Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


10. Catalina de Erauso, la Monja Alférez

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CATALINA DE ERAUSO,

LA MONJA ALFÉREZ

Cualquier viajero extranjero que hubiera visitado España a mediados del siglo XIX se habría sentido decepcionado de no hallar a los hombres vestidos de goyescos y a las mujeres fumando mientras afilan sus puñales. Los soldados franceses habían sufrido la cólera de las féminas españolas durante su estancia en el país y habían aprendido a no darles la espalda. La española cuando besa es que besa de verdad. Y la española cuando mata es que mata de verdad.

«A mí me han preguntado los extranjeros si en España se cazan leones; a mí me han explicado lo que es el té, suponiendo que no lo había tomado ni visto nunca (...). Difícil es disuadir a la mitad de los habitantes de Europa [de la idea] de que casi todas nuestras mujeres fuman y de que muchas llevan un puñal en la liga», escribía Juan Valera, novelista y diplomático, en 1868, sobre los tópicos derivados de la leyenda negra contra lo español y por varios siglos de aislamiento respecto a Europa. Pero también suponía la existencia de mujeres reales, que se destacaron como milicianas durante la Guerra de Independencia. Una tradición de mujeres de puñal escondido en la liga que representa mejor que nadie Agustina de Aragón o, siglos antes, la gallega María Pita. La lista de mujeres ibéricas que han destacado en la carrera militar es larga, contándose entre ellas precursoras tales como Inés de Suárez, destacada en la exploración de Chile; María de Estrada, que luchó junto a Hernán Cortés; o Ana María de Soto, la primera mujer en el mundo que sirvió en la infantería de marina.

Todas ellas doblemente asombrosas, porque no solo sobresalieron en la peligrosa milicia, sino que tuvieron que superar primero las barreras sociales que padecía su género. Pero ninguna biografía iguala entre ellas a la de la portentosa Monja Alférez, nacida como Catalina de Erauso, vencedora y verdugo de al menos una decena de personas. Tan impresionante que la principal fuente de sus hazañas, un texto supuestamente escrito de su puño y letra, es más un objeto de estudio literario que un documento histórico. En el texto afirma poseer una fuerza casi sobrehumana, ganar en un sinfín de combates singulares y tener una resistencia a los obstáculos más empinados en la tradición de las relaciones engalanadas de capitanes del siglo XVII al estilo del duque de Estrada o de Alonso de Contreras. Lo que, en el peor de los casos, convertiría Historia de la Monja Alférez en una de las primeras novelas de América. La tendencia al «realismo mágico» de la tradición americana está ya presente en esta épica de un héroe sin hogar, un vagabundo itinerante enmarcado en el género de la picaresca. El documento cuenta, en cualquier caso, con suficientes datos históricos y tal verosimilitud como para ponerle, al menos, la cinematográfica etiqueta de «basado en hechos reales».

UNA FUGA QUE DURÓ TODA LA VIDA

Catalina de Erauso nació en San Sebastián el 10 de febrero de 1592. Una tierra muy apegada a Castilla, que en cuestión de un siglo había evolucionado de emporio comercial a fortaleza militar. La parpadeante enemistad con Francia endureció a la fuerza a los habitantes de San Sebastián. El capitán Miguel de Erauso, padre de Catalina, era uno de estos y un hombre de apellido ennoblecido. A los cuatro años, Catalina ingresó en un convento de la villa en el que ejercía de priora una prima hermana de su madre. Se podría pensar que ya desde niña la búsqueda de su identidad sexual hizo de Catalina un elemento incómodo para su familia, salvo porque esto sería aventurar demasiado. La razón más probable es que dentro de una familia de varios hermanos la entrada de alguna de las niñas en un convento suponía un buen escape económico. Casar a todas las hijas con hijos de algo podía causar la ruina hasta de la casa mejor pintada.

Que era un alma libre se confirmó en la adolescencia. Catalina relata que una monja viuda y robusta le tomó como objetivo de sus maltratos y vejaciones, a lo que ella decidió fugarse del convento. Tras robarle un juego de llaves, unas cuantas monedas y unas tijeras a su tía, la joven abrió puerta tras puerta hasta salir a la calle. Corrió al lugar más escondido que halló y se valió de las tijeras para apañarse un vestido que camuflara su procedencia. Además se cortó el pelo, antes de partir a Vitoria.

El relato es a veces confuso y las paradas de su viaje no parecen seguir un objetivo claro. De Vitoria viajó a Valladolid, por un breve periodo de tiempo Corte del Imperio español, donde Catalina entró como paje al servicio de Juan de Idiáquez. Este, el poderoso secretario del Rey Prudente, estaba en pleno declive con el cambio de reinado, porque el duque de Lerma quería apartar de Felipe III a todos los guardianes impuestos por su padre. Y ya aquí Catalina se anunció con uno de los nombres de varón que le acompañaría el resto de su vida, Francisco Loyola. Una noche el padre de la Monja Alférez visitó a Idiáquez y se topó frente a su hija. Como dos pistoleros de un spaghetti western, el rudo capitán tuvo tiempo de mirar a los ojos a ese paje de pelo corto y gesto torcido mientras le preguntaba si Idiáquez estaba en casa. Fue incapaz de reconocer a su propia hija, a la que echaba en falta desde que había desaparecido del convento.

