Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


13. Antonio Barceló, el corsario

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ANTONIO BARCELÓ,

EL CORSARIO

Si el Rey de España tuviera

cuatro como Barceló,

Gibraltar fuera de España

que de los ingleses, no.

Así decía una copla que corría por las calles de España sobre la importancia de poner un Antonio Barceló, al menos uno, en tu flota. ¿Tan importante puede ser el ejercicio de un solo hombre en todo un ejército? La leyenda de este mallorquín de orígenes humildes resultó tan alargada como para pensar que sí, que su carrera militar cambió por sí sola la posición de España en el Mediterráneo en el siglo XVIII y erradicó un problema que castigaba el país desde la Edad Media. La piratería berberisca, que había tomado el relevo a los grandes señores turcos del mar, hubiera seguido activa al menos unas cuantas décadas más de no haber existido el «Capitá».

Durante siglos el Levante español permaneció en un constante estado de alerta. Una amplia franja del litoral, conocida como La Marina, permanecía desierta y sin desarrollar ante el temor a que desembarcaran corsarios musulmanes. Los de origen turco tenían fama de guerreros temidos en abordajes y desembarcos, mientras los berberiscos eran famosos por sus habilidades marineras. Cuando la batalla de Lepanto (1571) y las sucesivas treguas entre España y el Imperio otomano alejaron la amenaza de una invasión, aún quedó a su espalda, como la espuma al bajar la marea, el peligro de los corsarios berberiscos. Trípoli, Túnez y Argel seguían siendo vasallos del sultán de Estambul, pero con tanta autonomía como para que las treguas entre España y Turquía no afectaran a la actividad corsaria que auspiciaban y protegían. La diplomacia española se conformaba con que al menos los otomanos no enviaran tropas propias a estas empresas.

Las Islas Baleares, donde surgió Barceló, eran otro de los objetivos predilectos de los ataques piratas. En septiembre de 1533 el célebre Jaredín Barbarroja entró mediante engaños en el puerto de Mahón (Menorca) y dio rienda suelta a un horrible saqueo que borró a la población del mapa. Veintitrés años después el turno fue para Ciudadela, entonces capital de Menorca, que fue asolada de forma meticulosa por Pialí Pachá. Como gran parte de los isleños, la abadesa del convento de Santa Clara fue vejada, arcabuceada y colgada de un árbol en un saqueo que duró tres días. La destrucción fue tal que cuando llegó el gobernador interino tuvo que dormir en una cueva, porque no quedaba ninguna casa habitable. La caída de influencia del Imperio otomano no corrigió el problema. En pleno siglo XVIII seguía siendo habitual que cientos de cautivos cristianos fueran recluidos por corsarios en Argelia y vendidos a precios millonarios, así como que los puertos baleares fueran objeto de toda clase de ataques.

Sin embargo, la gran amenaza aquí a partir de la Guerra de Sucesión, que trajo a los Borbones al trono hispánico, estuvo en otro de los aspectos más crueles del Tratado de Utrecht: la concesión de la isla de Menorca a los británicos. Los ingleses nunca fueron buenos vecinos, eran como la última persona a la que acudir si te dejas las llaves por dentro de tu casa. Mahón se convirtió en la base principal de la Royal Navy en el Mediterráneo y un lugar de trasiego para los corsarios. El atraso tecnológico de las embarcaciones norteafricanas fue compensado en aquellos años con la descarada venta de materiales y armas de los británicos a los berberiscos, a fin de seguir debilitando al Imperio español. Asimismo, los corsarios franceses, ingleses y holandeses eran invitados habituales en el nido de serpientes en el que se había convertido el viejo Mare Nostrum.

A partir del siglo XVIII, la actividad berberisca fue combatida por España con las mismas armas. Los corsarios españoles existían desde la Edad Media y algunos de ellos, como Pedro Navarro, habían cobrado gran fama con sus acciones; si bien, desde el reinado de los Reyes Católicos se había frenado su expansión en el Mediterráneo como signo de modernidad, no así en el Atlántico y contra las Provincias Unidas. Lo desesperado de la situación en el Levante forzó a las autoridades españolas a extender también en el Mediterráneo patentes de corso (la licencia real que reglaba los objetivos y requisitos de esta actividad pirata). Según las estrictas normas de la Corona, la tripulación de estos barcos debía estar formada al menos en una cuarta parte por personas que hubieran servido en la Armada Real. Esta parte de la tripulación recibía el nombre de «matriculados» y su servicio corsario contaba como si fueran años en la Armada. Además, los tres quintos del valor de las capturas se reservaban para la tripulación y el resto para la oficialidad; lo cual no era suficiente estímulo para atraer a grandes figuras a un trabajo al borde de la ilegalidad. Una anomalía dentro de la Armada se alzó como el mayor especialista en este tipo de lucha.

Érase un tipo duro que no dudó en echarse al barro.

