Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto
Los excavadores y las tumbas del Valle
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LOS EXCAVADORES Y LAS TUMBAS DEL VALLE
Giovanni Battista Antonio Belzoni
El 5 de noviembre de 1778 vino al mundo Giovanni Battista Belzoni en la ciudad italiana de Padua. Hijo de un barbero, era un tipo que causaba gran estupor, pues medía más de dos metros y tenía una complexión física envidiable. Durante sus años de juventud, Belzoni intentó entrar en un monasterio para iniciar su carrera eclesiástica, pero las mujeres pudieron más que sus votos, y así recaló en Inglaterra, donde en 1803 realizaba un número circense que recordaba a los trabajos de Hércules. Pero este italiano era de espíritu inquieto; lo suyo no era el circo, así que intenta ganarse la vida por varios medios que lo trajeron a Madrid en el año 1811. Todo parecía indicar que este hombre estaba condenado a ser un aventurero y a vagar de país en país, hasta que conoció a una mujer que conquistaría su corazón. Sarah era también de carácter indómito, y el año de 1814 fue la fecha que cambió sus vidas. En aquellos días, el matrimonio Belzoni se hallaba en Malta, y llegó hasta él la noticia de que el pachá egipcio Mohamed Alí intentaba que su país encontrase un artilugio mágico que irradiase abundante agua en los campos egipcios. Así, el 9 de junio de 1815, Antonio y Sarah llegan a Alejandría, y ante sus ojos se abre todo aquello que habían estado soñando.
Los comienzos de Belzoni en Egipto no son fáciles, ya que el pachá había desestimado su máquina hidráulica y así se esfumó la posibilidad de hacer fortuna. En la primavera del año siguiente el matrimonio había dilapidado sus ahorros, había visto como sus sueños se esfumaban y había decidido que lo mejor sería abandonar el país. Gian volvería a los circos a trabajar como forzudo, puesto que parecía ser lo único que podía darles de comer. Pero cuando ya tenían su pasaporte preparado, el cónsul Henry Salt se quedó fascinado por la talla de aquel gigante. Había escuchado maravillas acerca de los artilugios mecánicos que había fabricado. Así pues, la capacidad de poder mover objetos de gran tonelaje le proporcionan un contrato laboral como ayudante del equipo de excavadores que trabajaban para Inglaterra. El trabajo era sencillo: excavar, encontrar el máximo de antigüedades posibles y enviarlas al Museo Británico.
Belzoni, de su obra Narrativa de las operaciones y descubrimientos recientes dentro de las pirámides, templos, tumbas y excavaciones en Egipto y Nubia, por Giovanni Battista Belzoni, Londres, 1820.
Eran días de pillaje organizado y consentido por el gobierno egipcio, y esto le proporcionó grandes éxitos a Belzoni y mucho dinero. Excavaron en el Ramesseum, y de allí extrajeron una colosal cabeza de Ramsés II. Transportó hasta el río un gran obelisco tallado por Ptolomeo IX y entró en la pirámide de Jafre. Otro de sus mayores logros fue la apertura de Abú Simbel, que estaba prácticamente oculto bajo las arenas. Para estas fechas, la sociedad Salt-Belzoni tenía ya demasiadas fracturas, porque el cónsul ganaba grandes sumas de dinero y al italiano tan sólo le concedía unas migajas. Así que Belzoni decide emprender suerte por su cuenta; sabe que Egipto está repleto de tesoros y que ganará una fortuna si los vende al mejor postor.
Las condiciones de Gian Batista no eran de investigador, ni siquiera de erudito. Pero su sentimiento hacia Egipto cambió cuando descubrió el Valle de los Reyes. De hecho, Belzoni es el primer excavador del valle. Tras hacerse con un equipo de obreros comienza un minucioso estudio de aquel maravilloso lugar. Gracias a su inteligencia, se da cuenta de que aquel valle oculta un gran número de tumbas, amén de las que ya están abiertas desde la más remota antigüedad. Explora estas tumbas y además descubre varios pozos funerarios que contienen algunas momias de época tardía. Uno de los hipogeos que investigó fue el KV 13, que también había sido explorado por Pocoke y por la expedición napoleónica. Se trataba de la tumba de Bay, el canciller y escriba que había vivido bajo el reinado de Seti II y Siptah. Esta tumba, sin embargo, no llegó a ser completada y sería ocupada por algunos hijos de Ramsés III, Montuherjopeshef y Amenherjopeshef. Es un claro ejemplo de los últimos ramésidas, que se apropiaban de las tumbas abandonadas, donde instalaban a los miembros de su propia familia. Principalmente, esta tumba consta de tres pasillos, dos compartimientos, dos cámaras adyacentes y la cámara funeraria. A lo largo de los siglos, las lluvias habían depositado una gran cantidad de sedimentos y la totalidad de las techumbres habían sufrido daños irreparables. Su decoración ha desaparecido casi por completo debido a las inundaciones, que hicieron que las capas de yeso se desprendieran. Tan sólo quedan unos leves indicios de decoración. Inicialmente, la tumba del canciller Bay terminaba en el quinto pasillo. Luego, los siguientes y la cámara funeraria fueron excavados durante la XX Dinastía, aunque no queda absolutamente ningún resto de los relieves.
Este hallazgo no provocó desánimo en Belzoni, pues, según le habían informado, había otras cuarenta y siete tumbas en el valle, aunque él sospechaba que tal vez debiera considerarse un número más elevado. En aquellos días, la ansiedad por los tesoros le provocaba un fuego interno que poco a poco lo iba devorando sin remedio. Decidió que investigaría aquella tumba que años atrás había explorado James Bruce.
Tumba de Ramsés III. Fotografía de P. J. Bubenik.
