Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


12. Blas de Lezo, el mediohombre

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BLAS DE LEZO,

EL MEDIOHOMBRE

Durante uno de los bombardeos británicos a Bocachica, en Cartagena de Indias, una bala de cañón impactó en la mesa donde estaba reunido el consejo de guerra. Varias astillas se clavaron en el marino al mando de la defensa de la bahía, Blas de Lezo, de modo que le dañó un muslo y una mano. La única que conservaba completamente sana tras medio siglo combatiendo en la Armada española. Aunque las heridas no parecían graves, la salud del marino vasco empeoró con el paso de los días y, cuando los ingleses se replegaron, se derrumbó entera. A finales de mayo de 1741, Lezo era ya un moribundo, que destinaba sus últimas energías a defenderse de las críticas de Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada. Eslava le acusó ante el rey Felipe V de haber actuado de forma imprudente en la guerra con los ingleses, sin apreciar el hecho de que el almirante cojo, tuerto y manco había sido el principal artífice de la derrota con seis buques y 2.100 hombres de una fuerza invasora de más de 150 barcos ingleses y 20.000 efectivos. Así las cosas, la influencia del virrey se impuso y el monarca firmó la destitución del vasco el 21 de octubre de ese año. Le ordenó regresar cuanto antes a España para que le pudiera reprender en persona.

Aquella fue la primera orden que Blas de Lezo no cumplió del rey. Llevaba para entonces muerto un mes. Falleció en Cartagena de Indias de «unas calenturas, que en breves días se le declaró tabardillo» a las ocho de la mañana del 7 de septiembre. El lugar de su enterramiento, como su memoria, ha permanecido olvidado durante tres siglos. Porque el país y sus reyes siempre han tenido la memoria muy floja. Blas de Lezo solo fue el último de una larga tradición de traicionados que encabeza el Cid Campeador y cuyas filas engrosaron Pizarro, Farnesio, Bazán, Spínola, Osuna o Barceló. Con la salvedad de que al vasco le cayó toda la ingratitud de la nación española justo después de imponerse en una de las luchas más desproporcionadas de toda la historia.

El marino vasco nació el 3 de febrero de 1689 en Pasajes de San Pedro, localidad pegada a su puerto como Góngora a su nariz. La localidad servía de sede a la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, una sociedad mercantil con la mira puesta en Venezuela y en combatir el contrabando ilegal de los holandeses al otro lado del charco. Cuarto de diez hermanos, Lezo se mantuvo fiel a la tradición de su familia guipuzcoana y encaminó pronto su formación a la vocación marinera. Cuando era solo un infante, fue enviado a estudiar a L’École Royal, en Francia, para que aprendiera las nociones básicas sobre marinería. Su formación habría de discurrir en la marina francesa porque el estado calamitoso de la Armada española había forzado a Felipe V a unirla a la de su abuelo al comienzo de la Guerra de Sucesión.

A los quince años, Lezo ingresó como garde de la marine (guardiamarina) en esta Armada franco-española y demostró un coraje innato en la batalla de Vélez-Málaga, el mayor combate naval del conflicto entre los partidarios del archiduque Carlos de Austria y los de Felipe V de Borbón. El 24 de agosto de 1704, una escuadra francoespañola de cincuenta y un navíos, seis fragatas, doce galeras y otros diecinueve buques de guerra se encontró de frente con una fuerza anglo-holandesa de sesenta y ocho navíos de línea al mando del almirante George Rooke, cuando este venía de conquistar Gibraltar. Las bajas en ambos bandos fueron altas, pero en verdad ninguno consiguió hundir ni rendir barcos rivales, a excepción de alguna galera rezagada. Cuando cesó el retumbar de sables y cañones, cada uno de los contendientes se marchó de las aguas de Málaga proclamándose ganador de la batalla. Ambas flotas decidieron volver a puerto con lo que les quedaba, a falta de munición y de hombres para gobernar los buques. Pero cantaran lo que cantaran los españoles, el hecho es que Gibraltar seguiría en manos británicas durante siglos y que la escuadra francoespañola era incapaz de remediarlo.

EL RENACIMIENTO DE LA ARMADA ESPAÑOLA

El joven Lezo estuvo embarcado en el navío de 104 cañones Foudroyant, nave capitana de la escuadra francesa, al mando del hijo de Luis XIV, Luis Alejandro de Borbón. Mientras el joven supervisaba los disparos de artillería en este barco, una bala de cañón enemiga se tragó su pierna. La misma sangre fría que le colocó en una posición tan expuesta, con cañonazos similares peinándole el flequillo, sirvió a Blas de Lezo para que el dolor no le dominara. Siguió en su puesto hasta que terminó el combate. La pierna estaba tan destrozada para entonces que fue necesario amputarla, lo que por costumbre se hacía sin anestesia y en el propio barco.

Cualquier mortal pasaría los años siguientes adaptándose a su nueva prótesis o, como poco, recuperándose del susto. Claro está que los mortales del siglo XVIII eran bastante más duros que los actuales. Un año después de sufrir la grave herida, Lezo se reintegró a la marina y ensayó con su pata de palo andando sobre la inestable cubierta de un navío. Incluso desechó durante su reposo una oferta palaciega. El mismo cañonazo que destrozó al vasco hizo saltar dos pedazos de madera, uno de los cuales le cortó la corbata a Luis Alejandro de Borbón. El conde de Toulouse, testigo de los hechos, se asombró tanto de la entereza sobrehumana de aquel niño sin origen nobiliario reseñable que le propuso que entrara en la Corte de Felipe V. Pero aquella vida como asistente de cámara no era para Lezo.