EL HÉROE INESPERADO

Antonio Barceló y Pont de la Terra nació en Palma de Mallorca la última noche del año 1716, el mismo en el que José Patiño, ministro de Felipe V, inició una serie de reformas de la marina española que dio lugar a los grandes almirantes ilustrados que de Jorge Juan y Alejandro Malaspina a Dionisio Alcalá Galiano elevarían este brazo de las Fuerzas Armadas a una condición elitista de científicos e ingenieros civiles. Por fecha de nacimiento, a Barceló le correspondía por derecho propio pertenecer a esa generación ilustrada de marinos, pero él incumplía todo lo que se esperaba de los ilustres reformadores. En un tiempo en el que se exigía la hidalguía para ser oficial de la Armada, el mallorquín ascendió por méritos propios, con escasa formación académica y pocos intereses intelectuales, hasta lo más alto de este cuerpo.

El padre de Barceló pertenecía a la clase media de la isla y desde finales de la Guerra de Sucesión ejercía como corsario en una galeota, que más tarde sustituyó por un jabeque nombrado Santo Cristo de Santa Margarita. En 1720 obtuvo el contrato para el servicio de correo entre Palma y Barcelona, como recompensa por sus servicios. El hijo siguió su estela como grumete en este barco, y a los dieciocho años ya contaba con el título de piloto de los mares de Europa. Dada la avanzada edad de su padre, pronto el joven Barceló comenzó a suplirle en sus tareas como capitán cada vez con más frecuencia. El tipo de embarcación que capitaneaba en esos años, tanto galeotas como jabeques, era una evolución de las tradicionales galeras del Mediterráneo —en declive desde Lepanto— a las que se les añadió más velamen y mejor artillería, entre tres y cinco cañones en proa. Los grandes navíos que dominaban el Atlántico seguían siendo inadecuados para la caza de corsarios, porque era como si alguien pretendiera cazar moscas a cañonazos.

Con veintiún años, el joven Barceló, oficial «graduado» (sin sueldo ni uniforme), obtuvo ya como patrón del jabeque una recompensa honorífica por un combate con dos galeotas argelinas. Venció a estas embarcaciones y las puso en fuga. Posiblemente lo había hecho innumerables veces en el pasado, pero nunca había logrado que alguien bien situado propusiera una recompensa. El Mediterráneo era sordo para muchas cosas, sobre todo en un tiempo en el que el comercio atlántico concentraba la mayoría de las atenciones. No obstante, su auténtica presentación en sociedad llegó con una misión de carácter civil, cuando ante un periodo de hambruna salvaje en las Islas Baleares partió cargado de comida desde Barcelona. «No hay una gota de agua en el buque, así que a ver si llegamos pronto a Ciudat», anunció con su franqueza habitual. La ausencia de agua, probablemente para hacer hueco a más alimentos, motivó a la tripulación de su jabeque para viajar en un tiempo récord hasta Palma de Mallorca.

La hazaña despertó toda clase de elogios en la isla hacia el «Capitá en Toni». El rey firmó por aclamación popular su ascenso a teniente de fragata, de nuevo en condición honorífica y sin sueldo. La fama entre sus vecinos la ganó con la decidida actuación en aquella crisis de subsistencia, pero iba a ser la lucha contra los piratas lo que le consagraría como un hombre fuera de lo común. En calidad de teniente de fragata, Barceló recibió el mando de una pequeña escuadra de corsarios españoles, que en coordinación con dos grandes navíos de altura, debía cazar a los piratas que revoloteaban en torno a las Islas Baleares. La ocasión la pintan calva. Desde Madrid se tenía una visión deformada del problema y de las necesidades sobre el terreno. Usar navíos de línea no era el mejor remedio frente a los escurridizos bajeles musulmanes. Una planificación deficiente, una burocracia agotadora y la mala elección de los navíos redujeron hasta el mínimo las posibilidades de éxito de la operación.

Y es en el mínimo donde se mueven mejor los hombres extraordinarios. En la mañana del 15 de julio de 1753, un bote de remos llegó a Palma con los supervivientes de un barco mercante atacado por dos bajeles corsarios. Uno de estos barcos, una galeota, armaba cuatro cañones y sesenta y dos tripulantes, ocho de ellos turcos, lo que le convertía en un hueso duro de roer. El jabeque de Barceló y otro al mando del patrón Benito Capó salieron para atrapar a los depredadores con escasos víveres, porque creían que bastarían unos días para dar con ellos. Los corsarios españoles cayeron rápido sobre la galeota y el barco mercante capturado a la altura de Dragonera. Capó se encargó de la galeota en una lucha que terminó con un breve abordaje, mientras que Barceló atacó el barco apresado haciéndole fuego con sus cañones y el lanzamiento de frascos de fuego.

Las recompensas obtenidas, entre ellas el cargo honorífico de teniente de navío (su carrera honorífica en la Armada amenazaba ya con arruinarle), permitieron a Barceló comprar otro jabeque más grande, con capacidad para una dotación de sesenta marineros y dieciocho granaderos. El 13 de junio de 1756 dos galeotas argelinas cometieron el error de atacar al reforzado jabeque correo de Barceló a la salida de Barcelona. Error, porque el teniente de navío repelió a una embarcación como quien bosteza, y abordó a otra con un balance de cincuenta y siete enemigos barridos de la cubierta. La captura de este barco propiedad del mismísimo dey de Argel catapultó a Antonio Barceló, de treinta y nueve años, al seno de la Armada española, a pesar de sus orígenes humildes y su falta de formación. Por Real Decreto fue ascendido a teniente de navío en propiedad, con sueldo y uso de uniforme. La desconfianza por haber ascendido por méritos alimentaría un coro de envidias en el seno de la Armada durante toda su carrera.