En 1768, James Bruce había llegado al Valle de los Reyes y se había dejado seducir por la majestuosidad del paraje. Investigó algunas de las tumbas que ya estaban abiertas y decidió comenzar por la KV 11, la morada para la eternidad de Ramsés III. La entrada a este hipogeo era tremendamente llamativa; se trataba de una gran entrada de piedra repleta de aquella extraña escritura. Los jeroglíficos aún no habían sido descifrados, pero Bruce quedó hechizado por las maravillas que esta tumba contenía. La escena que más le cautivó fue la de dos arpistas que tocan una gran arpa, lo que hizo que todavía hoy, la KV 11 sea conocida como «La tumba de los arpistas». Inicialmente, Ramsés III había escogido la KV 3, pero abandonó el proyecto. El corredor principal está flanqueado por unas capillas decoradas con bellas escenas acerca de la elaboración de los alimentos que formarán parte del ajuar funerario y que servirán como alimento en el Más Allá. Un grupo de divinidades ofrendan al rey, y los dioses que encarnan a los cuarenta y dos nomos también le hacen ofrendas y tributos. En los muros de los pasillos se encuentran representaciones de vasos, muebles, espadas, arcos, carros de guerra, lanzas y un sinfín de útiles de todo tipo. En el interior de la cámara funeraria Ramsés III está cortando espigas de trigo en los campos del Ialu, mientras que otros registros nos lo muestran sentado en la ‘Barca de millones de años del dios Re’. En la actualidad, esta tumba ha sido restaurada y los colores han recuperado gran parte de su tono original. Pero Belzoni no halló ningún tesoro en esta tumba, así que en aquel año de 1816 decide visitar el lado oeste del valle, donde también hay otro hipogeo abierto desde la antigüedad, el WV 22. Esta tumba ya había sido visitada por la expedición de Napoleón, en concreto por Prosper Jollois, un joven de veintitrés años de edad; y el barón Edouard Villiers du Terrage, de veintinueve años de edad. Estos dos muchachos elaboraron un mapa detallado del valle, en el que catalogaron dieciséis tumbas, de las cuales once estaban abiertas. Inspeccionando el lado oeste del valle, hallaron, sin saberlo, la última morada de uno de los más grandes reyes de la XVIII Dinastía, la de Amenhotep III. En sus notas recogieron que los jeroglíficos estaban bellamente decorados, aunque no pudieron descifrar su mensaje. La tumba estaba destrozada por los saqueos de la antigüedad. El vandalismo nos ha privado de una de las más bellas tumbas del valle, cuya decoración sólo es comparable al mismísimo Karnak. Los dos ingenieros constataron que la mayor parte de los relieves se habían desprendido de la roca debido a las inundaciones. La WV 22 consta de varias salas con pilares, hermosas cámaras y una cámara del sarcófago dividida en dos mitades. El techo está recubierto con representaciones astronómicas. En su día, esta tumba albergó con toda seguridad el cuerpo de su gran esposa real Tiy, el de su hija Sat-Amón y el del príncipe Thutmosis. En esta tumba se halló una cabeza del rey elaborada con esquisto verde, otra de alabastro, un torso de madera de Tiy, un collar de bronce con el nombre del rey, una placa de bronce donde Shu y Tefnut protegían a la pareja real y cuatro estatuas funerarias. He aquí el magro resto de uno de los más grandes tesoros del Imperio Nuevo.
La morada para la eternidad del Amenhotep el Magno no escondía ningún tesoro, pero Belzoni intuyó que no podía ser la única excavada en ese lugar el valle. Con un bastón, fue tanteando el terreno hasta que halló una nueva entrada. Había encontrado la WV 23, la tumba de Ay.
A la luz de las velas, Belzoni avanza a través de dos corredores y tres cámaras. Pese a que algunas paredes están muy deterioradas, otras han conseguido burlar el desgaste de los siglos y, con aquella tenue luz, se maravilla ante las escenas de caza de patos en las marismas del Delta, la increíble representación de una escena en tres registros donde se ven doce monos. La bautiza como «La tumba de los monos», aunque él ignora que se halla ante una representación de las doce horas de la noche en las que el dios Re navega a través del mundo subterráneo. Cuando él y su esposa Sarah llegan a la cámara funeraria, se horrorizan ante semejante caos. Los ladrones actuaron con tanta saña que el sarcófago de cuarcita había sido fragmentado en miles de pedazos que se esparcían por toda la cámara. El italiano recogió lo que pudo y lo depositó en la tumba de Ramsés IX, que estaba abierta desde la antigüedad y no se sabía quién era el propietario. Su momia había desaparecido y, a juzgar por las evidencias, no debió correr mejor suerte que su sarcófago. Belzoni escribió en su diario que tuvo la sensación de que aquella tumba había sido arrasada por un devastador terremoto, y se preguntó qué clase de crimen habría cometido aquel insensato para que el destino lo tratara de semejante forma. En una de las paredes, Belzoni halló una inscripción que no pudo traducir, pero era una copia del gran Himno a Atón, una muestra indiscutible de que la herejía de el-Amarna en realidad pervivió durante un tiempo.
Tras la emoción llegó la desesperación, ya que esta tumba tampoco contenía ningún tesoro. A pesar de todo, Belzoni estaba acomodándose a la vida de excavador. No todos los hallazgos vienen acompañados de tesoros, y esta era una gran verdad que había aprendido. Para ganarse la confianza de los egipcios, Batista se vestía como ellos, había aprendido a hablar su lengua y aquello era algo que lo diferenciaba del resto de los extranjeros, que trataban a los nativos como una chusma. Su reputación fue en aumento, así como el respeto que sentían por él. Esto no sólo le valdría para intentar obtener algo de información acerca de tesoros todavía ocultos, sino que es reclamado para trabajar como excavador en varias expediciones. Pero Belzoni no desea abandonar el valle. Está convencido de que en el sector oeste deben existir otras tumbas. Así que realiza nuevas prospecciones y su empecinamiento da resultado. Acaba de descubrir una tumba que no ha sido abierta, ya que todavía tiene los muros originales, la WV 25. En realidad, lo que Belzoni había encontrado no era una tumba, sino un pozo funerario. El excavador y su esposa Sarah están tan emocionados que no les importa trabajar incluso con el más horrible calor. Sólo ven oro y joyas, pero cuando la barrera de cascotes y arena desaparece la decepción vuelve a invadirles. Ante ellos, tan sólo ocho ataúdes con sus momias, al parecer de época tardía. No había ni un solo objeto de valor. Más tarde, las momias desaparecerían inexplicablemente.
