Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


9. Juan Pablo de Carrión, el samurái

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JUAN PABLO DE CARRIÓN,

EL SAMURÁI

A Juan Pablo de Carrión la victoria que le haría eterno le llegó en el invierno de su vida, cuando había fracasado en grandes empresas. A los sesenta y nueve años de edad, que en la época eran una proeza, protagonizó una defensa numantina de uno de los territorios más lejanos del Imperio español. Si en la monarquía de Felipe II nunca se ponía el sol era, entre otras cosas, porque Filipinas estaba en la otra punta del planeta.

De ahí que su gesta esté impregnada de ese tono amargo de los olvidados, los asfixiados por la humedad de tierras demasiado remotas, y por el recuerdo de las batallas perdidas; de los que aguardan toda la vida una oportunidad de pasar a la historia y, cuando al fin se pone delante, ya no tienen las fuerzas ni la vitalidad de antaño. O al menos eso se suponía de Carrión, en una época en la que alguien de más de setenta años vivía de prestado. Su fuerza inagotable a pesar de la edad emplaza su gesta en la escala de lo extraordinario, en la genética de hierro de otros héroes que triunfaron cuando debían estar ya pensando en su retiro, como Francisco Pizarro, conquistador del Perú con más de cincuenta años de edad, o Jean Parisot de la Valette, de setenta y un años cuando defendió Malta de los turcos hasta la extenuación. Porque algunos hombres nunca se retiran del todo. Los héroes mueren con la capa puesta, al estilo de Lobezno en Logan, del Batman arrugado en The Dark Knight Returns o del cínico Comediante en Watchmen, que no hallaron la ocasión de jubilarse.

Hasta que, en 1582, el viejo Carrión tuviera que defender el río Cagayán, en las Islas Filipinas, de un grupo de piratas japoneses que le superaba diez a uno, las oportunidades de éxito le habían sido esquivas. Nacido en 1513, este castellano (no está claro si de Valladolid o de Carrión de los Condes, Palencia) se embarcó muy joven hacia México y, desde allí, a las llamadas Islas del Poniente, nombre con el que Fernando de Magallanes bautizó a las Filipinas en su viaje alrededor del mundo. Es estas islas murió el navegante portugués de Carlos V a manos de una tribu hostil, lo que a su vez obligó a Juan Sebastián Elcano a completar él la primera circunvalación al mundo. El descubrimiento de este archipiélago en medio del océano Pacífico desafió todo lo que los exploradores españoles y portugueses creían saber sobre el planeta, creando un nuevo punto de fricción entre los dos imperios ibéricos.

En el Tratado de Tordesillas (1494) ambos países se habían repartido el mundo como dos niños que intercambian cromos en el recreo, de modo que los portugueses salvaguardaron el monopolio del comercio de especias (clavo, pimienta, canela y nuez moscada) con Asia. Sin embargo, la aparición de las Islas del Poniente en la ecuación alteró el equilibrio y condujo a la firma de un nuevo acuerdo, el Tratado de Zaragoza (1529). Mientras Francisco I, rey de Francia, se lamía las heridas de su estancia como prisionero en Madrid; el impulsivo Enrique VIII, rey de Inglaterra, iniciaba su pulso contra la Iglesia de Roma; y Solimán el Magnífico, dueño del Imperio otomano, asediaba Viena; el rey de Portugal y el de España completaron el reparto del mundo. En el Tratado de Zaragoza, Carlos V reconoció los derechos portugueses sobre las Islas Molucas, en el archipiélago de Indonesia, una gran colina de especias; pero se reservó una carta de la que pretendía sacar pronto rédito. Las Islas del Poniente estaban en el límite de lo pactado con Portugal: el primero que lograra colonizar este territorio salvaje se haría con un puesto privilegiado para el comercio con China y Japón.

LOS PRIMEROS DE FILIPINAS

Mientras desde España se botaban nuevas flotas al Pacífico, entre ellas la de fray García Jofre de Loaisa en la que murió Juan Sebastián Elcano; Hernán Cortés inició su propio proyecto de adentrarse en este océano. Con la mira puesta en las Islas del Poniente, desde Nueva España (México) se envió hacia aquel territorio al malagueño Ruy López de Villalobos para que estableciera un «tornaviaje», es decir, una ruta de ida y vuelta entre México y Filipinas. El joven Carrión estuvo presente como timonel en esta empresa, que partió del puerto mexicano de Barra de Navidad el 1 de noviembre de 1542 con una flotilla de cuatro navíos mayores, un bergantín y una goleta. Llegaron a la actual isla de Mindanao el 2 de febrero de 1543, tras una fatigosa travesía. López de Villalobos puso al archipiélago el nombre de Islas Filipinas en honor del todavía príncipe Felipe, y desde una isla pequeña, la de Sarangani, envió la nao San Juan de Letrán hacia México queriendo completar su misión. Pero el destino no le tenía reservada aquel éxito.

