Superhéroes del imperio

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11. El duque de Osuna, el temerario

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EL DUQUE DE OSUNA,

EL TEMERARIO

En los muros de su celda, el duque de Osuna daba vueltas a los errores y aciertos de su vida, como quien remueve en círculos una sopa demasiado caliente. Se acordó de su loca aventura en Flandes, de la carga de caballería contra enjambres de enemigos. De la piel suave de las mujeres que amó. Se vio también en el bullicioso puerto de Palermo, un hormiguero furioso de personas, haciendo el silencio a su paso entre soldados lisiados, mujeres lisonjeras, mercaderes bulliciosos, pescadores graves… en las calles sucias de Madrid que olían a vino y orina. Olores nauseabundos a humanidad castiza, pero mejor que el de aquellos días. Todo era mejor que mirar u oler alrededor. Algún desdichado había rasgado la fría pared de piedra hasta dejarse las uñas. La humedad era igual de asfixiante que dentro de una galera, pero sin la opción de tomar una bocanada de aire mediterráneo. Y también el espacio era igual de estrecho, incluso para alguien de su tamaño. Sí, atrapado al fin por sus enemigos en la prisión, el pequeño Gran Pedro solo podía pensar que cualquier pasado fue mejor.

Nacido en Osuna (Sevilla) el 18 de enero de 1575, Pedro Téllez-Girón y Velasco sería descrito por Miguel de Cervantes como un «señor muy pequeño que era muy grande», a causa de su baja medida. Los españoles tenían fama de morenos, barbudos y pequeños, en un tiempo en el que la mala alimentación mantenía estancada la estatura media de los europeos. Pedro estaba incluso por debajo de la media española, que ya era corta, pero muy por encima en otras facetas. Empezando por su instinto político, sus habilidades militares, cierto talento para dar plantón a sus enemigos y por un sentido muy pragmático de la administración. Su vida y hechos no tardaron en convertirse en leyenda, entre otras cosas porque tenía buenos amigos literatos, véase el caso de Francisco de Quevedo, que le presenta como el ejemplo del perfecto servidor, honrado y valiente, de la Monarquía Hispánica cuando los corruptos y los conspiradores estaban desplazando a los héroes militares de la Corte madrileña. Por esta razón las biografías más tempranas de Pedro Téllez-Girón y Velasco están repletas de licencias literarias. Con o sin ellos, estaríamos hablando de un hombre inusual, de una energía fuera de lo común.

UN GRANDE DE ESPAÑA PERDIDO EN LAS TABERNAS

La infancia del sevillano se vio marcada por la figura de su abuelo, el primer duque de Osuna, hombre fuerte del reinado de Felipe II y virrey de Nápoles por esas fechas. Su padre, Juan Téllez-Girón, sirvió también a la Corona y fue uno de los supervivientes de la Gran Armada contra Inglaterra. Un hombre que, según se percibía, no aguantaba en cuanto arrojo la comparación con su esposa, Ana María de Velasco, hija del condestable de Castilla. «Si Doña Ana se troncara en Don Juan y Don Juan en Doña Ana, se vería en la casa de Girón un caballero de gran valor y una dama de mucha piedad», murmuraban en la Corte.

El fruto de aquel caballero y aquella dama estudió retórica, filosofía y leyes en la Universidad de Salamanca. Se le achaca ya en su infancia un espíritu burlón y de chiste fácil. Por expreso deseo de su abuelo, que quería un nieto de «capa y espada», tampoco descuidó la faceta militar en su formación. Mientras se movía por la escena diplomática, Pedro Téllez-Girón y Velasco anunció de forma clara que sus intereses estaban en las empresas militares al tomar partido, a los catorce años, en la guerra contra los rebeldes aragoneses de 1590.

En abril de ese año, el antiguo secretario del rey Antonio Pérez escapó de su prisión en Madrid y huyó a Zaragoza, donde se agarró a la protección de los fueros por ser «natural de Aragón». Felipe II, desesperado por la lentitud de la justicia aragonesa y porque no creía probable que le entregaran a Pérez, usó un tribunal al que los fueros aragoneses y la justicia aragonesa no podían oponerse: la Inquisición. En mayo de 1591, Antonio Pérez fue trasladado de la prisión de la justicia a la de la Inquisición. La decisión provocó una revuelta en Zaragoza, conocida como «Revuelta de Antonio Pérez» o «Turbaciones de Aragón», que derivó en una grave crisis en este reino por la defensa de los fueros mientras Pérez aprovechaba la confusión para huir de la Península Ibérica. La revuelta en Aragón, que no contó con el apoyo de los catalanes ni los valencianos, obligó a Felipe II a movilizar a un ejército de 12.000 hombres y a restaurar el orden en Zaragoza.

El desaguisado fue rápidamente solucionado y el joven tuvo un fugaz bautizo de armas de la mano de don Íñigo de Mendoza, al que asistió en el avance triunfal del ejército real. Así y todo, la mayoría de historiadores cuestionan este episodio en la biografía de Osuna, al carecer de más testimonios que el de Gregorio Leti, historiador italiano de conocida pasión por lo maravilloso y la exageración. Sus textos sobre Osuna trufan de fantasía lo que fue una biografía fascinante, sin necesidad de sus invenciones, complicando la labor de los historiadores.

Téllez-Girón se comportó como un calavera en su juventud. Vino, vio y vivió. Se convirtió en un pícaro, un mujeriego y, aseguraban sus enemigos, un libertino. Al más puro estilo de los ambientes subterráneos de Alatriste, el joven se mostraba valiente, en ocasiones temerario, y muy amigo de bromas y tabernas. La proyección exacta del caballero de espada ropera y sombrero de la época, que fue recogida después de su muerte por Cristóbal de Monroy y Silva en la comedia que tituló Las mocedades del duque de Osuna. Con dieciocho años se vio involucrado en el homicidio del hermano de un mercader flamenco, si bien logró librarse de litigios indemnizando a la familia del muerto. Todo ello mientras alternaba romances con algunas de las actrices más conocidas del momento y duelos de madrugada para defender su honor.

