Taxi
Martes » 2. Hitsville UK
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Hitsville UK
—Ahmed, para ya, joder. Hoy no estoy para historias.
—Espera. Escucha. Mírame, Sandino. Alá no descansó el sexto día. Tampoco el séptimo. Alá no estaba cansado: ¿cómo iba a cansarse Alá? Él creó la tierra en dos días. Alá dispuso montañas y las bendijo con abundantes cultivos y ríos. Eso es lo que hizo Alá. Los siguientes cuatro días, Alá dio de comer a todo animal viviente.
—Héctor, cóbrame.
—Alá se estableció en el cielo y dijo al Cielo y a la Tierra: «¿Vais a venir o qué cojones vais a hacer?», y ellos, Cielo y Tierra, vinieron de buen grado. Yahvé es Alá, y Alá, Yahvé, pero no del todo porque las lenguas y los pueblos los explican a su manera y los convierten en dioses distintos y entonces los hombres se matan entre ellos. Da igual eso. Uno de los días de la Creación, Yahvé más que Alá se levantó caprichoso, porque Alá nunca es caprichoso, y Yahvé, sí. Entonces, amigo Sandino, se puso a crear animales y planetas a su antojo. A unos les dio nombres, en otros casos esperó a que las propias fieras se los inventaran. Bestias dando nombre a bestias como «cocodrilo» o «ratón». Fue así. Luego colgó la luna allá arriba. Y en la tierra creó a simios y más tarde a Lilith, y cuando ésta se fue del Edén creó a una compañera sumisa del hombre y la llamó Eva. Habría más mujeres para ese hombre, para Adán, por allí, no digo yo que no. Seguro que sí: mujeres por todas partes, acechando, de otros, de nadie, aquí y allá, el Paraíso, la Ciudad. «¿Por qué he de acostarme debajo de ti —preguntó Lilith— si soy tu igual?». ¡Ella se marchó del Paraíso, nadie la expulsó! Antes libre que sumisa en el Edén. Pero al hacerlo, enloqueció y se entregó a la lujuria. Quizá ésa fuera su forma de vengarse. Los pobres se vengan de los ricos así, follando mal y pariendo muchos hijos, y los ricos ni prestan atención a eso, pero deberían. Esa gente vota. Los palestinos votan o deberían votar, ¿no te parece?
—¿Sabes qué me parece? Me parece que lo mejor de ti es que no te drogas. Que sólo eres café, café y más café. Eso me parece.
—No me interrumpas, por favor. Yahvé, dejemos a Alá tranquilo, envió a sus ángeles, pero ni ellos pudieron hacerle cambiar de opinión.
—¿A quién?
—A Lilith, coño. El cielo le mataba los hijos y ella asesinaba a niños sin bautizar, cada noche se dejaba embarazar enloquecida con las lociones nocturnas de los varones.
—Poluciones, poluciones nocturnas. Se llaman así.
—Ah, mi taxista culto.
—No me toques los cojones, Ahmed, en serio. Déjalo ya. Hoy no es el día. Héctor, por favor, cóbrame también lo de éste. ¿Cómo puedes estar así de enchufado a las siete de la mañana?
—Okey, okey, me callo. En Mercabarna las siete de la mañana ya es muy tarde. Sólo quería hacerte reír, bromear contigo, un poco de risas.
—Hoy no hay risas.
—¿Por qué? ¿Qué te pasa para que estés así…?
—¿Cómo así…?
—Así, triste.
—Yo no estoy triste: soy triste.
—El taxista triste.
—Ése soy yo.