La flota de Villalobos no pudo avanzar más debido a los vientos hostiles. Refugiado en el interior de las Islas Filipinas, el acoso de los nativos hostiles y el hambre obligaron al malagueño a abandonar el asentamiento y buscar refugio en las Molucas. Tras un acuerdo con las autoridades portuguesas, algunos se embarcaron en naves lusas para volver a España por la vía de la India. Los restos de la expedición arribaron a la península a partir de 1548 bordeando África. La experiencia de Carrión en Filipinas fue espantosa, tal como para no haber vuelto nunca, pero el castellano tuvo al menos la suerte de integrar las filas del centenar de supervivientes. No las de los muertos como López Villalobos, que falleció el 4 de abril de 1544 de una enfermedad cuyos síntomas eran que las manos y los pies se tullían por completo, además de una sensación de ahogo, posiblemente fiebres palúdicas. O, como definieron los portugueses, «de un corazón roto».

De aquel mal trago, Carrión regresó a España para servir de tesorero del arzobispo de Toledo, Juan Martínez Guijarro, un eclesiástico con inclinación por las matemáticas. La vida tranquila en Toledo permitió al buscavidas castellano casarse, en 1559, con María de Salcedo y Sotomayor. Así las cosas, a la muerte del arzobispo volvió a las andadas en Nueva España, donde seguían organizándose nuevas expediciones que arrojar sobre Filipinas. Abandonó a su familia y sus comodidades por un destino incierto. ¿Se le había secado acaso la mollera? Resulta difícil reconstruir la vida y lo que pasaba por la cabeza de Carrión, en tanto hasta entonces había sido un don nadie.

En tierras mexicanas el virrey Luis de Velasco le dio licencia para trabajar en el puerto de Navidad, un lugar escogido para armar los barcos que viajaban al Pacífico. Juan Pablo Carrión aportó su experiencia para fabricar los bajeles y permaneció allí durante un lustro. Mientras su mujer vivía en Sevilla, los cronistas coinciden en que el timonel castellano hizo vida marital con una tal Leonor, vecina de Zapotlán, estando en el mencionado puerto. El coleccionismo de matrimonios era una afición que a Carrión le iba a salir muy cara.

Carrión participó en los preparativos de una nueva expedición a Filipinas. El timonel presionó para poder unirse en la tripulación de Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, pero su mala relación con el segundo dejó fuera a Carrión de la que era, en principio, una operación de recogida de otros supervivientes de la expedición de Villalobos. Lo contrario hubiera resultado un desafío a Portugal, con el que se vivían buenas relaciones diplomáticas. Con cinco naves y unos 350 hombres, el intrépido Legazpi atravesó el Pacífico en noventa y tres días y pasó de largo por el archipiélago de las Marianas. El 22 de enero desembarcaron en la isla de Guam, conocida como la Isla de los Ladrones, y desde allí saltaron a la conquista de Filipinas. En nombre de la Corona Española, el navegante vasco tomó posesión de varias de las islas y fundó las ciudades de Cebú (1565) y Manila (1571), las primeras piedras para la colonización de las Filipinas. Como Cortés en México o Pizarro en Perú, Legazpi se valió de la enemistad entre tribus para medrar en el terreno.

Carrión no solo se perdió esta feliz aventura, que logró establecer el anhelado «tornaviaje» a través de la corriente de Kuro-Shiwo; sino que vivió mientras tanto una auténtica pesadilla familiar. En 1566, la Inquisición le abrió un procedimiento por casarse ese año con Leonor Suárez de Figueroa. La bigamia indicaba —bajo la interpretación de la Iglesia— creencias erróneas acerca del sacramento del matrimonio, por lo que la Inquisición asumió en Castilla la competencia exclusiva para juzgar a las personas que se casaran varias veces. El Derecho castellano estipulaba como castigo a este delito la pena de la marca para los varones (grabar con un hierro al rojo, sobre la frente del reo convicto, una señal en forma de letra «q»), el embargo de sus bienes y un periodo de destierro, que en tiempos de Carlos V se sustituyó por trabajos forzados como remeros de galeras. Para fortuna de Carrión, Felipe II suprimió la pena de la marca, aunque dobló los años de remo y añadió sanciones de «vergüenza pública».