El estéril encuentro con su padre puso la guinda a la estancia de Francisco Loyola en Valladolid, ciudad a la que quedaban tres telediarios antes de perder la consideración de Corte. En su nueva huida dio con sus huesos en la cárcel, cuando unos niños a la altura de Bilbao le acosaron. Ella respondió hiriendo gravemente a uno con una piedra. Piojos, chinches y pulgas fueron sus compañeros en aquella breve experiencia carcelera que, a cualquier espíritu común, le habría persuadido de no meterse en más riñas. La primera estancia de Erauso entre barrotes duró el tiempo que se recuperaba el joven apedreado. El paje siguió al servicio de varios hombres prominentes en los siguientes años. Un día se decidió a regresar al convento de San Sebastián para oír misa y, de paso, confirmar su metamorfosis. Vestida de forma galante como mozo, no fueron capaces de distinguirla ni las monjas ni su madre, que se la quedó mirando como queriendo comprender quién era aquel muchacho que le resultaba tan familiar.

Al igual que con su padre, aquella reunión familiar parece que le indujo a alejarse aún más de su hogar. En 1603 embarcó en Sanlúcar en un galeón del capitán Estevan Eguiño (otro primo hermano de su madre, que tenía más familiares que estrellas el cielo) con dirección al Nuevo Mundo. Sin saber que era su tío, el capitán vasco trató con gran cariño a aquel grumete y le enseñó el oficio desde cero. Resulta complicado comprender cómo pudo esconder su auténtico sexo en un espacio tan estrecho como un barco, donde se comía, defecaba y se lavaban todos sin ningún tipo de intimidad. En la ciudad mexicana de Ciudad de Dios atracó el galeón para recoger la plata de unas minas próximas. El grumete Francisco Loyola agarró quinientos pesos y saltó a tierra con la excusa de que el capitán le mandaba realizar unas tareas en vísperas de que la flota partiera a España.

Señaló el conquistador Francisco Pizarro que volvieran los que quisieran a Panamá a ser pobres. Francisco Loyola se lo tomó al pie de la letra medio siglo después: tres meses bastaron para que se gastara la plata en el país caribeño. Sirviendo a un comerciante en Perú, sobrevivió a un naufragio —lo que ocurría tan a menudo que ya era como un sello para demostrar que habías cruzado el Atlántico— y se puso después al frente de un puesto comercial en Saña, en un territorio fértil del Perú. Francisco Loyola se había propuesto vivir deprisa y no estar mucho tiempo en un mismo lugar, a pesar de lo cual los problemas le acompañaban allí donde fuera.

Porque puede que fuera una mentirosa, una ladrona; pero también una mujer de palabra, sin miedo, que no se arrugaba si tenía que defender su honor. Cierto día mientras asistía a una comedia de teatro, un fulano llamado Reyes le tapó la vista, y ella se lo recriminó primero de buenas maneras, según refiere, y luego de muy malas. Tal que Reyes le amenazó con cortarle la cara con una daga allí mismo si no se marchaba, lo cual hizo Loyola por recomendación de sus amigos. El incidente hubiera quedado en un riña, olvidada y sin importancia, si el tal Reyes no se hubiera mostrado cerca de la tienda unos días después. El vasco, o más bien la vasca, cerró la tienda, afiló sus armas y se lanzó al asalto de Reyes, que estaba acompañado de otro hombre:

—¡Ah, señor Reyes! —gritó, a lo que se volvió él extrañado.

—¿Qué quiere?

—Esta es la cara que se corta —afirmó la vasca antes de lanzar una cuchillada en el rostro de Reyes.

Francisco Loyola se las vio también con un acompañante de Reyes armado con una espada. Le hirió, tras lo cual se refugió en la iglesia del lugar pidiendo asilo sagrado. Las iglesias se utilizaban como refugios sagrados, frente a los cuales la justicia ordinaria no alcanzaba a entrar. La parte donde acudían los criminales era el patio o claustro contiguo, que a menudo se convertía en un punto de fechorías que habrían sonrojado incluso a los mercaderes del Templo de Herodes. Al corregidor local, sin embargo, no le frenó en esta ocasión que estuviera en sagrado y le sacó a rastras hasta la cárcel. Le puso grilletes y cepo, en previsión de que iba a estar un largo tiempo en prisión. El comerciante al que servía, Juan de Urquiza, intercedió para que no fuera así. En una situación típica de las novelas picarescas, Urquiza ofreció a Loyola que se casara con una dama de su servicio, emparentada con la esposa de Reyes, para poner fin al pleito surgido en el teatro. De ahí que a la salida de prisión la citada dama se excediera en caricias con el mozo vasco e insistiera, «a pesar del diablo», en que durmiera aquella noche en su cama. Es decir, una propuesta deshonrosa frente a la que el héroe picaresco habría de contestar no, porque era mejor ser pobre que renunciar al honor. En el caso de una mujer que se hacía pasar por un hombre, resultaba además, la única opción para mantener oculto su secreto.

