Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


IX. EPÍLOGO » Nuestra alma faraónica

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NUESTRA ALMA FARAÓNICA

A lo largo de todas estas páginas hemos hecho un viaje a lo largo de tres mil años de historia. Hemos conocido la vida de hombres que vivieron un tiempo tan lejano que hoy día apenas es perceptible, y sólo la arqueología ha podido devolvernos algunos furores de ese pasado. El tiempo en el que el Antiguo Egipto fue grande y esplendoroso fue el tiempo en el que el hombre comenzó un viaje que ha propiciado lo que nosotros somos hoy día, pero sin embargo todavía no se ha visto culminado. Suele tenerse una visión demasiado equivocada de Egipto. Vemos la civilización del Nilo como un yugo constante y arrollador ante los pueblos que les servían de fronteras. Si al llegar al final de este libro hemos cambiado la opinión que teníamos antes de leerlo, habrá merecido la pena escribirlo. Todavía nos queda mucho por aprender de Egipto, las continuas excavaciones que se realizan todos los años van aportando nuevos datos que, poco a poco, van componiendo una visión diferente que suele echar por tierra teorías pasadas, pero en eso consiste el avance del conocimiento. Si algo está equivocado, hay que corregirlo. Así es como poco a poco, la civilización faraónica va recuperando un lugar que jamás debió perder. Los logros que alcanzó la civilización del Nilo fueron tantos y tan importantes que nuestro mundo occidental se ha salpicado de ellos totalmente. La llegada de los primeros visitantes griegos fue uno de los primeros puentes con los que Egipto saltaría al mundo occidental. Heródoto nos contó que toda la antigüedad se vio dependiente de la medicina egipcia, pues el rey Ahmose II envió a la corte persa de Ciro un médico especialista en la medicina de los ojos porque se estaba quedando ciego. Si Ahmose hubiera sabido lo que Cambises planearía años después, seguramente habría dejado que se quedara ciego. Y sin embargo, mucho antes de que Heródoto naciera, el mundo faraónico ya había tenido contactos con el mundo del Mediterráneo, tal y como nos lo contó Homero en su Odisea, cuando las naves espartanas de Menelao llegaron a adentrarse por el Delta del Nilo. Cuando las escuelas de medicina griega se instalaron en Alejandría, ya con Ptolomeo I, Egipto llevaba miles de años curando un sinfín de enfermedades, y los primeros médicos griegos que llegaron a Egipto se quedaron sorprendidos ante la gran amplitud de variantes que trataban. Enfermedades de la cabeza, de la vista, de los huesos, de los dientes, del estómago, de los pies. Cuando el griego Hipócrates, que vivió sobre el año 425 a. C., llegó a Egipto, pasó casi cuatro años empapándose del saber científico que había nacido durante el Imperio Antiguo. De hecho, los griegos no tuvieron reparo a la hora de admitir que Egipto había sido la cuna de la medicina y de las ciencias en general. No hemos de olvidar que Pitágoras acudió a la corte de Ahmose II cuando este llevaba pocos años reinado, y que Platón reconoció que él, que era una máxima autoridad en Atenas, se había sentido como un alumno de parvulario cuando visitó por primera vez Egipto.

Otro legado que se trasladó a las cortes de todos los reinos de la Europa medieval fueron las construcciones fortificadas. Ya desde los tiempos del Imperio Antiguo se habían levantado una serie de fortificaciones de defensa que con el tiempo fueron evolucionando. Durante el Imperio Medio alcanzaron un gran nivel de efectividad, pero sobre todo fue a lo largo de la XVIII Dinastía cuando los países asiáticos que vivían bajo la tutela de Egipto se convirtieron en auténticos fortines militares. Quién le iba a decir a Thutmosis III que cuando los primeros cruzados llegaron a la ciudad de Jerusalén y a la antigua fortaleza de Qadesh tomarían buena nota de todos aquellos bastiones que eran casi inexpugnables y que sus planos rudimentarios provocarían el nacimiento de los grandes castillos medievales en Europa. Pero no cabe la menor duda de que donde mejor se camufló la herencia faraónica fue en el cristianismo y en los textos de la Sagrada Biblia.