Se le supone buen duelista a Osuna: a pesar de sus muchos lances, alcanzó la vejez con todas las extremidades. Y desde luego, era un duelista castellano. El torso de frente, las piernas separadas, y la mano que no empuñara espada mejor que usara daga, capa, rodela o incluso sombrero, con tal de no tenerla desocupada. En la escuela de esgrima española era preferible quedarse manco de la izquierda que dejar un cadáver con manos de pianista, frente a la escuela francesa que empleaba la zurda para equilibrar el cuerpo.

La sucesión de escándalos del pequeño Pedro no le hubiera importado a nadie, salvo a los cornudos y a los villanos que mancilló con sus espadas, si no fuera porque él pertenecía a una de las casas más poderosas de Castilla, la segunda más acaudalada. Casi coincidió el ascenso de Felipe III al trono con la muerte del padre de Pedro Téllez-Girón, cediendo el testigo a la nueva generación de nobles llamados a dirigir el Imperio español. De casta le viene al galgo. El padre fue hallado muerto en Madrid, a finales de 1594, al parecer en casa de una prostituta en la calle de los Infantes, «estando allí para holgarse». En el caso opuesto del heredero onanista de la familia Leguineche, en La escopeta nacional; el Ducado de Osuna cayó muy joven en Pedro.

Un grande de España entretenido en tabernas, en aventuras galantes y en duelos, que, de tanto proponérselo, acabó desterrado, entre otros delitos, «por hacer correr toros por las calles y atarlos a las puertas de las casas, inquietando la ciudad, y por difamar algunas mujeres sobre las que había puesto los ojos»; y finalmente en la prisión de Cuéllar (Segovia). Temiendo que se le agotaran las cartas del Monopoly, de esas para «quedar libre de la cárcel», huyó donde los ansiosos de acero acudían en su época. Se alistó en los Tercios de Flandes para estupor de sus contemporáneos.

«PARECIENDO MILAGRO QUE SALIERA ILESO ENTRE LAS BALAS»

La infanta Isabel Clara Eugenia y el archiduque Alberto, soberanos de los Países Bajos españoles, le recibieron con gratitud en su Corte de Bruselas, desde donde trataban de conservar el estado de paz en estos territorios. Eso al principio, luego no dejaron de preguntarse qué podían hacer con un grande de España que pedía alistarse en los tercios como soldado raso. Era habitual que los hidalgos integrasen la infantería o que algún noble medio pasara una breve temporada en sus filas, recibiendo una remuneración especial de 6.000 ducados al año, no así que uno de los nobles más poderosos del país quisiera comer gachas rodeado de piojos y sin un trozo de tierra seca a kilómetros a la redonda. El duque de Osuna sentó plaza a finales de 1602, con cuatro escudos de paga al mes, en la compañía del capitán Diego Rodríguez, del tercio del maestre de campo Simón Antúnez. En ese tiempo sirvió sin diferencia de los demás soldados; gastó mucho dinero de su hacienda y fue tenido por «padre, amparo y ejemplo de soldados y excelente capitán».

Claro está, que los soldados eran un bien preciado en los Países Bajos, indiferentemente de cuál fuera su condición social. Los archiduques habían traído estabilidad a la parte católica de Flandes, sin que eso implicara que los holandeses, cada vez más poderosos, cesaran en su particular guerra al Imperio español. El holandés Mauricio de Nassau, de gran talento militar, obtuvo avances en cada uno de sus choques con los ejércitos de Flandes. En 1601, los holandeses capturaron Rheinberg; en 1602 Grave y en 1604 Sluis. Instigado por los propios nobles católicos, el archiduque se propuso recuperar la ciudad católica de Ostende, «una espina en el león belga», para retomar la iniciativa. Un asedio que iba a alargarse durante tres años y costar decenas de miles de bajas a los españoles, ante la dificultad de impedir la llegada de refuerzos a la plaza rodeada de mar y de un río por la mayor parte de su territorio.

Cuando puso pie en Flandes Osuna, la gran novedad en el teatro de operaciones estaba en la irrupción de dos hermanos genoveses, Federico y Ambrosio, procedentes de la prestigiosa familia de banqueros de los Spínola. Dos aventureros que entendían la guerra como una actividad lucrativa, una inversión que a largo plazo debía dar beneficios. La proliferación de empresarios militares durante la Guerra de los Treinta Años demostraría que estaban en lo cierto. Lo primero que probaron, sin embargo, fue el sabor a sangre que emanaba desde hacía décadas de aquella tierra húmeda. Federico empezó a suministrar por contrato hombres y barcos a las fuerzas españolas. Ambicionando un contrato mayor, convenció a su hermano Ambrosio para que le ayudara a reclutar un ejército de 4.000 hombres y conducirlo hasta Flandes. Ocho galeras y tres buques cargados de armas pusieron rumbo al asedio de Ostende, donde les aguardaba una emboscada holandesa. Una bala de cañón acabó con la aventura de Federico.

El duque de Osuna iba embarcado en esta misma flota y actuó con tan gran arrojo, según los testigos, que se granjeó el agradecimiento del otro Spínola superviviente. Al fallecer su hermano, Ambrosio elevó el negocio familiar a otro escalón. Su golpe de efecto en los asuntos bélicos vino con la conquista del puerto de Ostende. Sin experiencia militar alguna, Spínola obtuvo la rendición de la ciudad con maestría y aplicando sus conocimientos de matemáticas, fortificaciones e historia durante el asedio.

En poco tiempo, Osuna se ganó el respeto de los soldados, como en otro tiempo hicieran Julián Romero y otras paternidades del ejército. Entre 1603 y 1604, tomó parte en las negociaciones para terminar con los motines entre las tropas católicas. Negoció con los amotinados e incluso accedió a estar más de un año como rehén suyo para que se desbloqueara la situación. De hecho, parte del arreglo pactado con los amotinados corrió, en al menos 30.000 ducados, de su propio bolsillo. Lo que resultó decisivo para que Spínola completara la conquista de Ostente.