Sandino pone dinero suficiente sobre la barra y no espera el cambio. Por un acuerdo tácito entre ambos, paga quien consume más. Para el taxista, Ahmed —listo, simpático, más buen encajador que tolerante— es lo más próximo a un amigo que se puede conseguir en un bar en el que llevas más de dos años desayunando de lunes a viernes. Un bar, el Olimpo, que regenta Héctor. Un bar en el que Sandino cayó un día casi por casualidad y en el que estaba Verónica, la compañera de Héctor. Ahora ya no está Verónica y acuden taxistas y expolicías. Demasiada morralla y farloperos, a juicio de Sandino. Él sigue acudiendo, incapaz de romper esa costumbre, quizá imbricada en el recuerdo del adulterio con Verónica o en el hecho de que éste es su único vínculo con ella o quizá la manera de, algún día, obtener una información que teme tanto como espera. En el bar Olimpo queda con Ahmed y, en raras ocasiones, con Sofía, también taxista como él, pero que no suele detenerse mucho ni en bares ni en paradas. Sofía también podría ser lo más próximo a una amiga que ha podido tener nunca en el gremio. Podría decirse que sí.
Héctor es exmosso. Uno de esos tipos que cuando ríe te hace sospechar que te has manchado de tomate la corbata, según acertó a decir un día un cliente. Héctor lo oyó y se rió. El resto se miró la corbata que no llevaba.
Héctor y Sandino, Sandino, Héctor y el fantasma de Verónica.
Héctor juega a que lo sabe y no le importa.
Sandino juega a que Héctor dude de lo que cree saber.
Todo eso anda por el bar, lo que más quiere Héctor en el mundo, que regentó su padre, el dignísimo señor Abarca, y su madre y sus abuelos. Verónica y el bar, lo único que otorgó la sentimentalidad suficiente a Héctor para parecer humano. El exmosso trafica. No lo hace porque lo necesite, sino porque le gusta el dinero. Ni siquiera es un despilfarrador. Le gusta conseguirlo fácil. Tenerlo en el bolsillo. «Un vicio como cualquier otro, eso del dinero», asegura.
Tanto Sandino como Ahmed tienen estudios universitarios. Los del marroquí en Rabat, acabados; los de Sandino en Barcelona, abandonados en segundo o tercero, ni él mismo puede recordarlo. Eso les unió al principio, de un modo quizá ridículo e infantil. Ninguno de los dos tiene muchos amigos. Entre los taxistas que le conocen, frecuenten o no el Olimpo, hay quien dice que Sandino es un estirado, un engreído porque apenas se relaciona con ellos, anda siempre leyendo y escuchando música rara. El marroquí cae bien a todo el mundo, pero aun cayéndole bien a todo el mundo, podrían ser capaces de quemarlo en una pira si ese todo el mundo se pusiera de acuerdo en hacerlo.
—¿Qué te ha pasado?
—No seas pesado, hostia.
Lola y Sandino casi nunca discuten. Por eso cuando sucede algo —un roto, una sospecha, cualquier descuido que conlleve la sensación de haber saltado sin red— se le llena la barriga de piedras al taxista y pone cara de ogro envenenado y todos le preguntan, sin posibilidad de camuflaje: «¿Qué pasa, Sandino, qué tienes, explícanos, qué es lo que tienes?». Y Sandino nunca contesta la verdad.
—Vi a tu hermano el otro día.
—No dejes que se os pudra. Ni unas horas. ¿No ves que no vale la pena?
—Estoy seguro de que me vio y no me saludó.
Dos conversaciones, orejas y boca cruzadas, cosidas al través, una encima de otra hasta que cada uno elige la que más le interesa o la que menos le importa.
—No la dejes pensar.
¿No puedes plantearte ni por un momento que soy yo el ofendido? ¿Yo el que ha de ser buscado, el que merece recibir disculpas?
Emad, el hermano pequeño de Ahmed, es ahora huraño y esquivo, no tiene nada que ver con el chaval que Sandino conoció cuando era poco más que un adolescente. De hecho, ambos hermanos, uno resignado y el otro furioso, quizá han llegado a la misma conclusión por diferentes vías —piensa Sandino— de que nunca hubo la más mínima posibilidad de ser invisibles en esta sociedad. Tal vez ése sea un buen motivo para no saludar a quien antes saludabas. Pasar de la espera al odio, una rabia que apenas consigues disimular.