Por lo pronto, el turbio asunto le costó al castellano el embargo de sus bienes, además de la obligación de viajar a Sevilla a vivir una temporada con su primera esposa. Se salvó de los remos y la humillación pública, pero aquí no terminó su pena. Preso de nuevo en 1574, decidió a su salida, tal vez previniendo más idas y venidas, poner otro océano más entre la Inquisición y él. El navegante partió rumbo a Filipinas al mando de una expedición para apuntalar la conquista de Legazpi. Tras años de luchas entre españoles y portugueses, las Islas Filipinas, un punto de encuentro entre distintos mundos, se enfrentaba al mayor reto desde la llegada de los europeos.

Los ataques de piratas chinos y japoneses amenazaban con echar al traste la presencia española en Filipinas. El más fiero de todos ellos, el chino Li Ma-hong, se detuvo varios días en la provincia de Ilocos, al noroeste de la isla Luzón, la más importante y extensa de Filipinas. Allí se atrevió a titularse rey en clara burla a las autoridades españolas, «haciendo este corsario cruel muchas crueldades y ceremonias de ser adorado». Sin freno, a finales de noviembre de 1574 desembarcó en las playas de la bahía de Manila con un ejército heterogéneo, cebado de guerreros japoneses. La isla estaba defendida por una exigua fuerza de quinientos españoles repartidos por todo el archipiélago, y solo ciento cincuenta de ellos se encontraban en Manila, donde acababa de construirse un fuerte provisional hecho de madera.

La tropa de este asentamiento estaba al mando del vasco Martín de Goyti, en calidad de maestre de campo. Cuando los piratas asaltaron Manila en una formación cerrada, los españoles presentaron una defensa calle a calle, aunque el enorme número de ladrones les obligó a retroceder. Lucía del Corral, esposa de Goyti, increpó a los piratas desde el balcón de su casa. Como una manada de hienas, entraron en la casa a dar muerte a las mujeres, entre ellas a Lucía, que fue degollada por negarse a entregar un collar. Martín de Goyti murió lanceado mientras saltaba por la ventana de su casa. Los supervivientes se atrincheraron en el fuerte de madera que coronaba la ciudad. Al grito de auxilio del gobernador Guido de Lavezaris, otros capitanes dispersos por las islas acudieron a defender el fuerte de Manila. Entre ellos, el joven y valiente Juan de Salcedo, que atravesó media isla con un refuerzo de cincuenta españoles y de aliados tagalos. Nombrado por aclamación nuevo maestre de campo, Alonso Velázquez encabezó la resistencia frente a los piratas que, por tierra y por mar, asaltaron una segunda vez la ciudad.

Los piratas no pudieron morder el fuerte en los primeros ataques, cayendo presas de la arcabucería. Sin embargo, lo endeble de la fortaleza trasladó el combate al terreno del cuerpo a cuerpo. En esta fase de arma blanca se destacó el alférez Sancho Ortiz, que «jugando su alabarda» aniquiló a muchos de estos piratas antes de caer muerto por un disparo de arcabuz. El goteo de muertos alarmó a Salcedo, que ordenó a sus soldados formar «en cuadro», como hacían los tercios en Europa, y justo cuando las defensas estaban a punto de caer, salió del fuerte dando una carga inesperada sobre el enemigo. Tras un violento asalto que no esperaban por parte de una tropa agotada, los piratas cedieron y finalmente huyeron sin orden hacia la seguridad de las embarcaciones, agolpándose en las barcas y lanchones para tratar de ganar sus naves.

Los europeos habían salvado Manila de su completa destrucción, superando con un centenar de hombres a los 3.000 de Li Ma-hong. Salcedo persiguió a los ladrones en su agónica fuga. Tras sus ataques fallidos, el capitán pirata evitó por muy poco ser capturado huyendo lo más lejos posible de Filipinas. La pared más oriental del Imperio español había resultado un muro de piedra.

LA PIRATERÍA A LA SOMBRA DEL GALEÓN DE MANILA

La rapiña pirata no terminó ahí. Desde el descubrimiento del «tornaviaje», se estableció el conocido como trayecto del Galeón de Manila. Una travesía que cada año salía desde Acapulco hasta tierras filipinas y, según los viejos lobos de mar era «la más larga y terrible de las que se hacen en el mundo». En los 230 años de trayectoria, se perdieron treinta galeones, miles de vidas y riquezas millonarias, dándose el caso de un galeón que apareció a la deriva con toda su tripulación muerta. En el más plácido viaje de ida trasladaba plata para pagar a los funcionarios de la Corona en Filipinas; a la turbulenta vuelta, seda y porcelana de China, marfil de Camboya, algodón de la India, piedras preciosas de Birmania y especias como canela, pimienta y clavo. Manila se transformó así en una población urbana, ideada como una base para expandir el comercio por el resto de la zona. La cantidad de mercancías que se acumulaban en torno a Manila sirvieron de atracción para los comerciantes chinos, los sangleys, y para los piratas, como la luz y el sonido repetitivo de las tragaperras a los jugadores.