Belzoni llevaba ya varias campañas bastante infructuosas, pero aun así, sus hallazgos son bien recibidos. El 9 de junio de 1817 decide explorar la KV 19, la tumba de Ramsés Montuherjopeshef, hijo de Ramsés XI, que había capitaneado al ejército. Esta tumba estaba abierta desde la antigüedad, pero aun así decide explorarla a fondo para estar seguro de que no queda absolutamente nada. Para cualquier arqueólogo, el hallazgo de algunas momias sería un gran tesoro, pero para Belzoni sólo supuso otro duro golpe a su moral. En aquellos momentos, el gigante de Padua estaba realmente desesperado y comenzaba a plantear una rendición. Pero el valle tenía reservadas grandes sorpresas para él y, así, el 10 de octubre descubre una nueva tumba, la KV 16, perteneciente a Ramsés I. Al día siguiente ya había despejado todos los escombros y accedió al interior. Los colores y las escenas lo encandilaron al momento. Aunque Belzoni no lo sabía, había hallado la primera tumba donde se inscribió el Libro de las Puertas. En la cámara funeraria halló un sarcófago bellísimo, pero estaba vacío. No obstante, sí que encontró un pequeño tesoro compuesto por un grupo de estatuas de madera de sicómoro. Una de ellas representa al faraón y las otras a varios personajes con cabeza de león y de mono, que son las horas nocturnas y diurnas. Las vendió al Museo Británico por un buen precio, y este, incomprensiblemente, las extravió. Pero Belzoni ya había sucumbido al encanto de la tumba, estaba estupefacto ante la belleza de las escenas, tanto, que incluso removió la arena con su pie para asegurarse de que el artista no había dejado allí el pincel el día anterior. Ante el italiano se hallaba la diosa Maat junto al rey difunto, acompañado por Horus, Atum y la diosa Neith, que lo conducían ante el tribunal de Osiris. El faraón se halla arrodillado con la mano derecha en su pecho y el brazo izquierdo doblado a modo de escuadra, justificándose y regocijándose ante los personajes ataviados con cabezas de halcón y chacal. Hoy día, la tumba se halla en peligro. Parte del techo se derrumbó sobre el sarcófago y se temió lo peor. Afortunadamente, la catástrofe fue evitada, aunque los colores no cesan de estropearse y piden a gritos una restauración.
En aquel año de 1817, Belzoni realizó otro increíble descubrimiento. Se dirigió hacia el oeste de la zona que albergaba las tumbas KV 19, KV 20 y KV 43. Aquí se hallaba una zona en la que el italiano pensó que sería un buen lugar para excavar. Y lo fue, ya que a los pocos días encontró la KV 21. Lo primero que sorprendió a Belzoni es que el hipogeo no había sido dañado por el agua y esto animó un poco más al excavador. A medida que iba adentrándose en la tumba fueron apareciendo varios trozos de cerámica sin decorar y algunos escarabeos conmemorativos. A lo largo de sus casi cuarenta metros tiene una escalera, un corredor descendente, otra escalera y un nuevo corredor que conecta con la cámara funeraria. Sin embargo, hubo un pequeño detalle que no escapó al agudo Belzoni. ¿Por qué esta tumba carecía de pozo y decoraciones? En la cámara funeraria, que tiene un gran pilar central, Belzoni halló dos momias de mujer, aunque no había rastro de los sarcófagos ni de los ataúdes. El italiano debió considerar que aquellos dos cuerpos carecían de todo valor, ya que los dejó tal y como los encontró. La tumba aguardó pacientemente durante más de cien años, hasta que un egiptólogo llamado Donald Ryan se interesó por ella en 1988. Al año siguiente se hallaba excavando en la KV 21, pero esta vez sí se había llenado de cascotes y las momias habían sido despedazadas en algún momento posterior al hallazgo de Belzoni. El corte de la tumba está datado en la mitad de la XVIII Dinastía. No se ha podido saber la identidad de sus ocupantes, pero se sospecha que podrían ser dos de las esposas de Amenhotep II o Thutmosis IV. Para su teoría, Ryan se basa en el hecho de que las momias tenían el brazo izquierdo doblado sobre su pecho, lo que demuestra que eran reinas. No obstante, al carecer de nombre alguno, es posible que jamás descubramos la identidad de estas dos mujeres.
Tras este descubrimiento, Belzoni concentró sus esfuerzos en el sector sur del valle, donde halló un pozo funerario, el KV 30. El excavador no emprendió una limpieza a fondo, ya que estaba totalmente repleta de cascotes hasta el techo. Se sospecha que tan sólo acometió las tareas de desescombro de una de las cuatro cámaras que contiene la tumba. Los corredores y las cámaras anexas están tallados de forma extremadamente vulgar, no tienen líneas rectas y sufren desplomes inexplicables en sus muros. En la cámara funeraria, Belzoni halló un sarcófago que vendió al conde Belmore y este a su vez al Museo Británico. La ausencia de textos impide conocer también el nombre del ocupante de esta tumba. En aquella misma semana y a muy pocos metros de distancia apareció un nuevo pozo, el KV 31. Igual que el anterior, la ausencia de objetos, relieves y textos nos impide saber quien era el dignatario que ocupó la tumba.