Mucho antes de que los primeros cristianos apareciesen en el mundo, los dioses egipcios ya vivían instalados en las culturas del Mediterráneo. Uno de los primeros impulsores de este viaje fue Alejandro Magno. Por aquellos días, Isis era la diosa que más poder tenía en todo el panteón egipcio, si cabe más incluso que el propio Re. Alejandro se fascinó por las estatuas de aquella mujer inmortal, que sujetaba a su hijo en brazos e incluso lo amamantaba y que tenía la capacidad de realizar cualquier tipo de milagro; no en vano era la señora de la magia. Así que, en aquel mundo de navegantes, Alejandro III sustituyó al joven Horus por un ancla marina, por lo que Isis comenzó a ser conocida como la patrona de los navegantes. Allí donde las embarcaciones griegas llegaban, lo hacían con una figura de su patrona, que poco a poco se extendió por todos los puertos del Mediterráneo. Cuando los romanos se colocaron como primera potencia del mundo, ya conocían a aquella diosa tan peculiar, a la que rindieron un culto muy fervoroso, y de esta forma, la figura de Isis llegó pudo asentarse en un lugar tan lejano como la Galia, y el resultado de aquella aventura que la había llevado tan lejos de su hogar fue representación de una barca egipcia, símbolo de la Isis marina, en el escudo de armas de la antigua ciudad de París. Incluso podríamos decir que aquellas imágenes de Isis amamantando al infante Horus llegaron hasta nosotros de mano del pintor español Luis de Morales, e incluso su culto llegó al otro lado del océano, a Bolivia.

A mediados del siglo III a. C., con el gobierno ptolemaico, un comité de sabios judíos llegó a redactar una primera compilación del Antiguo Testamento en lengua griega, lo cual llegó a conocerse como la Septuaginta, ya que el número de sabios era de un orden de setenta. No cabe duda de que la gran mayoría de los pasajes que se relatan en este primer libro sagrado de los hebreos fue extraído de los cientos de miles de libros que ya existían en Egipto, y que algunos tenían casi dos mil años de antigüedad. Antigua también era la vida de los hebreos en Egipto. Lo cierto es que la aparición de este pueblo a orillas del Nilo es muy difícil de precisar para los especialistas. No eran esclavos, ni tampoco vivían una vida tormentosa. Realmente, estos hebreos estaban totalmente egiptizados, hasta tal punto que en las escenas que nos muestran algunas tumbas tebanas solamente son reconocibles por las extrañas formas de sus cabellos y su barba. En general, los extranjeros que se habían asentado en Egipto allá sobre el siglo XV a. C. habían llegado a una simbiosis tan profunda que, incluso sin quererlo, transportaron legados egipcios a sus países de origen. Se llevaron consigo costumbres funerarias, costumbres religiosas y costumbres cotidianas. Entre estas últimas se encuentran ejemplos claros de nombres egipcios que fueron sensiblemente alterados por las lenguas que los adoptaron, y así en la Biblia vemos nombres como Meir, que proviene de la alteración Merai, que a su vez proviene del egipcio Meri, como por ejemplo Meri-nefer. Otro nombre curioso sería el de Festo, nombre que es mencionado en los Hechos de los Apóstoles, y que provenía del nombre egipcio Per-Âa, o sea, Faraón. Otro nombre que adoptaron los hebreos, y que ha llegado hasta nuestra civilización, sería el de Susana. Los hebreos habían adoptado un nombre sensiblemente alterado, que era Shushannah, y que estaba compuesto por la palabra Shus, nombre de la azucena, y la palabra Hannah, que significa agraciada. Y este nombre derivaba de su original en egipcio Sheshem, que los egipcios utilizaban para referirse al nenúfar azul. Los nombres de Aaron y Moisés son egipcios, derivando el primero del nombre de Aanen, y el segundo de Meses. Y que vamos a decir de nuestra hermosa isla de Ibiza, cuyo nombre deriva del enano dios Bes.

