, el rey había muerto. Los hombres de Egipto se convirtieron en huérfanos y las mujeres en viudas desfallecidas. Los llantos y los gritos de dolor se podían oír en todos los rincones, en todas las aldeas y ciudades. La muerte del faraón significaba que el caos podía irrumpir en la tierra en el momento más inesperado, la desolación y la muerte podía llegar y aniquilar a la raza humana. Por ello, el príncipe regente era ungido con las dos coronas de inmediato y, como buen hijo y digno sucesor, su primera misión era dar santa sepultura a su padre.

Momia de Ahmosis I. Museo de El Cairo.

Fotografía de Nacho Ares.

Los embalsamadores eran un gremio cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Los antiguos egipcios no dejaron por escrito demasiados textos que detallaran este oficio ni describieran a los hombres que desempeñaban esta labor. Debemos recurrir a los autores clásicos para poder hacernos una idea sobre cómo transcurría este proceso, desde que el cuerpo llegaba a los talleres hasta que la momia real estaba lista para iniciar su periplo por las doce horas de la noche. Parece ser que los embalsamadores tenían un lugar reservado en el templo; no obstante, se sabe que también actuaban casi in situ, pues en el Valle de los Reyes se halló el lugar donde muy posiblemente fue embalsamada la momia del rey Tut-Anj-Amón. Los textos se refieren a estos talleres como lugares lúgubres que olían bastante mal, seguramente más por la mezcla de resinas, natrón y ungüentos necesarios para el trabajo que por el propio cadáver. El rey difunto era llevado a estos lugares, ya fueran en el templo o bien improvisados, donde recibía sus primeros tratos. Era tumbado sobre una mesa de madera. A sus pies, un oficiante con una máscara de Anubis realizaba lo que se conocía como El ritual de los Misterios. Durante la IV Dinastía el cerebro no era extraído del cuerpo, pero a partir del Imperio Medio se decidió que este órgano también debía ser retirado, y para ello rompían el tabique nasal introduciendo un hierro largo y afilado. A continuación, con un cuchillo de sílex se realizaba una incisión en el costado izquierdo del cuerpo, por donde eran extraídas las vísceras. Los órganos internos eran deshidratados en una solución de natrón. Una vez se habían desecado, eran envueltos en vendas y colocados en los cuatro vasos canopes[103]. El corazón era retirado y una vez embalsamado sería devuelto a su lugar, ya que los egipcios pensaban que ahí residía la razón, y sería un órgano vital una vez el difunto llegara a la Sala de las Dos Maat. El cuerpo era sumergido por completo en natrón. El proceso de momificación duraba unos setenta días, si bien es cierto que, en el caso de los pobres, el cuerpo no tendría tantas atenciones, por lo que los rituales durarían mucho menos tiempo: se estima que unos cuarenta días. Una vez que el cuerpo estaba desecado, era lavado con aceites y esencias aromáticas. El interior se rellenaba con lino empapado en resinas o también se podía emplear cebollas. Ahora, el cuerpo del rey difunto sería untado con unas resinas especiales mezcladas con unos ungüentos que previamente han sido magnetizados por medio de sortilegios mágicos. Llegados a este punto, cabe destacar un hecho tan increíble como misterioso. A la momia de Ramsés II se le introdujeron en su tórax plantas de tabaco silvestre mezclado con resinas y hojas de manzanilla. A nadie se le escapa que el origen del tabaco está documentado en la zona andina que separa los países de Perú y Ecuador. No se suele hacer mención a este hallazgo tan increíble, y cuando se menciona no se ahonda en la cuestión, no se tiene en cuenta que Egipto se halla a miles de kilómetros de Sudamérica. Así pues, este misterio está pendiente de ser resuelto.

Fundas para los dedos de la mano izquierda y pie derecho de Tut-Anj-Amón.

Fotografía de Nacho Ares.

Cuando la momia ya había recibido todos los tratos necesarios se procedía al vendaje del cuerpo del rey. Una de las partes que más atención recibía eran los dedos. En manos y pies eran vendados por separado y se les colocaban unas fundas de oro a modo de dedales. El cuerpo del rey ocultaba toda clase de joyas y amuletos. Los talleres reales incluso habrían fabricado joyas especiales para la ocasión. Anillos en todos los dedos de las manos, cinturones de oro y plata, pectorales, collares, brazaletes y amuletos mágicos de oro y piedras preciosas repartidos en lugares estratégicos por todo el cuerpo. En cada vuelta de venda se colocaba un nuevo amuleto y los miembros del cuerpo ocultaban pasajes mágicos entre el reverso de las vendas de fino lino. Cuando ya habían transcurrido los setenta días, la momia ya había recibido todos los tratos necesarios para alcanzar la felicidad en el Más Allá. Ahora ya tan sólo restaba realizar el último viaje del rey difunto hacia la orilla de occidente.

El catafalco era llevado hasta el embarcadero por un grupo de bueyes, los cuales no sólo llevaban el féretro real, sino además todo el ajuar funerario. La comitiva también estaba formada por sirvientes, sacerdotes, magos, la familia real y toda la corte de los altos dignatarios. Junto al catafalco, el sacerdote lector iba recitando fórmulas mágicas, las plañideras lloraban la tragedia, gritando, llorando y mesándose los cabellos. Mientras lloraban, estas mujeres, que componían una antigua cofradía, se llenaban la cabeza de barro y se rasgaban las vestiduras como señal de duelo y rebeldía ante la tragedia, al tiempo que lanzaban palabras de lamento, se tiraban de los pelos e incluso llegaban a arañarse el cuerpo. Todos los miembros de esta comitiva iban vestidos de azul, el color del luto. En los hombres, el luto también incluía el no afeitarse la barba y no cortarse el cabello.

El catafalco era custodiado por doce hombres que oficiaban de riguroso blanco. Se trata de los más allegados al rey, los grandes de la casa real, entre los que están los intendentes y el visir.

Tras desembarcar en al orilla occidental se reagrupaba el cortejo fúnebre y se dirigía hacia la necrópolis, cuyo nombre es ‘Tierra Sagrada’. La momia es descargada del catafalco y el ataúd conducido a la puerta de su morada para la eternidad. La entrada del difunto en el Más Allá no sólo depende de sus acciones en vida, sino que su condición física debe ser perfecta para poder moverse por el reino de Osiris. Es necesario que sus miembros sean reanimados mediante la ‘Apertura de la boca y de los ojos’.

Para esta ceremonia se empleaban unos instrumentos específicos. El Peseshekef era una herramienta de sílex, con forma de anzuelo, que servía para abrir la boca. Con la azuela Neterti se purificaba al difunto, junto con el Nemeset y el Ur-Heqau, un bastón con cabeza de carnero o serpiente. Una vez que el ritual de la ‘Apertura de la boca y de los ojos’ se ha completado, los albañiles sellaban la entrada con piedras y la revocaban con yeso. Antes de que el yeso fraguara, estampaban el sello de la necrópolis, lo cual atestiguaría que la tumba no había sido violada. El nuevo gobernante debía garantizar los ritos diarios en su honor, asegurarse de que su nombre se pronunciase más allá del fin de los tiempos, ya que sólo así se podrá asegurar la vida eterna. Las momias reales que se hallan en el Museo de El Cairo nos muestran el rostro de los hombres que vivieron hace más de tres mil años, rostros serenos y apacibles, que tan sólo se puede conseguir cuando estás convencido de que has burlado a la muerte.

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