Taxi
Domingo » 37. Shepherds delight
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Shepherds delight
Sentados en uno de los bancos del otro lado de la calle, el taxista mira el bloque de pisos donde duerme Lola. Ha refrescado. Debería pasar un día a buscar ropa de abrigo. Un día que no esté su mujer. Pasan coches que aceleran veinte, treinta metros para frenar en seco al llegar al stop. Cruzan ante ellos transeúntes que regresan a sus casas, con el domingo ya a punto de llegar a su minuto cero. Los perros sacan a pasear a sus amos. Van siempre a los mismos sitios. Se mean y se cagan en los mismos trozos de acera. Una pareja sudamericana viene gritando desde Virgen de Montserrat. Quién sabe si discuten o se están divirtiendo. Si hablarse así es una broma o es hacerse daño. Probablemente, después de tanto tiempo, ni ellos lo saben. Cada uno de nosotros pierde el manual de instrucciones pasados los años, piensa Sandino.
—¿Ésta es tu casa? —pregunta Jesús, que se ha acercado a Sandino desde el SAAB aparcado a unos metros de allí, dejando caer el cuerpo a su lado.
—Es mi casa. Era mi casa.
—Ahora es de tu mujer.
—Ahora es de mi mujer.
—¿Por qué no subes con tu mujer?
—Ya no puedo.
—¿Ya no la quieres?
—La quiero, pero la engaño.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Por qué no subes, la sigues queriendo y no la engañas?
—Porque en todo ese trayecto hay algo que no sé hacer y no sé qué es. Aún no lo sé.
—¿Es mucho mejor estar en un banco enfrente mirando el edificio de tu casa?
—¿Tú nunca has tenido una mujer, una casa a la que no has podido volver aunque quisieras hacerlo? Sólo es necesario ser otro, no parecerlo. Creer que puedes ser normal sólo porque los demás te ven normal. Si lo consigues puedes volver pero no es fácil.
—Estuve casado. Hace mucho tiempo. Pero es difícil estar con alguien como yo y a mí me pasaba igual con ella. Me gusta estar solo. Hacer las cosas a mi manera. Ella estaba por mi dinero. Me dedicaba a restaurar muebles en casa. Trabajaba en la mesa del comedor de casa. Eso la ponía frenética. Yo trataba de no ensuciar. Barría cuando acababa, pero era igual: me odiaba. Todo lo que me quiso, me odió.
—Jesús, ebanista. ¿Qué hacías? ¿Cruces?
—El dinero era de mi padre. —Jesús no pilla la broma—. Pero yo no tenía nada. No me creía y estaba lo de la madera. Ensuciaba y eso la ponía muy nerviosa. Mi madre me controla el dinero. ¿Vamos a ver si Sofía necesita algo?
—Luego. Quiero hacer algo antes.
Sandino se levanta. Jesús lo sigue. Ambos se dirigen hacia el coche.
—Volverás a casa. Los hombres como tú siempre vuelven.
—¿Qué tipo de hombre soy yo?
—De los melancólicos. Por eso volverás.
—No, no volveré. Esta vez me han echado. Es la primera vez que siento que tengo un contorno, que no inundo o me inundan. Es distinto.
—Es lo mismo. Es como salir y entrar. En el fondo, es lo mismo.
—¿Sabes? Tengo una hija. Eso sí. No sé ni cómo se llama, pero la tengo. Sólo tengo un hijo y no lo tengo. Pero un hijo, una hija aunque no sepas dónde está también es una casa, un hogar, ¿no crees?
—Yo tendré hijos. Muchos. Pero de mujeres extranjeras. Las mujeres españolas no me gustan para tener hijos.
Vuelven al coche. Recorren la ruta con parsimonia. Al taxista le tranquiliza el mantra delirante de su compañero.