Uno de los primeros vínculos que citan al pueblo hebreo con Egipto nos viene dado de José, el cual llega a Egipto como esclavo, aunque lo realmente interesante es el significado del sueño tan extraño que tiene el faraón. El período citado en la Biblia como los Siete años de vacas gordas y siete años de vacas flacas no sólo lo padeció Egipto en aquellos años, lo padeció todo el Antiguo Próximo Oriente durante incontables ocasiones. Otro aliciente egipcio en medio de este sueño son las siete vacas gordas, que ya se recogieron en los relieves de las primeras tumbas tebanas de la XVIII Dinastía, y que formaban parte de un pasaje de los Textos para salir al día, las siete vacas y el toro encargado del rebaño, que simbolizaban, según los propios egipcios, el buen Nilo. Si seguimos buscando puntos de unión, los tenemos en la muerte de Jacob, que murió a los ciento diez años y fue embalsamado como un egipcio. Los ciento diez años fueron las edades soñadas por todos los sabios del Antiguo Egipto, desde Ptah-Hotep, Amenhotep, el hijo de Apu, o el sabio Ani. Pero sin duda, lo que más sorprende es saber que ya al rey Netherijet le había sucedido algo parecido y por eso se construyó la estela de la isla de Sehel, curiosamente, en tiempos ptolemaicos. Y la historia de José transcurre en la On bíblica, es decir, la ciudad de Heliópolis. Si José se convirtió en el visir del rey, ¿nos hallamos ante un recuerdo de Imhotep, aquel al que en tiempos de Ptolomeo incluso los hebreos acudían a pedir milagros? No sería de extrañar.

¿Qué podemos contar sobre Moisés? Cuando nos paramos a pensar en la historia de Moisés, nos vienen a la cabeza las imágenes de seiscientos mil hebreos huyendo de Egipto desesperadamente, mirando aterrorizados cómo dejan atrás esa horrible tierra de los faraones, en la que tantos y tantos hermanos habían sucumbido bajo el yugo del faraón. En efecto, la Biblia nos habla de que un faraón que vivía en Per-Ramsés esclavizó al pueblo hebreo, y siempre hemos mirado a Ramsés II como el faraón del Éxodo. Para llegar a una conclusión seria acerca de la figura de Moisés, hemos de desglosar al hombre que la Biblia nos presenta. Nos hallamos ante un anciano de ochenta años, el cual tras haber tenido una revelación divina se opone a la, por entonces, inapelable palabra del faraón.