Hacia la década de los ochenta, los aguijonazos de los piratas japoneses se empezaron a sentir en el emporio comercial español. Los llamados wokou, «bandidos enanos», vivieron en esos años un resurgimiento, si es que alguna vez habían perdido fuelle, frente a los que ellos apodaban los nambanjin, «bárbaros del sur». Las sucesivas guerras civiles en Japón empujaron a las facciones vencidas a buscar fortuna en el mar, mientras el exceso de samuráis sin señor, los ronin (llamados «hombres ola» por su carácter errante), y los soldados sin ejército, los ashigaru, permitieron a los wokou alimentar sus flotillas piratas con tropas selectas. El 16 de junio de 1582, Felipe II recibió del gobernador general de Filipinas Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, una carta advirtiendo del peligro de estos combatientes:

Los japoneses son la gente más belicosa que hay por aquí. Traen artillería y mucha arcabucería y piquería. Usan armas defensivas de hierro para el cuerpo. Todo lo cual lo tienen por industria de portugueses, que se lo han mostrado para daño de sus ánimas.

A sus habituales catanas y armaduras de bella factura, los piratas japoneses sumaron artillería de procedencia europea. Al igual que en América, los españoles tenían restringido el comercio de armas de pólvora y de hierro con las poblaciones locales del Pacífico, no así los portugueses. Los arcabuces europeos y las pequeñas piezas de artillería hicieron las delicias de los señores de la guerra nipones. De hecho, favorecieron la escalada de poder del gran señor feudal Oda Nobunaga, que con la ayuda de las nuevas armas traídas por los europeos procuró unificar el país tras un periodo de guerra civil entre las distintas facciones. Su victoria en Nagashino (1575) está considerada tradicionalmente como la primera batalla que se decidió por el empleo de las armas de fuego en Japón.

Los piratas aprovecharon estas armas de la misma forma en el Pacífico. Un capitán pirata llamado Tay-Fusa se reveló como el más audaz y temerario de esta hornada de ladrones del mar artillados. La carta de Ronquillo al rey obedeció a un furtivo golpe del japonés que situó al borde del desastre el control de Filipinas. Atacó en 1582 por sorpresa la isla de Luzón y estableció una base en la provincia de Cagayán, en la punta más al norte de Filipinas. Su ejército de más de mil hombres, samuráis sin señor incluidos, exigió un insolente rescate al gobernador español a cambio de las vidas de los habitantes de la provincia capturados en el ataque. Lo que Tay-Fusa no fue capaz de calcular era que el Imperio español no negociaba con piratas.

El general de la Armada Juan Pablo Carrión fue lanzado a la zona para desalojar a los ladrones con una fuerza raquítica de cuarenta soldados. Casi la mitad de estos eran indígenas mexicanos de Tlaxcala y, a decir verdad, Carrión no era un soldado profesional ni alguien con mucha experiencia en combate. Había serias dudas de que aquel hombre entrado en años, coleccionista de mujeres y de fracasos, tuviera el talento de vencer a una fuerza tan numerosa. La flota de Tay-Fusa superaba a toda la Armada española en Asia, aunque solo fuera de forma cuantitativa. Frente a la inmensidad verde de la costa de Luzón, tal vez Carrión también dudaba de sus opciones de éxitos mientras rastreaba las huellas enemigas desde el castillo de popa de su galera, la capitana de una flotilla de siete naves de escaso tamaño y mal artilladas.

Cuando al fin divisó a una de las embarcaciones enemigas, no dudó en abordar su cubierta ocupada por una multitud de piratas. Sus cuarenta soldados eran pocos frente a tantos enemigos, por lo que confiaba en que el acero toledano y las tácticas europeas compensasen la desventaja. Los guerreros europeos portaban sobre sus hombros siglos y siglos de guerra en Occidente, una combinación de técnica, disciplina, tradición militar, agresividad y la extraordinaria capacidad de adaptarse con rapidez a cada nuevo reto. Además, el viejo confiaba en que durante la fase de abordaje la marinería se sumaría también a la lucha cuerpo a cuerpo. Tras ablandar la cubierta con sus cañones, la galera de Carrión aprovechó el desconcierto para iniciar un abordaje, tímidamente respondido por los arcabuceros japoneses. El contraataque pirata no se hizo esperar, amparado en que eran más. En el castillo de proa, los españoles formaron el clásico esquema defensivo del Mediterráneo, con una línea combinada de picas y arcabuces, para minar con lentitud a las indisciplinadas huestes que habían invadido su barco. El propio Carrión cortó de un sablazo la driza del palo mayor para aumentar la cobertura de los españoles.