El duque de Osuna participó de forma entusiasta en la fase final del cerco a cargo de dos compañías de caballería, donde mostró de nuevo que le gustaba más esquivar balas que abrigarse de ellas. La caballería seguía sin ser el punto fuerte de los ejércitos hispánicos; y ya se había evaporado el efecto novedad de sus jinetes ligeros de los tiempos del Gran Capitán. Cada vez quedaba menos espacio para que se desarrollase la larga tradición ecuestre española. La prestigiosa infantería desdeñaba a los caballeros montados, lo que no deja de ser paradójico, porque sería esta la que precipitaría su ocaso. en Rocroi Así las cosas, se seguían conservando algunas unidades montadas, como las Lanzas de Ordenanza o las Bandas de Flandes, en cierta manera más una reminiscencia aristocrática que una caballería efectiva. «Se mantienen sobre todo para conservar las antiguas costumbres, por miedo de que si se rompen, muchos de los grandes hombres protestarán, porque la mayor parte de las compañías les pertenecen». En las campañas donde era imprescindible la caballería se completaba con fuerzas mercenarias o se levantaban compañías in situ, como fue en el caso de Ostende.

El ascenso de Spínola a la jefatura militar permitió que después de tres años, el 20 de septiembre de 1604, se completara la conquista de Ostende, cuyo alto coste en vidas, cerca de 50.000 hombres, hizo plantearse si había merecido la pena. Puede que al león belga le hubieran retirado una espina, pero al hispánico se le habían caído varios colmillos por el camino. La razón de ser del asedio fue terminar con aquella base marítima rebelde en el corazón belga y ganar prestigio, pero resulta que al mes de su caída se perdió La Esclusa, una plaza de características similares que había conquistado Farnesio en 1587. Tanta sangre en vano… Ambrosio Spínola buscó resarcirse en las siguientes campañas, con la caballería en vanguardia.

En octubre de 1605, a las órdenes de Luis de Velasco, capitán general de la caballería de Flandes, Osuna defendió de los rebeldes Mulheim y el castillo de Broeck, al otro lado del río Ruhr. Cuando el archiduque Alberto revisó en su memoria de campaña los éxitos de ese año habló del comportamiento heroico del grande de España: «Excedía ordinariamente los límites de la prudencia y más que nunca lo hizo en la batalla de Broeck, entrando tan al centro del ejército enemigo, que estuvo un momento prisionero, habiéndole sujetado las riendas del caballo, y con todo se libró, pareciendo milagro que saliera ileso entre la lluvia de balas que le dispararon».

Durante una de estas temerarias cargas, en la plaza de Grool, en 1606, una bala le hirió en el dedo pulgar de la mano con la que empuñaba la espada. Una herida que no revistió gravedad, pero que se sumaba a otra debajo de un ojo y otra en una pierna, que le harían sufrir toda la vida de dolores crónicos. Sobre el coraje del duque se cuenta que un soldado español quedó rezagado en Grool, a la huida de los holandeses, y nadie lo vio salvo el duque, que prometió: «Señor soldado, yo libraré a Vuesa merced o moriremos juntos». Poco después de la conquista española de Grool, Mauricio de Nassau trató de recuperar esta misma plaza cuando se retiraban las tropas de Spínola, pero le sorprendió de noche el de Osuna introduciendo un refuerzo de ochocientos hombres.

Viajero y gran lector, el duque de Osuna aprovechaba cada oportunidad diplomática para visitar países extranjeros. Durante una pausa en el frente, se reunió en Francia con su tío el condestable de Castilla, enviado de Felipe III para cerrar un acuerdo de paz (beneficioso para España) con Inglaterra. Con su tío entró en contacto con otros ilustres nobles castellanos e internacionales, aunque no es probable que cruzara el Canal de la Mancha como algún autor ha sostenido. A decir verdad, el tío de Osuna fue en muchas cuestiones su mejor valedor en la Corte, el que maquilló sus desmadres y pactó con él que se marchara a Flandes.

Los pobres avances en la guerra forzaron al Imperio español a firmar una serie de treguas con las provincias rebeldes a partir de la primavera de 1606. Pronto, el condestable y su sobrino se convirtieron en los principales detractores de que dejaran de tronar los cañones en Flandes. La infanta escribió una carta al duque de Lerma después de esta primera tregua advirtiéndole de que «quien más la abomina es el condestable, y no me espanta, porque está informado por parientes y amigos, que todos son interesados en la guerra, porque viven de ella y así están peor que con el demonio con todos cuantos tratan de paz». A la vista de ello, el astuto duque de Lerma procuró quitar de en medio a los opositores, y en 1608 Osuna estaba de vuelta en Madrid. Flandes no era ya país para soldados.

RESPONDER CON FUEGO AL FUEGO

No es que Lerma planeara liquidar a un grande de España; al contrario, le ofreció otra forma de vida. En Madrid, el duque recibió uno de los únicos diez collares de la Orden del Toisón de Oro que Felipe III entregó a nobles españoles durante su reinado y se convirtió, a pesar de su tibio pasado, en una figura fulgurante del ambiente palaciego. Durante su estancia en España asistió a fiestas, a solemnes misas e incluso rejoneó un toro en la Plaza Mayor de Madrid. Tras meses aquí, Lerma desveló al fin la contrapartida de sus prebendas poniendo sobre la mesa el matrimonio de una nieta suya con el hijo de Osuna, su heredero. Y es que los numerosos devaneos del noble habían corrido en paralelo a la triste historia de su esposa, Catalina Enríquez de Ribera, hija de una de las familias más ricas de Andalucía y nieta del conquistador Hernán Cortés. A ella le tocó aguantar las golferías de su marido como a quien se le enquista un pelo.

