Sushi

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La iglesia baptista era un edificio feo que probablemente databa de los años sesenta. La torre, que apenas sobresalía por encima del tejado de la nave, estaba cubierta de azulejos triangulares de color beige. Las paredes presentaban grandes grietas causadas por los temblores de tierra, que habían sido tapadas descuidadamente con cemento. En el hormigón de las escaleras que conducían a las distintas entradas había trozos planos y de forma irregular de piedra de color rosado. En una de las escaleras, a la luz de la entrada principal, había un grupo de personas fumando.

—Disculpen; ¿alguien puede decirme dónde se dan los cursillos de formación de Help? —preguntó Silva.

—En el sótano —le explicó una mujer de mediana edad, cubierta de joyas—. ¿Es usted un alumno nuevo?

—No —respondió Silva, y se apresuró a bajar las escaleras, lejos del perfume Poison de la mujer, hacia la gran puerta principal de cristal. Después de buscar un poco, con lo que fue a parar a una cocina enorme con armarios provistos de etiquetas, llegó a una escalera cubierta con una alfombra de color verde musgo que conducía al sótano. Pasó por delante de una hilera de máquinas dispensadoras de bebidas, que emitían su zumbido característico, y continuó hacia el sordo rumor de voces procedente de una gran sala, empujó una puerta y entró en un aula muy iluminada en la cual había grupos de personas sentadas en sillas de plástico hablando en voz baja. Permaneció por unos instantes algo desorientado, mirando alrededor, pero luego se dirigió a una mujer que estaba ordenando unos pliegos de papel encima de un piano de cola situado en un rincón de la estancia.

Ella alzó la mirada.

—¿Señor Silva? Soy Stephany Dan, y me encargo de coordinar la formación de los voluntarios.

Se estrecharon la mano. Stephany Dan, una mujer gruesa, de piel blanca y una llameante cabellera rojiza, le dirigió una mirada amistosa. Silva creyó detectar rasgos indios; dos surcos profundos bajaban de los costados de una nariz grande hasta las comisuras de una boca ancha. «Es parecida a mí», pensó Silva, impresionado.

—¿Qué es exactamente lo que puedo hacer por usted? —añadió ella—. Ayer ya me interrogó su colega, la señora Green.

—Desearía conocer en detalle

cómo trabajan aquí. ¿Tendría usted alguna objeción si me quedo a observar las clases de esta mañana?

—Tendré que informar al grupo. Debe saber que nuestros voluntarios y las personas que asisten al curso valoran mucho el anonimato.

—¿Qué pasa cuando un cliente llama y el consejero que le atiende reconoce su voz? —preguntó Silva.

—Entonces el consejero le dice: «Creo que nos conocemos. ¿Quiere que le pase con otro consejero?». En la mayor parte de las ocasiones la respuesta es afirmativa.

—Muy bien.

—Ahora mismo explicaré al grupo el motivo de su presencia, y si nadie tiene inconveniente podrá usted presenciar la clase —aseguró Stephany—. Esta noche tratamos el tema del sida. Tome asiento. Empezaremos dentro de cinco minutos.

Stephany Dan presentó a Silva como un importante pastor mexicano interesado en las actividades de la fundación.

A nadie pareció importunarle su presencia. Él se sentó en una de las sillas plegables, un poco alejado del grupo, justo al lado del piano de cola negro que había en el rincón, y extrajo del bolsillo del pantalón una pequeña libreta de notas.

Después de que Stephany hubiese hecho una presentación y hubiese repartido los pliegos de papel, le cedió la palabra a un hombre rapado y delgado a quien presentó como Frank Laing. Acto seguido, éste se puso a hablar a toda velocidad.

—La comunidad masculina extranjera de Tokio se ha inventado un nuevo mito. Se está extendiendo el rumor de que los condones japoneses son demasiado pequeños para los hombres occidentales. Para convencerles de lo contrario de una vez por todas, quiero que busquen debajo de sus asientos.