El 16 de octubre Belzoni está desesperado, pero aun así planea una nueva campaña. No obstante, para esta ocasión elaborará un meticuloso estudio acerca de la progresión de las lluvias. Fue muy astuto, ya que comprobó que las aguas torrenciales desembocaban en una avenida. Sin duda, aquel terreno había sido rebajado para excavar una tumba. Sus capataces intentan disuadirlo de aquella locura, ya que Belzoni solo había hallado relieves y unas pobres estatuillas. Pero el italiano no hace caso. A dieciocho metros bajo del suelo aparece la entrada a una tumba repleta de cascotes. Ha encontrado la KV 17, la tumba de Seti I. Sólo tardó dos días en despejar el camino, y Gian Batista se adentró en el hipogeo para quedarse estupefacto con lo que allí encontró. Había sucumbido y en su corazón ya no primaban más las joyas que el arte que tan sólo se hallaba en las tumbas reales, y esto lo dejó reflejado en su diario. Y es que la tumba de Seti I está decorada por entero, desde el comienzo del corredor descendente hasta la sala del sarcófago. Por doquier, los colores de los bajorrelieves permanecen intactos, llenos de vida. Los techos están sobrevolados por buitres con sus alas desplegadas. Belzoni, en su camino hacia la cámara funeraria, se encuentra con un pozo. En un cantón de madera hay un trozo de cuerda que se desintegra en cuanto la toca. Ante la ansiedad que siente, debe esperar al día siguiente para poder colocar un tablón de madera a modo de pasarela y traspasar el vacío del pozo que amenaza con romperle la crisma si continúa avanzando. La tumba de Seti I consta de un gran número de partes. Una escalera conduce a un corredor, a otra nueva escalera que lleva a otro nuevo corredor que finaliza con el pozo, a continuación una sala con cuatro pilares, luego un pasillo que se detiene en otra sala con cuatro pilares, otro nuevo pasillo lleva hasta otra nueva escalera que conduce a otro nuevo corredor, que desemboca en una pequeña sala con seis pilares que contiene dos capillas adyacentes, luego la cámara funeraria con bóveda en cañón, que da acceso en su lado izquierdo a una nueva estancia donde se depositó el ajuar funerario y, finalmente, otra nueva sala con cuatro pilares. Belzoni buscaba algo de valor, pero lo que encontró tampoco recompensaba tanto esfuerzo. Halló un cuerpo de toro, estatuas de distintos materiales, restos de gran cantidad de cerámicas y ninguna joya u otros objetos de valor. Pero Belzoni no tardó en comprender que el verdadero tesoro estaba ante sus ojos. El techo de la cámara funeraria de Seti está decorado con motivos astronómicos y astrológicos. El cuerpo del rey se regenera continuamente gracias a Nut. El Ka de Seti se halla en el centro del cosmos, rodeado de las estrellas imperecederas, de las cuales el rey representa a la Gran Estrella que se halla al oriente del cielo, que vivirá en las doce horas del día y las doce horas de la noche. Belzoni estaba ante la única y más grande biblioteca teológica que nos ha legado el Antiguo Egipto. En esta tumba está representado el Libro de la Cámara Oculta, también llamado Libro de la Amduat, El Libro de las Puertas, las Letanías de Re y El Libro de la Vaca Divina. Es un auténtico compendio mágico que transforma a la tumba en un salvoconducto hacia la eternidad. Las fuerzas del caos no tienen nada que hacer ante semejantes protecciones mágicas. Seti ha conseguido pasar a través de la Sala de las Dos Maat, su alma será eterna por siempre, inmutable a las centurias en los Campos del Ialu.
El arte que desprende esta tumba es increíble. Las escenas son perfectas. Belzoni advierte que algunas de las representaciones están trazadas con gran maestría, al tiempo que otras ni siquiera rozan la perfección. Los artistas quisieron que así sucediera: una forma de representar ambos extremos, que tan sólo fueron posibles gracias a la habilidad del artista.
El sarcófago de Seti I es de calcita, y Belzoni también advirtió que se hallaba ante un auténtico tesoro, una pieza única en el mundo. Se vuelve transparente cuando se le acerca una luz en cualquiera de sus paredes. Está decorado con El Libro de las Puertas y, por desgracia, la tapa del sarcófago fue arrancada y partida. Como el hombre es víctima de su propio afán de riqueza, la tapa fue reconstruida y llevada a Londres, donde está en un museo privado en Lincoln’s Inn Field. La humanidad debiera replantearse la devolución de la mayoría de los objetos que salieron de Egipto en estas fechas. Tanto las momias como el ajuar funerario de cada tumba deberían descansar allí donde los faraones decidieron que pasarían el resto de la eternidad, por los siglos de los siglos.
Afortunadamente, su momia fue rescatada y ocultada en el escondrijo real de Deir el-Bahari. Cuando el italiano terminó de estudiar la cámara funeraria halló un pozo que conducía a un pasillo descendente excavado en la roca. Belzoni avanzó unos noventa metros, pero decidió que aquello era una locura y cedió en su intento. Con el paso de los años, otros excavadores intentaron llevar a cabo la empresa sin éxito. En 1960, Alí Abd el Rassul excavó el pasillo llegando a los ciento treinta y cinco metros, pero cedió en el intento. Finalmente, en el año 2007, Zahi Hawass accede a limpiar el pasadizo y se dispone a desvelar el enigma del túnel. A pesar de haber hallado algún objeto de cerámica con el nombre de Seti, se ha cerrado finalmente la excavación, ya que el túnel no conduce a ningún lugar.
El descubrimiento de la tumba de Seti I causó una gran conmoción por su belleza, y algunos opinan que el de Padua se guardó algún tesoro para él. Poco a poco Belzoni se va convirtiendo en un personaje odiado. Finalmente, ya nadie quiere hacer negocios con él y las excavaciones de la campaña de 1819 ni siquiera se inician. Abandona Egipto y viaja a Londres, donde organiza una exposición acerca de la tumba de Seti I. Escribió un libro narrando sus aventuras en Egipto y en 1822 la exposición de Seti llega a París. El éxito fue rotundo y, tras esta aventura, parte de Londres con destino a Tombuctú, con la idea de hallar las fuentes del Níger. Pero el gigante de Padua falleció de disentería el 3 de febrero de 1823. Egipto le había otorgado la fama y, con tan sólo cuarenta y cinco años de edad, falleció aquel aventurero que había descubierto la tumba de Ramsés I y la de su hijo Seti I.