Por sí sola, la historia de Moisés es asombrosa. No sería extraño, y seguro que no fue la primera vez que ocurrió, que un egipcio cualquiera se hiciera cargo de un niño a la muerte de los padres de este. Ahora bien, presentarnos a un anciano en la corte del rey, el cual tiene la osadía de amenazar al sol de Egipto, eso es impensable. Principalmente, porque llegar hasta la persona de Ramsés no era nada fácil, no podías llegar al palacio real y pedir cita con el rey como quien hoy día va al médico de cabecera. Los trucos de magia que realiza ante el rey ya se habían recogido en numerosos papiros del Imperio Antiguo, la muerte de los infantes era algo con lo que todo el mundo antiguo había aprendido a vivir y las plagas que, según la Biblia, cayeron en Egipto, solían ocurrir de vez en cuando, todas relacionadas con el Nilo. La primera plaga nos dice que el agua del Nilo se convirtió en sangre, que los peces se murieron y el río se infectó. Pues bien, cada verano, los egipcios aguardaban este preciso momento, la inundación, que daba a la tierra negra toda su riqueza. ¿Cómo iba a ser una maldición la llegada del limo negro? Las lluvias torrenciales que nacían más allá de las cataratas del país de Kush llegaban a Egipto llenas de lodo y barro. Así, siempre adquiría ese color rojizo, que al mismo tiempo provocaba que los peces no sólo no fueran comestibles, sino que morían y, por efecto de la contaminación, el agua no era potable. La segunda plaga es la de las ranas, que se nos dice que invadieron las ciudades justo a los siete días de haberse cumplido la primera plaga (otra vez el mágico número siete). Posiblemente, no ocurrió a los siete días, sino al día siguiente de haber comenzado la crecida. Y no sólo las ranas huían del agua, sino que todos los animales que habían sobrevivido tenían la necesidad de buscarse alimento, ya que la contaminación había interrumpido su ciclo ordinario. Las ranas huían a las zonas secas, porque allí también migrarían las moscas y mosquitos de las que estas se alimentaban. Los cocodrilos también buscaban las zonas secas, en busca de alguna presa que llevarse a las fauces. No había nada de extraño en ver a las ranas huyendo de la contaminación del Nilo, así como también era habitual, por estas fechas, ver numerosas bandadas de pájaros que emigraban hacia latitudes más propicias para la supervivencia. La tercera y cuarta plaga nos hablan de los mosquitos, tábanos y piojos. Uno de los motivos por los que los egipcios solían afeitarse la cabeza era para evitar los piojos. Los mosquitos y los tábanos todavía hoy son una plaga en este país cuya climatología casi lo convierte en un país tropical. La quinta plaga sí es curiosa, ya que la Biblia nos dice que: «Pereció todo el ganado de los egipcios y no murió uno solo de los israelitas. El animal sagrado del faraón pereció también por la mano de Yavhé» (Ex. 9, 6). El animal sagrado al que se hace referencia es el toro Apis, y esta plaga resulta curiosa por dos motivos. Uno es que precisamente durante la época de Ramsés es cuando este animal goza de mayor culto, ya que fue Jaemwaset el que magnificó el Serapeum. El otro motivo es que, si los hebreos eran esclavos, si trabajaban de sol a sol sin sueldo, con una comida a base de agua y pan, sin posibilidad alguna de visitar ningún lugar que no fuese de casa al trabajo y del trabajo a casa, ¿cómo es posible que hubiera hebreos que poseyeran rebaños? ¿Acaso desconocían los exegetas que los ganaderos que poseían ganado propio eran comerciantes? Además, resulta muy sospechoso cuando la Biblia nos dice que huyeron de Egipto con el ganado. ¿Qué ganado, si el de los egipcios había perecido y ellos, como esclavos, no tenían ganado alguno? La sexta plaga nos habla de las úlceras y sarpullidos. Durante el reinado de Ramsés II no hay constancia de hechos similares, pero sí que tenemos referencias de enfermedades que provocaban síntomas parecidos durante el reinado de Ajenatón. De hecho, se sospecha que una de sus hijas, la princesa Meketatón, pudo haber muerto de peste. La séptima plaga es la de las lluvias torrenciales. La lluvia era algo tan inusual en aquellos días, decían los más ancianos del lugar que cuando llovía era la ira del dios Seth que se había desatado, y que su rugido era aterrador. La ira eran los relámpagos, y su rugido eran los truenos. Esto no sería un milagro divino, sino un fenómeno meteorológico. La octava plaga nos habla de un eclipse. Ya hemos relatado la importancia de los astrónomos del Antiguo Egipto, y no se trata en absoluto de un hecho paranormal, sino de un milagro del universo. La novena es la plaga de las langostas, las cuales incluso se producen hoy día, llegando a cruzar el estrecho desde Marruecos a nuestra península ibérica. La última plaga de la que nos hablan las sagradas escrituras es la de la muerte del primogénito de Ramsés. Este hecho sí que merece la pena estudiarlo con detenimiento, ya que por un lado tenemos lo que la Biblia nos cuenta y por otro lado tenemos los restos arqueológicos. Ramsés fue coronado con veinticinco años, muriendo en su sexagesimoséptimo año de reinado, cuando tenía noventa y dos años. La Biblia nos relata que el nacimiento de Moisés ocurrió cuando se estaba construyendo la ciudad de Per-Ramsés, por lo que el rey contaba con treinta años. Ahora imaginemos que Moisés nace justo en el año quinto del reinado de Ramsés. Si Moisés se presenta ante Ramsés con ochenta años, debemos sumar esos ochenta a los treinta que tenía el rey cuando inició las obras de Per-Ramsés, lo cual hace un total de ciento diez años, la edad a la que aspiraban llegar todos los sabios. Además, sabemos que el primogénito del rey, Amonherjopeshef, murió en el año cuarenta de Ramsés.

Cruz copta en el templo de Filae.

Fotografía de Nacho Ares.

La salida de los hebreos de Egipto debió ser algo grandioso, ya que era un número de seiscientos mil, aparte las ovejas, bueyes y un gran número de animales. Si los hebreos querían salir rápido de Egipto con dirección al Mar Rojo, los únicos caminos que pudieron tomar para salir de Egipto fueron el ‘Muro del príncipe’ o ‘El camino de Horus’. Pero estas dos rutas que comunican directamente con el Sinaí están en Menfis. Para llegar a estos caminos deberían remontar el curso del Nilo y permanecer semanas en territorio egipcio, y lo único que estos querían era salir sin más demora. Es de suponer que, antes de partir, debieron tener en su poder un documento escrito y con el sello del rey o bien del visir, ya que sólo así se podría confirmar esa orden. De otra manera no hubieran podido, ya que, de ser esclavos, se tendrían que haber enfrentado a un gran número de problemas en los puestos de guardia fronterizos que no hubieran podido solucionar. Pero Ramsés se arrepiente y envía seiscientos carros para matar a los hebreos. Si tenemos en cuenta que en un carro egipcio iban dos ocupantes, un conductor y un arquero, tocaba a mil hebreos por cada carro y, dado que el conductor no puede manejar el arco y guiar los caballos, eso significa que cada arquero debería ir equipado con mil flechas. ¿Tan peligrosos eran los hebreos que Ramsés envió un ejército que podría conquistar cualquier fortaleza? Las aguas del Mar Rojo se abrieron dejando un pasillo por el cual los hebreos huyeron, y al paso de los carros egipcios volvieron a cerrarse. Estas mismas aguas se habían abierto más de mil años atrás, cuando la joya que tenía la remera de Snofru se había caído al lago sagrado. Así podríamos estar analizando todo el Éxodo y quedarnos boquiabiertos.