Con el intercambio de balas, los piratas registraron muchas bajas. Retrocedieron hacia su barco, sin percatarse de que aún no había acabado la jornada. El otro barco grande de los españoles, el navío San Yusepe, embistió la posición enemiga para barrer su cubierta. Desaparecido el perro guardián que vigilaba el río Grande de Cagayán (llamado Tajo), la flotilla de Carrión remontó sus aguas abriéndose camino entre dieciocho champanes, unos barcos ligeros escurridizos y más rocosos de lo que parecían a simple vista. Cientos de piratas cayeron en esta entrada triunfal de los españoles a la boca del río, barriendo cubiertas al son de la pólvora.

Revestido casi por completo de hierro, Carrión eligió un recodo del río para desembarcar sus tropas. Allí ordenó cavar trincheras y situar la artillería a pocos metros de los cocodrilos y otras bestias, de modo que los españoles estaban ya fortificados cuando Tay-Fusa intentó en tierra lo que no había logrado vía marítima: aniquilar al grupo salvaje de aquel viejo. Lo procuró después de que el capitán castellano se negara a pagarle oro a cambio de que los piratas se marchasen de Cagayán. Durante tres asaltos, los cuarenta soldados le aclararon al nipón que, si acaso, eran ellos los que iban a terminar pidiendo pagar, con tal de salir con vida. Al primer ataque buscaron arrebatar las picas europeas agarrando sus afiladas puntas, pero Carrión, perro viejo, había ordenado que las untaran con sebo para hacerlas resbaladizas.

A sus sesenta y nueve años, el castellano se mantuvo en primera fila de combate hasta el final. La tercera oleada arrinconó a los españoles, sin apenas pólvora y con al menos una decena de bajas. No obstante, su disciplina les permitió resistir con paciencia en la trinchera, hasta que el rumor de derrumbe entre las tropas piratas se transformó en un estruendo. Entre la batalla y la persecución que ejecutaron sin piedad los españoles por la orilla, Tay-Fusa perdió a ochocientos tripulantes. Ni siquiera sus samuráis sirvieron de gran cosa a pesar de su imponente estampa, con aquellas máscaras grotescas y sus armaduras pintorescas. Lo espectacular del equipo ocultaba que la carencia de hierro de buena calidad y las peculiares condiciones de las guerras japonesas convertían sus armas y su material en algo endeble frente al acero europeo.

Antes de que Carrión se enfrentara a los ronin, los soldados portugueses habían comprobado que la imbatibilidad de los samuráis era cosa de Asia. El portugués Joao Pereira llegó en 1565 a las inmediaciones de Nagasaki al mando de una carraca y un pequeño galeón, que además de las habituales mercancías transportaba a numerosos mercaderes chinos. Unos pocos cientos de samuráis emboscaron a los portugueses cuando estaban desembarcando material a tierra. Los japoneses abordaron al rayar el alba la popa e incluso pudieron llevarse el escritorio del capitán y otras riquezas de su camarote. El contraataque portugués expulsó sin más a los samuráis de su barco. Luego ambos navíos hicieron fuego cruzado sobre las embarcaciones japonesas, desencadenando una gran carnicería sobre la cubierta atestada de guerreros. Los japoneses tuvieron setenta muertos y más de doscientos heridos.

La llamativa estética de los samuráis, de hecho, les hacía un objetivo tentador para los arcabuces y mosquetes. Los japoneses pagaron auténticas fortunas para tener una buena armadura milanesa o toledana, sobre todo a raíz de que el uso del arcabuz se generalizase entre las huestes japonesas. Las corazas (al estilo europeo) eran mucho más efectivas contra los disparos y dieron lugar a las clásicas corazas tubulares denominadas okegawa-dô, con forma de concha y con sólidos remaches en lugar de entrelazados.

LOS SAMURÁIS AL SERVICIO DEL IMPERIO ESPAÑOL

La historia de Juan Pablo de Carrión se desvanece tras los combates de Cagayán, que bastaron para alejar la creciente presencia japonesa de los alrededores de Filipinas. El castellano fundó en esta tierra Nueva Segovia, como puesto defensivo contra sucesivas incursiones piratas. Impresionados por la actuación de los europeos, los pueblos indígenas de Cagayán se dividieron entre los que se querían aliar con los españoles y, al otro lado, los que continuaron años combatiéndolos en el montañoso interior de Luzón.

Tras prender la llama de este primer mestizaje, el viejo simplemente desapareció, como si hubiera sido un espíritu imaginado por los españoles y los nativos. Se desconocen las circunstancias de su muerte o si acometió nuevas empresas. Lo misterioso de buena parte de su biografía le coloca en el campo perfecto para moldear el mito a conveniencia. La tendencia a la exageración de los sucesivos gobernadores de Filipinas, ávidos de atraer la atención de la Corona, complica la tarea de separar los hechos de los adornos en la vida de Carrión.