James Burton
James Burton nació en Londres en el año 1788. Venido al mundo en el seno de una familia acomodada, recibió una buena educación, lo que le valió un pasaporte para Italia en el año 1822, donde entabló una gran amistad con un egiptólogo llamado John Gardner Wilkinson. En aquel mismo año Egipto comenzaba a ser ya el centro de atención de los primeros egiptólogos. Es el año en el que Champollion consigue traducir la piedra Rosetta, aunque todavía se necesitarían algunos años para completar un diccionario para los investigadores. El pachá Mohamed Alí ofreció a Burton un trabajo como geólogo y, a pesar de que el inglés no tenía ni idea de geología, aceptó de buen grado la invitación. Entre 1824 y 1825, Burton cayó rendido ante las maravillas que Egipto poseía. En 1825 puso rumbo a Tebas y recaló durante varios meses en el Valle de los Reyes. El resultado de esta campaña fue el hallazgo de la KV 5. La tumba pertenecía a Meriatum, un sumo sacerdote de Heliópolis que ostentó el título de ‘Grande de los videntes de Heliópolis’, lo cual indica que era un príncipe heredero. Pero Burton no sabía quien era este tal Meriatum; simplemente excavó un pequeño túnel y se introdujo en el interior del hipogeo. También realizó una pequeña investigación en la KV 10 y KV 29, ambas abiertas desde la antigüedad. Descubrió la KV 26, aunque estaba completamente repleta de cascotes y no pudo acceder al interior. Tomó un gran número de notas y realizó varios mapas del valle, los cuales serían valiosísimos para los posteriores egiptólogos que recalarían en el valle. Tras esta campaña, Burton dedicó tres años a la realización de un volumen acerca de las inscripciones jeroglíficas que había encontrado en el Valle de los Reyes.
Un hecho curioso es que desde 1825 hasta 1834 no se sabe ni dónde estuvo ni qué trabajos realizó. Al año siguiente regresó a Inglaterra, donde vendió algunas antigüedades que había encontrado en sus excavaciones. Tras una vida un tanto misteriosa, James Burton moría en Edimburgo en el año 1862, después de haber perdido una gran cantidad de dinero y haber logrado que su familia lo repudiase. No obstante, su legado es importantísimo. Gracias a sus dibujos y mapas los egiptólogos actuales han podido realizar mejor su trabajo. Y, además, comparando sus dibujos con el estado actual de los monumentos, podemos hacernos una idea del desgaste al que se enfrentan las tumbas y los templos que él recogió en sus acuarelas.
John Gardner Wilkinson
Nacido en Inglaterra el 5 de octubre del año 1797, nos hallamos ante un personaje que fue crucial a la hora de estudiar por vez primera el Valle de los Reyes. Hijo de un sacerdote anglicano, recibió una exquisita educación universitaria. Durante varios años estuvo viajando por Europa, recalando finalmente en Italia, donde conoció al eminente egiptólogo sir William Gell. De él aprendió todo lo que hasta la fecha se sabía, y John cayó rendido ante la magia del Antiguo Egipto. No tardó mucho en poner sus pies en Alejandría en el año 1821. John Gardner Wilkinson tenía tan sólo veinticuatro años y estaba dispuesto a convertirse en un reputado egiptólogo. Lo primero que hizo fue ganarse la confianza de los nativos. Para ello, obró igual que Belzoni, adoptando sus costumbres, vistiéndose igual que ellos y hablando su mismo idioma. Recaló en el Valle de los Reyes y tomó gran cantidad de notas, recopilando todas las inscripciones que había en las tumbas que visitaba. Trazó un plano del valle y registró todas las tumbas que estaban abiertas, a las que dotó de una numeración que es la que continúa vigente hoy día. Entre 1824 y 1828 recogió todos los textos que había en el valle y realizó la primera cronología conocida del Imperio Nuevo. Trazó un plano de la antigua Tebas y no sólo catalogó las tumbas reales, sino que se dirigió a la necrópolis de los nobles, donde catalogó y recogió todo aquello que sus ojos vieron. Durante su estancia en el valle, Wilkinson descubrió la WV 24 y las KV 27 y 28, corredores funerarios cuyos propietarios nos son desconocidos. En el año 1849 regresó a Italia y se vio cautivado por el Canon de Turín, que se convirtió en una auténtica obsesión. Realizó una nueva traducción y reubicó en su lugar correspondiente a los monarcas que el papiro citaba. Tras años de estudio, regresó a Egipto en 1855 y excavó el área de la pirámide de Amenemhat III. Meses más tarde, sería el primer hombre en pisar la antigua Ajet-Atón, de la cual realizó un mapa y exploró las tumbas que había abiertas. Aquella campaña lo llevó hasta Nubia. Las notas y los mapas que Wilkinson realizó de todos los lugares que visitó son de un valor incalculable. Su precisión es tal que todavía hoy se siguen consultando, y sus libros son obra obligada de consulta. El más importante, sin duda, es el que escribió entre 1837 y 1841, con un título excesivamente largo: Costumbres de los antiguos egipcios, incluyendo su vida privada, sus leyes, el arte, la religión, la agricultura y la historia, derivado de la comparación de los relieves, textos, esculturas y monumentos que todavía existen, con la consulta de los autores antiguos. A pesar de este título tan largo, su trabajo se convirtió en la primera gran obra de consulta para sus coetáneos y además le proporcionó el título de Sir. Finalmente, Wilkinson fallecería en 1875 y su obra no tardaría en convertirse en una de las más importantes para el estudio del Antiguo Egipto, ya que existe una gran cantidad de monumentos que han podido ser restaurados gracias al trabajo que realizó, toda una vida dedicada al estudio del Antiguo Egipto.
Jean Françoise Champollion
23 de diciembre de 1790, en una modesta vivienda de la ciudad francesa de Figeaç, un librero asiste atónito a la irremediable muerte de su esposa embarazada, preparada para dar a luz. El médico ya ha dictado sentencia: la fémina morirá sin remedio. Entonces, aquel librero recordó la existencia de un conocidísimo curandero al que todo el mundo acudía buscando la luz que la medicina no podía aportar en aquellos días. Así fue como, viendo a la parturienta en tan mal estado, el curandero Jacquo preparó un brebaje a base de raíces y hojas de plantas medicinales. Al modo de las antiguas comadronas, fue como si toda la Enéada helipolitana asistiese al mágico evento y, después de tres días con sus tres noches, en contra de todos los pronósticos, nacía Jean Françoise Champollion, para mayor gloria de su padre y de su madre, la cual se recuperó de aquella terrible enfermedad.
Retrato de Champollion hecho por Léon Cogniet.