Nos encontramos con que, una vez que los hebreos están en el Sinaí, Yavhé dice a Moisés:

Di a los hijos de Israel que me traigan ofrendas, vosotros las recibiréis para mí de cualquiera que de buen corazón las ofrezca. He aquí las ofrendas que recibiréis de ellos: oro, plata y bronce, púrpura violeta y escarlata, carmesí, fino lino y pelo de cabra, pieles de carnero teñidas de rojo y pieles de tejón, madera de acacia, aceite de lámparas, aromas para el óleo de unción y para el incienso aromático, piedras de ónice y otras piedras de engaste para el efod y el pectoral. Hazme un santuario y habitaré en medio de ellos. Os ajustaréis a cuanto voy a mostrarte como el modelo del santuario y de todos sus utensilios (Ex. 25, 2-9).

¿De dónde iban a sacar los hebreos el oro, la plata, el bronce, la púrpura, la acacia, el aceite de lámparas, la mirra y el incienso, las piedras de engaste y el pectoral? No hablemos de la fabricación del arca, de la mesa y del candelabro de oro, el efod de oro fino, el pectoral, la diadema hecha con láminas de oro. Se necesitan unos grandes conocimientos de orfebrería, tener talleres, herramientas y un gran número de avances técnicos que no poseían los hebreos en aquel momento, sin olvidar que durante su vida de esclavitud en Egipto no moldeaban el oro, sino que solo fabricaban ladrillos de barro.

No estamos negando la veracidad de los hechos que la Biblia nos cuenta, simplemente exponemos que aquello que los exegetas escribieron lo heredaron del Antiguo Egipto, ya que ellos no tenían herencia que ofrecer. De ser certero este relato, el haber dado semejante paliza a los ejércitos de Ramsés era algo que, a todas luces, incitaría a muchos enemigos milenarios a lanzarse a la conquista de Egipto, véase libios o nubios. Si aparecieron las copias hititas del tratado de paz, ¿por qué no se recogió en otros textos ninguna mención a esta derrota tan humillante? Tal vez porque jamás existió.

El inicio de la religión cristiana en Egipto es un calco de todo el refinamiento que la sociedad egipcia había conseguido a lo largo de los siglos. Todo el movimiento que se originó tras la muerte de Jesús de Nazareth revolucionó el panorama social de aquel siglo I. Por doquier, las imágenes de dioses y diosas del Antiguo Egipto fueron destruidas por ser consideradas encarnaciones del diablo. Durante el siglo IV de nuestra era, en Egipto se dio cita una orgía de sangre y destrucción que provocó la desaparición de los adeptos a la antigua religión, ya que solo existía una ley, convertirse o ser asesinado.

Con el Imperio Romano totalmente convertido al cristianismo, los emperadores romanos, en un intento de limitar el poder de culto que todavía ostentaban los sacerdotes egipcios, habían concentrado el control de los santuarios bajo el mando de un único funcionario romano que legislaba cada templo. Cuando el cristianismo se hubo asentado en todo el territorio egipcio, las creencias en los antiguos dioses no se habían debilitado tanto como los cristianos deseaban, ya que en las grandes urbes todavía se adoraban a los dioses locales con una gran devoción. En el año 535, Justiniano decreta el cierre del último bastión de Isis, el templo de Filae. Allí se produjo una matanza sin igual, una orgía de sangre y destrucción que hizo tambalear los cimientos de tres mil quinientos años de historia. Con la caída de Filae, cayó también el último hombre en la tierra capaz de leer y escribir los medu-neter, las palabras de Dios, y el mundo fue sumiéndose poco a poco en una terrible oscuridad, donde las ciencias y el saber eran presencias no gratas.