—La mayor parte de las mujeres de aquí son estériles. No pueden tener hijos. Uno como mucho. ¿Sabes cómo lo hacen? —No, Sandino no lo sabe—. Con los aviones. Cada avión que ves llegar o irse tiene mezclado combustible y un gas que cae sobre la población. Cambia el clima y, al respirarlo, genera esterilidad.
—A mí me gusta ponerme debajo de los aviones. Verlos tumbado en la arena de la playa.
—Pues ya sabes. Está comprobado. Métete en internet. Hay una asociación, una Plataforma Ciudadana por la Esperanza que lo denuncia. Tienen sus propios medios de información. Sus escuelas. Míralos, la ciudad está llena de zombis que no pueden tener hijos.
—Tú no tienes hijos. ¿Cómo sabes que no eres ya estéril?
—No me escuchas. Sólo afecta a las mujeres. A las españolas. En Francia hay otra legislación sobre los aviones que sobrevuelan ciudades.
—¿Sabes?
—¿Qué?
—No te voy a echar de menos ni una mierda.
—Plataforma. Ciudadana. Por. La. Esperanza. ¿Por qué has dicho lo de las cruces antes?
—¿Qué cruces? Yo no he dicho nada de cruces.
—Sí lo has dicho. Cuando te he explicado que trabajaba de ebanista en casa.
—No me acuerdo de qué he dicho —le empieza a vacilar Sandino.
—Por algo lo habrás dicho, ¿no? ¿No?
—Supongo. Si lo recuerdo, te lo digo. Sería una broma. No sé.
Durante el resto del trayecto ninguno de los dos habla. Al fondo del passeig de Sant Joan ya se dibuja el Arco de Triunfo. Como era de suponer, el Olimpo está cerrado. Sandino no esperaba otra cosa. Su fantasía consistía en que Héctor se encontrara en su interior. Solo y confiado. Contando las monedas de la recaudación como en un viejo cuadro holandés. Detiene el coche enfrente de la puerta principal, donde las sillas metálicas de la terraza se encuentran apiladas y encadenadas. No distingue luces. Pide a Jesús que no salga del coche y lo mantenga en marcha. Se adentra por el callejón que lleva a la cocina. Hay coches aparcados en batería. Es como un patio interior, casi secreto excepto para vecinos que ven una oportunidad para aparcar. Se acerca a la puerta de la cocina del bar, pero como era de prever está cerrada. También la ventana lo está y asegurada con un grueso batiente de madera. Regresa y se sube al SAAB. Un espasmo de dolor le recuerda que su rodilla aún está inflamada.
—No hay nadie, ¿verdad? ¿Qué hora es? Esperamos hasta que venga. Dormimos aquí y mañana le pegamos un buen susto.
Sandino no contesta. Se pone el cinturón de seguridad y vuelve a la calzada. Endereza el vehículo y sube el repecho del bordillo que da a lo que es la terraza del Olimpo. Comprueba que Jesús tiene puesto también su cinturón.
Hay muchas maneras de destruir a un hombre además de matarlo. Quitarle lo que más quiere. Héctor quería a Verónica y a su bar. En cierto modo, Sandino, accidentalmente, lo privó de Verónica. Sólo le queda el bar, así que baja el pie sobre el pedal y acelera para acabar de quitarle lo único que conserva.
Acelera gradualmente hasta impactar contra la estructura metálica, primero de la terraza, arrastrando las sillas encadenadas. Acelera para no calar el coche más cuando va a impactar contra el edificio, cuando el SAAB, como un bicho curioso, decide saber qué hay dentro de ese bar, en esas mesas, en esa barra, en esas sillas, cristales, ruidos, televisiones, botellas, vasos y alguna que otra columna que cede contra su envite. Los acelerones imprimen violencia a una acción que hasta ese momento parecía reversible —pones marcha atrás y ya está—, pero todo sigue pareciendo fácil, sencillo, como deslizarse sobre hielo, un coche que apenas controlas, que ya ha destrozado el salón y que se queda quieto mientras empieza a sonar la alarma. Una alarma que avisará a la policía, a los vecinos. Una alarma de qué demonios está pasando en los cielos de Dresde.