La infancia de Jean Françoise ya resulta enigmática por sí sola, y es que nos hallamos ante un niño prodigio, un adelantado a su tiempo, que a la edad de cinco años ya sabía leer y escribir con gran destreza. A los once años dominaba el latín, el griego y el hebreo antiguo; con dieciséis años hablaba ocho lenguas muertas, y podría decirse que la unión entre lo divino y lo terrenal dio como resultado a Champollion, el cual alcanzaría cotas inimaginables. Y como no hay dos sin tres, si había nacido el hombre adecuado para descifrar los jeroglíficos, el buen dios Re dispuso también la materia prima, en forma de estela. Ocurrió que la expedición napoleónica libró una batalla en la localidad egipcia de Rosetta, que también responde al nombre de Fort Rashid. Como la gran mayoría de los hallazgos arqueológicos, el destino tuvo un capricho y quiso que una guarnición de Napoleón se situase en esta localidad en 1799, con la intención de limpiar y restaurar las dependencias, levantar el fuerte Juliano y poder así hacer frente a los ingleses y a los turcos. Durante las obras, el lugarteniente Bourchardt halló una antigua estela oculta en el interior de un grueso muro. En la misma estela había tres clases de escritura, en un registro a tres bandas. En la parte superior se hallaba el texto en jeroglífico, en la banda central el texto escrito en demótico y en la banda inferior en griego antiguo. Cuando la armada francesa fue derrotada por el almirante Nelson en 1801, se firmó una amnistía y Napoleón fue obligado a abandonar Egipto. Los sabios que habían configurado aquella expedición se disponían para llevar a Francia toda una serie de antigüedades, y entre ellas estaba la Piedra Rosetta, que fue a parar a manos de un general llamado Menou, el cual realizó varias copias y se las guardó. Ocurrió que un diplomático inglés llamado Hamilton impidió que la reliquia partiera de Alejandría. La estela fue llevada ante el rey inglés Jorge II, el cual la donó al Museo Británico. Pero Menou había realizado aquellas valiosas copias, que pronto comenzaron a circular por Francia, y los más refutados lingüistas se pusieron manos a la obra. Champollion era uno de aquellos expertos. En 1822 ya había traducido la mayor parte del texto en griego, pero no había dado con la tecla adecuada para descifrar el texto en jeroglífico. Finalmente, tras meses de trabajo ininterrumpido, el 27 de septiembre de 1822 Jean Françoise Champollion expone los principios para descifrar los jeroglíficos. El texto que contenía la Piedra Rosetta era un decreto del rey Ptolomeo V en el año 196 a. C. Se conmemoraba la coronación del soberano y se instauraba su culto en todos los grandes santuarios del país. El valor de esta estela, como es lógico, no es el texto sino las tres bandas que dieron pie a que Champollion descifrara el idioma jeroglífico. Durante la época islámica, la piedra fue recortada para que encajara perfectamente en el muro, y posiblemente estuviera culminada por un disco solar alado con dos uraeus que estarían incrustados en la corona del Alto y del Bajo Egipto. No obstante, fue una suerte que a los árabes no les diera por romperla por la mitad.
Texto de la Piedra Rosetta. Museo Británico, Londres.
Fotografía de Nacho Ares.
Cuando Champollion ya ha descifrado el enigma, sucede un hecho curiosísimo que, más que casualidad, parece un guiño del destino. Jean Françoise se halla en el Instituto de Francia y ante él desfila una comitiva de barcas que llevan grandes obras de arte procedentes del Antiguo Egipto. Es Belzoni y su colección de la tumba de Seti I. Champollion se maravilló ante la exposición del italiano, y juntos intercambiaron opiniones y charlaron acerca del Valle de los Reyes. Belzoni le relataba lo que había visto, mientras Champollion casi iba traduciéndole de memoria aquellos signos tan hermosos que el italiano había contemplado tantas veces y que jamás había podido leer. Otro detalle curioso es que tanto los ingleses como los franceses intentaron sabotear la expedición a Egipto de Champollion, de mano del conde Forbin, el director de los Museos Nacionales. Pero ya nadie podía pararlo y, así, Champollion llega al Valle de los Reyes en 1828. Esta iba a ser su primera toma de contacto, ya que tras un breve período descendió hasta los límites de la segunda catarata, diccionario en mano, comprobando que su teoría era correcta. Durante este viaje, copió y estudió todos los textos que encontró y cuando regresó al Valle de los Reyes ya había transcurrido un año. En su segunda visita a la orilla occidental de Tebas, el joven egiptólogo ya tiene decidido que realizará un estudio en profundidad. Copia lo esencial de las escenas y los textos que están en las moradas para la eternidad, en ocasiones respirando polvo y en condiciones límites. Con mala luz, trabajando día y noche durante varios días, llegó a sufrir un desmayo en la tumba de Ramsés VI. Cuando llega el mes de mayo, Champollion ya ha decidido que se establecerá en el valle de manera indefinida. Visitó todos los hipogeos que estaban abiertos y copió la gran mayoría de los textos. A Champollion haber sido el artífice del desciframiento de los jeroglíficos le costó más de un disgusto. Le salieron enemigos en los lugares más insospechados, sobre todo en la Iglesia. Y es que cuando los textos comenzaron a hablar, muchos empezaron a descubrir que la Biblia no contenía la verdad absoluta, y que muchos de los pasajes bíblicos ya habían sido escritos miles de años atrás. Hasta ahora se venía creyendo que el mundo había comenzado con Adán y Eva y que apenas si tenía unos cinco mil años de antigüedad. Pero Champollion demuestra que el origen del mundo estaba mucho más allá de Moisés y la casta religiosa se puso en pie de guerra, tanto, que incluso le ofrecieron un puesto dentro del Vaticano. La respuesta del joven francés no se hizo esperar: afirmó que los egipcios no eran esos politeístas que hasta ahora le habían enseñado y que habían llegado a desarrollar una noción de la divinidad más pura que la cristiana.