La Guerra de Sucesión derivó en un gran conflicto a nivel europeo, donde franceses y españoles combatieron mano a mano contra holandeses, ingleses y austriacos en escenarios diversos. Ascendido a teniente de navío, el cojo de Pasajes fue destinado a Tolón, puerto del sur de Francia, y allí defendió la plaza del ataque de Saboya, en 1707. El duque de Saboya se mostró partidario del pretendiente austriaco a la Corona Española, siendo Lezo enviado a aquellas aguas en 1706 para hostigar el comercio de Génova. Se batió con su ya acostumbrado denuedo en la defensa del castillo de Santa Catalina, perdiendo en esta ocasión la visión del ojo izquierdo. En cada batalla se dejaba un poco de sí mismo, aunque en su caso no tuviera sentido metafórico.

Del Mediterráneo saltó al Atlántico, sin mudanza ni aliño, como se esperaba de un versátil marino del siglo XIX. Desde el puerto de Rochefort, realizó numerosas capturas a las escuadras inglesas y holandesas. Su presa más ilustre fue el navío Stanhope, que asaltó al abordaje desde un buque de menor tamaño. Maniobró su fragata cruzando disparos con el navío hasta que se acercó lo suficiente para ordenar un asalto con garfios. Los ingleses entraron en pánico. Tras un feroz combate el enemigo se rindió, siendo el Stanhope remolcado a puerto por la fragata. De nuevo Lezo resultó herido en combate, aunque por una vez no perdió ninguna extremidad.

En 1714, separadas nuevamente las armadas francesa y española, ya como capitán de navío participó en la fase final del asedio de Barcelona al mando del Campanella, un buque de setenta cañones de origen genovés destinado a estorbar el abastecimiento de la ciudad. La plaza española partidaria del archiduque Carlos resistió de forma suicida con la esperanza de que la flota británica llegaría a tiempo de romper el bloqueo que Felipe V mantenía por tierra y mar. Durante los bombardeos sobre la ciudad condal, el vasco recibió un balazo en el antebrazo derecho, que se lo dejó inmovilizado a excepción de la mano. Con veinticinco años, al de Pasajes le faltaba ya una pierna, no veía por un ojo y tenía comprometida la movilidad del brazo derecho, a pesar de lo cual pocos días después volvió a estar en servicio.

La fortaleza psicológica de Lezo le ayudó a sobreponerse a todas sus heridas. Las fatigas y el dolor parecían resultarle más tolerables que al resto de sus camaradas. Durante más de doce años, el audaz marinero persiguió a los contrabandistas en el Pacífico y trató de reorganizar la Armada del Mar del Sur, cuya misión principal era escoltar barcos repletos de plata desde El Callao a Panamá. En esos años tuvo que lidiar con los abusos del virrey del Perú, el marqués de Castelfuerte. El guipuzcoano nunca fue muy diestro en el arte de mirar hacia otra parte.

Los virreyes de América estaban acostumbrados a escoger a dedo a los mandos de la Armada que operaban en su área de influencia. Lezo, que no era del agrado de Castelfuerte, denunció algunas de sus elecciones, como la de un sobrino del virrey que ejercía el cargo de maestre de plata (tesorero mayor que controlaba los ingresos por el comercio marítimo) y estaba untado hasta las cejas. El virrey contestó al desafío desmantelando parte de la escuadra a cargo del vasco y auspiciando un juicio público para desprestigiarlo. Finalmente, «las irregularidades, agravios y ultrajes» orquestados por la «extremada destemplanza y encono del señor virrey» condujeron a Lezo a solicitar el relevo de su puesto.

El clima insano, la falta de agua potable y los malos suministros minaron a muchas de sus tripulaciones en el Pacífico, si bien él sobrevivió durante esos años sin un mal catarro. Lo mismo que cuando años después orquestaba la Escuadra del Mediterráneo y una epidemia de tifus exantemático arrastró al infierno a quinientos de sus hombres, mientras que él, con menos extremidades que ninguno, superó la grave enfermedad. Justamente en ese cargo, como jefe en el Mediterráneo, fue destinado en 1730 a Génova, hogar de prestamistas, para reclamar dos millones de pesos que la Real Hacienda tenía depositados en los bancos de la ciudad. Lezo colocó un reloj de arena en la mesa y dándole la vuelta prometió a los representantes del Senado genovés que si caído el último grano no habían pagado la deuda bombardearía la ciudad. Y es que la sutileza no era lo suyo, pero ¡vaya si pagaron los genoveses a tiempo!

El vasco cayó una y otra vez de pie, entre otras razones, porque contaba con la simpatía de José Patiño, un antiguo novicio de los jesuitas sobre cuya espalda arrojó Felipe V la tarea de reconstruir el poder naval de España. Antes de la Guerra de Sucesión, la situación que la nueva dinastía se había encontrado en los arsenales y astilleros españoles era calamitosa. Se había olvidado el arte de construir naves. Únicamente un puñado de galeones y unas pocas galeras consumidas por el tiempo y el ocio se ancoraban en Cartagena. El conflicto se solventó vía marítima más mal que bien uniendo la flota española con la francesa, lo que solo podía ser un parche. Con el cardenal Alberoni como valido, Patiño se valió de las escuadras levantadas en la guerra para reunir en una sola todas las armadas que España tenía desperdigadas por el globo. Además, fundó nuevos astilleros, como Cádiz o Ferrol, para hacer de la Real Armada Española un enemigo temido y una cuna de grandes oficiales ilustrados.

Llamado anka motz («pata corta» o «pata mocha», en euskera) por la marinería, Blas de Lezo participó como segundo al mando en la expedición española asignada para recuperar Orán en junio de 1732. Esta plaza del Norte de África, hoy en Argelia, había estado en manos españolas desde 1509 hasta 1709, cuando el bey Hassan la conquistó aprovechando que la Guerra de Sucesión mantenía ocupado a Felipe V. Su recuperación se diseñó como una demostración del renovado poderío militar y naval español. A bordo del navío Santiago, Lezo ayudó a Francisco Cornejo, comandante de la flota, a realizar una operación relámpago de desembarco que implicó a casi 30.000 soldados. El guion se cumplió sin apenas sobresaltos, la ciudad fue recuperada y en cuestión de dos meses Lezo estaba ya de vuelta en Cádiz.