Acorralado una vez más, el vagabundo vasco rehusó la oferta de matrimonio y se trasladó a otra ciudad. Ancha es Castilla, pero más lo eran sus posesiones en América. Se estableció en Trujillo en otro puesto comercial del mismo hombre, hasta que un fantasma de su pasado reapareció. Si Erauso no iba a Reyes, Reyes iría a Erauso. Dos meses después se presentó ante su nueva tienda el villano, que a la cuchillada sumaba la ofensa a la familia de su esposa, acompañado de dos compinches, uno de ellos el herido en el anterior choque.

Cuenta la Monja Alférez que el choque de ella y un negro a su servicio, frente a los tres forasteros, se saldó con la muerte del amigo de Reyes. La lucha se prolongó, con heridas en los dos bandos, hasta que irrumpió el corregidor. Quiso la suerte que este fuera vizcaíno y que escuchara a Erauso hablar de aquella tierra común cuando la trasladaba a la cárcel. Ya en ese tiempo había pugnas y banderas en América entre vascongados, que acostumbraban a alinearse con los portugueses y otros europeos, y en el otro bando, andaluces, castellanos, extremeños, criollos y mestizos. El corregidor insinuó en euskera a Francisco Loyola que, a la altura de la iglesia mayor, miraría hacia otro lado si decidía zafarse.

Acogerse a sagrado permitió a la vasca ganar algo de tiempo. El homicidio podía costarle un largo periodo en la sombra, por lo que se escapó a Lima, la Ciudad de los Reyes fundada por Pizarro, para entonces convertida en una metrópolis de dignidad regia. Allí sentó plaza de soldado en la compañía del capitán Gonzalo Rodríguez, que formaba parte de los 1.600 hombres levantados para conquistar el último reducto opuesto al poder español en Sudamérica, la última frontera con lo salvaje: Chile.

CHILE, LA FLOR DE MIS GUZMANES

En una ocasión, el emperador Carlos V resumió con tono satírico la última asignatura pendiente de España en Sudamérica: «Chile le cuesta al Imperio la flor de mis guzmanes». Esto es, «la conquista de Chile se ha llevado mis mejores soldados». A la desastrosa expedición de Almagro le tomó el relevo Pedro de Valdivia, en 1546, que pobló grandes extensiones hasta el Estrecho de Magallanes y, en última instancia, combatió a los temidos indios mapuches. Este pueblo autóctono del sur del continente mostró una belicosidad inédita y una gran capacidad para adaptarse al combate con europeos, una suerte de guerra de Flandes en América. Las sucesivas luchas entre los conquistadores españoles del Perú retrasaron aún más la respuesta contra este dispuesto enemigo. No obstante, a finales del siglo XVI el empuje de miles de hombres había hecho que una red de poblaciones y fuertes españoles saltearan Chile, si bien persistía la guerra de guerrillas con los mapuches. La colonización parecía avanzar por buen camino, hasta que ocurrió el desastre de Curalaba.

El 23 de diciembre de 1598, el gobernador Martín Óñez de Loyola, ciento cincuenta españoles y trescientos indios aliados fueron masacrados cuando acudían a auxiliar a varios fuertes en la zona más austral de Chile. La silenciosa emboscada tendida al alba sorprendió por completo a los europeos, que en algunos casos acabaron despeñados por un barranco en la huida, y al gobernador, que ni siquiera tuvo tiempo de ponerse su armadura antes de que lo cazaran. El caudillo enemigo, Pelantaro, sumó el cráneo de Óñez de Loyola a los trofeos macabros de su pueblo, que ya guardaban la cabeza de Pedro de Valdivia como un tesoro. Después de varias décadas de lucha contra los españoles, los mapuches eran diestros en el manejo de la caballería y las armas de fuego y maestros de la emboscada. Además, su obstinación parecía ilimitada. Lo encarna mejor que nadie el ejemplo del guerrero Galvarino, al que los españoles le cortaron las manos para evitar que combatiera más y apareció en las siguientes batallas con cuchillas atadas a los muñones.

El derrumbe español desencadenó el abandono masivo de varias ciudades y fuertes por todo el territorio sureño, así como una rebelión generalizada que planteó si al Imperio español le merecía la pena tantos quebrantos por un territorio considerado inhóspito. Al borde de la desaparición de la colonia, en el verano de 1600 desembarcó en Valparaíso Alonso García de Ramón, nuevo gobernador de Chile, dotado de un carácter enérgico. Se esperaba de él que recuperara algunas de las ciudades arrasadas por los indios y, de paso, algo del prestigio perdido. La operación tuvo éxito e incluso se pudo rescatar a unas cuantas mujeres españolas secuestradas; sin embargo, el cambio de reinado en España amenazó sus avances. El nuevo rey, Felipe III, ordenó el relevo del gobernador de forma abrupta para sustituirlo por Alonso de Ribera, otro soldado valiente, aguerrido y curtido en las guerras de Flandes e Italia. A pesar de las intrigas madrileñas, el cambio no afectó a la campaña punitiva contra los mapuches.