Egipto resucitó con el trabajo de Champollion y, en apenas unos años, milenios de espiritualidad explotaron en todo el mundo conocido, ampliándose una serie de conceptos que hasta la fecha casi estaban prohibidos. Champollion hizo que Egipto cambiase las mentes de muchos hombres modernos. El camino que él inició es largo, muy largo, y todavía está lejos esa meta que significará que ya lo conocemos todo del Antiguo Egipto. Tal vez, incluso, ese momento no llegue jamás. La vida de Jean Françoise Champollion sobrepasa el marco de la egiptología, ya que su estancia en el Valle de los Reyes abre las puertas a un nuevo mundo para la historia. Su muerte, el 4 de marzo de 1832, cortó la progresión de la egiptología, que quién sabe cuánto habría avanzado en aquellos años. Pero Champollion había muerto consumido por su trabajo en el Valle de los Reyes. Murió de agotamiento un ilustre soñador incomprendido por el mundo de los hombres y sabio en el mundo de los dioses. Un soñador que había llegado al mundo de la mano de la madre naturaleza, y que a su muerte pasó a convertirse en una estrella imperecedera.
Karl Richard Lepsius
Karl Richard Lepsius nació en Naumburgo, Prusia, el 23 de diciembre de 1810. De familia acomodada, siempre estudió en las mejores escuelas y desde joven se sintió atraído por los textos de Champollion. Se había empapado tanto de la cultura egipcia que Champollion había descrito que en 1828 decidió que su destino era ser arqueólogo. A lo largo de varios años, había recorrido los museos de Holanda, Inglaterra y Francia, catalogando y estudiando varios textos, lo que le permitió elaborar un tratado acerca de la gramática de Champollion. Hizo un profundo estudio acerca de los varios diccionarios que existían en aquel momento y comprobó que muchos estaban equivocados. En 1836 visita Italia y conoce a Hipólito Rosellini, que había sido miembro de la expedición de Champollion. Con el maestro italiano aprendió mucho y en 1842 el rey Guillermo IV de Prusia lo propone para dirigir una expedición a Egipto. El país de los faraones está causando sensación en Europa, y todos los países quieren poseer una colección de piezas que demuestren que el suyo es un país culto. No obstante, no nos engañemos, Lepsius era hijo de su época y como tal actuó.
El equipo del prusiano estaba compuesto por los mejores en cada ramo: dibujantes, modeladores de yeso, arquitectos, delineantes, matemáticos y toda una cohorte de hombres talentosos. Se llegó a decir que la expedición de Richard Lepsius era comparable a la que años atrás había dirigido Napoleón Bonaparte. La comitiva arribó en el puerto de Alejandría y los primeros trabajos de Lepsius fueron en las regiones donde se habían levantado las grandes y medianas pirámides. Trabajó en Gizeh, en Abusir, en Saqqara y en Dashur. Su trabajo fue tan minucioso y meticuloso que sus notas han conformado auténticos tratados científicos acerca de la construcción de las pirámides, que hoy son obra obligada para todos los estudiantes de egiptología. Llegó hasta Nubia y, en el viaje de regreso, descubrió los encantos del Valle de los Reyes. Habría que destacar que Lepsius realizó un trabajo encomiable en todas las tumbas abiertas del valle, tradujo gran cantidad de textos jeroglíficos y anotó todo en sus cuadernos. También pasó una larga temporada instalado en Karnak, donde también tradujo los textos de los muros y corrigió algunas traducciones erróneas que él mismo había escrito.
Los expertos afirman que la expedición de Karl Richard Lepsius ha sido la mejor de todas las que se llevaron a cabo en Egipto. No sólo rescató tesoros olvidados, sino que catalogó todo aquello que sus ojos vieron desde el Delta hasta la Baja Nubia.
Lepsius obtuvo una cátedra de egiptología en 1846 en la Universidad de Berlín y fruto de esta cátedra nacería una nueva expedición. En 1869 fue invitado por el gobierno egipcio a la inauguración del Canal de Suez, y esta fue la última vez que pisó su amado Egipto. Karl Richard Lepsius moriría en Berlín en el año 1884. Su nombre es hoy recordado en todos los trabajos porque sus notas son esenciales para comprender el desarrollo de la egiptología, y sus campañas convirtieron al Museo de Berlín en uno de los más destacados de su época.
Auguste Mariette
Nos hallamos ante el último de una especie única, la de los excavadores que tenían como objetivo expoliar cuantos más tesoros pudieran. Ya lo comentamos anteriormente: Belzoni, Drovetti, Lepsius y Mariette, eran hijos de su tiempo.
Auguste Mariette vino al mundo el 11 de febrero de 1821 en una localidad francesa de nombre Bologne sur-Mer. Era hijo de una familia acomodada de la zona, bastante respetada. Su infancia transcurrió tranquila en su localidad natal, hasta que en 1838 se dispone a viajar a Inglaterra, donde trabajará de dibujante y dará clases de francés. Tres años después regresa a Francia; tiene pensado completar su educación y dedicarse a la enseñanza. Nada hacía presagiar que Mariette sería un nombre largamente recordado. Pero todo cambió en 1842 cuando su primo Nestor L’Hôte le encarga un trabajo. L’Hôte había sido ayudante de Champollion, lo había asistido como dibujante, había decidido organizar y clasificar todas las fichas y notas de la expedición y pensó que su primo podría ayudarle. Mariette aceptó de buen grado, ajeno totalmente al mundo de la egiptología. Pero a medida que avanzaba en su cometido, el espíritu del joven francés comenzó a volar, surcando los cielos del Valle de los Reyes, soñando con todas aquellas maravillas que su primo había plasmado en las acuarelas. Había caído, Mariette había sido mordido por el pato de los jeroglíficos y su picadura garantizaba un hechizo eterno, una vida entera dedicada al estudio del Antiguo Egipto. Así fue, entre los años 1842 y 1849 aprendió todo lo que había que saber acerca de los jeroglíficos gracias al diccionario de Champollion. La verdad es que el joven se sentía embrujado; los signos mágicos parecían haberse apoderado de él, parecían vivos, y aquello lo obsesionaba y lo fascinaba. A mediados de 1849, el joven aprendiz comenzó a moverse en el mundo de la naciente egiptología. Consigue ingresar en la plantilla de El Louvre, con la tarea de inventariar todas las inscripciones jeroglíficas que se encuentran en todas las piezas del museo. El resultado de su labor es increíble: había trabajado duro, noches enteras a la luz de las velas, y pronto su fama cruza las puertas del museo. Así es como los grandes dirigentes de El Louvre y algunos peces gordos de la política de la época proponen que Mariette encabece una expedición a Egipto, ya que Francia no puede, bajo ningún concepto, quedarse fuera de esa alocada carrera por conseguir cuantas más antigüedades.