Ni siquiera fue impedimento para su ascenso la aparatosa sordera que ya era patente en aquel tiempo. En su reciente acercamiento a este personaje, Agustín R. Rodríguez González ve poco probable que esta discapacidad fuera producto de los estampidos de los cañones, que no eran todavía de gran calibre. Alguna enfermedad infecciosa o congénita resulta más plausible, bajo su criterio, a la vista de que con los años la sordera fue a peor.

A partir de su entrada en la Armada, Antonio Barceló inició una impresionante racha de victorias al frente del jabeque llamado El Atrevido, con el que entabló doce combates, todos victoriosos, hundió o apresó a catorce buques enemigos y les hizo 1.171 bajas, hasta 1769, según los datos recabados por Agustín R. Rodríguez González. Unas cifras que le hicieron cada vez más popular y dispararon su prestigio en la Corte. En una audiencia con Carlos III por aquellas fechas se produjo un peculiar diálogo entre el rey ilustrado por antonomasia y el oficial más grueso de la Armada:

—¿Qué hacen los moros, Barceló?

Hubo un silencio.

—¿Qué hacen los moros, Barceló? —repitió el monarca en un tono más alto cuando le recordaron la sordera del «Capitá».

—Señor —respondió— temer el nombre de Su Majestad.

—No, es el tuyo el que temen y el que basta para hacerlos huir.

UN CENTINELA SORDO PARA EL ESTRECHO

El rey lo elevó a capitán de navío y le colmó de recompensas a raíz de uno de sus apresamientos más arriesgados. Informado de que cuatro jabeques de la Regencia de Argel y tres corsarios particulares se dirigían al Estrecho, Barceló partió con una escuadra de siete barcos a bloquear el paso. El 11 de octubre de 1769 la manada de barcos españoles acorraló a dos corsarios. Uno se rindió sin oposición, encontrándose en su interior una carga robada y una tripulación apresada de daneses; mientras que el otro comenzó un intercambio de cañoneo hasta que embarrancó cerca de Gibraltar. Un balazo atravesó una mejilla y un hombro a Antonio Barceló, que sufrió terribles dolores por la herida.

El disparo le destrozó varios dientes y le obligó a delegar el mando, si bien insistió en aguantar en el puente de mando. Lo peor vino cuando se reanudó la persecución, sin tiempo de curarse y a riesgo de coger una infección. Durante varias semanas, apenas capaz de sostenerse en pie, dirigió a la flota española en presencia de los otros corsarios. Frente a Algeciras, un confuso combate concluyó con el otro jabeque, el más grande de los corsarios, desarbolado y capturado. Solo después de este choque accedió a desembarcar para curarse las heridas, especialmente la de la boca, que había empeorada otra vez.

Más valía que se recuperara cuando antes, aun cuando las cicatrices y la boca torcida le recordaran siempre aquel combate. Un solo hombre marcaba la diferencia en la España bañada por el Mediterráneo, porque la vigilancia de las costas de Barceló en el Estrecho se basaba en una red de información propia que se extendía por toda clase de puertos y rincones. Puede que Barceló estuviera sordo en las distancias cortas, pero no había un oído más preciso en todo el Mediterráneo. Frente a los piratas que lo esquivaban a toda costa, el mallorquín sabía pillarlos por sorpresa como ellos mismos hacían con pescadores y transportes indefensos. Una vez en el choque, los corsarios no eran rivales para los imponentes jabeques de la Armada, con veinte o treinta cañones, además de una dotación de doscientos hombres bien entrenados. El «Capitá» se cuidaba de que su flota estuviera calibrada al milímetro.

El propio Barceló, sin formación, diseñó algunos de estos jabeques, un tipo de embarcación de inspiración antigua que había sobrevivido al paso de los siglos. La inesperada faceta como constructor naval de Barceló se basaba en la experiencia más que en los conocimientos técnicos. El limitado calado de los jabeques les daba ventaja en cuanto a maniobrabilidad frente a los pesados buques modernos, que sin remos estaban vendidos en las aguas mediterráneas. En este sentido, los jabeques estaban mejor armados y eran menos frágiles que las galeras. El éxito de los corsarios españoles en la reciente Guerra del Asiento (o de «la Oreja de Jenkins») disparó el valor de estos barcos y comenzó a desplazar a las galeras en otras armadas europeas con presencia en el Mediterráneo.

El principal defecto de este bajel radicaba en que su ligera estructura dificultaba embarcar piezas de gran calibre, lo que, por otra parte, suponían la principal ventaja de los europeos sobre los corsarios. Los berberiscos ponían todas sus esperanzas en la fase de abordaje. No en vano, Barceló y los suyos ponían énfasis en el combate a media distancia, de tal manera que se extendió el uso de frascos de fuego (un recipiente de vidrio relleno de pólvora), granadas de mano y lonas alquitranadas. Con la cubierta enemiga en llamas, el mallorquín se lanzaba al asalto con hachas, chuzos y sables. Terminó por ser famosa su frase antes del abordaje: «Tenemos que ahorrar pólvora del rey», en referencia a la escasez artillera de este tipo de embarcaciones.