Aburrido de su paso por la Corte, Osuna extendió la mano, junto a otros pedigüeños de traje y sombrero con plumas, para lograr un buen cargo en el extranjero. En su carta a los Reyes Magos, esto es en el argot de la época, al «todocorrupto» duque de Lerma, ambicionaba ser nombrado gobernador de Milán. No siendo así, Pedro el Grande se contentó con recibir el virreinato de Sicilia en enero de 1610. Un reino en la máxima miseria y acosado por los ataques corsarios. No era aquella la pieza más apetitosa de las que controlaba el Imperio español en Italia, pero Osuna suponía una incógnita como gobernante y carecía de experiencia como administrador. Se conocían su arrojo y sus cualidades militares, como también se sabía de su gusto por las mujeres y los escándalos. Por esas fechas, un emisario del duque de Parma en Madrid anotó que descartaba Milán para Osuna debido a su «humor extravagante» y «estar dedicado a las putas», a lo que veía más probable Sicilia por haber sido soldado en Flandes y estar este territorio repleto de sus veteranos. Sicilia era una bonita prueba para conocer si el noble era algo más que un soldado.

A diferencia de los tumultuosos Países Bajos, en los virreinatos de Nápoles, Sicilia, Milán (en este caso gobernación) y Cerdeña, territorios hispánicos en Italia se vivieron años de calma y apenas se registraron revueltas durante el reinado de Felipe II, incluso cuando Francia y Venecia aprovechaban la mínima ocasión para meter cizaña. Se puede achacar esta tranquilidad en la Italia hispánica a las similitudes culturales entre ambos países, a la permisibilidad de la dinastía de los Austrias con sus reinos periféricos o, sobre todo, y aquí entra el loco de Pedro, a la buena gestión de los sucesivos virreyes en estos territorios. Los virreyes, alter ego de los monarcas, constituyeron la columna vertebral del sistema español, y permitieron hacer copartícipe a la nobleza española de la empresa «imperial» y evitar que se arruinara por completo a consecuencia de la inflación que se vivía en España. Mecenas, militares, gobernantes y pequeños monarcas embadurnados de opulencia italiana. Juan Fernández de Velasco, en Milán; García de Toledo, en Sicilia; Pedro el Grande, en Nápoles. La historia de éxito del gobierno español en Italia es un asunto más de nombres propios que de una colectividad. Aun cuando no faltaron también los dirigentes excesivos, cretinos y corruptos.

Excesivo, por descontado. Corrupto, no es probable. Cretino, depende de a quién le preguntaran. El gran duque de Osuna halló a su entrada a Sicilia un reto a la medida de sus cualidades. La isla era un lugar clave por ser uno de los grandes exportadores mediterráneos de grano y seda. Si bien se encontraba atrasada y destrozada por su posición como gran avanzada del Imperio español en la lucha contra piratas turcos y berberiscos. Además, la proximidad de la isla de Malta, la base de la Orden de San Juan, hacía a Sicilia responsable del abastecimiento y refuerzo de la última gran orden de cruzados europeos. De ahí que las dos prioridades de Pedro el Grande cuando puso pie allí fueran mejorar las defensas de Sicilia y terminar con el problema endémico del bandidaje, en algunos aspectos, un remoto germen de los grupos mafiosos que prosperarían siglos después.

Los grandes terratenientes tenían ya entonces cuadrillas a sueldo, que alistaban de entre los «guapos» espadachines que acudían a Sicilia procedentes de toda Italia. La estrategia para atajar la inseguridad consistió en reformar el derecho de asilo en lugares sagrados, que se había desvirtuado completamente, aumentar las penas y restringir las armas que se podían portar en público. Como anuncio de sus intenciones ejecutó a dos nobles, degollados en la plaza por haber ocultado a unos homicidas; pasó por la horca a siete asesinos, ladrones o incendiarios, y otros tantos fueron condenados a galeras. Su siguiente movimiento fue precisamente alimentar una flotilla de galeras para realizar el corso desde Sicilia.

Pedro el Grande aprovisionó y reforzó los fuertes costeros como primera medida contra los corsarios. Pero haciendo suyo el dicho, hoy deportivo, de que no hay mejor defensa que un buen ataque, entendió que solo atacando los nidos piratas podría mantener Sicilia segura. En su primer año creyó poder hacerlo con las nueve galeras de la flota del Reino de Sicilia, a cargo del incansable Octavio de Aragón. Su lamentable estado, sin pertrechos, ni víveres, ni gente, desengañó al duque: «Más parece que vienen de tierra enemiga que de España». Reunida la flota con la de Nápoles, Génova y Malta, la escuadra combinada no logró presa alguna ese verano. Don Pedro se convenció entonces de que aquellas grandes operaciones, lastradas por la burocracia y lo descompensados que iban algunos bajeles, servían de poco frente al disperso enjambre corsario. Si quería llevar a cabo su plan de ataque debía ser con los recursos de su hacienda y de nuevos ingresos en el Reino de Sicilia.

Durante el invierno de 1611 levantó desde cero una flota de seis galeras, a las que armó hasta los dientes, y embarcó a los mejores oficiales disponibles. Todo ello sin tocar un solo ducado de la Corona, de modo que podía escoger sus objetivos y seleccionar la mejor tripulación sin prestar atención a patanes enchufados ni a consejeros melindrosos. Con el tiempo aumentaría los calibres de la artillería embarcada hasta las cincuenta libras de peso cada bala y también, a nivel tecnológico, introdujo por primera vez los anteojos de larga distancia que inventó Galileo. Primaba en su flota la calidad sobre la cantidad.

En la primera incursión «corsaria» de esta flotilla, el duque de Osuna malogró el que podría haber sido el primer ataque berberisco en las costas de América. A principios de 1612, las seis galeras se colocaron de noche, y de puntillas, en la boca del puerto de Túnez para estropear una expedición guiada por un renegado inglés. En medio de la oscuridad, entraron en el puerto las chalupas con cien mosqueteros embarcados, de modo que incendiaron siete naos y apresaron un navío de mil toneladas y otros menores. También de noche visitaron el puerto de La Goleta, cerca de Túnez, que saquearon y quemaron. La oscuridad de nuevo estaba del lado de los españoles, como lo está del hombre murciélago de Gotham.