En su ausencia, el Pacífico se mantuvo en ebullición. Al problema de la piratería autóctona del Pacífico se añadió una especie invasiva a finales del siglo XVI. Tras varias intentonas de asentarse en el Pacífico, las Provincias Unidas planearon en 1599 una expedición que, más allá de fijar nuevas rutas, perseguía como principal fin saquear y destruir los puestos ibéricos. Una escuadra de cuatro buques al mando de Oliver Van Noort partió a finales de verano a un viaje infernal. Este pirata de crueles métodos tenía experiencia en la lucha contra los españoles en Europa. Como ocurriera cincuenta años antes con las incursiones de piratas ingleses en el Caribe, los holandeses vieron en las indefensas posesiones ibéricas en el Pacífico la mejor manera de herir al gigante contra el que las Provincias Unidas llevaban décadas combatiendo en la otra punta del mundo. Sin embargo, nada había preparado al holandés para la dura travesía a través del Pacífico. En los catorce meses que tardó en cruzar al Estrecho de Magallanes y dirigirse al Mar del Sur, la escuadra perdió dos barcos, sufrió enfermedades, desencuentros y ataques enemigos.

Al fin entró contra todo pronóstico en las aguas dominadas por los dos imperios ibéricos. Van Noort obtuvo provisiones de los propios españoles y permiso para acercarse a Manila, haciéndose pasar por un marino francés con autorización de la Corona. Aquello resultó un alivio, porque la larga travesía por el océano Pacífico había dejado a los holandeses sin capacidad operativa. Frente a Manila se sintió incapaz de acometer un ataque directo, pero Van Noort se conformó, al menos, con bloquear el puerto desde la entrada de la bahía.

Sus presas fueron barcos mercantes, chinos en su mayoría, desprevenidos, que acudían a Manila a vender productos, pero también atacó algún galeón español. Con esto, el bloqueo marítimo causó el pánico en la ciudad defendida de forma pobre, que ni siquiera contaba con barcos de combate en el puerto, salvo un mercante en reparación y una pequeña fragata.

La mayoría de los soldados y barcos de la Corona habían salido fuera de Manila a una expedición de castigo a Mindanao, base de los piratas esclavistas llamados «moros» (musulmanes del Pacífico). Entre ellos tropas samuráis al servicio de España, si bien es más preciso hablar únicamente de soldados japoneses, sin especificar su categoría social. La mayor parte de las veces se encuadraban como mercenarios al mando de oficiales españoles, aunque también hubo casos de oficiales indígenas. En esta condición participaron en varias misiones de castigo contra los piratas de la zona, entre ellas, una contra lo que hoy es Taiwán.

Cuando Van Noort bloqueó el principal puerto de Filipinas, solo un puñado de samuráis mercenarios estaba a mano. Claro que, en general, el gobernador Francisco Tello de Guzmán tenía poco de todo a su alcance. Los dos únicos barcos que dormitaban en el puerto, el mercante San Diego y la pequeña fragata San Bartolomé, fueron armados a toda prisa con catorce y diez cañones de tierra, respectivamente. Un apaño que emocionaría al televisivo Equipo A, dado a crear vehículos letales de entre la chatarra; pero que en un combate naval iba a servir de poco. Y más difícil aún que dar con cañones fue encontrar soldados de calidad para engrosar las tripulaciones. El oidor Antonio de Morga se hizo cargo de una tropa de unos centenares de hombres, la mitad españoles, muchos filipinos, negros y, por supuesto, mercenarios japoneses.

El Mauritius, el barco principal de los holandeses, contaba con más cañones que los dos barcos españoles juntos. Razón de más para que Antonio de Morga enviara a sus dos barcos contra él en cuanto el viento y las mareas favorecieron a los defensores. El San Diego y el San Bartolomé partieron al alba del 14 de diciembre de 1600 hacia la yugular del barco holandés. Al estilo más fiel de los piratas, Van Noort ordenó levar anclas y alejarse, mientras que el otro barco holandés, el débil Eeridracht, se limitó a apartarse del área de acción. El rápido movimiento protagonizado por el San Diego, sin embargo, malogró la maniobra evasiva del Mauritius. Después de que los arcabuces y mosquetes españoles barrieran la cubierta, treinta hombres al mando de un alférez se hicieron con el castillo y con los estandartes enemigos, lo que tradicionalmente significaba que el barco había sido sometido. Las catanas asiáticas se fusionaron por largos instantes con el acero toledano.