La actividad de guardacostas de Barceló cambió el color del Mediterráneo. España se planteó así arrancar las raíces de la piratería. En 1766, Marruecos y España firmaron una paz que retiró del corso a no menos de veinte embarcaciones medianas y treinta más pequeñas. Se trataba de un reconocimiento formal del sultán Mohamed ben Abdalá, independiente del Imperio otomano, de su inferioridad naval respecto a España, aunque ello no conllevaba la renuncia a Ceuta, Melilla y el resto de fortificaciones hispánicas en el Norte de África. De hecho, el sultán inició este periodo de paz encabezando pocos años después, en 1774, un ataque contra Melilla. La defensa de los setecientos españoles de la ciudad fortificada fue agónica y el sultán procuró que coincidiera con los peores meses para la navegación, con lo que llevar provisiones y refuerzos resultó una odisea. Barceló se encargó de trasladar suministros a los enclaves españoles del peñón de Vélez de la Gomera y el islote de Alhucemas, también bajo asedio. Sin apenas fondeaderos válidos, solo la pericia de los jabeques al mando del mallorquín mantuvo en manos españolas estas plazas.

El fracaso de Marruecos en Melilla y en los otros enclaves animó a Carlos III a sacudir otro de los nidos piratas por antonomasia, si no el mayor: Argel. El monarca preparó una expedición de 20.822 hombres del ejército para tomar la ciudad y arrasar y cegar su puerto, con el fin de que no pudieran reconstruirlo en mucho tiempo. Todo el cuidado que se tuvo en la selección de tropas y de oficiales, con Antonio Ricardos, Francisco de Miranda, Bernardo de Gálvez o el naturalista Félix de Azara, entre otros ilustres de aquel siglo, fue el que no se tuvo a la hora de elegir a un comandante con talento. Más por intrigas que por méritos, se le otorgó el mando a Alejandro O’Reilly, un irlandés mercenario al servicio de España. La poderosa escuadra reunida se le asignó a don Pedro González de Castejón, mientras que a Antonio Barceló se le entregó el mando de los jabeques, que formaban división aparte.

La noticia del ataque sorpresa sobre Argel corrió con ruido por el Mediterráneo. El retraso en los preparativos fue el primer cromo de un álbum de errores por parte O’Reilly. Probablemente el más grave fue el lugar escogido para desembarcar: una playa baja y arenosa, dominada por una serie de terrenos elevados cubiertos de vegetación, perfecta para que los argelinos lucharan «a la morisca», esto es, ataque y resguardo rápido. Conociendo bien al enemigo, Barceló propuso, en cambio, bombardear la zona elevada y prender fuego a la vegetación, acaso usando granadas o frascos incendiarios. Su idea fue desechada porque retrasaría la operación, tras lo cual se procedió a desembarcar con parsimonia la primera oleada, unos 6.000 hombres, el 8 de julio de 1775. Esta línea tomó tierra sin problema, mientras desde las alturas comenzó el bombardeo previsto por Barceló. En vez de mandarlos rápido hacia delante, O’Reilly ordenó esperar a los 6.000 hombres siguientes, al considerar que era una fuerza escasa. Una decisión calamitosa, porque la siguiente línea desembarcó de forma desordenada y empujó a la vanguardia. El enorme bloque de carne era un blanco perfecto para los bombardeos, a los que pronto se sumó el acoso de 12.000 jinetes enemigos desde ambos flancos.

Sin esperar instrucciones, Antonio Barceló acercó sus diez jabeques todo lo posible a la orilla para cubrir con su artillería el ala derecha del desembarco. El jefe de escuadra don Juan Acton, al mando de las galeotas españolas, imitó la maniobra del mallorquín en la izquierda. El fuego de ambas escuadras evitó que la masa de españoles fuera envuelta. El pánico y la pasividad cundían en tierra, a excepción de los guardias españoles y valones, la élite del ejército, que tomaron una colina y desde allí pudieron contemplar que el camino hacia Argel estaba minado de emboscadas y trincheras. A O’Reilly, por su parte, solo se le ocurrió atrincherarse en la playa, formando un rectángulo. Sin artillería ni víveres ni agua, la situación devino en angustiosa en cuestión de horas. Esa misma noche se decidió el reembarque de las tropas.

Las bajas fueron desoladoras, con la pérdida de casi 5.000 hombres en aquella playa. Contribuyó a avivar las llamas del desastre la ocurrencia de O’Reilly de repartir vino entre las tropas para «reanimarlas», lo que atontó todavía más a los soldados en el embarque. De nuevo, la intervención de Barceló al cubrir desde el mar uno de los flancos minimizó los daños, así como el fallo de los argelinos al interpretar el trajín nocturno de lanchas como un nuevo desembarco en vez de una huida. Por la mañana, al ver la playa desierta, salvo por los cadáveres, fueron conscientes de que la presa se les había escapado, herida y desmoralizada, pero viva.