En cuestión de meses las galeras de Osuna se multiplicaron, al igual que la envergadura de los objetivos. Octavio de Aragón salió a la caza de una flota de doce galeras turcas a finales de aquel primer verano en el que los españoles vivieron peligrosamente como corsarios. En el Cabo de Corbo dieron con la flota turca, que se encontraba en Grecia cobrando tributo a la población, y la desarbolaron gracias a su mayor fuego de artillería y a la puntería de los mosqueteros, considerados la élite dentro de la élite de los tiradores españoles. De ellos se decía en Flandes que entraban en acción a la orden de «salgan, salgan los mosqueteros; afuera, afuera, adelante los mosqueteros», a lo que todos los hombres, oficiales incluidos, se apartaban en señal de respeto.

Octavio rindió la capitana enemiga y combatió a seis galeras que fueron en su ayuda en cuestión de una hora. Mil doscientos cristianos fueron liberados aquel día y se tomaron prisioneros seiscientos turcos, entre ellos Mahamet, bey de Alejandría, hijo de Alí Pashá, el almirante que lideró a los otomanos en Lepanto.

Un rayo de éxito, incluso cuando tres galeras pudieron escapar.

En todas estas jornadas Osuna puso énfasis en la calidad y buen estado de salud de la infantería embarcada (por ejemplo que no faltaran los buenos tiradores), así como en que el mando de la infantería y la marinería estuvieran bajo el mismo capitán. En este sentido, el papel de los virreyes italianos era fundamental para mantener a punto la fábrica de soldados veteranos que cada temporada aterrizaban en Flandes. Las tropas bisoñas se fogueaban en los conflictos de baja intensidad que se generaban de forma periódica en los muchos principados de Italia. Cuando reinaba la paz en la península, las posibilidades de aprender el oficio pasaban por adiestrarse en las galeras, jugando al gato y al ratón con los piratas. Nada mejor para endurecerse que un desembarco en alguna playa de Berbería o aplacando a una galera turca, repleta de alfanjes y ya por entonces arcabuceros (las lecciones de Lepanto se dejaban sentir). Para cuando llegaban al corazón de Europa la impresión de sus enemigos era que los españoles nacían con un arcabuz bajo el brazo y un morrión en la cabeza. El truco de magia del conejo saliendo de la chistera, pero con los veteranos brotando de Italia.

El problema de depender de una infantería que terminaba en Flandes era que cuando se requería allí dejaba desguarnecidas a las galeras mediterráneas. A falta de tripulación fija, y dado lo particular de sus operaciones, el duque español tiró de ingenio para llenar sus galeras. En una ocasión convocó un concurso de saltos de altura, con premio de un doblón para los que superasen un listón y un escudo de oro para los que salvaran otro más alto. Un éxito de asistencia, ¡un milagro! Cojos, ciegos, mancos, tullidos de toda especie se curaron al instante para aspirar al premio. Quienes lograron saltar con más ímpetu obtuvieron su doblón o su escudo... además de diez años de condena a galeras por tramposos.

La forma de ser y el aspecto del duque eran más los de un jinete guerrero que los de un virrey, con las piernas arqueadas, la piel morena y el rosto repleto de arrugas por el efecto del sol. De voz quebrada, podía pasar en cuestión de segundos de la dulzura más melancólica a la cólera más leonina. Incansable y marcial, Osuna supervisaba cada detalle de las operaciones (le aseguraron a Felipe III que se ocupaba hasta de «las manillas que se hacen para los esclavos») y mostraba la misma audacia que con los granujas para enfrentarse a los Consejos de Italia y de Estado.

Durante años sorteó las normas que prohibían expresamente la creación de una flota paralela y desvió partidas de dinero destinadas a otras empresas. Al final de su primer virreinato, la lista de normas infringidas fue casi tan larga como la de galeras musulmanas apresadas, más de una treintena, y la de los miles de esclavos cristianos liberados. Desde Madrid veían en las salidas de Osuna una peligrosa maniobra de espaldas a la Corona, de manera que le prohibieron que armara más navíos propios y que ocupara a la infantería española en actividades de corso. Al contrario que otras naciones anglosajonas, España veía impropio de cristianos hacer las veces de pirata, pues «se toman niños y mujeres y pocos o ningunos esclavos propios para el remo». La doble moral española era desesperante, puesto que los corsarios de Osuna solo tenían de corsarios el nombre y la bandera, actuando por lo demás con la misma disciplina y buen oficio que cualquier otra infantería castellana.

De un virrey exigían solo que se limitara a recaudar impuestos y a esquivar conflictos con la nobleza local. Crear una flota partiendo de cero, sin coste adicional, y mantener a los corsarios enemigos achantados no entraba en sus competencias deseables. La falta de miras de Madrid amenazaba con echar al traste todo el trabajo de Osuna. No obstante, el duque también tenía partidarios en la Corte, que resolvieron premiarlo y, a la vez, alejarle de Sicilia. El 26 de diciembre de 1615 fue promovido a virrey de Nápoles como recompensa por su trabajo y gracias a su buena mano en Madrid.

El poeta Francisco de Quevedo era uno de esos partidarios de Osuna en la capital. Ambos habían coincido en los ambientes de la Corte, probablemente también en tabernas y callejuelas, y habían iniciado una estrecha amistad con el amor por la literatura como telón de fondo. El poeta ejerció de secretario del duque en Sicilia y, a partir de 1613, desempeñó tareas diplomáticas en su nombre. De vuelta a Madrid, trabajó en el entorno del duque de Lerma con el propósito de conseguir el nombramiento de virrey de Nápoles para su amigo. Sin recato ninguno, Quevedo manejó una cifra de 30.000 ducados para comprar voluntades y, finalmente, el cargo de virrey. El poeta tiró de sátira para relatar cada avance en sus sobornos: «Señor, según veo, adelante ha de haber tiempo de untar estos carros para que no rechinen, porque por ahora están más untados que unas brujas».