Así fue como la ciudad de El Cairo recibió a Mariette en 1850. Tenía veintinueve años y de inmediato sintió un profundo arraigo por esta extraña tierra que no había visto jamás y que sin embargo sentía tan cercana a su alma. Estaba completamente enamorado del Antiguo Egipto. Todas y cada una de las maravillas que sus ojos veían cautivaban su corazón. Las pirámides, la Esfinge, las tumbas de los nobles de Gizeh. Su objetivo era la llanura de Saqqara, pero, contrariamente a las órdenes que había recibido, no dedicará sus esfuerzos a investigar las pirámides que allí se levantan, sino que lucha por una concesión para poder excavar. Así fue como el 11 de septiembre de 1851 Auguste Mariette descubre el Serapeum. No resulta difícil imaginarse la situación: aquel hombre corpulento, con su gran barba y un turbante por sombrero, era el primer ser humano que pisaba aquel lugar en varios milenios. Con su antorcha recorrió los oscuros pasillos y halló veinticuatro estancias que contenían los sarcófagos de los toros Apis. Sin embargo, no había rastro alguno ni de las momias de los animales ni de ningún objeto ritual, y aquello le causó gran impresión. Cuando hallaron un sarcófago todavía sellado, Mariette, hijo de su tiempo, dispuso la carga justa de dinamita para que la tapa del sarcófago saltase por los aires. Dentro había una momia de un anciano, con una máscara funeraria y por doquier objetos con el nombre de Jaemwaset, el hijo de Ramsés II. Recogió varias de estas estelas que contenían el nombre del príncipe y las envió al museo. El descubrimiento del Serapeum le valió el título de Conservador del Servicio de Antigüedades. Así, el 1 de junio de 1858 nace un nuevo Mariette que ya no piensa en enviar objetos fuera del país. Está naciendo en su interior una idea revolucionaria para Egipto. Mariette presencia cómo miles de objetos abandonan el país, la gran mayoría de ellos rumbo a colecciones privadas que jamás verán la luz. Tan sólo los excéntricos millonarios serán los que disfruten de un legado que, realmente, pertenece a la humanidad. Así que propone al gobierno egipcio la construcción del Museo Nacional Egipcio en El Cairo, en la zona portuaria de Bulaq.
Sarcófago de Auguste Mariette en el Museo de El Cairo, Egipto.
Fotografía de Nacho Ares.
Mientras el museo se va haciendo realidad, Mariette excava sin cesar auspiciado por el virrey de Egipto, el cual está terriblemente satisfecho con su trabajo. Todo Egipto debe ser redescubierto, y así excava en Saqqara, donde encuentra un gran número de mastabas. En Meidum descubrió las maravillosas estatuas de Rahotep y Nofret, de las cuales ya hemos hablado, una auténtica obra de arte. En Gizeh rescata del olvido el santuario del valle de Jafre así como varias efigies del rey. Se internó en su pirámide y realizó grandes investigaciones. En Tebas rescató la estela que narra el viaje de Hatshepsut al Punt, así como la gran estela de Thutmosis III. Los santuarios de Abydos, Dendera y Edfú vieron la luz nuevamente gracias a las excavaciones de Auguste Mariette. Descubre la tumba de Iah-Hotep, y casi podemos decir que no hubo punto en Egipto que Mariette no excavara, y de hecho dedicó toda su vida a la conservación del arte egipcio. Si hoy existe el Museo de El Cairo es gracias a Mariette. Moriría en El Cairo en 1881 y, tras él, su herencia es la lucha encarnizada contra los traficantes de obras de arte, que en aquel entonces ya se habían convertido en una auténtica lacra para el país. Fue enterrado en un sarcófago de granito y depositado en el museo de Bulaq. Así era como se recompensaba el trabajo de este infatigable hombre: había sido enterrado como un auténtico faraón, con un sinfín de tesoros en su fastuosa morada para la eternidad. Más tarde, sería trasladado al Museo de El Cairo, donde una gran estatua y su sarcófago reciben a los visitantes que se acercan a contemplar las mil y una maravillas del Antiguo Egipto.
Gaston Maspero
Champollion ha muerto, y la naciente egiptología está conociendo una serie de horas bajas. No obstante, en las escuelas francesas y alemanas ya van destacando jóvenes que son pacientes y laboriosos, eruditos que aprenden el enigma de los jeroglíficos, se empapan de las vivencias de los antiguos aventureros y excavadores. No obstante, esta nueva generación ya no siente pasión por el expolio. Auguste Mariette está haciendo que nazca una nueva casta dedicada al estudio y la conservación de todas las obras de arte que van apareciendo. Y es que si cuarenta años atrás un collar de oro puro era considerado un tesoro y vendido al mejor postor, ahora es tratado como una obra de arte que oculta mucha información sobre su propietario, sobre cómo trabajaban los orfebres e incluso cómo pudo haber resultado el saqueo de la tumba. La egiptología se está convirtiendo en una ciencia que avanza poco a poco, pero con paso firme. Gaston Maspero había nacido en París el 23 de junio de 1846. Ya desde muy niño sintió la llamada de Egipto y cuando tuvo su primer contacto con el país del Nilo ya tenía clara cual iba a ser su profesión. Su empeño en los estudios fue tal que destacó por encima del resto de sus compañeros con notas excelentes. Su esfuerzo fue recompensado con un puesto de profesor de Egiptología en 1874, cuando tan sólo contaba con veintiocho años. En 1880, el gobierno francés lo nombra director de una misión arqueológica, llegando por fin a su amado Egipto.
Maspero se halla trabajando en la pirámide de Pepi I cuando tiene lugar el descubrimiento que narramos anteriormente, los Textos de las Pirámides y el chacal en la pirámide de Unas.
Gaston Maspero fue nombrado nuevo director del Museo Bulaq. La ciudad de El Cairo necesitaba también un director para la recién creada Escuela de Egiptología y el elegido es este joven francés de treinta y cinco años. La tarea, sin duda, se presenta muy complicada, pero lo que Maspero no sabía era que el destino tenía reservada otra gigantesca sorpresa para él.