Con expresión de incredulidad, los presentes buscaron debajo de sus sillas y con algo de dificultad encontraron un sobre. También Frank Laing cogió uno de debajo de su asiento y extrajo su contenido.

Algunas mujeres del grupo soltaron risitas y un hombre grueso se echó a reír con ruidosas carcajadas. Frank Laing se había quitado los zapatos y los calcetines y le pidió a los miembros del grupo que hiciesen otro tanto. Fue a sentarse sobre el escritorio de metal que había delante de la pizarra mal borrada y, concentrado, comenzó a meter, dedo a dedo, el pie izquierdo en un condón de color verde. Llegó hasta el empeine, luego por encima del talón, y siguió tirando hasta que llegó justo debajo de su peluda rodilla. A continuación les dirigió a los presentes una mirada triunfante.

—Como ven, no es cierto.

Mientras la hilaridad iba en aumento, condones rosas, negros, de color carne, a rayas, a topos fueron desenrollados encima de pies descalzos, medias de nailon, calcetines y perneras. En la pierna derecha, que llevaba cubierta con una gruesa venda, Frank Laing extendió un preservativo decorado con la bandera de Estados Unidos.

—Con este experimento hemos demostrado que no es cierto que los condones japoneses sean demasiado pequeños para los hombres occidentales —añadió—. El condón es por el momento el único medio, repito, el único medio para evitar el sida. No se dejen confundir ustedes por las noticias que aparecen en los medios de comunicación; desde 1990 se está hablando de un medicamento contra el sida, ya han pasado más de siete años y ese medicamento todavía no ha salido al mercado. No se dejen engañar por las noticias sobre los nuevos cócteles de fármacos. Esos cócteles prolongan y mejoran la calidad de vida de los pacientes de sida, pero tienen serios efectos secundarios y no sabemos nada sobre su efecto a largo plazo.

»Un treinta por ciento de nuestras llamadas telefónicas están relacionadas con el sida y los problemas que derivan de él. En esta clase y en las tres siguientes se les pondrá al corriente de los aspectos médicos, sociales y psicológicos de esta enfermedad. La primera será más ligera, para dejar que se acostumbren a un tema que no tiene nada de ligero ni de gracioso. ¿Hay alguien en esta sala que tenga amigos de amigos o amigos de familiares que hayan fallecido de sida?

Se alzaron trece manos.

—¿Hay alguien en la sala que haya perdido algún amigo a causa del sida?

Se alzaron siete manos.

—¿Hay alguien en la sala que tenga algún familiar que padezca sida o que sea seropositivo?

Dos dedos se levantaron tímidamente.

—¿Hay alguien en esta sala que sea seropositivo?

Nadie respondió.

—El sida está cada vez más próximo a nosotros —prosiguió Frank Laing—. Recibirán ustedes muchas llamadas de personas asustadas. Personas que no han tenido relaciones sexuales seguras o a quienes se les ha roto el condón. Personas, en definitiva, que tienen preguntas que hacer. Hablarán sobre sus órganos sexuales utilizando toda clase de nombres, en diversas lenguas, porque no todas las personas que nos llaman tienen el inglés como lengua materna. Ustedes mismos son de nacionalidades diferentes. Quiero que formen grupos de cinco y que hagan una lista de todos los nombres cultos y coloquiales que conozcan para: uno, el órgano sexual femenino; dos, el órgano sexual masculino; tres, el acto sexual.

Los miembros del curso parecían turbados; algunos reprimían la risa.

—Venga —les instó Frank Laing—; tienen que superar su pudor.

Todos se inclinaron sobre el papel que tenían en el regazo, dispuestos a escribir.

—Disponen de media hora —añadió Frank Laing—. Después escribiré todos esos términos en la pizarra para que no los olviden jamás.

De vez en cuando sonaba una carcajada procedente de alguno de los grupos que hablaban entre murmullos. Frank se sentó detrás de su escritorio. Silva se acercó a él y preguntó:

—¿Cuántas de las personas aquí presentes llevan ya algún tiempo relacionadas con Help?