La Corona respondió al fracaso con una de cal y una de arena. Carlos III privó a Alejandro O’Reilly de sus cargos y prebendas, mientras recompensaba a Castejón, jefe del mando naval, con el puesto de ministro de Marina, pese a su indiferencia durante el desastre. Al «Capitá», ni fu ni fa. Ni se le recompensó ni se le castigó, como queriendo advertir a los intrépidos que las iniciativas individuales no eran bienvenidas en la Armada. No obstante, Antonio Barceló era demasiado valioso como para apartarle, siquiera un poco, en vísperas de la madre de todas las rivalidades: otro asalto con Gran Bretaña.

«GIBRALTAR FUERA DE ESPAÑA, QUE DE LOS INGLESES, NO»

Carlos III meditó durante un largo tiempo sobre si España debía intervenir, como Francia, a favor de la rebelión de las Trece Colonias (el germen del futuro Estados Unidos) contra Inglaterra. El monarca sabía que con las manos de Gran Bretaña entretenidas en América, España podría centrarse en recuperar Menorca y Gibraltar al otro lado del océano. Eso sin olvidar las aspiraciones sobre Manila y La Habana, que recientemente habían pasado a manos británicas y España esperaba canjear por alguna pieza capturada en la escalera del caos. El riesgo estaba en que el Imperio español jugaba con sustancias peligrosas en América, porque apoyar a una colonia rebelde se podría volver en su contra en el futuro, como terminó ocurriendo tras la Guerra de Independencia española. Gran Bretaña ayudó a decantarse a Carlos III con su costumbre de anticipar sus acciones militares a las declaraciones formales de guerra.

Los ataques corsarios desde Menorca y Gibraltar llevaban años sobrepasando lo tolerable, hasta el punto de que cuando se declaró la guerra el 22 de junio de 1779 el bloqueo sobre la plaza sureña se activó como un resorte. A sus sesenta y tres años de edad, Antonio Barceló orquestó con una flotilla de barcos adaptados al Mediterráneo el bloqueo naval sobre Gibraltar, defendido por unos 5.000 hombres, mientras se amagaba con un asedio por tierra de 13.000 hombres al mando de Martín Álvarez de Sotomayor. A pesar de la desproporción numérica, el gobierno español asumía la dificultad de tomar Gibraltar a corto plazo, de modo que se conformaba con que el cerco sirviera para presionar a Inglaterra en otros frentes. De ahí la importancia de que al menos el bloqueo naval tuviera éxito.

Las nieblas, los vientos y las traicioneras corrientes del Estrecho hacían fácil que algún barco inglés esquivara el marcaje al amparo de la noche, ya fuera desde Inglaterra, Marruecos o Menorca, y llevara alimentos a Gibraltar. Pero, como en la lucha de los corsarios, las cifras de apresamiento del mallorquín hablan por sí mismas de su prodigio: cuarenta buques capturados, entre grandes y pequeños. El bloqueo llevó al límite a los defensores en varias ocasiones y el escorbuto se extendió por la falta de alimentos frescos. A base de audacia e ingenio se mantuvo el tormento sobre la inexpugnable plaza, e incluso varias potencias neutrales protestaron por los estrictos controles a los que Barceló sometió a todo objeto flotante que se acercó a Gibraltar.

El corsario, capitán y diseñador de barcos mallorquín ideó un tipo de embarcación inmune a los disparos desde Gibraltar. Las lanchas cañoneras consistía en unos grandes botes a remos con un palo para su reducido aparejo, armado en su proa con un pesado cañón de veinticuatro libras, de tal manera que se trataba de pequeños barcos con un impresionante armamento. Los españoles no tardaron en montar en los barcos también morteros y obuses con granadas explosivas. Barceló pagó de su propio bolsillo la construcción de las dos primeras cañoneras. El invento causó carcajadas entre los ingleses en los primeros envites, no así cuando noche tras noche las cañoneras bombardeaban cada rincón de la plaza, sin dejar un momento de reposo a los vecinos. En la cabeza del antiguo corsario chisporroteaban constantemente distintas ideas para hacer imposible la vida dentro de Gibraltar.

Los artilleros británicos trataron de hundir estas pequeñas lanchas disparando al resplandor que provocaba la explosión de sus cañones. Frustrados por su pequeño tamaño, asumieron con el tiempo que se trataba de un gasto inútil. La efectividad de su ingenio animó al mallorquín a pedir a Carlos III que iniciara su fabricación en masa. Su petición se ahogó en un océano de burocracia: más de dos años después no se disponía ni de cuarenta y ocho unidades, a pesar de la simplicidad de su diseño.

Barceló hizo su parte. Lo que en verdad impidió mantener un bloqueo férreo fue la llegada de fuerzas navales de altura desde Inglaterra hasta en dos ocasiones. La falta de coordinación entre las armadas de Francia y España, esta vez aliados a favor de las Trece Colonias, facilitó que hasta en dos ocasiones arribaran a Gibraltar flotas de navíos atlánticos ante las cuales Barceló y su flotilla de jabeques únicamente pudieron hacerse a un lado. Nada que un rey juicioso hubiera podido achacar como un error a Barceló. «Dios, que buen vasallo si oviesse buen señor». Sin formación académica, ni aliados políticos, ni títulos nobiliarios, ni buen señor, el humilde «Capitá» fue escogido como «chivo expiatorio» para justificar el fracaso en el bloqueo.