El verdadero obstáculo era la falta de una fuerza profesional. A la vista del mal estado de la infantería, Ribera propuso al rey la creación de un ejército permanente para Chile que se valiera de las tácticas que habían hecho de España una potencia militar en Europa. Los Tercios de Arauco, formados por cerca de 3.000 soldados, fueron el primer ejército permanente en América y el responsable de que la guerra con los mapuches entrara en una fase de combates fronterizos. Creó talleres para abastecerse de material militar y estableció una serie de fortificaciones para repartir a estos soldados. Con todo, la obra de Ribera se vio interrumpida por nuevas interferencia desde Madrid. Casado sin licencia real con una tal señora Aguilera, Ribera fue destituido del cargo y destinado a gobernar la provincia de Tucumán (en Argentina, hoy), un cargo menor que ejerció de forma tan excepcional que, en 1612, recuperó el gobierno de Chile. Lo más curioso del caso es que su antecesor, Alonso García de Ramón, fue también quien le sucedería luego, en 1605, y al que remplazaría de nuevo años después. Un auténtico galimatías cortesía de Madrid.

La Monja Alférez entró en las filas de este proyecto de ejército permanente durante la primera gobernación de Ribera. En la ciudad de Concepción, el soldado vasco supo que uno de sus hermanos, Miguel de Erauso, que había cruzado el océano cuando ella tenía dos años, era secretario del gobernador. Frente a la mujer disfrazada, el hermano pródigo no supo distinguir quién estaba debajo del disfraz de varón, pero se alegró de dar con un compatriota y rememorar los paisajes de su infancia. La otrora monjita trabó amistad con su hermano y, de tanto roce, acabó enfrentado a él por un asunto de faldas.

Catalina de Erauso era soldado en todo, también en sus romances. En Saña había esquivado casarse e intimar con una mujer porque, se suponía, podía echar al traste su falsa identidad. Sin embargo, poco después relata que un comerciante en Lima le pidió que se marchase de su casa porque se había pasado en el juego con dos doncellas hermanas. Especialmente con una había retozado y jugueteado entre sus piernas. Porque o bien Erauso se sentía atraído de forma sincera por las mujeres y le costaba refrenarse; o bien creía que cortejando a bellas damas sostendría mejor su falsa identidad. Sea como fuere, la riña con su hermano por frecuentar a la misma dama se resolvió con su traslado a Paicabí, un puesto en pleno contacto con los temidos mapuches.

No habría espacio aquí para riñas y líos de faldas. Tras una breve pausa en el conflicto, Pelantaro inició una nueva rebelión en 1608, que tuvo como objetivo predilecto la Valdivia, un territorio instalado más allá del río Biobío, última frontera del Imperio en el que nunca se ponía el sol. Catalina de Erauso narra cómo fueron cercados 5.000 españoles en los llanos de Valdivia. En uno de los ataques mapuches quedó muerto el alférez de su compañía y los indios se llevaron la bandera. La vasca y dos soldados a caballo fueron en persecución de los asaltantes y avanzaron entre una multitud de guerreros arrollándolos con los animales. Uno de los españoles fue lanceado, lo que no asustó a la brava Erauso.

A pesar de recibir un fuerte golpe en una pierna, la guerrera española mató al cacique enemigo que portaba la bandera y regresó sobre sus pasos, terreno que para entonces era una marea de mapuches cerrada tras de sí. Volver a las líneas amigas le costó sufrir tres flechazos y que una lanza le destrozara un hombro. Cayó del caballo a la altura de los suyos, entre los que estaba el rostro amable de su hermano, aunque este siguiera sin saber quién era en verdad aquel vasco pendenciero.

Tras batirse contra aquel jefe, Catalina de Erauso fue ascendida a alférez, el que mandaba la compañía en ausencia del capitán y se encargaba de defender con su vida la bandera, un blanco predilecto de los enemigos. Un puesto muy adecuado para alguien que había mostrado tan poco apego a su vida al defender la bandera entre flechazos. Lo que llevado al extremo empujó a algunos alféreces en Europa a sostener con los dientes la bandera tras perder ambos brazos, a pesar de que solo el asta pesaba cerca de cinco kilos. Opuesto fue el caso de uno que en un asalto a Corbeil, en el norte de Francia, desobedeció las órdenes de quedarse en retaguardia cuidando la enseña y se la entregó a un compañero para lanzarse a la brecha. Cuando el capitán le recriminó haber abandonado la bandera, el alférez se justificó diciendo que la había cedido a una persona de su confianza y le recomendó que, si no le gustaba su decisión, «proveyese la bandera en otro que tuviera más paciencia o que hiciese lo que quisiese, que él no podía dejar de pelear». Poco después perdió un ojo peleando.

Catalina necesitó nueve meses para reestablecerse de sus heridas. Ya recuperada, participó como alférez en la batalla de Purén (1609), un combate campal contra los mapuches que estuvo cerca de devenir en derrumbe del frente español. La disciplina de las tropas europeas frenó a los mapuches con un alto costo de soldados heridos. El alférez fue aquí alcanzado varias veces por las flechas indias. Catalina justifica que no le dieran la capitanía de la compañía, a pesar de su arrojo y cicatrices, a que durante un enfrentamiento con un caudillo indio cristianizado, de nombre Francisco Quispiguancha, lo derribó del caballo y ordenó que le colgaran de un árbol sin hablarlo antes con el gobernador. Los mandos querían vivo a aquel raro espécimen entre el cristianismo y el mundo salvaje. Por aquella ejecución, la vasca fue destinada una temporada a la fortaleza de Nacimiento, «bueno solo en el nombre, y en lo demás una muerte, con las armas a toda hora en la mano». Un pueblo situado más allá del río Biobío que, tras la rebelión de 1601, había quedado reducido a unas barracas defendidas por un foso rodeado de estacas.