Con la cubierta desierta, el comando de abordaje español tuvo que vociferar «España, España; victoria, se han rendido» para impedir que el más rezagado San Bartolomé descargara su fuego contra el barco holandés. Los holandeses supervivientes se encerraron bajo cubierta y solicitaron rendirse. El sevillano Antonio de Morga era historiador, abogado, funcionario y, solo empujado por las circunstancias, un hombre de acción. Su victoria hubiera sido plena de haber hundido el barco enemigo o asaltado la bodega; sin embargo, cometió el error de dejar pensar a Van Noort. Piratas, herejes y rebeldes. Van Noort sabía que no habría juicio si entregaban las armas; ordenó resistir a sus hombres (veintiséis de ellos heridos) e incluso amenazó a los que querían rendirse con hacer volar la santabárbara si se movían un centímetro. Una amenaza en consonancia con la forma de proceder kamikaze típica de los mendigos del mar, que preferían quemar o hacer explotar sus barcos antes que rendirlos al Imperio español.

Mientras el tiempo se pausaba en el Mauritius, la fragata San Bartolomé, que había estado a punto de pulverizar a sus compatriotas, siguió de largo en busca de un enemigo en el que descargar la pólvora cebada de tu artillería. El Eeridracht sufrió toda su ira. El comandante de la fragata, Juan de Alcega, abordó el barco e hizo prisionero al capitán Víesmann y otros veinticinco supervivientes. En su abordaje no dio pie a conjuras de bodegas, en contraste con las dubitaciones de Antonio de Morga con el Mauritius. Cuando ya se cumplían seis horas desde el inicio del combate, los españoles detectaron varías vías de agua en el San Diego, mientras que un incendio se declaraba en la bodega del barco de Van Noort.

¿Qué desencadenó este fuego? Pudo ser accidental o tal vez prendido por el comandante holandés. Pero bastó ver una columna de humo saliendo del barco para que los españoles abandonaran en desorden la cubierta enemiga, temiéndose que se tratara de otra de esas estrategias suicidas de los holandeses. Saltar del Mauritius al San Diego fue como salir de Málaga para meterse en Malagón. Las fugas en el casco del San Diego eran ya agujeros del tamaño de barriles de vino. Camino de la isla Fortuna, el barco español se hundió cuando se había alejado cien metros del Mauritius, de nuevo bajo gobierno holandés. Los desesperados náufragos españoles fueron exterminados por los hombres de Van Noort, con un balance de doscientos cincuenta hombres asesinados a disparos y a golpes. Salieron con vida un centenar de españoles, sujetos a cualquier resto que flotara o nadando. El picapleitos Antonio de Morga se salvó nadando durante cuatro horas, portando con heroísmo el estandarte holandés, hasta que consiguió alcanzar una pequeña isla abandonada. O al menos eso hay que creer de unos hechos que en parte narró el propio Morga.

Los españoles rompieron el bloqueo holandés, pero a costa de graves pérdidas humanas. Van Noort puso rumbo a Holanda con su dotación agotada, su buque carbonizado por el incendio y con dos de los palos inútiles. En estas circunstancias el regreso a Ámsterdam fue tan doloroso como el viaje de ida, fondeando allí tras tres años, el 26 de agosto de 1601, cuando solo quedaban vivos ocho tripulantes. Con todo, los supervivientes se convirtieron en los primeros holandeses en completar la vuelta al mundo. Veinte años después de que lo lograra el infame Francis Drake, sesenta y cuatro después de que los últimos supervivientes de la expedición de García Jofre de Loaísa llegaran a las costas ibéricas. ¡Y ochenta años después del periplo de Juan Sebastián Elcano! Claro está que holandeses e ingleses siguen celebrando sus tardías circunvalaciones casi como si fueran las primeras.

El San Bartolomé no pudo o quiso perseguirlo. Se limitó a trasladar a Manila a los prisioneros del Eendracht, cuya tripulación fue ejecutada al completo una vez en tierra. Una advertencia para futuros piratas que tuvo escaso impacto, a la vista de la oleada holandesa que estaba por venir. A la travesía de Van Noort le sucedió un auténtico desembarco holandés en Japón y otros territorios del Pacífico. Serían los holandeses los que envenenaran las buenas relaciones entre los japoneses y los católicos, lo que desembocaría en la persecución de miles de cristianos en Japón. En este sentido, también los holandeses echaron mano de los mercenarios samuráis de este país, que la literatura y el cine han convertido en soldados sobrenaturales.

Un viejo perdedor llamado Juan Pablo Carrión calibró el auténtico nivel de estos guerreros y desveló quién era, en verdad, la criatura más asombrosa.