La vida de los monjes conversos, como san Onefre, no tenían nada de particular. San Onefre nació en Tebas allá por el año 300 y, por increíble que parezca, su padre era un personaje de gran relevancia en la antigua capital, posiblemente un gobernador. De lo que no existe duda alguna es que el padre tenía una gran devoción al dios Osiris, y de hecho bautiza a su hijo con el epíteto del dios Unnefer, que con el idioma copto derivó en Onefre. Su mayor discípulo fue san Pacomio, un soldado romano que se convirtió al cristianismo tras un viaje a Egipto, donde acabó sus días en el monasterio en el que residía su maestro. En Egipto es donde se forjan los conceptos de la Santísima Trinidad, esas tres figuras santas y regias que, al modelo de Amón, Jonsu y Mut, se aparecieron con la imagen de santidad que les concedía la aureola o nimbo que lucían sobre sus cabezas. Aquel aro luminoso es otro símbolo exclusivo de Egipto, un vestigio de las diosas egipcias, que solían aparecer representadas con una corona en forma de disco solar, emanación de Re. Finalmente, sobre el siglo V fue adoptada para todas las imágenes de la Virgen, Jesús y todos los santos. Hoy en día, la Iglesia Copta de Egipto no tiene reparo alguno a la hora de admitir todos estos hechos, y de hecho continúa siendo el único nexo de unión entre la religión faraónica y el cristianismo. Es más, los coptos sostienen que Dios puso en la tierra a los faraones para que preparasen el camino del cristianismo.

Vista del templo de Isis en Filae.

Fotografía de Nacho Ares.

De igual forma, podemos ver una terrible similitud entre el nacimiento de Jesús y el nacimiento de Horus. Lucas, en su evangelio, nos cuenta que María y José se ven obligados a pernoctar en un pesebre donde reposan una vaca y un buey, ante el inminente nacimiento de su hijo. De camino ya vienen esos curiosos personajes para rendir homenajes al niño. Habría que aclarar que la Biblia no menciona en ningún momento si los Reyes Magos eran tres, cuatro, seis u ocho, así como tampoco menciona sus nombres. Lo único cierto es que en algunas de las pinturas medievales que recogen este hecho por vez primera se presenta a cuatro personajes. Pues curiosamente, camino del pesebre, los Reyes Magos se encuentran con Herodes, el cual quiere dar muerte al bebé que, según la profecía, está destinado a sentarse en el trono que él ocupa. Finalmente, María alumbra a su hijo en medio de un pesebre en compañía de una vaca y un buey. Ahora, dirijámonos al santuario de Filae, donde podemos ver una curiosa escena. Un relieve que se halla en la sala de nacimientos nos muestra a Isis dando a luz en los vergeles del Delta. Al poco de haber nacido su hijo Horus, Isis recibe la visita de cuatro personajes, los cuatro puntos cardinales, conocidos como los cuatro pilares que sostienen la cúpula celeste. Estos llegan para honrar a Horus, que acaba de nacer, y le traen regalos, que casualmente son incienso, mirra y oro. El incienso y la mirra porque son el perfume y la germinación de los dioses y el oro porque es la carne de los dioses. Pero, ¿qué es lo que traía el cuarto personaje? El cuarto pilar trae a Horus el Libro de Seth, manual para destruir al asesino de su padre. Curiosamente, en los evangelios apócrifos se menciona que uno de estos Reyes Magos traía un libro denominado el de Set. Y qué decir de los animales que acompañaron a María en su parto, la vaca y el buey. Ya hemos visto que, en los nacimientos divinos, las reinas parían acompañadas de las diosas. Pues ahí tenemos al buey imagen de Apis, muy venerado en época grecorromana, y a la vaca sagrada, Hathor, que en estos años se había fundido con la imagen de Isis. Así pues, María alumbró a su hijo rodeada de divinidades, como mandaban los cánones. Lo que sucede a continuación es sorprendente, ya que la sagrada familia debe huir, y la pregunta es ¿a dónde? Y la respuesta es: ¿qué mejor lugar que Egipto para que un dios se forme? Curiosamente, el único que menciona este hecho es Mateo.