Justo a su regreso, el bey Hassan y sus aliados argelinos contraatacaron en Orán. Lezo partió con dos navíos de línea y unos cuantos barcos de transporte, levantó el bloqueo, reforzó la plaza y salió a la caza de la nave capitana del enemigo, a la que halló en la ensenada de Mostagán, en las costas de Argelia. Veni, vidi, vici… El vasco entró en la bahía sin prestar cuidado a la lluvia de proyectiles que desde dos castillos disparaba una multitud de locales. A pesar de sus sesenta cañones, logró destruir la nave argelina a base de lanchas armadas que la incendiaron por distintos puntos. Luego, con la misma determinación, cruzó desde Túnez a La Galita para disuadir al Imperio otomano de que apoyara nuevos intentos de hostigamiento a Orán.

El rey recompensó la intachable hoja de servicios de Lezo con un ascenso a teniente general, en 1734, cuando solo contaba cuarenta y siete años. En Madrid todos querían conocer a tal portento de la naturaleza y escuchar su relato, pero ni era él un suave fabulista de sus hazañas ni, como él lo expresaría, «tan maltrecho cuerpo era buena figura para tanto lujo». La breve estancia en la Corte finalizó con el mando, en 1737, de una flota para Tierra Firme y el cargo de comandante general del importante apostadero que vigilaba el Caribe español desde la entrada al Golfo de Darién. Cartagena de Indias, lugar de encuentro de las flotas españolas de toda Sudamérica, estaba en la floreciente parte terminal del río Magdalena, rodeada de lagos y lagunas que la conferían una densa vegetación. Un paisaje casi bucólico, cuya defensa fue asignada a uno de los hombres más pétreos de la Armada española cuando resonaron tambores de guerra.

Mientras el Imperio español renacía de sus cenizas, Inglaterra ya buscaba excusas para rebajar su agresividad. En 1732, el barco inglés Rebeca, perteneciente a un contrabandista de dudosa reputación, valga la redundancia, fue confiscado en aguas caribeñas por el guardacostas español La Isabela. Según la versión del contrabandista de nombre Robert Jenkins, el capitán del barco español, Julio León Fandiño, de ánimo bravo, le cortó una oreja como represalia al tiempo que afirmó: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Nunca quedó claro si Jenkins perdió su oreja de ese modo o en una de las muchas reyertas que se producían en las tabernas de Jamaica o si incluso conservaba a su muerte ambas en su sitio, como comentó el primer ministro Robert Walpole al examinar su cadáver. A decir verdad, la oreja era lo de menos. El desorejado conservó en un frasco su supuesta oreja más de siete años hasta que pudo exhibirla ante el Parlamento británico como prueba de la naturaleza cruel de los españoles. Pidió venganza y el gobierno de Robert Walpole le complació con una guerra contra España.

Anécdotas noveladas aparte, a los ingleses les sobraban ya las ganas de iniciar otro conflicto con el Imperio español. Por el Tratado de Utrecht, de 1713, que puso fin a la Guerra de Sucesión, Gran Bretaña se había asegurado la posesión del Peñón de Gibraltar y Menorca, así como los llamados «asiento de negros» y «navío de permiso». Durante un plazo de treinta años, la empresa South Sea Company estuvo autorizada a llevar 4.800 esclavos anuales a Río de la Plata a cambio de ceder a la Corona Española un 25 por ciento de las ganancias. Un negocio millonario del que se privó a las empresas francesas, también dedicadas al tráfico de esclavos. Los ingleses podían enviar, además, una vez al año a la América española un buque de 500 toneladas llamado «navío de permiso», para comercial libremente allí.

La marina española se reservó el derecho a inspeccionar los barcos británicos que se acercaban a las costas americanas, lo que según ellos dio pie a abusos como el de la oreja cortada a Jenkins. A punto de expirar los acuerdos comerciales, el gobierno británico fue presionado para que declarara la guerra por la opinión pública (conmovida por la agresión al contrabandista), la oposición tory y, sobre todo, por la South Sea Company. Para cuando Felipe V suprimió el «derecho de asiento» y el «navío de permiso», los planes de guerra británicos estaban en avanzado estado de composición. Por un lado, una escuadra al mando del almirante George Anson estrangularía el tráfico comercial en el océano Pacífico, mientras una expedición combinada de la Royal Navy y el ejército atacarían las posesiones españolas en el Caribe. El objetivo era convencer de una santa vez al Imperio español de que debía compartir América con el resto de países.

En una hábil maniobra política, Walpole, que en ningún momento había querido la guerra, se contentó con encomendar a uno de sus adversarios políticos, el belicoso Edward Vernon, muy popular en el Parlamento, la operación más arriesgada. El vicealmirante Vernon se puso así al frente de la flota más grande que había cruzado nunca el Atlántico.

EL VILLANO EMPERIFOLLADO DE LA HISTORIA

Todos los superhéroes necesitan su némesis. El Joker para Batman, Lex Luthor para Superman, Messi para Cristiano… y Edward Vernon para Blas de Lezo. El inglés estuvo presente el día que Lezo perdió su pierna, en el navío insignia de Rooke, durante el combate naval de Vélez-Málaga. El británico participó en esta primera batalla de Lezo e iba a estar también en la última: Cartagena de Indias. La rivalidad del vasco con este rutilante, fanfarrón y ostentoso oficial británico se inició a raíz de un intercambio de correspondencia tras el bombardeo inglés de Portobelo, en noviembre de 1739. Tras un intento fallido de tomar el fuerte de la Guaira, el británico conquistó con solo seis barcos Portobelo como había prometido ante la Cámara de los Comunes. En Londres la victoria fue celebrada con grandilocuencia. Se acuñaron medallas, se le dio el nombre de Portobelo a una calle y, en una cena celebrada por Jorge II en honor al vicealmirante, se tocó por primera vez el actual himno británico.

