Superhéroes del imperio
1. Diego García de Paredes, el gigante
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DIEGO GARCÍA DE PAREDES,
EL GIGANTE
El 20 de septiembre de 1502, once de los mejores guerreros del ejército francés se enfrentaron a once soldados del Gran Capitán durante un desafío al sol en Trani (Italia). Los comandantes de ambos ejércitos decidieron de esta manera canalizar las rivalidades personales entre ambos ejércitos, hartos de que en los momentos de tregua las tropas siguieran desangrándose en duelos personales. Según el relato que trazan las crónicas, la lucha empezó sobre la una de la tarde y se alargó hasta el anochecer. Uno de los franceses quedó muerto, otro más se rindió; y casi todos los demás fueron heridos o desmontados. Los franceses supervivientes se atrincheraron entre los caballos muertos y formaron una especie de fortaleza de carne que, tal vez por el olor a muerte, espantó a los corceles españoles. Desde esta peculiar fortaleza, los franceses se defendieron de los sucesivos ataques e incluso parecieron cobrar ventaja, en una lucha donde las autoridades venecianas, supuestamente neutrales, ejercieron de árbitros.
Tras cinco horas de lucha, los franceses solicitaron detener la disputa, dando a los españoles por «buenos caballeros». Los españoles se conformaron —porque la noche estaba cayendo— a excepción de uno de ellos, un extremeño de gran envergadura llamado Diego García de Paredes. En una demostración de fuerza sobrehumana, arrancó una de las enormes piedras con las que los venecianos habían delimitado el campo y mostró su desacuerdo. Como si fueran de atrezo, empezó a arrojarlas a gran distancia contra los caballeros franceses, ante el asombro de la multitud y de los propios jueces. De aquí nos debe únicamente «sacar la muerte de los unos o de los otros», anunció.
Frente a tal cabritada, los franceses «salieron del campo y los españoles se quedaron en él con la mayor parte de la victoria». Los jueces del tribunal, no obstante, dictaminaron tablas, sentenciando que la victoria era incierta, de tal manera que a los españoles «les fue dado el nombre de valerosos y esforzados, y a los franceses por hombres de gran constancia». Al igual que a García de Paredes, al Gran Capitán el empate no le gustó un pelo: «Por mejores los había yo enviado».
ÉRASE UN GIGANTE ENTRE LA LEYENDA Y LA REALIDAD
La vida y obra de Diego García de Paredes está impregnada por todas partes de un halo de mitificación y literatura que le presenta como un héroe mitológico. Un Sansón —el juez hebreo de enorme fuerza del Antiguo Testamento— o un Heracles —el hijo heroico del dios griego Zeus— con acento extremeño. Lo cual hace todavía más difícil delimitar qué partes de la biografía de este oficial de los ejércitos hispánicos en Italia son ciertas y cuáles exageración. En la misma senda del desafío contra los franceses, las crónicas del periodo relatan que en cierta ocasión se dirigió en solitario a la entrada del puente del río Garellano, custodiado por 2.000 hombres de armas franceses. Diego García de Paredes, blandiendo con rapidez y furia el descomunal acero, acometió una espantosa matanza entre los franceses, que por la estrechez del paso fueron incapaces de hacer buena su superioridad numérica. Detalla Hernán Pérez del Pulgar en Crónica llamada las dos conquistas del reino de Nápoles:
Con la espada de dos manos que tenía se metió entre ellos, y peleando como un bravo león, empezó de hacer tales pruebas de su persona, que nunca las hicieron mayores en su tiempo Héctor y Julio César, Alejandro Magno ni otros antiguos valerosos capitanes, pareciendo verdaderamente otro Horacio en su denuedo y animosidad.
Para una nación emergente como España en el siglo XVI, urgían los héroes propios, ante lo lejanos que sonaban los personajes clásicos y medievales. El Gran Capitán como dominador de Europa y Hernán Cortés como señor del Nuevo Mundo fueron los principales protagonistas de la literatura heroica surgida a partir del reinado de Felipe II. La creación del mito castellano de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, se debió en gran medida al historiador del siglo XVI Gonzalo Fernández de Oviedo, brevemente secretario del general, al que presenta como un paladín de todas las virtudes, piedad, cortesía y generosidad. Y como en todos los escenarios mitológicos y poemas de caballería, en torno a este héroe absoluto aparecen otros personajes de igual calidad, entre ellos Diego García de Paredes, la fuerza, y Pedro Navarro, el ingenio. Miguel de Cervantes cita al gigante en su más célebre obra como un «valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia». Lo complicado así es separar la paja del trigo: lo cierto de lo mítico.