LOS LOCOS PLANES ESPAÑOLES PARA INVADIR CHINA

Juan Bautista Román, embajador de las Islas Filipinas en Macao, se encargó de narrar la gesta de Carrión y así evitar que se perdiera en el abismo de los tiempos. En su correspondencia con el virrey de Nueva España, Bautista Román insistió en la necesidad de enviar más refuerzos a las Filipinas y a la conquista de las islas Molucas. Desde allí planeaba que el Imperio español saltara a China, que, según los jesuitas que habían pisado sus tierras, era un reino bello y enormemente rico. El propio Carrión había escrito en 1573 una petición a Felipe II para que le nombrara «Almirante del Mar del Sur y de la China», de modo que pudiera dar con un paso entre las costas de China y Nueva España. Una fantasía que cayó en saco roto.

El problema común de la piratería abrió las primeras relaciones diplomáticas entre ambos países. Tras la derrota del pirata Li Ma-hong en Manila (1574), una delegación china acudió a negociar la entrega de su travieso compatriota creyendo que había sido capturado por los castellanos. Una excelente excusa para el envío a China de la primera embajada española, encabezada por el misionero Martín de Rada, cuyo grandilocuente recibimiento duró hasta que las autoridades imperiales descubrieron que Li Ma-hong se había escabullido en el último momento del marcaje hispánico. La delegación regresó a Manila con información avanzada de lo que era el Imperio celeste, una enormidad más unificada de lo que habían concebido los españoles.

Sin tiempo de conocer los datos de la delegación, el gobernador de Filipinas, Francisco de Sande, propuso la vía armada para extender el cristianismo por el país a través de un plan de invasión directa. En una carta dirigida al Consejo de Indias en 1576, sugería que un contingente de unos 6.000 hombres, reclutados entre los miles de aventureros que deambulaban por Perú y Nueva España, podría someter a la población china, porque «es cosa llana y será de poca costa». Sande estimaba que la gente china, «la mejor del mundo para tributarios», sería incapaz de organizar una defensa firme para proteger las amplias reservas de metales que supuestamente guardaba el interior del país. Los informes del gobernador demuestran, en general, su escaso conocimiento sobre lo que era China, su nivel de desarrollo, su forma de combatir e incluso su auténtica extensión. La presencia de musulmanes en Malasia y en otros reinos que rodeaban a Filipinas era, en su opinión, otra razón de peso para que el rey conquistara China y se elevara como la potencia hegemónica del Pacífico.

En favor del realismo, el rey pospuso este proyecto a la espera de recabar mayor información de China, para lo cual recomendaba, por el momento, el estrechamiento de lazos comerciales:

En cuanto a conquistar China, que os parece se debía hacer luego, acá ha aparecido que por ahora no conviene se trate de ello, sino que se procure con los chinos buena amistad.

China no volvió al escritorio de Felipe II hasta la anexión, en 1580, del Imperio portugués, que mantenía abiertos puertos comerciales desde principios de siglo XVI en puntos lejanos como Goa, Malaca, las islas Molucas, Macao y Nagasaki. El papa Gregorio XIII había aclarado por la bula Icius fulciti praesidio (13 de febrero de 1578) que China y otras áreas de Oriente caían dentro de la demarcación de Portugal. Solo su coronación como Felipe I de Portugal legitimó al monarca para plantearse invadir este territorio.

Gonzalo Ronquillo, sucesor de Sande, presentó un plan más realista para acometer la conquista valiéndose de la base portuguesa de Macao, a solo tres días de navegación de Manila. Según lo que había podido saber por el jesuita Alonso Sánchez, Ronquillo recomendó aumentar el número de soldados necesarios hasta los 15.000, que en un ataque combinado desde distintos puntos colapsarían el Imperio celeste. Mientras los castellanos corneaban China a través de Fujian, una fuerza portuguesa lo haría por la provincia de Guangdong. Además, se pensaba completar la fuerza invasora con 6.000 nativos filipinos y el reclutamiento de 6.000 japoneses, un país enemistado con China. Un esfuerzo económico fuera del alcance en ese momento de la Corona Española, acostumbrada a que las grandes conquistas las iniciaran aventureros soñadores por cuenta de su vida y de su patrimonio.

El plan para invadir China nunca abandonó el plano teórico, porque al final el respeto a los intereses portugueses se impuso a las campañas inciertas. El desastre de la llamada Armada Invencible acabó definitivamente con el proyecto, salvo por alguna vaga propuesta en tiempos de Felipe III. El Imperio español se conformó con mantener relaciones comerciales con el gigante asiático. Lo cual no era poco. El comercio entre Macao y Manila se intensificó a finales del siglo XVI, de modo que productos como seda, tejidos, ámbar, alfombras, etc. comenzaron a llegar al Parián de Manila. Con esto, la influencia china en la sociedad de Manila creció y sus puertos se llenaron de habitantes procedentes de este país. Los ojos españoles se fijaron en otros países del sureste de Asia, como Camboya o Siam, para que los gobernadores más enérgicos tuvieran donde distraerse.

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