Encendido por su victoria, Vernon envió una carta al comandante de Cartagena de Indias donde ya está presente la arrogancia que tan cara le costaría:

Espero que de la manera que he tratado a todos, Vuestra Excelencia quedará convencido de que la generosidad a los enemigos es una virtud nativa de un inglés, la cual parece más evidente en esta ocasión…

La respuesta del vasco fue igual de brava:

Puedo asegurar a Vuestra Excelencia me hubiera hallado en Portobelo para impedírselo, y si las cosas hubieran ido a mi satisfacción, aún para buscarle en otra cualquiera parte, persuadiéndome que el ánimo que le faltó a los de Portobelo, me hubiera sobrado para contener su cobardía.

Así las cosas, Blas de Lezo tenía mejores cosas que hacer que cartearse con el enemigo. Cuando el marino arribó en Cartagena de Indias se encontró con que la conocida como «llave de las Indias» contaba con unas defensas que no estaban a la altura: apenas seis navíos, menos de 3.000 hombres armados, la moral por los suelos y unos fuertes y murallas que parecían más bien unas ruinas grecorromanas. Con este panorama, el principal aliado de los españoles era la propia geografía del lugar. La única entrada navegable a la bahía interior, Bocachica, era tan estrecha que obligaba a los barcos a cruzarla en fila india. El plan defensivo del vasco por si aparecía el enemigo puso énfasis en que aquel cruce fuera poco más que el paso de las Termópilas. Dispuso a modo de bienvenida una cadena de dos cables de anclas entre los fuertes de San Luis y San José, las fortificaciones que custodiaban la entrada de Bocachica; reforzó la artillería de estos castillos e instaló dos baterías de cañones en la isla de Tierra de Bomba.

Las obras requirieron jornadas maratonianas y tropas dispuestas a hacer de «mulas de Mario». Entre las cualidades del marino estaba la de hacer partícipe al resto de sus ideas y proyectos, de modo que sabía encomendar las tareas a las personas adecuadas. El propio teniente general se remangó el traje de oficial para las obras de reconstrucción de las defensas, «no como corresponde a general, sino como el último grumete de mis navíos». Cuando Vernon midió el pulso de Lezo, a principios de 1740, primero con un bombardeo para provocar al vasco, se topó con que los muros estaban floreciendo con esmerado riego. Aquello no se parecía nada a Portobelo, que se había rendido sin luchar porque carecían de guarnición y tenían desmontados los cañones.

En esas fechas Lezo debió vérselas, además de con el lenguaraz Vernon, con el nuevo virrey de la Nueva Granada, Sebastián de Eslava, un veterano navarro que también había estado presente en la reconquista de Orán pero como oficial del ejército. En Madrid se sabía de los problemas de gobernar los vastos territorios del norte de Sudamérica desde Lima, por lo que en 1740 se restableció como virreinato Nueva Granada (Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador), después de que años antes hubiera sido suspendido debido a las estrecheces económicas.

Sebastián de Eslava honró las viejas riñas entre la Armada y el Ejército español al chocar de bruces con Mediohombre. Eslava y Lezo tenían ambos el grado de teniente general, siendo el segundo de mayor antigüedad y el comandante directo de los buques de la Armada, lo que no quitaba que el virrey fuera la máxima autoridad en la plaza. Sin gobernador militar en la ciudad, Eslava decidió, y eso le honra, tomar en persona el mando de la defensa al saber que los británicos se dirigían al puerto caribeño, por lo que Blas de Lezo quedó como su subordinado. La mala relación entre ambos privó al Imperio español de una asociación que, bien calibrada, hubiera sido todavía más desastrosa para los intereses británicos.

Al contrario, Eslava escogió el camino de cuestionar cada decisión del representante de la Armada. El navarro consideraba que las prevenciones que Lezo estaba tomando eran exageradas, ya que los ingleses, en caso de atacar, elegirían antes de Cartagena de Indias La Habana u otras plazas caribeñas. Esta primera disputa entre Eslava y Lezo se zanjó el 15 de marzo de 1741, cuando se divisó frente a las murallas de Cartagena de Indias la flota de Vernon: ocho navíos de tres puentes, veintiocho navíos de línea, doce fragatas, 130 naves de transporte y dos bombardas, gobernados por una tripulación de unos 15.000 hombres. Una fuerza naval capaz de desplegar a 9.000 soldados regulares, 4.000 milicianos del contingente norteamericano y 2.000 negros macheteros, aparte de un numeroso tren de artillería. Contra esta «maravillosa selva flotante de buques, árboles, entenas y jarcias», Lezo pudo recurrir únicamente a seis navíos y a una fuerza terrestre de la que solo un millar de hombres eran soldados profesionales.

La flota inglesa era aproximadamente quince veces mayor que la española, mientras que el contingente humano inglés era diez veces mayor, lo que convirtió esta batalla en una de las luchas más desproporcionadas de la historia. En la legendaria batalla de las Termópilas (480 a. C.), los espartanos contuvieron durante tres días a un ejército de 80.000 persas, según estimaciones modernas. Sin contar a los esclavos ilotas que acompañaban a los espartanos a donde fueran, Leónidas y sus 300 hombres sumaban a sus filas 2.120 arcadios, 400 corintios, 200 de Fliunte, 80 de Micenas, 700 tespios, 400 tebanos, 1.000 focenses y 1.000 locrios opuntios. En total, 6.200 soldados, casi trece veces menos hombres que las huestes de Jerjes. Por su parte, en la batalla de Otumba (1520), de hacer caso a los cronistas castellanos, se impusieron 400 españoles a las órdenes de Hernán Cortés y sus 800 aliados tlaxcaltecas a una fuerza azteca de más de 100.000 guerreros, a todas luces una cifra inverosímil pero indicadora de la gran asimetría.