Sus modales toscos y su tendencia a hablar a gritos, entre otras razones por su sordera, despertaron los primeros celos, luego envenenados. Mientras fue un corsario se le vio como un personaje extravagante e inofensivo, pero fue acumulando voces críticas conforme retrataba a sus compañeros de oficio como unos inútiles o, en el mejor de los casos, unos mediocres.

Durante el bloqueo de Gibraltar estas conjuras detonaron con su caída en desgracia en la Corte. En marzo de 1781, el bloqueo se puso bajo el mando del teniente general de la Armada Antonio Rodríguez Valcárcel, un marqués octogenario en el ocaso de su carrera, y se le abrió un expediente a Barceló acusándole de ineficaz. Sus enemigos exhibieron su sordera y su mala salud para justificar que se le sustituyera por ¡un octogenario! Eso, mientras se ascendía y premiaba a algunos de los responsables de que los dos grandes convoyes hubieran alcanzado el Estrecho sin oposición. La sangre pesaba más que las hazañas.

El marino mallorquín se sintió tan humillado que escribió un largo memorial al conde de Floridablanca, el hombre fuerte del rey, quejándose de que se le habían escatimado los medios, entre ellos los cañoneros en construcción, y reclamando un nuevo puesto «hasta que en él también me persiga la envidia de los que sienten verme en la gracia de Su Majestad». El silencio de Madrid enervó aún más a Barceló, quien solicitó que se le sometiera a un consejo de guerra para que se juzgaran sus acciones y, estimaba, quedara limpio de toda tacha. Por supuesto, nunca se celebró este consejo de guerra y se evitó el riesgo de que los datos objetivos hablaran por Barceló.

La llegada del segundo convoy inglés, que precipitó el relevo de Barceló cuando estaba a punto de caer Gibraltar, motivó el inicio del asedio efectivo a partir del 12 de abril de 1781. Las obras de asedio avanzaron a un ritmo lento pero estable hasta que a finales de noviembre una salida sorpresa de los británicos dejó en llamas las barracas y cureñas que cercaban la plaza. Desde Madrid se le otorgó entonces la dirección del sitio al duque de Crillon, cuyo prestigio se había disparado con la conquista de Menorca ese mismo año. Siguiendo con la cadena de ofensas contra Barceló, Crillon excluyó al mallorquín de sus planes. Lo que casi fue mejor, a la vista de que la idea impulsada por el duque consistió en un asalto naval con la ayuda de baterías flotantes.

El diseño de estas baterías flotantes, con las que se pretendía derrumbar los muros de la ciudad, era muy ingenioso. Se pensó en una red de tubos en las entrañas de los barcos para humedecer los navíos «como la sangre por las arterias» con el fin de repeler las balas rojas (calentadas al rojo para prender fuego al contacto de la madera). Sin embargo, incluso el conquistador de Menorca desconfiaba de que aquellas baterías pudieran aguantar en solitario los golpes de la artillería británica. El asalto debía ser secundado desde tierra en lo que ya era, con las negociaciones de paz en curso, el último coletazo de la guerra. Toda Europa giró la mirada al Estrecho y algunos voluntarios acudieron a contemplar en primera persona la caída del Peñón, entre ellos el conde de Artois, futuro Carlos X de Francia, y el príncipe de Nassau.

El continente acudió a tiempo de ver el ridículo del 13 de septiembre de 1782, el día elegido para arrojar las baterías supuestamente blindadas hacia las defensas de Gibraltar. Tras horas de duelo artillero, las baterías flotantes se desmontaron como un jersey de lana cuando se tira de un hilo suelto. Las diez baterías flotantes, todas las disponibles, se hundieron y se llevaron al fondo del mar a 398 almas. También se fueron con los tritones las últimas opciones de recuperar el Peñón. El fracaso del bloqueo naval en los siguientes meses, con la entrada parcial de un nuevo convoy, puso fin a la acometida y devolvió valor a lo que Barceló había realizado durante un año. A principios de noviembre, el mallorquín fue restablecido en el mando de las fuerzas de bloqueo. Resultaba que, después de todo, el sordo, analfabeto y viejo corsario había hecho un buen trabajo.

Gibraltar siguió en manos británicas a pesar de todos los esfuerzos, y porque a Francia, en verdad, le interesaba dejar el asunto fuera de los tratados de paz, a modo de espina clavada que pudiera reiniciar las rivalidades entre ambos países cuando le conviniera a los galos. En cualquier caso, la guerra que dio lugar a la independencia de las Trece Colonias concluyó en el resto de frentes con un éxito sin igual para Carlos III. La impresionante campaña de don Bernardo de Gálvez en Florida situó al Imperio español en una posición ventajosa que ni siquiera la ineptitud diplomática de los emisarios españoles pudo malograr. Por lo firmado en septiembre de 1783, España recuperaba Menorca, conquistada en un rápido golpe de mano, la costa de América Central y Florida.