De aquel agujero fue sacada por el legendario maestre de campo Álvaro Núñez de Pineda, que participó en más de cuarenta campañas en Chile y causaba pavor a los indios. El maestre de campo lanzó una ofensiva en el valle de Purén para combatir a las guerrillas, en la que intervino la Monja Alférez. Aun cuando su supuesta biografía pueda sonar fabulosa, e incluso inconsistente en algunos puntos, por los informes de la campaña de Chile se sabe que Catalina de Erauso estuvo en las citadas batallas y que recibió un gran número de heridas. Las cicatrices que poblaban su cuerpo y el testimonio de sus jefes confirman que se colocó en ellas en la primera línea y actuó siempre de forma intrépida. Sería un error que las exageraciones impidan ver el bosque.

Los pobres resultados de la ofensiva militar condujeron a España a asumir una estrategia defensiva. El esfuerzo evangelizador pretendió alcanzar las zonas donde las armas europeas se habían revelado inútiles. El nuevo tiempo dejó fuera de lugar a la clase de homicidas profesionales como el alférez Francisco, muy apreciados durante la guerra, no así cuando paraban de tronar los disparos. Su carácter pendenciero y su afición a las cartas, algo habitual entre los soldados españoles de la época, malogró su carrera en el ejército y, finalmente, arrojó a la justicia sobre ella. El relato de un incidente en una casa de juego de Concepción, origen de una nueva y gran huida, roza por momentos lo fabuloso. Un infeliz le acusó de mentir como un cornudo en las cartas, a lo que la joven no dudó en sacar la espada en defensa de su honor. Al sonido que hace un acero atravesando el pecho de un facineroso, acudieron el auditor general y un puñado de soldados, que entre todos lograron reducir a la mala bestia vasca. Pero aquella victoria duró un soplido:

El auditor me cogió por el cuello de la ropilla [vestidura sobre el jubón], yo con la daga en la mano le dije que me soltarse; zamarreóme; tiréle un golpe, y atraveséle los carrillos; teníame aún: tiréle otro, y soltóme; saqué la espada, cargaron muchos sobre mí, retiréme hacia la puerta, había algún embarazo, allanélo y salí…

Entre «tireles» y «soltomes» perdieron la vida durante la riña el auditor y un alférez, además del desdichado que se había atrevido a insultar a Catalina. La Monja Alférez se refugió en el convento de San Francisco, que fue cercado por tropas del gobernador de Chile, a la vista de la gravedad de los hechos. Cuando pasados unos meses se empezaba a aflojar la vigilancia, la vasca cuenta que se involucró en un duelo por parejas en las calles sin iluminar de Concepción. Al final de la lucha, solo se batían ya ella y otro bellaco, cuyo rostro no se distinguía en la oscuridad. «¡Ah, traidor, que me has muerto!», gritó el rival de la Monja Alférez con una voz demasiado familiar… En un desenlace novelesco, Catalina de Erauso mató a su hermano Miguel sin saberlo. Mató a la única persona en su andadura en América hacia la que pareció sentir alguna clase de apego.

EL CAMINO A TRAVÉS DEL DESIERTO DE UNA CABALLERA ANDANTE

El nuevo crimen de la monja agotó la paciencia del gobernador, que irrumpió dentro del convento con su guardia arrollando hasta a los monjes. Catalina de Erauso partió hacia Valdivia, en la creencia de que cuanto más se internara hacia el sur del río Biobío menos poder tendría la justicia. Junto a otros fugitivos caminó a través de la costa sobreviviendo a la falta de comida, agua y, cerca del sur, al frío extremo. A través del desierto, Catalina perdió al cabo de unos días a sus acompañantes, acabó descalza y harapienta, y solo dio con hombres congelados de «bocas abiertas como riendo». A duras penas llegó con un aliento de vida a Tucumán, tras superar las amenazantes cordilleras de los Andes que separan hoy Argentina de Chile.

Una terrateniente mestiza le ofreció comida y ropa para que se curara de sus heridas. La Monja Alférez aceptó la oferta y se dejó agasajar, pero pronto añadiría esta mestiza a la larga lista de personas afrentadas a su espalda. La India, como así la cita, le propuso que se casara con su hija, «muy negra y fea como un diablo, muy contrario a mi gusto, que fue siempre de buenas caras». Tras dos meses dilatando la fecha de la boda, un día, sin más, robó una mula y se perdió en el horizonte.

