Taxi

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Lunes » 41. Stop the world

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Stop the world

Sandino se despereza al lado del Toyota. Está anocheciendo en la última gasolinera antes de la frontera. Ha repostado y ahora espera que Emad y su hermana salgan de la cafetería. El frío le hace estremecer.

El incidente, primero con Nat y luego lo de la playa, le hizo decidir con buen tino que, si a ellos les iba bien, podrían adelantar el viaje hacia París. No hubo problema al respecto. Estuvo escondido unas horas en la 303 del Avalon. Descansando a ratos. Pagó su cuenta en efectivo y a eso de las siete ya estaban dejando Barcelona. Salían de la ciudad en uno de los momentos del día en que menos la detestaba, silenciosa, pero empezando a despertar. Cuando aún no es consciente de si es importante o bonita o la visitan millones, transatlánticos, móviles, litros de cerveza. La imagina como una de esas mujeres que, cuando Sandino abría los ojos, respiraban a su lado, despeinadas, somnolientas, ajenas a su belleza, su alegría, el dolor y el placer que saben percutir en cuanto empiezan a ser conscientes de su identidad. El Toyota era una navaja, el filo sobre el que escapaban de una ciudad y su horizonte sobre el Mediterráneo, de Barcelona siempre vencida, ensimismada, malquerida, a toda velocidad por la Meridiana, abriendo en canal barrios feos, buscando las autopistas hacia Girona, Francia, lejos, muy lejos.

Procura no pensar en todo lo que ha ocurrido los días anteriores. Ni sacar conclusiones mientras apura un Redbull helado que, a falta de Monster, ha comprado en la propia gasolinera. Tiene cien motivos para estar hundido y confundido, pero una rara euforia ante lo imprevisto le mantiene en algo parecido al buen humor.

No deja nada atrás porque no le queda nada.

Ni un matrimonio, ni una casa, ni dinero, ni amigos, ni amor.

Lo fue perdiendo a ráfagas, a espasmos en esos ¿cuántos?, ¿cinco, seis, siete días?

Tiene una hija a la que, de momento, no puede ver.

Una hija con sus mismas pecas.

Tendrá dinero cuando sus padres vendan la casa y quieran repartir algo, vivos o muertos, siempre que su hermano no lo haya defenestrado antes.

Un montón de sexo, amor y cuitas de afecto pendientes en camas y picaportes, puertas y sábanas y cocinas y hoteles por horas y nada y todo. Ese montón de sexo, amor y cuitas de afecto que perdió cuando perdió su móvil. Cuando se lo cambió a una cría y no se acordó de deshacer el canje.

Deudas que no piensa pagar.

Todo pendiente.

Da un trago a la lata, la liquida, eructa y busca ese móvil. Lo pone en funcionamiento. Pocos números en la agenda. Sandino memoriza sólo uno, el de su madre. Luego, lanza el móvil a una papelera. Echa un vistazo dentro y allá se queda, entre un bocadillo de jamón en dulce a medio comer, latas, la carita de Selena Gómez protegiendo de los golpes el móvil de Valeria.

Regresa al coche. Busca papel y bolígrafo y apunta el número de teléfono que acaba de memorizar. Ve llegar a los hermanos de Ahmed. Ella es guapa, menuda, y empezó el trayecto parlanchina. Luego se moderó y hasta pegó una cabezadita. Es educada y viste a la manera occidental, si exceptuamos el pañuelo. Emad ha estado simpático. Casi el Emad que Sandino recordaba. Le han pagado por adelantado. No se lo ha rechazado porque necesitará dinero para vivir en París.

Ya nadie se reunirá con él en París.

Tampoco le esperará Lola a la vuelta.

Vértigo, miedo, tigre, libertad.

Sin teléfonos no es nada, ahora sí que es Nadie.

Sólo el número de Nat que acaba de anotar y los que recuerda, pocos, el teléfono de sus padres y, extrañamente, el del bar de Héctor.

Bromea diciéndose que le llamará para ver cómo anda el negocio de la hostelería.

¿Siempre supo lo de Verónica y él, o se lo dijo ella? Y si es así, ¿por qué lo hizo?

¿Estuvo esperando su momento o todo fue casual y, de repente, lo vio claro?

¿Por qué Nat no le dio ninguna oportunidad?

¿Por el mismo motivo por el cual él no ha dado ninguna oportunidad a casi nadie?

Se enamorará en París, tendrá niños franceses, se casarán con las hijas de Benjamin Biolay, harán películas en blanco y negro, cualquiera de esas cosas que suceden en Francia.

¿Quién querrá enamorarse de un taxista español pobre con la cara y el cuello y el pecho lleno de pecas?

¿Cuánto tardará en volver a conectar los viejos cables a la vieja maquinaria?

No, eso no pasará.

No, no lo hará.

La vida, él se ha permitido dar un paso adelante, dejar todo y probar a saltar solo, sin red, sin moralejas, sin miedo, sin dinero, sin refranes ni techos.

Lo va a hacer.

Lo hará.

No, no podrá hacerlo.

Él no.

Ha de intentarlo, al menos.

Se meten todos en el coche. Emad a su lado. Ella, atrás. La mujer no habla apenas, como si se hubiera consumido su locuacidad. A veces juguetea con el móvil. Ha llamado ya un par de veces a su novio, un abogado, con el que habla en catalán. En una de las llamadas han discutido; en la siguiente, han hecho las paces.

Emad anda rebuscando entre las carátulas de cedés. Parece estar harto de todas estas treinta y pico canciones del Sandinista! Sandino lo entiende. Si lo que busca es algo de rap, lo tiene muy mal. Coge uno de los cedés. Lo mira y remira y sonríe cuando el auto ya está en marcha, reincorporados a la autopista.

—¿Te gusta éste? ¿Quieres que lo pongamos?

—Si quieres. No sé quiénes son.

—Lo digo porque como sonreías…

—Es por el título. Me hace gracia. Unos amigos míos van a actuar dentro de poco allí.

—¿En el Bataclan?

—Sí.

Dentro de un cuarto de hora cruzarán la frontera. De momento no cambian el cedé por Lou, Cale, Nico y el resto de fantasmas y siguen sonando los Clash. Un día de éstos lo hará. Un día de éstos, un día del mes de mayo, de cielos azules, cuando tenga mucho dinero contratará un avión de esos de propulsión a chorro y dibujará entre las nubes, a la altura del barrio del Guinardó, Sandinista! para que sepan de su lealtad aún inquebrantable, inútil, absurda y hermosa. Que lo vean todos. Que lo vea Nat y le queme lo no vivido con él.

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