—Pues Stephany y yo, y Griepsimee Essayan, esa mujer morena que está en el grupo del fondo de la habitación, es formadora. También Walt Pebbles, el hombre calvo que está ahí, a la izquierda, y Peter Tate, el hombre del pelo largo —señaló Frank.

—Después me gustaría hablar con todos ellos.

—Se lo diré, pero si no le importa, intentaremos que sea tras la reunión de los formadores; hacemos una después de cada clase.

—Me parece bien —repuso Silva—. ¿A qué hora acaban y dónde puedo esperarles?

—Vaya a la cocina de arriba. A eso de las once nos pasaremos por allí.

—No me apetece… —confesó Silva en voz baja— pasarme una hora escuchando sinónimos para nombrar los órganos sexuales… Me voy a la cocina ahora mismo.

—Bien —dijo Frank entre risas—. Por cierto, ¿conoce usted un buen sinónimo para el órgano sexual femenino?

Hairburger, hamburguesa con pelo —sugirió Silva, y se encaminó por el reluciente suelo de linóleo en dirección a la puerta, dejando a sus espaldas a Frank, que no paraba de reír.

—No les haré perder tiempo ni energía con preámbulos —anunció Silva una vez que los formadores estuvieron sentados en torno a la gran mesa de la cocina—. Nuestra investigación sobre el autor de los asesinatos del pescado nos ha conducido a su organización. Les he traído una carpeta con información sobre los asesinatos. Léanla atentamente y pasen revista mental al pasado año. En los próximos días piensen en personas con las que hayan entrado en contacto a través de la organización. Esto incluye consejeros, voluntarios y profesionales. Clientes. Formadores. Miembros del personal. Miembros de la dirección. Benefactores…

»Ha habido una nueva víctima, en la sangre de la cual se ha detectado la presencia del virus VIH. Su organización recibe muchas llamadas telefónicas en relación con el VIH y el sida. Tomen apuntes detallados de esas llamadas. Avísennos inmediatamente si piensan que hay algo, lo que sea, que pudiera tener que ver con los asesinatos.

»En las carpetas también he añadido una somera descripción del presunto asesino.

—La descripción no nos servirá de mucho —señaló Frank Laing—. Nunca vemos a nuestros clientes, sólo nos comunicamos con ellos por teléfono.

—¿Acaso he dicho que el asesino es un cliente? —preguntó Silva.

—¿En qué clase de detalles tenemos que fijamos? No he acabado de entenderlo —dijo uno de los formadores.

—Cualquier cosa. Intenten recordar, sin ayuda de ningún compañero, si el año pasado ocurrió algo que les llamó la atención, no acabaron de entender, les produjo un sentimiento raro, los asustó, les produjo una reacción corporal inexplicable, desagradable…

—Si así fuera, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó Frank Laing.

—Llamarme de inmediato —repuso Silva—. Mi tarjeta está en la carpeta.

—Así lo haremos —afirmó Frank y paseó la mirada alrededor de la mesa. Sus compañeros asintieron con expresión grave.

Frank se incorporó apoyando las manos sobre la mesa, en actitud de cansancio.

—Gracias otra vez por su colaboración —comentó con una sonrisa.

—No hay de qué.

—Cuento con ustedes; y otra cosa —añadió Silva mientras se volvía justo delante de la puerta—: ¿Tienen un organigrama de la estructura de esta organización?

—No —contestó Frank—, pero ya le facilitaré uno. Llevo once años trabajando aquí. Si los formadores ya pueden irse le haré en la pizarra un esquema de la estructura de la organización.

—Bien.

Silva volvió a entrar en el aula detrás de Frank. Sus voces resonaban en la estancia vacía. Frank fue escribiendo en la pizarra con una tiza diminuta al tiempo que le daba explicaciones. Cuando se estiró para escribir en lo alto la palabra «dirección», Silva reparó en que todavía llevaba los condones y la venda alrededor de la pierna.