A Catalina le gustaban las mujeres de buenas caras, del mismo modo que a las mujeres parecían gustarles la suya. De pelo negro corto, pero con melena, y de físico abultado; la transformación de la vasca en un hombre iba más allá de un simple disfraz. Según le confesó a Pedro de la Valle, no tenía pechos prominentes gracias a que siendo adolescente logró «secarlos» con un método que le dio un italiano. Aquello le causó gran dolor al aplicarlo, siendo de total efectividad como confirmarían todos los que la conocieron. Lo agitado de su vida y su espada en la cintura explican en lo demás su éxito con las féminas. En el siglo XVII la pose galante y la fama en el combate parece que garantizaban la atención de las doncellas. O casi siempre. Cuentan que un soldado de la época, al estilo del ciego del Lazarillo de Tormes, iba golpeando y reprendiendo a su paje: «¿Di, bellaco, cuántas veces te he mandado que no andes a cada paso publicando mi valor; porque, oyéndolo las mujeres no se pierden por mí, de suerte que más me cuesta mostrarlas la magnificencia de mi ánimo, que no en tomar ciudades y matar enemigos?».

A la búsqueda de su particular mito de El Dorado, la Monja Alférez se unió a una expedición auspiciada por el gobernador de Potosí para dar con los Chuncos, una población frecuentada por una tribu hostil. Los aventureros sin hogar al que volver y de vidas amargas eran carne de cañón para este tipo de fábulas doradas. Sin embargo, aquella zona peruana no era ningún mito, sino uno de los rincones donde se ha hallado más oro a lo largo de la historia y, en concreto, la mayor pepita producida por la naturaleza, «cuatro arrobas y libras» de peso que acabaron en manos del emperador Carlos.

En el umbral del viejo mundo que representaban los conquistadores y exploradores en Perú, la Monja Alférez y un puñado de hombres se internaron en la selva y vivieron las desgracias que reserva la inmensidad verde. Al inicio del viaje, cincuenta mulas con municiones y suministros se despeñaron junto a doce hombres. Sin comida la marcha se torció aún más cuando se sumaron a la ecuación los indios hostiles. El maestre de campo al frente de la expedición, Bartolomé de Alba, se retiró la celada para secarse el sudor que caía a borbotones por sus sienes tras una marcha sin descanso. Un error que pagó caro, cuando de un árbol salió un niño de doce años y le disparó una flecha a un ojo. Alba falleció a los tres días, dejando huérfano de mando al grupo. Al muchacho le hicieron «diez mil añicos».

Los españoles lograron rechazar las hordas de indios que vinieron a continuación, como si se hubieran sentado en la misma entrada de un hormiguero. La sangre de los indios muertos creó un arroyo de color rojo. Con todo, el desenlace de aquella aventura por el Perú fue lucrativo para el alférez Francisco. Antes de que el gobernador les pidiera regresar sobre sus pasos, los españoles hallaron gran cantidad de oro y pudieron «llenar sus sombreros» con este metal. Tras ello hizo lo que mejor sabía hacer: Catalina desapareció y se pulió el oro en toda suerte de correrías.

Las malas compañías, los tugurios de juego y el carácter de Catalina le garantizaron riñas y una celda fría en cada ciudad que visitó a lo largo de los años. Bastaba una mala palabra o un golpe con el sombrero para que la bien armada monja sacara su espada o su vizcaína y apuñalara al fanfarrón de turno. El reguero de muertos en duelos fue el gran legado de una mujer que murió virgen, no cultivó tierras ni se construyó casa alguna. Algunas fechorías fueron causadas por el espíritu caballeresco de esta mujer disfrazada de hombre. En cierta ocasión —relata Catalina— se topó en las calles de Cochabamba con una damisela en una torre resguardada por un dragón, María Dávalos, a la que su esposo, Pedro de Chavarría, había sorprendido con un amante. El hombre mató al mancebo y encerró a María en su casa mientras decidía si la estrangulaba él mismo.

Al ver al alférez vasco, la mujer encerrada le rogó que la ayudara a huir, y Catalina, impulsiva para lo bueno y para lo malo, la subió en su montura y cabalgó hasta el anochecer lejos de Cochabamba. Con toda probabilidad salvó su vida. La legislación era muy laxa con la reacción a las infidelidades en tiempos del Siglo de Oro español. La ley facultaba al marido ultrajado para matar a la mujer adúltera y a su amante si los sorprendía en el acto. Si era la justicia la que descubría el adulterio, entregaba a los dos culpables al marido para que los matara, los hiciera esclavos o incluso los liberara. Hasta el punto de que la literatura del periodo está repleta de casos en los que el marido cornudo lleva a su mujer a confesar o elige una festividad religiosa antes de asesinarla en su casa con el beneplácito de la justicia.

Para suerte de María Dávalos, a la Monja Alférez lo que pensara la justicia le importaba un bledo, de la misma manera que le daba igual cometer un nuevo homicidio si el marido no estaba conforme con la fuga. Y la verdad es que no lo estaba. A pesar de cabalgar hasta quedarse sin luz del sol y de atravesar el Río de la Plata, el alférez se asombró al ver aparecer a Pedro de Chavarría con un arcabuz en las manos. Nunca hay que subestimar la fuerza de un cornudo, como nos enseñan Calderón de la Barca en A secreto agravio, secreta venganza, Lope de Vega en El castigo sin venganza o Quentin Tarantino al inicio de Kill Bill. La vasca y su damisela escaparon entre los silbidos de las balas del cornudo Chavarría. Lograron llegar al convento de San Agustín, en la ciudad de La Plata, donde era monja la madre de María Dávalos. Allí estaban resguardados cuando se personó Chavarría, con la espada en la mano y el arcabuz echando todavía humo, cual Rambo cornudo. La lucha de Catalina y Chavarría se trasladó incluso al altar de la iglesia, con ambos heridos de gravedad.