—Si no te saludó es que no te vio. Emad sabe que eres amigo mío.
—Quizá ya no mira igual.
El semblante de Ahmed se oscurece apenas un instante. Un cambio como un parpadeo que le delata, y Sandino lamenta haber hecho ese comentario, haber demostrado que no sabe guardar una confidencia, una preocupación que Ahmed le confesó hará un par de meses. Ahmed sutura en falso pero con rapidez la herida: dientes, sonrisa, pasos ligeros; todo es una broma entre ellos, ¿no? Aunque sea torpe. Aunque no haga la más mínima gracia la puta broma.
Sandino saca a colación lo primero que encuentra:
—¿Sigue con lo del grupo de rap?
Ahmed sabe que es innecesario.
Lo sabe, pero quiere herirle.
Demostrar que también puede, que no teme ni a Sandino ni a los suyos.
Sandino está ya despidiéndose de Héctor y bajándose de uno de los taburetes de la barra. Apoya la mano en el hombro del marroquí, señal de afecto, de seguimos igual, de lo siento, pero tengo mal día y no quiero hablar. Quien recibe la mano en su hombro sigue pensando que no puede irse así el taxista. Que ha de escocerle haberle hecho daño, haber sido indiscreto.
—Hazme caso, vete a casa. A la que quieras, pero elige una y vete solo a esa casa.
Sandino, por unos instantes, cree que ha oído mal, pero no es así. Sus secretos, algunos de ellos, también pueden quedar a la intemperie y ser motivo de escarnio. Eso es lo que le está diciendo Ahmed.
—Hablas demasiado —le dice Sandino casi al oído, en un gesto forzadamente teatral—. Pero te pido disculpas. Mi comentario no iba por donde tú crees. He sido un bocazas.
—Lo siento yo también —contesta Ahmed, quién sabe si sinceramente.
Al taxista, ya en la calle, el mal humor se le mezcla con la congoja que le va entumeciendo casi físicamente, como si se tratara de un veneno. Conoce el antídoto y sabe quién lo guarda. Bastaría un mensaje, unas palabras cariñosas de su mujer, una pista de que la conversación postergada para esta noche no será trascendental, preámbulo de ningún final. Bastaría que le encargara que trajera algo para la cena, o cualquier comentario trivial respecto de lo que harán el fin de semana. Sería genial encontrársela en el cementerio para incinerar a la abuela Lola como una señal de que desea seguir formando parte de su familia, esa troupe delirante en claro estado de demencia y extinción. Todo lo que pudo haber de divertido en su familia ya pasó. Ahora sólo queda curar a los viejos, visitarlos en el hospital, ayudarlos a vender la Casa Usher, conseguirles la ecuatoriana de rigor, gestionar documentos y demencias, pelearse por la miserable herencia con Víctor, olvidarlos a todos, poco a poco o de golpe, hasta rematar esa carnicería en la que acaban todas las familias.
Pero no van a llegar señales de Lola. La conoce. Y también sabe que, a medida que transcurra el día, la ansiedad irá decreciendo en el ánimo de Sandino, la acumulación irá confundiéndole hasta quitar trascendencia a la conversación pendiente, y volverá a casa y todo seguirá igual: desmoronándose, resistiendo el derrumbe, el buitre y las tripas regenerándose en la herida abierta.
En la calle, el cielo es hoy plomizo, pero tiene pinta de que dentro de unas horas se hará sitio el sol. Humedad en el ambiente, pero ganas de callejear con la fresca si uno fuera otro, no alguien que vive atado al motor de un auto que se le va incrustando en el cuerpo. Pero hoy no es uno de los días en que más odia ese trabajo en el que va de aquí allá sin que el rumbo lo decida sino el azar, un cierto caos en las reglas del juego. Ha de reconocer que también le gusta que nadie le dicte el horario y escuchar y reelaborar algunas de las historias que le cuentan los clientes recordándole cuando escribía las suyas propias, cuando quería ser escritor. Los pasajeros, la mayoría al menos, no dejan de explicar cosas. Impunemente. Sin motivo. Entre ellos, a través de los móviles o hablando con su nuca. Sin motivo, porque sí.