Bertus Hogenelst salió despedido del tren amarillo de la línea de Chuo hacia el andén de la estación de Iidabashi. Tropezó y se torció el tobillo. Cojeando y lamentándose por lo bajo se dejó arrastrar por la multitud hacia la salida. Había un grupito de colegialas de enseñanza secundaria vestidas con uniformes a cuadros escoceses; por sus colas de caballo rubias se adivinaba que debía de haber una escuela francesa cerca de allí. Con actitud altanera y vociferando, las muchachas no se dignaron siquiera mirar a la multitud.

Bertus dejó que su billete del tren fuese succionado por la canceladora metálica a la salida de la estación y se comprimió para cruzar las estrechas puertas correderas, forradas con cuero artificial. Una vez que consiguió separarse de la muchedumbre se frotó el tobillo con una expresión de dolor en el rostro. Luego extrajo del bolsillo el plano que Yukiko e Yvonne le habían dibujado y lo estudió con el ceño fruncido. Un agente de policía salió del

koban que había justo enfrente de la estación y le preguntó:

Can I help you?

Bertus asintió con la cabeza.

Do you speak English?

El policía negó con un gesto.

Can I help you only? —insistió.

Church —dijo Bertus.

Church —repitió el agente, pensativo.

Bertus le mostró el plano que le había hecho Yukiko.

Ah, kyokai. Yes, yes, yes. —El policía le indicó, con ademanes, que subiera la colina y doblara en la tercera calle a la izquierda—.

Kentukki Furaido Chikken —añadió.

Bertus pensó por unos instantes.

—¡Ah, Kentucky Fried Chicken!

Con el índice el agente trazó una línea horizontal en la palma de la mano y señaló la mitad de la línea. Todo recto, la segunda a la derecha, significaba. ¡Ahí! Seguidamente señaló delante de él y con ambas manos dibujó en el aire la forma de una iglesia.

Domo arigato gozaimashita —le agradeció Bertus. Era la primera vez que pronunciaba la frase fuera del hotel. Acalorado, comenzó a ascender la colina. La camisa tenía grandes manchas de sudor que hacían que se sintiera avergonzado, y de pronto notó un picor insoportable en la entrepierna.

La iglesia luterana era un edificio burdamente enjalbegado. Los pasillos cubiertos con un alfombrado fijo de color rojo que olían a cera abrillantadora y a lejía estaban desiertos. Bertus se estuvo un buen rato rascándose, mirando de reojo alrededor. Después subió por la escalera de madera y fue a parar a la tercera planta, en la que había una maraña de estrechos pasillos que daban a pequeños despachos. Un japonés de pelo ralo estaba sentado detrás de tres montones de papel de la altura de un hombre mirando fijamente al frente.

—¿Help? —preguntó Bertus.

El hombre le hizo un gesto vago hacia la izquierda y volvió a mirar inexpresivamente hacia delante. Una señora rechoncha enfundada en una falda demasiado estrecha le salió al paso.

—¿Help? —volvió a preguntar Bertus.

La mujer lo tomó amablemente de la mano y lo condujo por el laberinto. Bertus no podía caminar a su lado porque el pasillo era demasiado estrecho y fue cojeando torpemente detrás de ella, que con la mano libre le señaló un pie al tiempo que inquiría:

Itai?

Bertus asintió sin saber muy bien por qué lo hacía. Ella le indicó una puerta.

—Help —dijo.

—Gracias —repuso Bertus, y le dio un leve apretón a su mano pequeña.

Atsui? —comentó ella, señalando con descaro las manchas de sudor de su camisa—.

Bye —añadió, e hizo un saludo infantil.

Bye —repitió Bertus, devolviéndole el saludo con el mismo gesto. A continuación llamó suavemente a la puerta. Una llameante cabellera pelirroja apareció ante su vista. Stephany Dan se llevó de inmediato un dedo a los labios.

—¿Señor Hogenelst? —susurró, y le hizo una seña de que entrara. En una pequeña estancia con las paredes cubiertas de pizarras y hojas de papel con notificaciones, cartas amarillentas, recortes de cómics y fotos, había dos consejeros telefónicos separados entre sí por una pantalla insonorizadora, hablando atentamente por un pequeño micrófono que llevaban fijado a los auriculares. En un rincón había una nevera llena de manchas de café que emitía un fuerte zumbido. Stephany cogió dos sillas plegables que estaban junto a la pared y señaló la puerta. Bertus cogió las sillas y las puso la una junto a la otra en el estrecho pasillo, debajo de un furioso ventilador.