EL FIN DE UNA ERA EN EL MEDITERRÁNEO

La guerra de España y Gran Bretaña se guardó en un cajón, mientras se desempolvaba de otro la vieja partida contra la piratería berberisca. Con la Armada en un momento de moral alta —incluso obviando el episodio de las baterías flotantes en Gibraltar— y con Antonio Barceló rehabilitado, desde Madrid se estimó que era el instante idóneo para una nueva operación contra Argel, la más díscola regencia turca. Así, cuando la hostilidad hispano-turca anocheció, con el establecimiento de relaciones diplomáticas y la firma de un tratado comercial a partir de 1782; la regencia de Argel, que aún dependía nominalmente del sultán otomano, se colocó de perfil en lo que al corso se refiere. El tráfico de cautivos y el abordaje de mercantes europeos seguía siendo el eje económico de Túnez, Trípoli y Argel, que desoyeron las instrucciones turcas de iniciar un periodo de paz con España. La Armada española buscó así convencer a Argel con métodos más persuasivos de que acatara las recomendaciones de su soberano. Lejos del desastroso desembarco de 1775, ahora el objetivo de la flota española se centró en bombardear Argel hasta que se aviniera a la paz o pereciera en un amasijo de ruinas.

La flota de castigo estaría encabezada por el navío de Barceló, El Terrible, junto a otros tres buques de altura. El resto de la escuadra lo conformaban cuatro fragatas, tres bergantines, doce jabeques y toda una suerte de pequeñas embarcaciones, entre ellas veintidós lanchas bombarderas y diecinueve cañoneras marca de la casa. A estos efectivos se sumaron dos fragatas de la Orden de Malta, dedicada a una cruzada naval contra los musulmanes desde antes de que Carlos V les cediera Malta con este fin. Una fuerza modesta comparada con la del infausto 1775, pero que el mallorquín había seleccionado con celo, a sabiendas de las particularidades que presentaba el Mediterráneo y, en concreto, el puerto de Argel, cuya ciudad se tendía desordenadamente por toda una colina.

El mal tiempo complicó la navegación hasta Argel. Pero, al fin, Barceló alineó el 1 de agosto de 1783 las dieciocho lanchas bombarderas en una formación recta frente a la costa, y situó en los flancos trece cañoneras y diez lanchas de abordaje. Los jabeques y otras embarcaciones más ágiles permanecían a expensas de asistir a estas lanchas y remolcarlas si fuera necesario. Todo ello mientras los navíos de más altura se colocaban en una segunda línea, a resguardo de las temidas «balas rojas» que tantos quebraderos habían causado en Gibraltar. Al mediodía, tronó Argel con un primer bombardeo hasta la caída del sol. Humedecida la pólvora por el viaje, el fallo de algunas piezas trasladó la impresión de que la ráfaga había causado pocos daños. Desde los barcos españoles resultaba imposible escuchar los gritos de horror en la ciudad. Tampoco confiaron en su puntería los defensores, que necesitaron 1.075 balas para causar dos muertos y dos heridos.

Al siguiente día se repitió la operación, a lo que los argelinos contraatacaron con una flotilla de embarcaciones a remo. Las lanchas situadas en los flancos hicieron trizas los bajeles mediterráneos. El paso de los días, los incendios y el bombardeo constante, solo interrumpido por el mal tiempo, desmoralizaron a los defensores. Estaban a merced de Antonio Barceló, quien, embarcado en una falúa, insistió en colocarse en primera línea de fuego para calcular mejor los efectos del bombardeo. Según las cifras manejadas por Agustín R. Rodríguez González, los argelinos lanzaron desde la ciudad fortificada ¡11.284 balas y 399 bombas! para provocar veintitrés muertos y trece heridos. Los españoles, por su parte, arrojaron 3.833 balas y 3.752 bombas, con un resultado que es difícil de estimar dada la opacidad de las autoridades musulmanas. Al parecer de un observador extranjero, se destruyeron unas doscientas casas, incluida la mezquita mayor y el Palacio del dey de Argel, que se salvó por escasos segundos de morir en un bombazo.

En los últimos días de bombardeo, las tropas otomanas suplicaron permiso para izar la bandera del parlamento al dey, lo cual solo frenaron las inclemencias y la retirada al fin de los españoles. El 9 de septiembre, Barceló ordenó levar anclas a la vista del mal tiempo, el cansancio de las dotaciones y que poco más se podía destruir. De vuelta a España, la recompensa fue bastante pobre para el mallorquín, al que se le concedió el sueldo de teniente general empleado. Lo inesperado hubiera sido lo contrario: el antiguo corsario vio a lo largo de su carrera cómo a otros oficiales les colmaban de premios por ser «hijos de algo». Para acallar el runrún compartido por la opinión pública, el rey le entregó poco después la distinción de Caballero de la Real Orden de Carlos III.