Sandino no tenía previsto nada de eso. Sólo fue con deseos de hacer daño. De dejar su marca. De matarlo si lo veía y nadie los veía. No, no habría sido capaz, pero ¿quién sabe? De hacerle daño, sí, claro, todo el que hubiera podido. De hablarle de Verónica, seguro. De su hija. De reventarle las piernas con el coche. Pero ahora se encuentra parado en medio de una sala, con un coche en marcha, manchado de cal y una alarma chismosa taladrándole los oídos. Debería ir marcha atrás. Debería pulsar la tecla y hacer que nada de esto hubiera pasado. El plan inteligente había funcionado, ¿para qué dejarse llevar por las vísceras, por la ceguera, por el arrebato de un dios idiota?
Marcha atrás.
El SAAB se queda encajonado. Detrás ha aparecido una columna que no conseguirá derribar. Lo único que pueden hacer es bajarse y echar a correr. Pero éste no es un coche robado. Es el coche de Sofía. Han de salir de allí con el automóvil como sea. Deberá ser hacia delante, entonces. Sandino pone el coche en punto muerto. Trata de recuperar un control que, sin darse cuenta, ha perdido con la idea de huir. No pueden huir. No puede estar huyendo siempre. No puede echar siempre marcha atrás. No puede conseguir que todo pase y no pase al mismo tiempo. Da gas. Acelera de repente. Por fortuna, la barra del bar, contra la que impacta, es sólo de madera. Ahora sí, entra la marcha atrás, deslizándose los neumáticos, quemándolos, un penetrante olor a caucho quemado y esa maldita alarma sonando cada vez más aguda.
El coche se ha quedado trabado. Sandino se baja y trata de quitar la mesa metalizada que impide el movimiento del auto. Jesús decide ponerse al volante mientras trata de tranquilizar con gestos de control absoluto al taxista al que no le queda más remedio que confiar. Sandino empuja el vehículo a pesar de que, enseguida, su cuerpo le recuerda lo dolorido que anda. Es igual: tendrá que romperse si es preciso, pero debe conseguirlo. Ya tendrá tiempo de recomponerse el resto de su vida, porque esto es ahora o nunca.
Uno, dos y.
Uno, dos y.
Uno, dos y… ¡tres!
El coche brinca como un caballo. En ese momento, Sandino, bajo una lluvia de cal, trozos de cemento, madera y cristal, teme fuera de toda lógica que, al retirar el SAAB, el edificio entero vaya a venirse abajo. Jesús consigue maniobrar con el coche y enderezarlo hacia uno de los callejones peatonales que llevarán a Ausiàs March. La alarma ha armado tal revuelo que los mossos deben de estar al llegar. Además, no muy lejos de allí, en la estació del Nord, está la urbana. Serán tres, cuatro minutos a lo sumo. Queda poco, muy poco. Lluís Companys a toda pastilla, con el parc de la Ciutadella a un lado y sin apenas tráfico. Algunos tramos en contradirección. Jesús mira hacia atrás volviéndose, porque el retrovisor está colgando, con su cuello irremediablemente roto.
—Tranquilo, tranquilo. Nadie nos sigue. En el primer semáforo que esté en rojo, nos cambiamos y conduzco yo.
Jesús no contesta.
¿Qué has hecho, joder, Sandino, qué coño has hecho?
No lo sé, no lo sé, no lo sé.
No podía dejar así las cosas.
No podía ganar esto sólo siendo astuto.
No podía ganar esto sólo con mentiras.
¿Qué vas a…?
No lo sé, no lo sé, ¡no lo sé!