—Al menos aquí podremos hablar tranquilamente —comentó Stephany. Tomaron asiento. Sus respectivas cabelleras pelirrojas se agitaban al ritmo del ventilador, brillante y abundante la de ella, opaca y escasa la de él.

—Aléjese un poco del viento,

red head —le pidió Stephany entre risas.

—¿Qué estaba pasando en esa habitación?

—Se lo explicaré, y después podrá ir a echar un vistazo. Los consejeros creen que es usted el director de la sección holandesa de la organización, y que nos hace una visita para conocemos. Así seguirán trabajando tranquilamente. Llevan auriculares, como ya habrá visto, y esta tarde no tenemos cursillistas.

—¿Cursillistas?

—Sí, vienen, hacen un cursillo y después cada uno de ellos atiende una llamada. Un consejero experimentado lo evalúa. Después de escuchar cómo se desarrollan tres llamadas y de atender otras tantas, los cursillistas pueden empezar a hacerse cargo del teléfono, siempre y cuando el consejero esté satisfecho de su trabajo, por supuesto.

—¿Cuánto dura cada turno?

—Los diurnos cuatro horas; los nocturnos, seis.

—Ha dicho usted que es posible escuchar las conversaciones; ¿podré hacerla dentro de un rato?

Tras reflexionar por un instante, Stephany respondió:

—Sí. No veo inconveniente en que lo haga. Después tendrá que firmar una declaración comprometiéndose a mantener en secreto lo que ha escuchado.

—¿Realizan informes de las llamadas que reciben?

—Sí. Se hace una breve descripción en unos formularios diseñados para tal efecto, que luego se guardan clasificándolos en función de la naturaleza del problema. Los consejeros tienen que venir una hora antes de que empiece su turno para leer los formularios del mes anterior, a fin de estar al corriente de los problemas y evitar que el cliente tenga que explicarlo todo de nuevo. En el formulario aparecen anotados el nombre, el sexo, la edad y la nacionalidad del cliente, eso en el caso de que éste los haya revelado, claro está. Nosotros no se lo preguntamos. A menudo adivinamos la nacionalidad y la edad. En la mayor parte de los casos les adjudicamos un sobrenombre. Eso solemos hacerlo sobre todo con las personas que llaman repetidamente, los consultantes habituales. El cliente no se entera de esos sobrenombres, y a nosotros nos facilitan las cosas. Nuestros consejeros trabajan con seudónimos para evitar ser identificados como tales por los miembros de la comunidad extranjera. En los cajones de los escritorios hay listas de los seudónimos.

—¿Ustedes ayudan también a japoneses?

—Sí, siempre que hablen inglés. Entre los consultantes habituales, así como entre los consejeros, tenemos unos cuantos japoneses. En la mayor parte de los casos se trata de personas que han vivido en el extranjero durante mucho tiempo.

—¿Disponen también de direcciones o números de teléfono de los clientes?

—No, nosotros nunca llamamos al cliente.

—¿Podría escuchar ahora?

—Sí. Voy a buscar una declaración.

Bertus cogió la silla y entró en la habitación. Fue asentarse al lado de uno de los consejeros, que le señaló un segundo teléfono. Bertus levantó el auricular y el consejero pulsó un botón.

—Entonces me pinché en la mano, en el acuario, —decía una temblorosa voz femenina.

—Hummm —musitó el consejero.

—Y entonces observé que el pez tenía sangre. También salía una tirita de caca de su cuerpo. ¿Puede un pez tener el sida? ¡He pasado tanto miedo esta noche!

—¿Quiere decir que teme haber cogido el sida por entrar en contacto con la sangre de un pez? —preguntó el consejero.

—Sí. ¿Es posible?

—No, señora; puede usted estar tranquila, eso es totalmente imposible.