Y sin embargo, se mueve. Más allá de lo que quisieran hacer sus compatriotas con su memoria, García de Paredes existió y en vida alcanzó un estatus de leyenda que obedecía, únicamente, a sus habilidades militares y a una fuerza física asombrosa. Nació el gigante el 30 de marzo de 1468, en la ciudad de Trujillo, cuna de Francisco Pizarro, de Francisco de Orellana y de otros conquistadores. El propio Diego pudo haber acabado en América, como haría su más celebre descendiente, pero tomó el otro camino posible para un castellano hambriento en aquellos años, aventurarse en una Italia que estaba en ebullición.
Durante más de 250 años, la ristra de principados y repúblicas que formaban la Península Itálica se hicieron la guerra valiéndose no de ejércitos profesionales, sino de soldados de fortuna que se vendían al mejor postor a través de un sistema escrupulosamente reglamentado, que incluía un contrato (una condotta, de ahí el nombre de condotieros) con el reino, república o principado. El amanecer de una nueva era en Europa llevó a las potencias extranjeras pujantes a romper esta rueda de guerras a pequeña escala, para sustituirla por una forma cruda y pragmática de combate que les permitió repartirse Italia a su antojo. La «guerra a la italiana» quedaría en la memoria colectiva como una forma de lucha elegante y cortés, frente a la encarnizada «guerra a la francesa» o «a la española».
Los genuinos mercenarios renacentistas fueron remplazados por una nueva remesa de soldados a sueldo todavía más brutales y vinculados a la pólvora. García de Paredes y otros condotieros de su generación, como Giovanni de Médici, cuya historia es narrada en una película italiana de culto llamada El oficio de las armas (2001), representaron esa transición entre dos formas de hacer la guerra y la tribulación que provocaba la pólvora. Durante aquel tiempo, los caballeros como Médici tomaron la práctica vengativa de sacar los ojos y cortar las manos a los arcabuceros que caían prisioneros.
Una cita del autor clásico Tibulo (siglo I a. C.), con la que empieza la citada película, sintetiza la melancolía que, a principios del siglo XVI, se extendió entre los condotieros, que veían cómo un cobarde con un arcabuz a cincuenta metros podía acabar incluso con el más valeroso guerrero:
¿Quién fue el primero que inventó las espantosas armas? Desde aquel momento hubo estragos y guerras y se abrió un camino más corto a la cruel muerte. ¡Aun así, el miserable no tiene la culpa! Somos nosotros los que usamos mal aquello que él nos dio para defendernos de las feroces fieras.
El padre del gigante, don Sancho Delgadillo de Paredes, fue en tiempos de Juan II de Castilla embajador extraordinario en Inglaterra y después sirvió tanto a Enrique «El Impotente» como a la causa de los Reyes Católicos. Sus funciones políticas no eran incompatibles con la destreza y el valor que también se le apreciaban a Sancho. El pequeño García de Paredes se crio al murmullo de las armas y del entrenamiento militar, hasta que la muerte de su padre le llevó a residir un tiempo en una casa de campo cerca de Belén, en Cáceres. De aquel periodo responde la referencia de Miguel de Cervantes de que podía parar «ruedas del molino en la mitad de su furia», porque entre las responsabilidades del joven se encontraba la de supervisar un molino que tenía su familia en Alcollarín, también en Cáceres, para lo cual en una ocasión frenó con sus músculos las aspas. No obstante, su biografía temprana está repleta de esta clase de bravuconadas y referencias a una fuerza extrema. Se dice que cierta vez sacó a la calle la pila de la iglesia de Santa María la Mayor para ofrecer a su madre el agua bendita, tras lo cual fueron necesarios seis hombres para meter la pila de nuevo. En uno de sus galanteos nocturnos arrancó de un solo golpe una reja que le molestaba. Cuando se dio cuenta de que una reja distinta podía comprometer la honra de la dama que cortejaba, optó por arrancar el resto de las rejas de esa calle para que nadie supiera cuál fue la primera.