Ayer le contaron que en Buenos Aires hay un local decorado con un corazón inmenso, rojo y agujereado, en el techo. La Catedral del Tango. Que treinta y tres golpes como los años de Cristo son necesarios para ablandar un pulpo y que el lesbianismo se cura. Que en Estambul, en el puerto, sirven mejillones con arroz. Que venden a Messi el próximo verano. Que todo se arreglará. Que nada tiene arreglo. Que es necesario confiar en la gente. Hágame caso: no se fíe usted de nadie.
Por casa debe estar una libreta donde anotaba cosas así que le iban explicando. Unas cuantas frases cortas que al releerlas le traían a la mente toda la anécdota o le permitían recordarla a medias. También apuntaba idioteces. Guías de vida, propósitos de enmienda. Ya no apunta nada. Dejó de tener sentido. Hace cinco, diez años que no siente la necesidad de escribir nada. Le basta con leer. Devora libros en casa y en el coche. Cuando se detiene en alguna parada, a la hora de comer, en semáforos y embotellamientos.
Leer por leer.
Leer por no pensar.
Leer por no recordar que ya no lee para escribirlo luego, de otra manera.
En nada llega a BCN-Johannesburgo, esos motes que el Robespierre de tómbola que guarda en su corazoncito le sugiere, cambiando los que aparecen en GPS, mapas y carteles. Capità Arenas. Maravillosos ejemplares equinos por aceras y pasos cebra. Doctor Ferrán. Parada, media parada, paso atrás, passage y piaffé, ese trote tan recogido que no se gana terreno con él. Manel Girona. Domingos de tortell, misa de hora y nietos rubios. Extraña fruta pudriéndose al sol, abuela Holiday. Manila. Rosa Leveroni. Carrer dels Lamote de Grignon, ciudadano Danton.
Valeria tiene ocho años y Regina, seis. Unos segundos después de que Sandino salude con la mano a Julián, el portero de la finca, bajarán peinadas y vestidas, con sus trajes verdes del Cardenal Spínola, ese inmenso colegio por encima de Ronda de Dalt que fue del Opus Dei hasta hace muy poco. Es un misterio para el taxista por qué una familia que vive en BCN-Johannesburgo, rodeada de tantos colegios adecuados a su clase social, ese indeterminado gueto de nobleza sin dios ni patria, puñado de familias desperdigadas por el norte del Eixample y la Bonanova, decide llevar a su camada al otro extremo de la ciudad, en la falda de la calle que hace ya muchos años albergara las chabolas del Padre Alegre, apenas a diez minutos de donde vive Sandino.
Robespierre se pregunta, urde, conspira alrededor del 18 Brumario.
Natalia Viladrau —«Llámame Nat»— es la madre de ese par de niñas que sí, le tienen robado el corazón, porque las crías aún no saben que el servicio y los dependientes de la frutería y el portero y el taxista no son gente amable, sino miembros de una exótica —chillona, de andares porcinos— casta agradable si sabe estar en su sitio, a distancia, quieta.
Sandino siervo aprieta los dientes, baja la cabeza.
Como sus padres y antes de ellos sus abuelos.
Gary Cooper en blanco y negro: India misteriosa, actores untados de betún, elefantes porteadores de pálidas damas victorianas.
No deja de sentirse Sandino sirviente de esas dos niñas guapas y educadas, pero imagina que pronto panteras implacables y eficaces.