Una vez logró el cargo para su amigo se reunió con él en Nápoles y se hizo cargo de la dirección de la Hacienda del Virreinato. Allí fue bien recibido por la Academia de los Ociosos, fundada cuatro años antes por el antecesor de Osuna, el conde de Lemos, que daba cobijo a una numerosa cohorte de aristócratas y literatos.

LA CRUZADA DE DELI PACHÁ

El gran duque trasladó a Nápoles (con 270.000 habitantes, la ciudad más poblada de Europa después de París) sus bártulos y también sus barcos, entre ellos varios galeones que había sumado, con toda su mordiente artillera, a la lucha contra el turco. El pueblo siciliano despidió agradecido a través de su Parlamento, con toda suerte de homenajes, al hombre que los turcos ya conocían como Deli Pachá, «el virrey temerario», por sus métodos alternativos. El reto político de la punta de la bota italiana era mucho más delicado que el de Sicilia, porque el reino se encontraba sumido en una honda crisis monetaria, aunque gracias a la labor del anterior virrey la hacienda estaba saneada.

Frente a la inseguridad, repitió los métodos usados contra los facinerosos en su anterior virreinato, a lo que tuvo que poner especial empeño en el territorio de Calabria, siglos después origen de la más puntera mafia de nuestros días, la ‘Ndrangheta. Osuna fortaleció el ejército y la marina, construyendo galeones y galeras y reclutando dotaciones con la misma fórmula que usó en Sicilia. «El virrey temerario» sacó ventaja de los aproximadamente 18.000 soldados, por lo general violentos y mal pagados, que poblaban las calles napolitanas a la espera de viajar a Flandes. La mejor infantería para su nueva aventura corsaria. Se justificó a la hora de continuar con el corso en que, a falta de medios de la Corona, ponía él los suyos, y en que no había peligro de atacar a mercaderes porque «en la Costa de Berbería no hay de esos», solo piratas.

Esta nueva flota estaba formada por las habituales galeras, típicas del Mediterráneo, y por galeones, que empleó con audacia pese a ser más adecuados para el Atlántico. En total, veintidós galeras y veinte galeones. La combinación de ambos tipos de nave permitió el control del Adriático y trasladó el hostigamiento hasta los dominios del Imperio turco, en ese momento volcado en sus campañas contra el Imperio safávida (Irán).

Francisco de Ribera, capitán de galeones, se convirtió en leyenda en esos días por mostrar la superioridad de los barcos atlánticos y protagonizar en el cabo Celidonia una victoria que resulta casi inverosímil. La escuadra de Ribera, cinco galeones y un patache, se encontraba en julio de 1616 realizando actividades corsarias en torno a Chipre cuando fue sorprendida por el grueso de la armada turca. Patrullaba la zona ante la posibilidad de un ataque contra Calabria o Sicilia, y de repente se vio acorralado por el enemigo.

El 14 de julio aparecieron ante el cabo cincuenta y cinco galeras con cerca de 275 cañones (la mayoría situados en la proa) y 12.000 efectivos a bordo. Sin perder la calma, el marino toledano se preparó para recibir al enemigo con disparos a distancia y para sacar ventaja de la mayor altura de los barcos atlánticos, lo cual dificultaba los abordajes desde galeras. Unió los seis barcos mediante cadenas para evitar que el viento aislara a alguno, mientras situaba en vanguardia a su buque insignia, el Concepción, con cincuenta y dos cañones. La lucha comenzó a las nueve de la mañana y se alargó hasta el ocaso. La artillería de los galeones dejó a ocho galeras a punto de hundirse y otras muchas dañadas al final del primer día. El ataque se reanudó a la mañana siguiente, cuando, después de un consejo de guerra nocturno, los otomanos se lanzaron a la ofensiva con la obsesión de apresar la Concepción y la Almiranta, que eran con diferencia las que más daño les estaban causando. Otras diez galeras quedaron escoradas durante esta acometida.

Así las cosas, la superioridad numérica de los turcos, que iban con sus mejores tropas de jenízaros embarcadas, renovó los ánimos. Después de una arenga a sus tripulaciones, los otomanos realizaron el asalto más crítico el día 16. La nave capitana de Ribera escupió fuego de mosquetes y cañones, como si fuera una fábrica de fuegos artificiales en llamas, para repeler el ataque turco. La intervención del galeón Santiago, defendiendo el flanco del buque insignia, infligió daños severos y dio la puntilla a los musulmanes. A las tres de la tarde, la armada otomana arrojó la toalla con 1.200 jenízaros y 2.000 marineros y remeros muertos y diez galeras hundidas y otras veintitrés inutilizadas. Por su parte, los españoles contaron solo treinta y cuatro muertos y regresaron con todos los barcos a puerto, aunque dos de ellos con importantes daños. A raíz de su triunfo, Osuna recibió a Ribera como a un general romano acampado en el Campo de Marte. El toledano fue promovido a almirante por el rey, que también lo recompensó concediéndole el hábito de la Orden de Santiago.

Los galeones del virrey dieron muestra de la superioridad tecnológica europea, del mismo modo que la escuadra de galeras de Octavio de Aragón evidenció, una vez más, que el fuego solo se combate con más fuego. Prevenido por sus espías, Osuna ordenó que dos galeras, al mando del capitán Diego Vivero, aguardaran la llegada del bajá de Chipre para apresarlo con todas las riquezas acumuladas durante su gobierno. En un dos contra dos, vencieron los bajeles españoles por contar con la ventaja de la sorpresa y por su mejor armamento. Al millonario botín en metálico de esta operación corsaria, debió sumarse el rescate que pagó el bajá por su libertad y la de su mujer e hijos.