Poco más se sabe de su infancia y juventud, aparte de que aprendió a escribir y leer. Los historiadores no se ponen de acuerdo en si participó o no en la Guerra de Granada, que terminó con la rendición final de 1492. Pero de lo que no cabe duda es que en 1496, tras el fallecimiento en Trujillo de su madre, Diego García de Paredes, su hermano bastardo, Álvaro, y un escudero citado como Tapia, partieron a Italia al oficio de las armas. Su intención original era la de unirse a Gonzalo Fernández de Córdoba, un general castellano que combatía en Nápoles las ambiciones francesas de anexionarse este reino, tradicionalmente bajo el manto de Aragón. Sin embargo, la actividad militar estaba parada a la llegada de García de Paredes, quien decidió desplazarse a Roma. Que el país estaba en proceso de cambio era más que evidente cuando se observaba que en aquellos años el hombre que ocupaba el sillón de San Pedro era español. Alejandro VI, de la familia valenciana de los Borja (en italiano, Borgia), ascendió al papado en 1492 entre la oposición de los romanos más recalcitrantes, siempre recelosos de que un extranjero ocupara el máximo cargo de la Iglesia católica.
UN CONDOTIERO EXTREMEÑO
En este sentido, Roma era otro de los actores militares en aquella Italia revuelta y el Papa, ávido de estirar su patrimonio familiar, aumentó las tropas bajo su mando. A los alabarderos de la guardia del Papa se sumaron cada vez más españoles, entre ellos el gigante y sus dos compañeros de fatigas. Las opulentas capacidades militares del extremeño no tardaron en llamar la atención de los Borgia.
El Papa accedió a contratarle tras presenciar por casualidad cómo Diego García de Paredes se imponía en una disputa callejera contra un grupo de más de veinte italianos. Armado solamente con una barra de hierro, el soldado español destrozó a todos sus rivales, que habían echado mano de las espadas, «matando cinco, hiriendo a diez, y dejando a los demás bien maltratados y fuera de combate». Alejandro VI, asombrado por la fuerza del extremeño, que mató al menos a uno, le nombró miembro de su escolta más personal y le tuvo en cuenta en sus siguientes empresas. A principios de 1497 García de Paredes integró las fuerzas papales que, unidas a las españolas del Gran Capitán, se coordinaron para recuperar el puerto de Ostia, en la estratégica desembocadura del río Tíber.
Bajo el servicio de Francia, un pirata de origen español llamado Menaldo Guerri mantenía bloqueada Ostia. El Papa y los españoles cercaron en una operación conjunta su posición y le exigieron que se rindiera. Declinó la oferta con bravuconería vasca: «Que se acordara que todos eran españoles, que no se enfrentaba a un francés, que él era español, y no castellano sino vizcaíno».
El asalto a la plaza de Ostia fue la mejor presentación en sociedad del gigante extremeño del Papa. En la Historia del Rey Don Fernando, Jerónimo Zurita relata que García de Paredes esquivó las saetas para alcanzar un baluarte de la plaza, que tomó en solitario hasta que llegaron refuerzos. El propio Menaldo Guerri acudió a esta posición con sus tropas al percibir el peligro de aquella acometida aislada. Aquel primer ataque fue repelido, pero sirvió al extremeño para llamar la atención de sus superiores. El 9 de marzo de 1497 el Gran Capitán envió a los rodeleros españoles al asalto de las murallas tras un intenso bombardeo previo; mientras que, en secreto, un comando especial al mando de Garcilaso de la Vega, padre del poeta, escalaba la muralla en un punto alejado del aparatoso asalto. García de Paredes formó parte de este grupo, cuyo ataque contribuyó decisivamente a la caída de la plaza.
El gigante de Trujillo regresó a Roma y continuó al servicio de los Borgia en más operaciones. El asalto temerario a fortalezas era uno de sus puntos fuertes. Su papel en la toma de Montefiascone, a cuya puerta arrancó los cerrojos de cuajo, le valió como recompensa entrar en la guarnición del castillo de Sant’Angelo, en el corazón de Roma. Pero no hubiera sido un soldado de fortuna de la época, bravo y bocazas, si su orgullo no le hubiera traído problemas en algún momento. Según la versión narrada por los cronistas castellanos, en una de las escaramuzas de las tropas papales contra las de su archienemigo, el duque de Urbino, el soldado extremeño gritó: «¡España! ¡España!» para encabezar una carga.