Su madre —Llámame Nat— es el objeto del deseo de un Sandino encaprichado de ella desde el primer día en que la vio. Aún no recuerda quién le pasó ese servicio regular, quizá el senyor Adrià, tan buen tipo como aseado, perezoso, un vago rematado. Sandino, el sirviente, mira a Llámame Nat, su ama tan cercana, tan natural, tan Ciudadana Charlotte Corday, amigo Marat. Hermosa, alta, delgada, siempre bien vestida, oliendo a algo lejano, inaccesible. Debe de ser tan caro despertarse con esa cabeza de bello animal sobre la almohada y no saber cómo la obtuviste ni cuándo vendrán a por ella sus legítimos dueños. Dejarse degollar en la bañera con un cuchillo comprado cinco minutos antes.
¿Cómo tener a alguien así sin ser uno de ellos?
El asesinato de un virrey, la oportunidad atrapada, Gatsby, talento adinerado, un apaño entre iguales, un pintor excéntrico y su hermosa modelo vomitando flores en un estanque, Kate Moss y Pete Doherty.
Le gusta casi todo de Llámame Nat. Su boca, un tajo duro que ella trata de tapar a las primeras de cambio con la mano. Una boca que muestra una leve inclinación a un lado, como una mueca que hiciera burla y que se le disparase sin que su dueña pudiera controlarla, como accionada por la niña que esconde. Una niña cruel que Sandino quisiera besar. No puede decirse que su cara sea bonita, sino expectante, como si la hubieran diseñado para recibir tantas buenas noticias como decepciones, unas y otras inesperadas, nunca nada relacionado con la cotidianidad, lejos de lo doméstico.
Le gusta. Mucho. Quizá demasiado. Quizá porque nunca la podrá tener. Idealizada como una maquinaria perfecta, como si la hubieran diseñado para él con la forma de una obsesión.
—Llámame Nat. Mi marido se llama Carlos. Igual algún día recoge él a las niñas. Ya te lo avisaríamos con tiempo.
—Yo soy Sandino. Es un mote.
—Suena como italiano.
—¿Conoces a los Clash?
—Should I stay…
—…or should I go.
Julián, el bonachón del portero, está dando los buenos días a las criaturas. La alegría de éstas es imparable, el entusiasmo de la vida a borbotones. Valeria es reservada, pero Regina no, o al menos no todavía. Quizá nunca llegue a serlo. Sandino está convencido de que le quieren de veras y de que les pone de buen humor que sea él quien las vaya a buscar cada mañana y las lleve al colegio. Siempre tiene un tebeo para cada una. Valeria lo acepta con educación mientras que Regina siempre responde con mucho entusiasmo. Sandino espera que desaparezca la madre para dárselos. Les hace prometer que los leerán al volver de la escuela. Que guardarán el secreto como si fuera algo que debieran esconder.
—Vamos justas hoy, ¿no?
—Llegamos.
—Es que ayer nos quedamos hasta las tantas. Vino mi hermana, que vive en Boston con la pequeñaja, y te puedes imaginar.
No, no puedo imaginarme nada de eso. No puedo imaginarme Boston. No puedo imaginarme a tu hermana. No puedo imaginarte loca por alguien como yo y eso es una pena. No poder imaginar Boston también.
Las niñas son convenientemente besadas —«besos para mami, trastos»— y despedidas. Valeria pone el cinturón de seguridad a su hermana y después hace lo propio con el suyo. Sandino arranca el auto. El latido del intermitente. Ya en ruta, regresa sobre sus pasos. Por el retrovisor, Nat, con los brazos alrededor de su cuerpo a modo de salvavidas por desplegar, charla con Julián. Después por el espejo interior mira a las crías. Regina anda sumergida en el tebeo mientras que Valeria sonríe al taxista y mira por la ventana, presta a ensimismarse con la vida allá fuera. Dentro de poco, la más pequeña dirá lo que dice siempre:
—Aún huele a nuevo, Sandino.
El taxista, en ocasiones, se enrabia al verse aceptar lo armónico de la buena educación y las expectativas asumidas sin desgarro dentro de algunas genealogías. La belleza y el éxito como normas y no como excepciones al feísmo de, por ejemplo, su barrio y su gente. Piensa en Ahmed y en su hermano pequeño y los entiende, y eso, en cierto modo, le duele, lo enfurece y le hacer urdir pueriles venganzas como la que comete al subir el volumen de la canción que ya canturrea Regina sin levantar la mirada del tebeo.