La victoria en Portobelo motivó a Vernon a atacar otra vez Cartagena de Indias confiado en que España no podría mandar socorro. No se equivocaba. El almirante Rodrigo de Torres, que había sido destinado a defender el Caribe por la Corona, se encontraba para entonces en Cádiz a la espera de un ataque que ya nadie esperaba salvo Lezo. El marino vasco demostró a Eslava y a Torres que el inminente golpe que había pronosticado no eran cantos de sirena, pero no por ello convenció al virrey de que a partir de entonces escuchara sus consejos. El navarro creía que los ingleses lanzarían su ataque principal por La Boquilla, en la parte más oriental de la costa de Cartagena, mientras Lezo insistía en que sería en Bocachica, donde había reforzado a conciencia los fuertes y los muros.

Tras amagar con atacar La Boquilla, Vernon dio la razón a Lezo por segunda vez, cuando se dirigió con toda su escuadra contra Bocachica el 20 de marzo. La agresiva defensa ideada por Mediohombre y el virrey planteaba tres líneas que debían superar los británicos si querían conquistar Cartagena de Indias. La primera se situaba en Bocachica, con los dos fuertes, el de San José y San Luis, que cerraban la boca de la bahía con cañones y una enorme cadena. El segundo reto para Vernon estaba dentro de la bahía, donde otros dos fuertes, el Castillo Grande y el de Manzanillo, debían arrojar a los británicos fuego cruzado para que no se acercaran al puerto.

En caso de que el enemigo traspasara las dos líneas anteriores, Lezo había dispuesto una tercera barrera desde las murallas que protegían la ciudad, con el castillo de San Felipe de Barajas escupiendo lava desde una colina elevada.

En la vanguardia de la primera de estas líneas se colocó el propio Lezo, embarcado en el Galicia, de setenta cañones. La escasa flota española castigó a los ingleses desde la puerta de Bocachica, apoyando la lluvia artillera de los fuertes de San José y San Luis. Los barcos Galicia, San Felipe, África y San Carlos aprovecharon el efecto embudo de la boca de la bahía para causar una escabechina en las embarcaciones enemigas más intrépidas. Con esto, la embarcación de Lezo salió fuera de la bahía en una ocasión para proteger los fuertes. El primero de los bombardeos ingleses en Bocachica se saldó así con graves daños para cinco buques de Vernon.

La incontestable concentración de barcos enemigos en la boca del puerto sobrepasó lentamente a los navíos españoles. Con cada vez menos fortalezas en la costa, el fuego se centró en los barcos, que fueron perdiendo trozos enteros como si los desmembraran vivos. El día 4 de abril fue cuando el Galicia recibió un cañonazo mientras Eslava, Lezo y el resto de mandos se encontraban reunidos en su alcázar, con heridas por esquirlas de madera en el maltrecho cuerpo del cojo, manco y tuerto vasco. Al día siguiente, cuatro de los navíos ingleses apuntaron sus 280 cañones contra los cuatro barcos defensores. El Galicia se incendió dos veces, pero corrió mejor suerte que el San Carlos, el África y el San Felipe, los primeros en irse a la compañía de Neptuno cuando cubrían la evacuación de los últimos defensores de Bocachica.

Inmóvil, sin timón, el Galicia fue abandonado esa misma noche por el vasco cuando los ingleses ya lo abordaban por proa. Blas de Lezo se retiró hacia el puerto a lamerse las heridas, mientras veía a su espalda cómo los ingleses hacían prisionera a parte de su tripulación. Su primera línea defensiva había caído.

En paralelo al combate con la Armada, los ingleses habían desembarcado tropas en las playas de Tierra de Bomba, donde construyeron una gran batería y se prepararon para asaltar el molesto castillo de San Luis, de planta cuadrada, cuatro bastiones y foso. Incluso resguardadas en la vegetación, a las tropas británicas les costó dios y ayuda tomar el castillo. Un error en la ubicación de la batería de cañones, demasiado expuesta, obligó a los ingenieros británicos a cambiarla de lugar con el consiguiente sobreesfuerzo. Aprovechando la indecisión inglesa, las baterías de cañones situadas por Mediohombre en la isla de Tierra de Bomba causaron una auténtica matanza en la fuerza invasora, cuyo comandante, Thomas Wentworth, proclamó sus desavenencias sobre la manera en la que Vernon estaba gestionando el asedio.

Tras diecinueve días de bombardeos, los británicos lograron abrir al fin un agujero en el castillo de San Luis por el que cabía un hombre de pie. En el combate cuerpo a cuerpo, 2.000 ingleses cargaron el 5 de abril contra los trescientos defensores al mando del coronel de ingenieros Carlos Desnaux, quien había recibido la orden de resistir hasta el límite. Creyéndose aislado, el coronel quiso capitular pero sus emisarios fueron recibidos con disparos. Pudieron ser evacuados de noche en chalupas y canoas reunidas a la carrera. Los supervivientes del San Luis, el San José y de las tripulaciones de los barcos abordados se replegaron exhaustos y desmoralizados hacia el puerto. Eran únicamente unos doscientos hombres, menos de la mitad que hacía dos semanas; si bien, los ingleses habían tenido 4.000 bajas entre muertos y heridos en estos combates.

«EL MAYOR ENEMIGO DE LA MARINA ESPAÑOLA»

Las enormes bajas no preocuparon al entusiasta Vernon. Con la conquista del castillo de San Luis, el vicealmirante Vernon despachó a Inglaterra la fragata Spence con la feliz noticia de la inminente caída de la plaza. Londres no dudó de las informaciones de Vernon, por lo que se preparó para celebrar la victoria con distintos actos e incluso medallas conmemorativas. De ellas se popularizó una con la figura del vicealmirante inglés recibiendo la espada de manos de un Blas de Lezo arrodillado y con la inscripción «el orgullo español humillado por el almirante Vernon». Tal pose del marino iba a ser imposible porque los británicos estaban lejos de conquistar aún la plaza y, sobre todo, porque, aunque se lo hubiera permitido su voluminoso orgullo, la pata de palo de Lezo le imposibilitaba arrodillarse así.