Un grito de guerra que molestó al capitán Celaro Romano, que le calificó de traidor. Diego García de Paredes le retó a duelo para lavar su nombre y, como haría más de trescientas veces, según las inverosímiles cifras de los cronistas, salió victorioso en el desafío. «En desafíos particulares, con los más valientes de todas las naciones extrañas, mató solo por su persona, en diversas veces más de trescientos hombres, sin jamás ser vencido, antes dio honra a toda la nación española», anotó el médico del siglo XVI Juan Sorapán de Rieros en uno de sus textos. Los duelos individuales eran otra de las especialidades del gigante, que aunaba fuerza con una agilidad sorprendente para su fisionomía.
Debido al incidente, García de Paredes puso tierra de por medio para escapar del arresto y posible juicio. El duque de Urbino le ofreció poco después una compañía de arcabuceros, del mismo modo que se extiende una alfombra roja a una estrella de cine que decide cambiar de estudio. Como otros condotieros, García de Paredes fue saltando de compañía en compañía, si bien nunca tuvo que enfrentarse directamente a sus compatriotas. Al contrario, las circunstancias bélicas dirigieron su siguiente servicio a las banderas de Próspero Colonna, el jefe de un poderoso linaje italiano ahora aliado con España. Aquí ejerció como coronel, esto es, el capitán que mandaba sobre una reunión de capitanías (cada una de ellas de unos 250 hombres). Un grado de tanto prestigio que era signo de distinción y aprecio para los hombres de armas conservar el título de coronel al cabo de los años. Coronel García de Paredes fue una fórmula que le iba a acompañar a lo largo de su vida, incluso cuando alcanzaría grados superiores.
Aparcó su vida como soldado a sueldo cuando el Gran Capitán reclamó hombres para recuperar Cefalonia, una ciudad de Grecia que había sido arrebatada por los turcos. Durante el interminable asedio a esta localidad, defendida por 700 jenízaros (la infantería de élite del Imperio otomano), los turcos usaron un garfio para elevar a García de Paredes al interior de su muralla. Una práctica muy habitual en los asedios de la época, que era posible gracias a una máquina provista de garfios que los españoles llamaban «lobos», con los cuales enganchaban a los soldados por la armadura y los lanzaban contra la muralla como si fueran peluches de los recreativos.
El «gigante extremeño» mantuvo la calma mientras le elevaban y consiguió zafarse de las ataduras en lo alto de la fortificación. Allí resistió, en una zona protegida del paseo de ronda de la muralla, el acoso de los otomanos durante tres días, donde a cada instante «parecía que le aumentaban las fuerzas con la dificultad». «Ya a los turcos les pesaba haberlo subido arriba», afirmaría asombrado el Gran Capitán. Casi pareció que no estaba encerrado por ellos, sino ellos estaban encerrados con él. Una vez reducido, los turcos respetaron la vida del extremeño con la intención de usarlo para el intercambio de prisioneros. No en vano, el soldado español escapó por su propio pie y se unió al combate, poco antes de la rendición turca. Fue aquella gesta el origen de su leyenda y cuando comenzó a ser conocido entre sus camaradas como «el Sansón de Extremadura», «el gigante de fuerzas bíblicas» o «El Hércules de España».
Ya convertido en un mito andante, Diego García se reincorporó a los ejércitos del Papa a principios de 1501. César Borgia, el belicoso hijo de Alejandro VI, tenía puestos los ojos en la Romaña y permitió que se olvidaran las ofensas pasadas con tal de hacerse con los servicios de aquella máquina de guerra. El hijo del Pontífice le nombró coronel en el ejército que participó en las tomas de Rímini, Fosara y Faenza. Pero tampoco duró mucho esta nueva asociación con los Borgia, puesto que ese mismo año acudió a otra llamada del Gran Capitán para luchar en Nápoles contra los franceses.
La firma del Tratado de Granada entre los Reyes Católicos y Luis XII de Francia, por el que se acordaba la repartición de Nápoles, no tenía visos de durar mucho. En cuanto Francia, con más tropas sobre el terreno, se curara las heridas del pasado se lanzaría a la yugular hispánica. El Gran Capitán lo sabía y, en el verano de 1501 empezó a reforzar sus escasas tropas con los españoles desperdigados por Italia. García de Paredes logró alistar a 800 hombres en la Península Itálica y puso rumbo a Calabria, desde donde Gonzalo Fernández de Córdoba coordinaba la administración de la parte de Nápoles que le correspondía a España. El primer asalto a la victoria de los Reyes Católicos fue posible por el ingenio y habilidades tácticas del genio cordobés. Ante un ejército todavía más numeroso, el milagro también debía ser mayor.