«Casas tan altas como ataúdes, ríos podridos por la ambición».
—Son Los Burros ¿verdad? —pregunta la niña.
—Casi.
—«…sin dinero no saben qué hacer: eso es tan duro, querer y no poder…».
La cría se acuerda de la letra.
Plas, plas, plas: qué gran victoria, cenetista.
El taxista se emplaza a olvidarse de Llámame Nat y de la lucha de clases. Ha de llegar a tiempo al Cardenal Spínola, así que todas las decisiones en la conducción han de ser correctas para llegar después puntual a la incineración de la abuela. Evita las Rondas. Sigue el passeig de la Bonanova desde plaza Kennedy y el nombre le recuerda ese retazo de historia narrada dentro de su sueño o susurrada al oído mientras, tumbado en la arena de la playa de El Prat —su secreta escapada de aquella madrugada—, miraba los aviones rugir dentro del cielo negro, apenas unos segundos antes de ver sus luces intermitentes. Las cosas se amontonan, se van empujando unas a otras, se acumulan detrás de los ojos, en la cabeza, hasta que la hacen estallar, la vacían para que pueda rellenarse otra vez. Cada día es un nuevo inicio y queda menos para la hora de cenar. Nada muy entusiasmante, ¿no, Sandino?
—¿Por qué no has tenido niños, Sandino?
Valeria regaña a su hermana pequeña por la impertinencia. Sandino sonríe y trata de acertar con la respuesta, una respuesta cuya versión definitiva aún no conoce. Simplemente, no sucedió. Lola nunca quiso. Él sí, a su manera: una manera intuitiva apenas, casi caprichosa, sin argumentos. Insistió. Quizá no lo suficiente, pero ¿uno ha de convencer a una mujer con el historial de Lola de que le dé un hijo, que se encadene a algo que no la obsesiona? Lola intentó suicidarse dos veces antes de los veinte años. Sandino intentó ser David Bowie o Lord Byron mil veces antes de los veinte años. Ambos fracasaron.
—A veces, los niños no vienen y nadie sabe por qué.
—Pero ¿te gustaría?
—Depende.
—¿De qué?
—Si me salen como vosotras, sí. Si no, los devolvería.
—Los niños no se pueden devolver —se ríe la pequeña.
—Claro que se pueden devolver. Si te salen niños feos o malos, se pueden devolver. Hay como un periodo de garantía.
—Eso no es verdad —responde Valeria, algo más seria que su hermana.
—¡Anda que no! ¿No os habéis fijado que por donde vivís —stop, stop, Sandino, por favor— no hay nadie feo, gordo o maleducado? En donde yo vivo todos lo son. Vosotros los devolvéis y nosotros nos los quedamos. Nos dan penita y acabamos por aceptarlos.
—El Ferrán es gordo y vive aquí.
—Te está tomando el pelo, tonta.
—Eh, que no hablo en serio. En todos los sitios hay de todo. Ya sabéis que soy un poco payaso yo.
Payaso, taxista, sirviente, marido, hijo, asesor, cliente, amante, prestatario, melancólico, feo, guapo, hermano, gordo, flaco.
Con un par de minutos de antelación llegan a la puerta de la escuela. Sandino aparca cerca de la gasolinera, en la cuesta, con las luces de emergencia, y cruza con una niña de cada mano la avenida Virgen de Montserrat. Podría andar un poco y utilizar el semáforo pero le entusiasma el reparo de Valeria y la emoción de Regina por pisotear el césped en aquel preciso sitio donde, bajo ningún concepto, se puede pisar el césped. Su idea de justicia pasa por que la nostalgia de arrabal las lleve, ya de mayores, a volverse locas por feos, gordos, pobres o simplemente meros cruzadores de calles que no atiendan al color correcto de los semáforos.