No se descuidó la lucha del turco en su nuevo cargo, pero sobre todo su objetivo fueron los venecianos. A nivel político, Osuna estaba alineado con la facción más belicosa de la Corte. La que había conocido los años de gloria de Felipe II y sabía del daño que la Pax Hispánica estaba haciendo a la reputación del Imperio español. De ahí su actitud hostil desde el principio hacia Saboya, antigua aliada de España, y Venecia, antigua y constante enemiga. Para contrarrestar el apoyo veneciano a los enemigos de España en la zona, Osuna mantuvo con Venecia una guerra fría en el Adriático. Casi al principio de su nuevo virreinato, Pedro El Grande confiscó una nave mercante veneciana para compensar agravios anteriores, de manera que anunció su intención de atacar a la Serenísima obstruyendo su comercio. Incluso firmada la devolución de varios barcos con este país, el virrey se excusó para no hacerla efectiva. Según una anécdota novelada de Leti, Osuna accedió, si acaso, a devolver los barcos vacíos porque las mercancías ya se habían vendido:

—De madera tiene bosques enteros la Señoría —afirmó con tono altivo el comisionado de Venecia.

—En ese caso —contestó el virrey— si los bajeles no le sirven, me quedaré con ellos.

Los galeones de Ribera y las galeras de Octavio espantaron a la cada vez más desfasada flota de la Serenísima. La bandera negra, característica de los barcos particulares del duque, ondeaba impunemente en el Adriático, desde hacía siglos un mar propiedad de Venecia. Frente a esta agresiva actitud hacia Venecia y Saboya, Lerma pidió de forma insistente moderación al duque. Desde Madrid se sucedieron las peticiones para que frenara una guerra no autorizada contra Venecia, que estaba ganando España con gran perjuicio del comercio veneciano y a escaso coste. Así se produjo la anomalía de que las armadas de ambos países siguieran en guerra, mientras los diplomáticos no dejaban de prometerse paz y buenas intenciones. Las dobleces de la geopolítica… En Madrid también había partidarios de continuar con las hostilidades y dar manga ancha a Osuna, que prometía cortar los tentáculos de Venecia y Turquía en el Adriático. El gran duque se defendió con el mejor de los argumentos a las críticas venecianas: «Cuanto más se quejen de vuestros ministros los enemigos del Imperio, es cuando está Vuestra Majestad mejor servido».

Venecia alimentó las aspiraciones de Saboya contra el todopoderoso Ducado de Milán y los movimientos antiespañoles en Nápoles; al tiempo que Osuna ofreció su apoyo a la República de Ragusa, en la costa de la Dalmacia, dentro de su lucha contra los venecianos en el Adriático. Una guerra fría entre potencias mediterráneas que por momentos se hizo caliente. El 21 de noviembre de 1617, cuando Ribera quiso atracar con quince bajeles en el puerto de Ragusa, la actual Dubrovnik (Croacia), fue emboscado por una flota superior de setenta y cuatro venecianos (dieciocho galeones, seis galeazas, treinta y cuatro galeras y dieciséis barcones albaneses). El enfrentamiento se alargó durante seis horas con más insultos que disparos, «pues los soldados habrían de imaginar que cargaban con pólvora sola», pese a lo cual seis barcos venecianos naufragaron por el mal tiempo. En la siguiente jornada, los venecianos persiguieron a Ribera por la costa hasta que dieron con él, como si se tratara de un foco vigilando los muros de una prisión en busca de un preso fugado con traje de rayas blancas y negras.

Los barcos de enseña negra de Osuna asumieron una actitud ofensiva frente al bosque enemigo lanzando al galeón insignia al corazón veneciano, con el propósito de sacar provecho de su indecisión. De hecho, los italianos creyeron que aquel barco en vanguardia era una suerte de brulote incendiario y rompieron con desorden su formación. Los galeones y galeras se entremezclaron en su huida, incluida la cadena que unía a la escuadra. El desorden era total cuando el galeón de Ribera al fin escupió fuego en treinta y cuatro direcciones, las mismas que cañones portaba en cada borda. El resto de galeones sumó pronto su artillería en apoyo de Ribera, que llegó a luchar contra siete enemigos a la vez. La noche puso tregua al combate y permitió a los venecianos contar los muertos, más de 4.000. Una derrota que aceleró las prisas de los italianos para alcanzar una paz definitiva. O, al menos, una que no fuera tan dolorosa.

Mientras prometía la paz a España, Venecia pactó con holandeses, ingleses y franceses la compra de barcos atlánticos para compensar la superioridad española en este campo. Venecia, como los países citados, aprovechaba las treguas cedidas por Lerma para poder cobrar ventaja en futuros, e inevitables, choques contra el Imperio español. Y es que nadie dijo que ser la potencia hegemónica fuera fácil. Solo la estrategia belicosa de aquel virrey temerario estaba malogrando los planes venecianos, que además estaba acumulando una cantidad insostenible de mercenarios en la ciudad de los canales. La flota particular de Osuna hizo que aquella falsa paz les saliera demasiado cara, porque, de hecho, se conocen pocos países que hayan perdido tantos envites durante una tregua.

LA CONJURA CONTRA EL SEÑOR DE LA GUERRA

Desquiciada por la agresividad del duque, Venecia buscó desprestigiarle por otras vías que no fueran militares y sacar de la ecuación a la facción más belicosa de España, aquella que pudiera comprometer la Paz de Pavía, firmada en 1617. Se le atribuyó a Osuna ser el organizador sobre el terreno de la Conjuración de Venecia (1618), uno de los episodios más oscuros del siglo XVII. Junto al gobernador de Milán y al embajador de España en Venecia, Osuna habría pagado a un grupo de mercenarios franceses asentados en la ciudad de los canales para provocar una sublevación. Según las versiones venecianas, celosos de las glorias de la República, los tres planearon un golpe de mano en el que un grupo de soldados franceses debían incendiar el arsenal, estallar varios puentes y facilitar el desembarco de la infantería española en la ciudad. Veinte galeras españolas quedarían encargadas de iniciar el desembarco, una vez tomado el puerto.