EL ARMA DE DESTRUCCIÓN MASIVA PARA LA GUERRA DE NÁPOLES
En la primera guerra (1494-1498) entre Francia y los Reyes Católicos por Nápoles el desencadenante fue una crisis sucesoria a la muerte del monarca napolitano Fernando I, cuya dinastía era de origen aragonés. Una vez cerrado aquel conflicto, Nápoles quedó sin soberano y partido por la mitad entre estas dos potencias extranjeras. El siguiente choque, pospuesto hasta que Francia recuperara el aliento tras las victorias del Gran Capitán en la anterior contienda, debía resolver cuál de los dos países se quedaría toda la tarta.
Por su pujanza económica y demográfica, Francia no tuvo problemas en recomponer el ejército en cuestión de dos años, para desplegar en el tablero de juego a 6.000 infantes (entre ellos, 2.000 piqueros suizos) 1.000 caballeros pesados y 2.000 efectivos de caballería ligera, así como veintiséis piezas de artillería. La caballería pesada, «gens’de armes», era la gran baza francesa y su poder se estimaba tal que Maquiavelo vaticinaba que haría a este país primera potencia europea. No sería la única vez que Maquiavelo patinara en sus cálculos. El comandante francés, el joven duque de Nemours, confiaba con candidez en que los mercenarios suizos, considerados imbatibles, compensarían la mala calidad de la infantería gala.
Con solo 5.000 infantes y 700 caballos ligeros, la mayoría de sus oficiales aconsejaron al Gran Capitán que se replegara en el verano de 1502 a Sicilia. Él se negó a esta decisión, que hubiera hundido la moral española. Sabía que había una letra pequeña en la inferioridad numérica de su ejército: la infantería castellana estaba mostrando unas prestaciones inesperadas. Después de siglos inmersos en la Reconquista de la Península, los castellanos se presentaron a Europa con todas las lecciones aprendidas en la Guerra de Granada, cuyas características supusieron una novedad en muchos sentidos. Ya en Granada fue habitual la combinación de picas, arcabuces, ballestas y espadas roperas que el Gran Capitán, protagonista de las negociaciones finales para rendir la capital nazarí, aplicó con tanto éxito en Nápoles. Los españoles sufrieron en sus primeros choques contra los disciplinados bloques de piqueros suizos, pero pronto aportaron varias novedades tácticas para desarbolar estos cuadros.
Armada con rodelas (escudos pequeños) y espadas, la infantería española se infiltraba entre las filas de los piqueros enemigos y combatía cuerpo a cuerpo durante el choque de vanguardias, donde las picas españolas las solían sujetar los alemanes, de mayor altura. Asimismo, fue revolucionaria la introducción en las alas de ballesteros, y en menor medida arcabuceros, que obligaban a los muros de piqueros a defenderse más allá de su línea frontal. Años después, los ejércitos hispánicos fueron incrementando el número de arcabuceros hasta alcanzar más de la mitad de todos los efectivos de sus fuerzas. «Únicamente arriesgaría mi persona, mi imperio y todos mis bienes al valor de sus mechas encendidas [los arcabuceros]», se le oyó pronunciar a Carlos V en una ocasión.
Con esto, incluso en superioridad numérica los franceses tenían motivos para desconfiar del general castellano, que accedió a replegarse, pero hacia la Barletta, y a distribuir sus tropas en guarniciones a lo largo del litoral. En la posición más expuesta, Ceriñola, colocó a Diego García de Paredes con una guarnición reducida y la misión de entorpecer el avance del aparatoso ejército galo. Tal vez el Gran Capitán quería comprobar así la fama ganada por «el Sansón de Extremadura», al que los franceses «temían por hazañas y grandes cosas que hacía y acometía». Y aquí el de Trujillo volvió a retratar que no solo era músculo. Una avanzadilla francesa le hizo salir de su guarnición en Ceriñola y le atrajo hacia una emboscada calculada al milímetro por D’Aubigny, segundo al mando francés. No en vano, García Paredes y su caballería eligieron una zona de viñas, que anulaba por los obstáculos las ventajas de los jinetes galos, para presentar batalla a la vanguardia francesa.