El virrey Eslava perdió la templanza con la caída de Bocachica. Tras recibir la furia artillera de siete navíos durante dos días, el navarro retiró la guarnición e inutilizó los cañones del Castillo Grande, una fortaleza de gran tamaño orientada a la entrada cegada de Bocagrande, por falta de efectivos. Asimismo, el 10 de abril ordenó echar a pique los navíos Dragón y El Conquistador con el objeto de que sus mástiles bloquearan la entrada entre Castillo Grande y Manzanillo, que precedía al puerto amurallado de Cartagena de Indias. En este punto se da una de las muchas discrepancias entre la versión oficial dictada por Eslava y el diario de Lezo. Según el texto oficial, ambos tenientes generales acordaron que lo mejor era hundir los últimos navíos de la flota española, sin embargo, Lezo criticó con dureza esta decisión en su diario y afirmó que con ello el virrey se declaró «como el mayor enemigo de la marina española».

Resultó un sacrificio en vano. Un día después los barcos ingleses pasaron sin más por encima de los navíos hundidos y se hicieron los dueños y señores de las aguas de Cartagena de Indias. Hundidos estos últimos barcos, Eslava repartió las dotaciones de la marina en piquetes para acudir a los lugares donde fuera preciso, aunque obvió darles más instrucciones. Su verdadera intención era alejarlas de la influencia del vasco.

Sin más oposición, Vernon entró triunfante en la bahía y barrió los restos de la segunda línea de defensa —la que flanqueaba el puerto— con insospechable facilidad. Las fortalezas portuarias mostraron escasa resistencia, a excepción de Manzanillo, que aguantó por el empeño de su capitán. Blas de Lezo lo justificó en su diario en que Eslava no había preparado de forma adecuada la defensa dentro de la ciudad, tal vez porque pensaba que los ingleses no llegarían tan lejos. Cuando el 13 de abril comenzó el bombardeo sobre la ciudad amurallada, Lezo, Eslava y el resto de tropas no tuvieron más remedio que apostar todas las fuerzas en la fortaleza de San Felipe de Barajas, apenas un pequeño fuerte triangular de piedra edificado en lo alto de la colina de San Lázaro, a cuarenta metros de altura sobre el nivel del mar.

Mediohombre, desde la batería de la Media Luna, desoyó las peticiones del virrey de retirarse al interior de la ciudad y no frenó su actividad. Instruyó a los oficiales, revisó la posición de cada cañón y se encargó de mantener los ánimos elevados cuando 3.000 británicos desembarcaron en el continente y se dirigieron en tres columnas hacia el fuerte San Felipe, de modo que los 10.000 habitantes de Cartagena de Indias ya podían sentir el aliento inglés a ron y té sobre sus nucas. En su avance al fuerte a través de la tupida vegetación, los Casacas Rojas fueron hostigados por los piquetes españoles y los arqueros indígenas. Los rigores del clima tomaron el relevo allí donde los defensores locales no podían llegar. Cuando el 17 de abril cayó el Cerro de la Popa, a manos de las tropas norteamericanas de Vernon, en torno a cuyo convento se había instalado una plataforma artillera, se antojaba que solo un imposible podría salvar el vecino fuerte de San Felipe, la última protección de la ciudad.

A las 3.45 del jueves 20 de abril, se abrió la caja de los truenos contra el fuerte. Oleada tras oleada, los ingleses salvaron la ladera para romper contra los muros españoles, defendidos en trincheras y baluartes por los regimientos Aragón y España. Siete horas después de que comenzara el asalto, los ingleses ya atacaban San Felipe de Barajas desde el sur, el oeste y el norte. Mediohombre había preparado un foso hondo alrededor del cerro de San Lázaro, de manera que las escaleras, las pértigas y todos los ingenios de asedio se revelaron insuficientes. La única tregua se produjo al mediodía, cuando los españoles hicieron toque de oración y se paró el fuego en la ladera. Tras el silencio de la oración, el vasco ordenó reanudar la partida: 3.000 asaltantes ingleses intentaron desalojar sin éxito a los 850 defensores, que al calor de la tarde tropical quebraron el ímpetu enemigo. La línea inglesa retrocedió sin más con el transcurso de las horas, como un interruptor que se apaga. Del ánimo exaltado, a la huida.

Cuando los ataques británicos perdieron intensidad, la salida desde el castillo de doscientos infantes de marina, con bayoneta calada, sumió a las tropas enemigas en el mayor de los desconciertos. Tanto como a Desnaux, el hombre al mando de San Felipe de Barajas, que se negó en un primer momento a abrir las puertas para esta arriesgada carga cuando lo ordenó Lezo. El propio Eslava había rechazado otras propuestas similares del vasco de pasar al ataque, amparado en el mayor conocimiento del terreno de los españoles; sin embargo, el frágil derrumbe de las huestes británicas evidenció que el marino sabía qué botón estaba tocando. Por primera vez en varios meses, los españoles vieron por detrás y no por delante los sombreros de escarapela negra, característicos de las tropas de la dinastía Hannover.

Blas de Lezo se mantuvo durante todo el sitio tan impasible como un viejecita haciendo ganchillo, consciente de que con cada día que pasaba el clima insalubre y la desesperanza diezmarían las fuerzas de Vernon. Confiaba en que las lluvias tropicales de finales de abril dictaran sentencia en caso de empate. El desgaste era la pieza clave de su estrategia, frente a un enemigo con miles de bocas que alimentar y sus bases demasiado alejadas. No es casualidad que el vasco abasteciera antes de la lucha los fuertes y las guarniciones con armamentos y víveres suficientes para resistir incluso varios meses.