Ya en Gran Vía, Jesús tuerce a mano derecha. Empalman dos, tres semáforos en verde. Todo parece ir bien hasta que, casi por intuición, Sandino mira por una de las calles que suben y ve un coche de policía con las luces encendidas que, al verlos pasar, dispara la sirena. Jesús también la oye y acelera. Sortea los pocos coches que, a esa hora aún dominical, quieren dejar Barcelona. Toma la Meridiana y engulle semáforos verdes, verdes, ámbar, rojos. La policía hace lo propio. A la altura de Fabra i Puig, el rojo es ya peligroso, pero Jesús no va a parar a pesar de los ruegos de Sandino, que es consciente de estar huyendo de algo que es mucho mejor que un accidente de tráfico a la velocidad a la que ya va el SAAB. Sube un camión con un largo tráiler en dirección a Virrei Amat. El SAAB parece que va a embestirlo, pero, en el último momento, el camión vira con brusquedad, deslizándose por la calzada. El SAAB impacta contra uno de los vehículos que estaban detenidos a la espera del cambio de color del semáforo. Ese coche no estaba bien frenado y se ve girando sobre su eje. Jesús y Sandino siguen por Meridiana en dirección Mataró con las pitadas de los automóviles que suben, pero para el coche de la policía las piezas están peor dispuestas —el camión con tráiler, el vehículo girando como una peonza— y ha de reducir, parar, sortear. Perderán unos segundos, un minuto, quizá algo más.
—Sal de aquí. Tírate por el lateral. Baja por ahí, hacia Santa Coloma.
—Pero ¿cómo…?
—¡Ahí, ahí, joder!
El SAAB consigue llegar a la rampa merced a un volantazo de Jesús en el último momento. Sandino tiene la esperanza de que la policía crea que seguirán la opción más sensata: tratar de ganar algunas de las vías que los sacarían de la ciudad. Por eso bajan hacia Santa Coloma de Gramenet. El latido del corazón casi le está reventando los oídos. Trata de recuperar la calma. Sandino sólo quiere que el coche se detenga para poder tomar él el volante. Pero el SAAB no se para. Ni cuando no puede hacerlo, ni cuando debería hacerlo. Avenida Alameda, al lado del río Besós.
No les siguen. Un semáforo en rojo. El SAAB se detiene. Jesús y Sandino jadean, sin mirarse. La alarma del Olimpo aún resuena dentro de sus cabezas.
—¿Sabes? Hace días soñé con un SAAB en llamas. Creía que iba a pasar ahora.
—¿Quieres que lo queme?
—No, no, apárcalo bien y ya está. Como si lo hubieran robado.
—Bájate, Sandino, ya me encargo yo.
—No seas idiota.
—Bájate, por favor. Haz caso a alguien alguna vez. Esto no es uno de tus «vale».
—¿Qué vas a hacer?
—¿Quieres que lo queme?
—No.
—Sí quieres, pero no sabes por qué.
Sandino sabe que no le hará cambiar de idea. Que lo quemará. El semáforo ha cambiado a verde, pero ellos han permanecido parados, rebasados por otros coches que tocan el claxon.
—Bájate, hazme caso.
—Vete a la mierda.
El taxista se baja del coche dando un portazo. Se inclina sobre su ventanilla y mira a Jesús. No sabe qué pensar. No tiene ni la más mínima idea de qué demonios pretende hacer ese pirado.
—Prométeme que no te harás daño.
—Te lo prometo.
Sandino sonríe. Casi parece notar una cámara grabando la escena que él va a hacer cinematográfica.
—Shirueto ya kage ga kakumei o miteiru. Mo tengoku no giu no kaidan wa nai. Shut up!
—Shut up! Bowie mola, ¿eh?
—Sí, sí que mola —resume Sandino enderezándose, y golpea la parte baja de la ventanilla, sabedor de que acaban de despedirse quién sabe si para siempre. El SAAB ronronea con el ámbar de un semáforo y lo cruza en rojo.
Sandino está convencido de que acabará quemado a orillas del río Llobregat. Lo soñó, lo imaginó, todo esto fue ya vivido.
Shut up!