Aun cuando no se tenía a la caballería española por muy válida, en el caso de la ligera ofrecía innovaciones adquiridas tras siglos de luchas fronterizas. Estos jinetes, especializados en las refriegas contra el enemigo moro y sus maniobras de «tornafuye» (tornarse y huir), combatían con estribos cortos y lanzas más reducidas que otros europeos. Al frente de un coronel con las capacidades del extremeño, la caballería española e italiana sorprendió por su variado repertorio a los franceses, cuya emboscada se volvió en su contra. El Gran Capitán quedó satisfecho con el trabajo de García de Paredes, de tal manera que le encomendó nuevas misiones y le dio voz fija en su consejo de guerra.
El gigante se alzó como un personaje muy apreciado por sus compañeros, así como el héroe recurrente para los desafíos duelistas con los franceses. Además del mencionado desafío de Barletta (septiembre de 1502), el propio Diego narra en «Breve suma» otro duelo, en este caso de doce contra doce, en el que los españoles se impusieron sobre los galos tras una lucha reñida. El Sansón de Trujillo mató a dos hermanos en el combate pactado y, terminado el encuentro, un tercer hermano le retó a un duelo por el daño a su familia. Concertaron, sin embargo, que fuera con porras de hierro. El francés trató de agarrar una de las porras, pero pesaba demasiado y echó mano de su espada, convencido de que Paredes tampoco podría cogerla a pulso. Para asombro de los presentes, el español elevó la porra como quien sujeta una escoba y la descargó con tanta fuerza sobre el tercer hermano que lo mató allí mismo.
Los duelos de estas características se sucedieron durante meses, con satisfacción del Gran Capitán, que pretendía ganar tiempo con aquel periodo de drôle de guerre. A principios de 1503, el ejército de los Reyes Católicos estaba en disposición de pasar a la ofensiva, luego de que se unieran a sus filas 2.000 peones gallegos y asturianos procedentes de la Península Ibérica. Los muros de Ruvo di Puglia, al oeste de Bari, probaron la solidez de esta savia nueva en un asalto donde los españoles no parecieron «hombres sino diablos». En una carta del rey Fernando se menciona que el extremeño «fue uno de los primeros que subieron al muro e valerosamente entró en la ciudad». Al final, el ataque fue más espantoso que valeroso y el jefe francés, Jacques de la Palisse, quedó envuelto en llamas por el impacto de un objeto explosivo lanzado por los atacantes. Aún con vida, fue capturado por los hombres del Gran Capitán y años después ejercería el cargo de mariscal de Francia. La ciudad fue tomada casa por casa. Los horrores de la guerra a la francesa en su máxima expresión.
Tomar metro a metro nunca ha sido la mejor forma de ganar una guerra, al igual que tampoco lo fue en ningún tiempo ganar batallas sin obtener réditos después, como bien aprendieron con crueldad algunos de los grandes enemigos de Roma, véase Aníbal o Pirro. Solo una acción decisiva podía poner fin a aquel episodio de lo que iba camino de ser un auténtico culebrón de altos vuelos: la rivalidad de España y Francia durante los siglos XVI y XVII. Finalmente, la renovada ofensiva española desembocó en una carrera de los dos ejércitos por llegar el primero a la localidad de Ceriñola, lo que el Gran Capitán logró invocando esa cualidad tan propia de las legiones romanas de marchar casi al trote. El genio cordobés sabía que la elección del terreno podía ser clave para contrarrestar las ventajas francesas. Ceriñola, en manos españolas, estaba rodeada por un barranco en una de sus partes y bañada por viñedos en sus alrededores, como había comprobado la caballería francesa un año antes frente a los hombres de Paredes.
Como si hubiera hecho inventario de cada piedra en el terreno, el comandante español calculó, con acierto, que la caballería pesada tendría problemas al cargar sobre lo que en apariencia parecía un terreno llano. Para completar su plan, estableció una trinchera en la zona frontal de su campamento, guarnecida con estacas y garfios, para repeler a la caballería gala. Los españoles eran cerca de 9.000, con una caballería mínima, frente a los 9.500 franceses, cuyo grueso eran los hombres de armas con sus caballos blindados y colmados de adornos.
