"Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo."

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Alejandro Carbajo, cmf


La semana pasada hablábamos de la corrección fraterna, de cómo el Señor nos invitaba a hacerla y si nos era o no fácil. Esta semana, siguiendo con las relaciones comunitarias, reflexionamos sobre el perdón. En las relaciones es tan importante saber corregir como saber perdonar.

Este de hoy es uno de esos evangelios con los que todos podemos, en principio, estar de acuerdo, pero que nos cuesta llevar a la práctica. Porque lo que más nos sale es lo contrario, el recordar las ofensas, y no perdonar sin condiciones. ¿Es el perdón una actitud de gente débil? ¿Tengo que ser tonto para ser bueno? ¿No hay momentos en los que uno, incluso teniendo la mejor voluntad, dice esto es demasiado? Basta con recordar, por ejemplo, la fecha del 11 de septiembre de 2001...

Lo más normal, para muchos, es vengarse cuando se puede, o al menos, guardar el rencor hasta mejor momento. La venganza es el placer del ofendido, y el rencor el único recurso seguro del más débil. La ira es muy perjudicial. Nos vuelve demonios. Propio de los demonios es vivir siempre encolerizados. Por eso, la mansedumbre es la virtud que más odian los demonios. La cólera oscurece el alma; por eso hay que cortar de raíz los pensamientos de cólera y no abandonarse a ellos. Ser cada día un poco más pacíficos. Que los pacíficos heredarán la tierra.

Ya la primera lectura nos pone en suerte. Furor y cólera son odiosos. Hasta ahí, todos de acuerdo, Es verdad que, a veces, tenemos accesos de furia, o “nos llevan los demonios”. Pero lo que nos dice el Eclesiástico es muy cierto: ¿cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? Si fuésemos más coherentes, antes de pedir nada al Señor, dejaríamos la ofrenda ante el altar e iríamos a reconciliarnos con nuestros hermanos. Es verdad que no siempre se produce la reconciliación – dos no pelean si uno no quiere, y lo mismo pasa con el perdón – pero, por lo menos, lo habremos intentado. Por nuestra parte, todo estará bien. De lo que hacemos – o no hacemos – es de lo que debemos responder.

Nos dice también la lectura recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo. Es muy práctico recordar los mandamientos. Los de la Ley de Dios, y también los de la Iglesia. Si nos miramos a nosotros primero, quizá seamos más tolerantes con los demás. Porque nosotros tampoco somos perfectos, y el contraste de nuestra vida con los mandamientos nos lo recuerda. Con otras palabras, el que está libre de pecado, que tire la primera piedra (Jn 8, 7).

La parábola del Evangelio no nos deja indiferente. A cualquier persona con algo de sentido común le suena mal la actitud del siervo desagradecido. Le perdonan una cantidad inimaginable, porque sí, porque le dio lástima al señor, y a él le cuesta perdonar una pequeña cantidad. Es verdad que no hay razones para perdonar, como no hay razones para creer. Es un don, un regalo. Se puede pedir, pero no tenemos derecho a recibirlo. Es como la fe.

La reacción de los compañeros es normal. Ante la actuación desproporcionada – estrangular a su deudor – van a contárselo al señor. Y éste actúa en consecuencia. Siervo malvado. Ese desagradecido pierde todo lo que había recibido, por no saber apreciarlo. Nosotros habríamos hecho lo mismo.

Pero si lo pensamos bien, quizá más de una vez nos hemos portado como el estrangulador. Recordemos cuántas veces hemos recibido el perdón por nuestros (muchos) pecados, de la mano del sacerdote, y, sin tardar demasiado, hemos cometido alguna injusticia contra nuestros hermanos. Nos parece que es normal que nos perdonen, porque somos nosotros. Pero cuando hablamos de las ofensas recibidas, es otro cantar. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? Esas palabras deberían resonar con fuerza en nuestro corazón. ¿Somos compasivos o no?

Cada día rezamos la oración del Padre Nuestro, puede que varias veces. Y pedimos que se nos perdonen las ofensas, como también nosotros perdonamos a lo que nos ofenden.  Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Nos lo recuerda Jesús en el Evangelio. De cómo perdono yo, depende el cómo me perdonen a mí.

Es muy útil corregir y dejarse corregir. Pero, quizá, no hay mayor alegría que saber perdonar y sentirse perdonado. Tenemos un Padre bueno, siempre dispuesto a darnos otra oportunidad. Pero nosotros debemos ser consecuentes. Perdonar como Dios nos perdona. Setenta veces siete, y las que haga falta. Siempre. Para ser, un poquito, como Dios.



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