La conjura fracasó porque supuestamente fue descubierta en sus preparativos y los mercenarios franceses acabaron linchados por la muchedumbre, mientras Francisco de Quevedo, agente sobre el terreno, se veía obligado a disfrazarse de mendigo para escapar de la ciudad. O al menos esa es la versión italiana de la historia, difícil de creer y sin pruebas. Las autoridades venecianas arrestaron a cientos de soldados, que habían entrado en la ciudad de los canales disfrazados de labriegos, y registraron las embajadas de Francia y España, encontrando en esta segunda armas y munición para levantar un pequeño ejército. A consecuencia de ello, el embajador español tuvo que huir en un bergantín para salvar la vida frente a la turba, en tanto un muñeco con su cara y otro con la de Osuna fueron apaleados en las calles.

Sin embargo, varios detalles delatan que la operación fue una purga encubierta de corsarios y mercenarios extranjeros, que llevaban un tiempo causando problemas en Venecia. Los mismos facinerosos y soldados protestantes que habían convocado para luchar contra la flota de Osuna. La Serenísima habría aprovechado la limpia para endosarle el muerto al virrey de Nápoles, como se puede apreciar en el hecho de que el Senado de Venecia publicara al momento un bando prohibiendo que se osara hablar o escribir que España había estado involucrada. Una cosa era dejar que se extendieran las murmuraciones y otra, muy distinta, acusar de una falsedad así a la Corte madrileña tras haber firmado hace nada un acuerdo de paz con España. A ello se suma que ninguna de las supuestas cabezas del plan fue reprendida por su fracaso y que no haya constancia de movilización de tropas en esas fechas. Así las cosas, el plan era burdo y carecía de sentido en un momento en el que Osuna mantenía asfixiado el comercio veneciano. No se distingue su firma por ninguna parte.

La aristocracia napolitana estuvo desde el principio en contra de la designación del duque. Aporreó la puerta de Madrid con quejas la plana mayor de la nobleza antes de que el nuevo virrey hubiera incluso puesto un pie en su nuevo destino, porque el recuerdo de su abuelo estaba demasiado fresco. El primer duque de Osuna había tenido que hacer frente, también como virrey, a una revuelta en Nápoles de tintes antiespañoles (con toda probabilidad instigada por Saboya y Venecia) que se apagó con una dura represión, incluidas treinta y una sentencias de muerte. La particular forma de gestionar el reino de su nieto armó de más razones a la nobleza. Se quejaban de su desviado y arbitrario proceder en asuntos políticos, religiosos y, por supuesto, morales. Los napolitanos acusaron a Osuna, además, de pretender independizarse de España y enviaron al futuro San Lorenzo de Brindisi para que elevara el caso hasta Felipe III. El viejo fraile, que murió poco después de entregar sus informes, convenció al monarca de que Pedro el Grande le debía al menos unas cuantas explicaciones.

En 1619 se ordenó a Osuna regresar a Madrid a dar cuenta de sus desmanes. Tras demorar su salida todo lo posible, y algo más, pues incluso se negó a reconocer la autoridad de un virrey interino; Osuna arribó en España un año después. En contra de lo que esperaban sus enemigos, la caída en desgracia de su protector, el duque de Lerma, no afectó en un principio a Osuna, porque fue el propio Uceda (ten hijos y te sacarán los ojos) el que la orquestó y quien se hizo cargo de una Corte en ebullición. El embajador de Venecia se sorprendió de que «el duque, que salió de Nápoles como hombre al que todos creían perdido, parece haber hechizado a Madrid, en donde es ahora más grande que nunca». A base de «hechizos» parecía que Osuna daría esquinazo una vez más a sus enemigos, cual superhéroe enmascarado regresando a su guarida cada madrugada.

Mientras zanjaba el asunto en la Corte, la súbita muerte de Felipe III perturbó todos los planes de Deli Pachá. Los representantes del nuevo rey pretendieron una limpia entre los elementos más insolentes del anterior reinado como escarmiento hacia los más notorios. Una política de pulcritud que iba a quedarse en amago, pero que colocó al duque en el punto cero de la explosión. Solo un mes después de la muerte del rey fue encarcelado y acusado de corrupción, parcialidad en la justicia, venalidad, aceptación de sobornos y otros tantos delitos. Preso un miércoles santo, fue conducido a la Alameda, una prisión cerca de Madrid.

Sus últimos años de vida fueron una lastimosa peregrinación por distintas prisiones españolas en las que mostraba cada día mayores quebrantos físicos. Gotoso, enfermo de cuerpo y mente (sus olvidos hacen intuir alguna enfermedad degenerativa), Osuna se acogió a la oración como si fuera el Don Juan hecho carne y hueso o, tal vez, una versión grotesca del mito. Lejos quedaba el noble calavera de su juventud, que tantas humillaciones y privaciones habían causado a la nieta del conquistador de México. En una triste misiva al joven Felipe IV, doña Catalina suplicó que se compadeciera de su casa y se acordara de los aventajados servicios de su marido, porque, además, «sus enemigos son los de su corona». Todas las súplicas cayeron en saco roto. Con el juicio todavía pendiente de sentencia, Pedro Téllez-Girón y Velasco falleció en septiembre de 1624.

Al final de su vida Osuna conservaba pocos amigos de verdad. La firmeza de su amistad con Quevedo, también caído momentáneamente en desgracia, se denota en una de las estrofas que le dedicó a su muerte:

Faltar pudo su patria al grande Osuna,

pero no a su defensa sus hazañas;

diéronle muerte y cárcel las Españas,

de quien él hizo esclava la Fortuna.

La escuadra de Osuna languideció con el tiempo. La falta de remplazo y buenos mandos decayeron su actividad. Ejemplo de esta decadencia fue que, en 1624, los galeones de Francisco de Ribera se incorporaron a la operación llevada a cabo por García de Toledo para recuperar Río de Janeiro. Su papel fue destacado en el Atlántico, cuyas condiciones hacían perfecto el ejercicio de este tipo de barcos. Tras desviar los buques a otros menesteres, la lenta muerte de los capitanes que crecieron bajo el paraguas de Osuna supuso el segundo final de aquel corso español de guante blanco y gran eficacia en el Mediterráneo.

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