—¿Está seguro?

—Sí, estoy totalmente seguro.

—¿Está seguro de estar seguro?

—Sí, estoy seguro de estar seguro, señora.

—¡Menos mal! Me ha quitado un peso de encima.

Muchísimas gracias.

—De nada, señora.

—Adiós.

—Adiós, señora.

El teléfono volvió a sonar inmediatamente después.

—Help, buenas tardes —dijo el consejero—; ¿puedo ayudarle en algo?

—Sí —respondió una voz femenina—. Quiero hacer parasoles. Ya sabe, de esos de papel, japoneses.

—¿Sí?

—Y me preguntaba dónde podría comprar esas… ballenas, ya sabe, las que se fijan al papel. Ya tengo las varillas. Son de bambú, las más fáciles de encontrar.

—Un momento. —Sin inmutarse, el consejero hojeó rápidamente un libro grueso de tapas rojas—. Le daré un par de direcciones.

Bertus le lanzó una mirada de incredulidad al consejero, que estaba riendo.

—No hay de qué. Adiós, señora.

Nuevamente volvió a sonar el aparato en cuanto se cortó la comunicación.

Haaai, soy Yuki —sonó una voz de muchacha un tanto espesa.

—Hola Yuki, ¿cómo te va? —preguntó el consejero. «Es una de las consultantes habituales», le escribió a Bertus en un bloc de notas.

—Bueno, no muy bien. ¿Quién eres tú?

—Soy James.

—¿Podría hablar con Iman?

—No, ahora no está. ¿No quieres hablar conmigo?

Dispones de diez minutos, ya lo sabes.

—Sííí —se apresuró a decir la chica.

—¿Has bebido, Yuki?

—No, he tomado pastillas.

—¿Qué clase de pastillas?

—Para dormir.

—¿Has tomado muchas?

—No, unas diez.

—¿Diez? Eso es mucho, Yuki. ¿Cuánto hace que te las has tomado?

—Un cuarto de hora.

—Quiero que intentes vomitar, Yuki. Coge el teléfono y llévatelo al baño.

—Nooo —protestó Yuki.

—Vamos, Yuki, ya lo has hecho otras veces. Diez son muchas. Prepara un poco de agua con sal en la cocina. ¿Estás en tu casa? Muy bien. ¿Vas a preparar agua con sal como te digo?

—Sí —respondió Yuki, lloriqueando.

Se oyó un ajetreo por el teléfono. «Habla por un teléfono móvil», escribió el consejero en el bloc. «Como todas las chicas japonesas», añadió a continuación.

—Ahora voy al cuarto de baño, James.

—Sí, Yuki, adelante. Un buen trago y métete los dedos.

Se oyó un ruido de arcadas y vómitos. Y después la cisterna del váter.

—Muy bien. Ha sido rápido. ¿Crees que lo has sacado todo?

—Sí.

—¿Te sientes mejor?

—Sí. Tengo tanto miedo, James.

—Lo sé, Yuki, lo sé. ¿Podrías decirme también por qué tienes miedo?

—No.

—Yuki, te lo pediré una vez más: ¿por qué no vienes a ver a uno de nuestros psicólogos?

—¡Todos son unos estafadores! —gritó Yuki, enfadada.

—Son buenas personas, de verdad. Creo que una terapia te vendría muy bien.

—Eso es lo que decís todos. Es un complot. Se me ha acabado el tiempo. Adiós, James.

—Adiós, Yuki.

El consejero resopló y se quitó el auricular.

—Ésa era Yuki —le informó a Bertus—. Siempre sucede lo mismo. Es para volverse loco. Parece ser que mi compañero está manteniendo una conversación seria; vaya a escuchar. —Señaló al hombre que tenía al lado.

Bertus cogió la silla y levantó el auricular. Se oyeron unos sollozos débiles. El consejero permanecía callado. Los sollozos continuaban. Bertus no lograba distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. Entonces se oyó una voz:

—Ella lleva al cuello una cadena con púas metálicas.

—¿Sí?

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