Y sí. El tiempo corrió a favor de los españoles. Entre las filas inglesas camparon a sus anchas el escorbuto, la fiebre amarilla, la peste y el vómito negro, al tiempo que la falta de agua y alimento multiplicó cada día las bajas. El pánico al contagio llevó, como anota un testigo inglés, a que «en algunos buques los comandantes ordenaban arrojar los cuerpos por la borda… hasta que fueron devorados por los tiburones». Los muertos ya pesaban demasiado entre las tropas de Vernon cuando se inició el asalto sobre el San Felipe. Allí la red logística falló y los soldados fueron privados de alimentos frescos. No fallaba Blas de Lezo al sugerir salir en busca del enemigo, puesto que, simplemente, los ingleses estaban demasiado ocupados contando los muertos como para lanzar un nuevo ataque a San Felipe de Barajas.

Cuando Vernon exigió más asaltos a Wentworth, la respuesta fue, entre atónito y enfurecido, que resultaba una orden imposible de cumplir sin apoyo naval a las fuerzas terrestres. El vicealmirante se justificó en que muchos de sus barcos estaban averiados y no se podían acercar más a las costas, porque las marismas y las baterías de tierra no lo permitían. Los bombardeos se limitaban a disparos remotos que caían en las viviendas y edificios de Cartagena de Indias. El 27 de abril, en uno de esos chistes puros de la ironía británica, Vernon resucitó el navío capturado a Blas de Lezo, el Galicia, y lo internó en la bahía externa para mostrar a Wentworth lo peligroso de que sus barcos se colocaran frente a Cartagena de Indias. Las baterías de tierra coordinadas por Lezo cañonearon al que fuera su buque insignia, que antes de ser abandonado por los ingleses fotografió la incompetencia de Vernon. El gran daño causado en las defensas por aquel navío desguazado demostró que si el vicealmirante hubiera introducido más barcos dentro de la bahía los fuertes hispánicos habrían caído por saturación.

Aquella vacua maniobra fue la última acometida inglesa antes de ordenar embarcar a los soldados. El día 28 de abril los bombardeos sobre la ciudad cesaron por completo. Un marinero vizcaíno que permanecía prisionero logró alcanzar las líneas españolas e informar al virrey de que las fueras invasoras estaban regresando a sus barcos, transformados en improvisados hospitales. La retirada ordenada evolucionó en desbandada. Palas, picos, fusiles, sables y pertrechos quedaron tirados en el suelo. Algunos de los que se entretuvieron dinamitando los restos de las fortalezas españolas cayeron prisioneros. Mientras se escabullía con oprobio, la arrogancia de Vernon todavía tuvo tiempo de lanzar un último farol. Aseguró en una carta enviada a las autoridades españolas ese día: «Hemos decidido retirarnos para volver pronto a esta plaza después de reforzarnos en Jamaica».

A lo que el vasco le contestó con sencillez, elegancia y, al mismo tiempo, contundencia: «Para venir a Cartagena es necesario que el Rey de Inglaterra construya otra escuadra, porque esta solo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres, lo cual les hubiera sido mejor que emprender una conquista que no pueden conseguir».

Cartagena de Indias fue la acción más importante de la Guerra del Asiento. Una cura de humildad en la que murieron 6.000 ingleses y 7.500 quedaron heridos, además de perderse cincuenta barcos, innumerables morteros, tiendas y materiales de todo tipo. Entre los supervivientes del combate estuvo Lawrence Washington, medio hermano de George Washington, que siguió fiel a Vernon a pesar del desastre. Cuando regresó a su casa de Virginia la llamó Mount Vernon en su honor, una residencia que con el tiempo devino en la casa del héroe de la independencia de las Trece Colonias. España, en tanto, extravió 800 soldados, seis barcos de guerra y registró 1.200 heridos, entre ellos el propio Lezo. Buena parte de la plaza quedó reducida a ruinas por los aproximadamente 28.000 cañonazos y 8.000 bombas que arreciaron sobre Cartagena de Indias durante dos meses.

Vernon no regresó a Inglaterra hasta finales de 1742, no sin antes intentar desembarcar en la bahía de Guantánamo (Cuba), en un vano esfuerzo por maquillar la campaña. Tras una fúnebre travesía hasta las Islas Británicas, Vernon descargó ante Londres toda la culpa de la derrota en el general Thomas Wentworth. La Royal Navy había hecho su parte —aseguraba con su habitual pompa—, y si Cartagena de Indias no había caído era por culpa de las fuerzas terrestres. Una excusa pueril que salvaguardó su carrera, de modo que en 1745 fue ascendido a almirante de la Flota del Mar del Norte. Hasta un posterior rifirrafe con el Almirantazgo su prestigio no empezó a decaer. Después de su muerte, acaecida en 1757, fue enterrado en la Abadía de Westminster y sus deudores continuaron defendiendo que la culpa era de las fuerzas terrestres. Su sobrino instaló un monumento en su tumba con un epitafio que decía « (…) y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria», reflejo de sus desavenencias con Wentworth. Erre que erre.

A la derrota en Cartagena de Indias le siguieron operaciones de menor calado en el Caribe. Caso aparte fue el del Pacífico, donde una escuadra británica al mando de George Anson campó a sus anchas por el otrora lago español. Todas las plazas y arsenales se hallaban indefensos, desabastecidos y desorganizados, con una preocupante cantidad de corruptos al mando de tropas desidiosas. Con más propaganda que gloria, Anson capturó el fuerte de Paita, tomó el galeón de Manila y, en 1744, regresó a Londres cruzando el Cabo de Buena Esperanza. Los trovadores británicos se encargaron de maquillar su pobre botín.

La paz para una guerra tan costosa para ambos bandos se firmó mediante el Tratado de Aquisgrán en 1748. El Imperio español salió como el vencedor, si se tiene en cuenta que casi todas las tierras conquistadas retornaron a quienes las gobernaban antes de la guerra. La Armada española había demostrado a Inglaterra que incluso en inferioridad numérica podía defender su enorme territorio americano y morder a la pujante marina británica. La de Cartagena de Indias sigue siendo una de las mayores derrotas, si no la más grande, en la historia de la Royal Navy.

¿CAÍN ERA NAVARRO O VASCO?