Ni Lucas, ni Marcos, ni Juan hacen mención a esta huida, que sin duda es un momento crucial para salvar la vida del niño. Una vez que han llegado a Egipto, en vez de pasar desapercibidos en una remota aldea, se asientan en los puntos más importantes. Basta, Mostroud, Belbeis, Sumaroud, Saca, son ciudades donde hoy se alza una iglesia copta en honor a estas paradas. El lugar donde se establece la Sagrada Familia es Heliópolis. Lucas nos explica que Jesús leía y hablaba el hebreo, una lengua que en aquellos años ya estaba muerta, por lo que Jesús sólo podía hablar o el latín o el arameo. La única forma de que Jesús hubiera aprendido el hebreo habría sido que permaneciera durante muchos años en un lugar de iniciación, cosa que no es mencionada. La complejidad con la que el niño, ya adulto, se expresa sólo puede ser entendida con una refinada educación, y está claro que tuvo que aprender en las mejores escuelas, si acaso la de Heliópolis, en donde se impartían los mismos preceptos que luego impartió Jesús, y que miles de años antes que él, ya lo habían hecho Ptah-Hotep, Ani, Amenhotep el Hijo de Apu y otros tantos más. Tras este encuentro en el templo se abre un vacío que va desde los doce a los treinta años, sin que nadie a día de hoy pueda explicar lo que ocurrió con Jesús en este lapsus de dieciocho años, que se antojan demasiados.

Inevitablemente, volvemos al punto de inicio, pues ¿cómo era posible que Jesús hubiera conseguido una educación que le permitiese entrar en Jerusalén de semejante forma? María, identificada con Isis, es colocada por muchos investigadores como una iniciada de los misterios de Isis, y esto no sería extraño, ya que no sólo era un lugar idóneo para pasar desapercibido, sino que en esos años Isis era la madre de las diosas, y esta es la mejor explicación para entender la presencia de Jesús en un templo a la edad de doce años.

Con todo esto que hemos expuesto no se intenta responder a la autenticidad o no de los hechos, sino que lo que realmente importa es saber si se puede adivinar aquello que está escrito entre líneas, si la existencia de la trascripción de los textos egipcios a los textos bíblicos tiene alguna base digna de credibilidad. Y esto, parece innegable, máximo sabiendo que, desde Abraham, pasando por Jacob o el mismísimo Noé, son hechos que se pretende hacer creer fueron recogidos por personas que no sabían ni leer ni escribir. Así fue como a lo largo de los años la religión cristiana se hizo con el poder, siempre apoyándose en sus propias creencias que en un primer momento intentaron incluso despojar de autoridad a los textos judíos. A lo largo de la historia de la humanidad, hemos visto cómo la religión que es poderosa, da igual la fe que profese, oprime y destroza al pueblo. La fe nada tenía que ver con la religión, puesto que mientras la fe mueve montañas, la religión movilizaba las cúpulas del poder, colocaba y quitaba a los reyes de sus tronos, llevaba y traía a los hombres de las guerras iniciadas en nombre de Dios, y se convirtió en un invento para controlar al pueblo, sumirlo en la bruma de la ignorancia y, si esto fuera poco, asesinar a cualquiera que no estuviese de acuerdo en ellos, acusándolo de brujo, de bruja o de ser incluso hijo del mismísimo Satanás.

Volviendo a lo que aquí nos ha reunido, echemos una última mirada y maravillémonos ante la gran herencia egipcia que rige una parte de nuestro modo de vida actual, desde las antiguas costumbres hasta las bellas procesiones por el mar que llevan a la Virgen en ceremonia como el testigo de la antigua fiesta de Opet, así como los nombres de tantos vecinos, amigos y seres queridos que componen nuestro pequeño universo particular. Hoy día, cada vez es más aceptado que las bases de la religión católica son nuestra herencia del Antiguo Egipto, y que la Biblia contiene más parábolas que hechos verdaderos. No obstante, esto no fue siempre así, ya que hubo tiempos en los que admitir esta gran verdad podía ser motivo de pena de muerte. En realidad, vivimos en lo que sin ninguna duda es el último reducto de la diosa Isis y, si acaso, sólo nos resta admitir que aquellos primeros cristianos, que querían a toda costa borrar los recuerdos de la religión pagana, no supieron llevar a cabo su misión. Todavía quedó en Filae un último sacerdote egipcio que hizo perfectamente su trabajo, supo disfrazarse hábilmente y aguardó pacientemente a que el paso de las centurias hiciese el resto, ya que con la llegada del huracán napoleónico, Egipto resurgió de sus cenizas, hasta los días de hoy.

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