Mientras se curaba de sus heridas, Chavarría insistió desde su cama en que se le entregara a su mujer para que él hiciera justicia. A tal punto llegaron sus reclamos que el arzobispo y otros notables de la ciudad tomaron partido, de modo que a imitación del rey Salomón, ordenaron que esposa y marido entraran en dos conventos para apagar el incendio. Así lo hicieron. La Monja Alférez, por su parte, se libró de cualquier querella al actuar en buen socorro. O al menos eso dictaron los aprendices de Salomón.

Otra vez la Monja Alférez había caído de pie. Siempre encontraba la forma de librarse en el último momento de una pena larga de cárcel o de la muerte, a tal punto que en una ocasión tuvo la cabeza metida en la horca y no fue ejecutada porque se retiraron los cargos contra ella. Un recurso típico de la novela picaresca que no desluce la certeza de que la vasca acumuló una hoja de delitos negra como el azabache y larga como un día sin pan. La suerte no le podía así durar eternamente.

LA OTRA MUERTE DEL CID: «PERRO, ¿TODAVÍA VIVES?»

La tregua de los doce años entre el Imperio español y las Provincias Unidas fue beneficiosa desde el punto de vista económico para ambos países en territorio europeo, porque ambos contendientes pudieron tomar aire tras varias décadas de lucha interrumpida.

Sin embargo, no se puede decir lo mismo en el resto de escenarios, especialmente en el Pacífico, de cuyo comercio se enriquecía el Virreinato del Perú a través de El Callao. Ni de los intereses portugueses en estas mismas aguas. Amparados en que se trataba de piratas aislados, los holandeses no reconocían treguas más allá de Europa y aprovecharon el respiro para remover tierras y aguas que hasta entonces parece que hubieran caído en propiedad de españoles y portugueses por el testamento de Adán y Eva. Durante los años de tregua, los barcos holandeses comerciaron el doble de pimienta asiática que los portugueses y extendieron sus tentáculos por el Pacífico, hasta entonces llamado «el lago español».

En otra muestra de la polivalencia de la Monja Alférez, tan pronto un soldado, un fugitivo, un comerciante como un cazarrecompensas o un ganadero, se embarcó en el puerto de El Callao en uno de los cinco bajeles que, en 1615, defendieron las costas del Perú de un ataque holandés. Ocho barcos de guerra, al mando de Jorge Spilberg, asaltaron el Mar del Sur y, desde el Estrecho de Magallanes, sembraron el terror en la costa pacífica de Sudamérica como un siglo antes habían hecho los ingleses en la costa atlántica. La falta de recursos del Imperio español para defender un territorio tan vasto era la mejor baza para esta suerte de corsarios. Spilberg (a solo una vocal del director de cine) echó a pique la flota real, hundiendo al menos tres navíos y con ellos a la mitad de los 4.000 soldados embarcados. Según el testimonio de la Monja Alférez, subida en la almirante, de su tripulación sobrevivieron tres personas, que se salvaron al nadar hacia un navío enemigo. Durante veintiséis días, el alférez fue el objeto de burlas y desprecios de los piratas, pero al final los tres prisioneros fueron abandonados en la costa, no lejos de El Callao.

Tal vez la derrota contra los holandeses fue una señal de que su fortuna estaba cambiando. En Cuzco, ciudad que rivalizaba en poder con Lima, se enemistó en una casa de juego con un rufián llamado el nuevo Cid, moreno, velloso y de gran envergadura. Nada nuevo en su vida: un mal perdedor que termina por ofender a Catalina y ella saca su acero a pasear. El insulto fue respondido, esta vez, con una daga clavada sobre la mano del Cid contra la mesa. Se la sacó entre borbotones de sangre y llamó a cuatro amigos. Tirándole una estocada al pecho descubrió que, para mayor dificultad, el bellaco Cid estaba armado bajo la ropa. Solo cuando dos vizcaínos se sumaron al combate, la Monja Alférez pudo recuperar terreno. Con esto, Catalina de Erauso bajó la guardia y aquel Cid de pelo en el pecho le atravesó con una daga la espalda de lado a lado y, en una segunda puñalada, le penetró un palmo. Cayó a tierra, que era en ese momento un charco de su propia sangre.

El Cid y sus esbirros dieron por muerta a la vizcaína. Claro está, que no conocían la naturaleza vengativa de Erauso ni su fuerza vital. El Cid debió de quedarse pálido al ver levantarse moribundo al alférez de rostro dulce pero mirada terrible. Apenas acertó a preguntarle:

—Perro, ¿todavía vives?