Los ingleses escondieron debajo de la alfombra el desastre, mientras los españoles deslucían la victoria. En cuanto se marchó el último barco de la bahía, Sebastián de Eslava requirió a Carlos Desnaux, defensor del San Luis, un informe en el que culpara a Blas de Lezo de la pérdida de esta fortaleza. En un segundo informe se silenció su actuación en la defensa de San Felipe y se infló el papel del virrey en estas acciones. Al rey Felipe V, por entonces sumido en la fase más cruel de un trastorno bipolar, le escribió además varias cartas privadas en las que tachaba de cobarde y de imprudente al representante de la Armada.

Harto de la actitud del virrey, Mediohombre trató de tomar la delantera. Lezo pidió que un oficial de marina de su confianza custodiara hasta España el diario que había escrito durante todo el asedio, pero el virrey impidió la salida del mensajero con el envío de veinticinco granaderos. No obstante, al final el teniente general logró que el diario viajara en el mismo barco en el que lo hacían los informes de Eslava, que le presentaban a él como único artífice de la victoria sobre los ingleses. Porque aunque se dice que las victorias tienen muchos padres, la mayoría son más bien padrastros o padres adoptivos.

En Madrid se dio por buena la versión de los hechos de Eslava, incluso con las cartas de ambos sobre la mesa. Contribuyó a ello, aparte de las conexiones del virrey, que este amenazó con retirarse a España si a Lezo no se le apartaba de sus cargos. La venganza contra Mediohombre por tantas molestias se materializó a través de una Real Orden del 21 de octubre que suspendía a Blas de Lezo de todo mando y le instaba a volver a España «para dar razón de su conducta», que no era otra sino contribuir decisivamente a humillar a la mayor flota que había cruzado el Atlántico.

Blas de Lezo y Olavarrieta se dio el gusto de no escuchar tal insulto. A las ocho horas del 7 de septiembre, murió, con cincuenta y dos años, a consecuencia de las heridas infectadas en la batalla o, probablemente, contagiado de las fiebres amarillas que habían asolado a las tropas de Vernon. La fuerza de Lezo para salvar la llave de América y garantizar así la hegemonía del Imperio español en este continente varias décadas más brotó tanto del corazón como del cerebro. Mediohombre era un oficial apreciado por las tropas y un líder al que seguir cuando todo amagaba con derrumbarse. Su valor y serenidad mantuvieron la fe en los peores instantes. No obstante, fue su inteligencia lo que salvó Cartagena de Indias, porque desde el principio acertó en el lugar donde atacarían los británicos y se adelantó varias veces a sus movimientos. Durante el combate, el gran estratega se adaptó una y otra vez a las circunstancias.

A excepción de Lezo, la mayoría de los protagonistas de la defensa de Cartagena de Indias fueron felizmente premiados. A Sebastián de Eslava se le ascendió a capitán general de los Reales Ejércitos y se le nombró a título póstumo marqués de la Real Defensa, al coronel de ingenieros Carlos Desnaux se le ascendió a brigadier y a los regimientos de Aragón y España se les felicitó por su comportamiento.

Solo el tiempo colocó a todos en su sitio. Veinte años después, los descendientes de Blas de Lezo pudieron restaurar su memoria y a su hijo le fue concedido el título de marqués de Ovieco y vizconde de Cañal como pago a su papel en Cartagena de Indias. A Eslava, por su parte, le acabó castigando su carácter bronco. Durante sus diez años de gobierno en Nueva Granada, mantuvo fuertes discusiones con funcionarios de la Corona e incluso destituyó a otro de los artífices de la victoria sobre los ingleses, Melchor de Navarrete. Y, aunque nunca llegó a perder del todo el favor del rey, su comportamiento despótico y la sublevación de la guarnición de Cartagena en 1745 postergaron sine die su nombramiento como virrey del Perú.

La mala relación con Lezo no debe, en cualquier caso, empañar los aciertos de Eslava, convertido en el villano del relato por quienes prefieren los hechos simples y masticados. Hipnotizada por el atractivo de un vasco cojo, manco y tuerto, la corriente que ha rescatado del olvido a Lezo en los últimos años —logrando que una estatua suya presida una de las zonas de la Plaza de Colón, en Madrid— ha atribuido a Mediohombre todo el mérito de una victoria que fue colectiva. Eslava hizo cálculos erróneos y su forma de ser no le permitió escuchar con claridad los consejos de sus subordinados; pero él era el responsable último de la defensa de la plaza. La cabeza encargada de poner equilibrio entre criterios opuestos y el hombre que se expuso igual que Lezo a los cañonazos enemigos. El día que el consejo de guerra fue bombardeado en el navío Galicia él también resultó herido. Ambos hicieron frente común en los momentos más comprometidos para Cartagena de Indias.

La versión de la batalla redactada por el virrey fue elevada a la categoría de parte oficial, hasta que salió a flote el diario del vasco con datos que desenmascaran a Eslava. El error sería hoy dejarse encandilar solo por la fuerza de la leyenda de Mediohombre y de su diario, escrito de su puño y letra, para reducir todo a una historia de villanos y héroes. No hay que olvidar que Lezo fue un gran narrador de sí mismo. Con inquina y envidia, Eslava acusó en una de sus cartas al marino de ser un farsante que tiene «achaques de escritor tan lleno de apariencias como solícito de coloridos para ostentar servicios». Una acusación cruel contra alguien que en el servicio al Imperio español se había dejado, literalmente, medio cuerpo. Pero también planea la sospecha aquí de que, sobre el papel, su forma franca de contar los hechos iba a solapar a largo plazo cualquier carta que Eslava enviara a la Corte. Al celoso virrey le preocupaba, en definitiva, que el mito de Lezo borrara de un plumazo al resto de actores protagonistas del guion. Y en eso no iba desencaminado.

Porque lo ya dicho: todos los superhéroes son grandes escritores o, como poco, resultan una atracción irresistible para los juntaletras.

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