El bajo coste de la expedición de castigo convertía una segunda visita en algo demasiado tentador. A principios de 1784, el incansable Barceló le daba vueltas a qué podía mejorar en su escuadra para otro asalto. Lo primero fue aumentar el número de cañoneras. Todo ello mientras mantenía su fino oído mediterráneo puesto en cómo pretendía responder esta vez Argel. Al célebre Federico Gravina, subordinado de Barceló en innumerables contiendas, le destinó a la zona para que recabara información y entrara en contacto con algún testigo cristiano sobre el terreno. Extraña forma de actuar para alguien considerado analfabeto y descuidado por los petulantes y sectarios ilustrados que poblaban la Armada. Pronto supo por sus fuentes que los argelinos estaban construyendo un nuevo reducto para aumentar sus plataformas de cañones y, a imitación de Barceló, fabricando sesenta cañoneras. Una vez los asesores ingleses y franceses ayudaron a los defensores a salvar su atraso tecnológico.

El conde de Floridablanca dio el visto bueno a la nueva operación y Barceló calculó que a principios de verano podría estar listo el bombardeo. A favor de la causa española jugó esta vez que el Reino de Nápoles y Sicilia, Portugal y los caballeros de Malta se unieron a la expedición deseosos también de terminar con la piratería berberisca. Los 130 buques, sin contar los barcos extranjeros, navegaron entre vientos y mares adversos hasta llegar a Argel el 9 de julio, menos de un año después del anterior ataque.

La principal novedad frente al año anterior fue que las cincuenta y cinco lanchas cañoneras construidas por Argel se desplegaron en una larga línea frente a la costa, muy cerca de tierra. Los españoles hicieron lo propio con sus lanchas cuando las mareas permitieron el primer bombardeo el 12 de julio. Así las cosas, el ataque pareció ser menos efectivo que en la otra ocasión, debido al incómodo duelo artillero con las lanchas enemigas, el peor tiempo y la dificultad de coordinar escuadras de países distintos. Durante una de las acometidas, la falúa de Barceló y uno de los marineros que la pilotaban fueron alcanzados por los disparos de una de las lanchas cuando inspeccionaba las operaciones. El «Capitá» pudo ser rescatado antes de que se hundiera la embarcación o fuera capturado por el enemigo. El resto de ataques transcurrieron sin sobresaltos bajo el telón de fondo de la persecución, gato contra ratón, de las lanchas de ambas escuadras. El mallorquín trató por todos los medios de envolver la colmena enemiga, si bien chafó su propósito la escasa diligencia de algunos oficiales de la coalición. Tres cabezas piensan mejor que una, pero no tan rápido.

Se desistió de los bombardeos a finales de julio, con la sensación de que el daño había sido menor que el otro año. No obstante, los españoles dispararon el doble de proyectiles que el pasado verano y, aunque registraron 141 bajas, entre muertos y heridos, las mejoras introducidas a los proyectiles por el mallorquín en su taller particular aumentaron la precisión. En Argel cundió el miedo a que aquellas visitas inoportunas se hicieran anuales. Tras haber dejado la escuadra en Cartagena, el oficial mallorquín acudió a la Corte para exponer al rey los planes de un tercer bombardeo de Argel de cara al verano de 1785. Como la canción del verano pero en forma de bombardeo y solo un poco más dañino… De regreso a Mallorca esperó en vano que el monarca autorizara el ataque, lo que nunca ocurrió porque al fin el nido de piratas accedió a negociar la paz con España. Los propios corsarios presionaron al dey para que firmara el acuerdo. Las visitas anuales habían viciado sus guaridas y arruinado el negocio. En un efecto domino, Túnez también pidió un respiro, mientras que Trípoli lo hizo antes de que comenzaran los bombardeos.

Los últimos años en activo de Barceló estuvieron de nuevo manchados por desplantes de la Corona hacia tan «buen vasallo», entre ellos, el escatimarle el ascenso: el grado de capitán general. Barceló se retiró de la vida militar en 1792, el mismo año en el que la caída de las murallas de Orán a causa de un terremoto forzó a Carlos IV a entregar la ciudad española, junto con Mazalquivir, al regente de Argel. El declive de la actividad berberisca amenazaba con dejar al «Capitá» como una antigualla de otro tiempo, de modo que su retirada fue vista como otra estrofa más de la canción de los tiempos. A los ochenta años, Antonio Barceló falleció el 30 de enero de 1797, legando un Mediterráneo infinitamente más seguro que antes de su nacimiento. La labor del corsario y la irrupción de los efectivos jabeques marcaron el punto de inflexión en la guerra contra los corsarios. Tras la caída de Argel se pudo repoblar una amplia franja de litoral español y se produjo un despegue económico en este territorio.

Ni la sordera ni las envidias ni los achaques a raíz de sus heridas de guerra frenaron la extraordinaria carrera de Barceló. Los mismos obstáculos que habían terminado por desmoralizar a otros héroes, en apariencia más rocosos, a él le hicieron más fuerte. Sin formación de ningún tipo ascendió a los primeros puestos de la Armada a base de victorias, ingenio y trabajo duro allí donde ningún otro oficial quería echarse al barro. Sus dotes de mando, su intuición y su increíble valor, que dio pie al dicho popular «ser más valiente que Barceló en la mar», fueron sus únicas y honestas bazas. Más allá del cariño popular, hay poca mitificación en la biografía de un hombre fuera de lo común, que destacó, precisamente, por su pragmatismo y por contestar con cifras a quienes cuestionaban su valía.

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