Al reanudarse el combate la mujer disfrazada de hombre le tiró una estocada letal al Cid, que le entró en la boca del estómago y no le dejó más oportunidades que pedir un confesor. El Cid de Cuzco murió poco después. Herida de gravedad, la Monja Alférez reveló, por primera vez en su vida, su gran secreto a un sacerdote ante la negativa del cirujano a curarla si no confesaba primero sus pecados. El confesor absolvió a la Monja Alférez y se asombró con su engaño. La vida secreta del alférez tenía ya fecha de caducidad.

Recuperada milagrosamente de sus heridas, la persecución de Erauso se olvidó de treguas en los siguientes meses. Allí donde iba se encontraba con algún alguacil con orden de arrestarla o a las autoridades prevenidas para tenderle una trampa. En una casa de juego de Guamanga escapó de milagro de unos alguaciles, que parece que sabían de antemano lo que buscaban. Estaba claro que aquellos lugares eran su perdición y la de miles de españoles. Por todo el Imperio español se extendían estos locales de juego, llamados casas de conversación, donde vividores, parásitos, aventureros, ociosos y en gran número soldados, se gastaban los ahorros. Estas casas contaban con la autorización real y su seguridad quedaba a cargo de soldados lisiados en las guerras del rey. No obstante, Erauso también era asidua de los garitos clandestinos, que estaban infectados de tramposos y fulleros, destrísimos en la tarea de «dar muerte a las bolsas». Las fullerías y los robos daban pie a toda clase de pendencias, sobre todo cuando se descubría infraganti una trampa (a lo que se llamaba «descornar la flor»).

Tras la emboscada en la casa de juego lo suyo hubiera sido marcharse ese mismo día del lugar. No lo decidió así y una noche dio de bruces con dos alguaciles. Cuando le preguntaron por su nombre en medio de la oscuridad, su respuesta fue seguida del sonido de los aceros desenvainando:

—El diablo.

El incidente despertó a las autoridades, que acudieron, con el obispo y su secretario al frente, a dar caza al diablo. Le redujeron y desarmaron más por número que por habilidad, según relata Erauso. Solo cuando temió ser ejecutada por sus delitos acumulados, Catalina reveló su auténtica identidad y su condición de virgen al obispo de Guamanga, que le pareció un hombre piadoso. Frente a sus ojos magnánimos, no fue capaz de sostener la mentira ni un segundo más:

—Señor, todo esto que he referido a Vuestra Señoría ilustrísima no es así: la verdad es esta: que soy mujer…

Tras escuchar en silencio y sin pestañear la larga confesión de Catalina, el obispo rompió en lágrima viva y tardó aún en creer que fuera cierto. Dos matronas inspeccionaran en privado a la Monja Alférez, incluida su virginidad, para que el obispo dejara de frotarse los ojos. La noticia corrió como la pólvora por la población de Guamanga. Cuando el obispo pidió que ingresara en un convento local en calidad de monja, la gente se arremolinó en la entrada para ver a aquel guerrero feroz vestido con el hábito.

A partir de entonces se convirtió en un personaje mediático, recibida por las autoridades eclesiásticas allí por donde iba. Y, a finales de 1624, donde decidió ir es a España, tras pasar varios años en distintos conventos. Vestida otra vez de hombre, Catalina de Erauso trató de pasar inadvertida en la Península, lo cual no evitó que fuera prendida en Madrid durante unos días por no se sabe qué causa. Intercedió el Conde-Duque de Olivares para que siguiera su viaje.

Se movió por Francia, Nápoles, Saboya, Roma y Génova con esa forma tan particular de atraer los problemas. Rara vez explica el objeto de su andadura, aunque a estas alturas de su aventura estaba claro que no necesitaba excusas para viajar ni podía llamar a ningún sitio hogar. Su caso era del interés de reyes y plebeyos. Durante una audiencia con Felipe IV, le presentó un memorial de sus servicios a la Corona y estiró la mano para que le premiara, omitiendo, obviamente, el servicio que había dado también a tantos alguaciles y corregidores.

De gesto pétreo, el monarca no pareció asombrarse ante aquel caballero llamado Catalina, aunque él rara vez exteriorizaba sus sentimientos. Se limitó a trasladar el asunto al Consejo de Indias, que resolvió darle una renta de ochocientos escudos de por vida, «poco menos de lo que yo pedí». En Barcelona se reunió una segunda vez con el rey, que demostró que esta vez detrás de la máscara facial había al menos admiración. La renta subió con esta segunda audiencia. Pero aún mejor fue el privilegio del papa Urbano VIII, quien concedió permiso a la Monja Alférez para seguir con su vida como hombre. Con este permiso se atrevió a responder poco después una grave grosería a dos muchachas que le preguntaron con burla hacia dónde se dirigía usando el nombre de Señora Catalina. El hombre bendecido por el Papa contestó:

—Señoras putas a darles a ustedes cien pescozones, y cien cuchilladas a quien las quiera defender.

Cansada de su popularidad, que en realidad era una suerte de asombro por lo que se consideraba en la época un freak de circo, Catalina de Erauso lanzó en 1630 su última bomba de humo. Vivió como un discreto arriero en México hasta sus últimos días. La tradición local asegura que murió transportando una carga en un bote.

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