A pesar de su inferioridad numérica, los españoles decidieron ofrecer batalla el 28 de abril de 1503. Y a pesar de su superioridad numérica, los franceses recelaron hasta el último momento de si aceptar la invitación. «No sirvo bien al rey, pero muriendo en el campo salvaré mi honor», afirmó el duque de Nemours al final del consejo de guerra donde se decidió entablar combate. No le fallaba el instinto al general galo. En la fugaz batalla (duró poco más de una hora) se desarrollaría un suceso que acabaría por repetirse innumerables veces en las siguientes décadas: la inconsciente y abnegada fe de los franceses en la potencia de su caballería les llevó a estamparse contra la disciplinada infantería española, pólvora y picas, que en una posición de ventaja rechazó al impetuoso enemigo.
El duque de Nemours encabezó en persona una fabulosa carga de unos 800 hombres a caballo, lo que en su locuela cabeza medieval supondría barrer a los españoles. García de Paredes, por su parte, se colocó al frente de 2.000 infantes en la posición más expuesta de la formación española, a la izquierda, donde la pendiente del barranco era menos pronunciada. El gigante debía frenar las acometidas galas y proteger la artillería situada detrás de ellos: dieciséis piezas coordinadas por el extravagante Pedro Navarro. Justo el estallido accidental de dos carretas de pólvora al principio del envite fue uno de los escasos sobresaltos para el bando hispánico. No hubo más sustos para García de Paredes y el resto de oficiales, a pesar de que los franceses no escatimaron determinación
Las picas entrechocaban al frente, las espadas, alabardas y puñales relucían, los arcabuces escupían fuego y la artillería rugía. Los tambores retumbaban de fondo. La caballería francesa se lanzó contra la formación española, como una ola tormentosa que estalla contra un acantilado. La infortunada carga de la caballería pesada se topó con un foso y un talud erizado de pinchos. Los jinetes que no quedaron ensartados en las estacas bordearon, con Nemours a la cabeza, las defensas buscando algún punto débil. Hasta tres descargas de arcabuz recibieron los franceses al alcanzar la posición de García de Paredes y su compañía. Nemours luchó con valentía, Nemours luchó con nobleza, Nemours luchó honorablemente. Y Nemours murió. Después de la lucha aparecería el cadáver de Luis de Armagnac desnudo y tan destrozado que un paje suyo tuvo que reconocerlo por un lunar que tenía en la espalda.
Al ocaso de la caballería de élite le siguió un ataque titubeante de la infantería suiza, que terminó confrontada con la fuerza mercenaria contratada por los españoles, los lansquenetes. Como resultaba habitual en los enfrentamientos entre mercenarios, fue necesario para romper el equilibrio pactado la irrupción de García de Paredes y su compañía, armados con espadas y rodelas. Aun así, los suizos aguantaron sin retroceder, hasta ser aniquilados uno a uno y caer su jefe. La retaguardia francesa se retiró sin entrar en la lucha, dejando a su espalda a 3.000 camaradas caídos. Los huidos fueron perseguidos sin piedad por la caballería ligera y a los heridos agonizantes solo les reservaban misericordia (así se llamaba a la daga de origen italiano con la que se solía rematar a los caídos).
Ceriñola tuvo escasa significación política y comprometió a fuerzas relativamente pequeñas. Sin embargo, el protagonismo aquí de la infantería, sobre todo de los arcabuceros españoles, confirmó el cambio de los tiempos bélicos. A partir de esta contienda cada vez más nobles españoles aceptaron combatir a pie, junto a esta pujante infantería. Ese año, 1503, apareció el término «ynfante» en la contabilidad militar como nueva denominación de los peones castellanos. El prestigio de los «ynfantes» estaba en alza gracias a personajes como García de Paredes, cuyos orígenes militares estuvieron marcados por la caballería, como todos los condotieros, pero cada vez combatía más a pie.
EL MIEDO FRANCÉS AL GRAND DIABLE
Tras la victoria en Ceriñola, las esperanzas francesas por arrebatar Nápoles a la Corona de Aragón parecían aplazadas por una buena temporada. Nada más lejos de la realidad. Una vez resuelto un conato de motín en Melfi con ayuda del coronel extremeño, el Gran Capitán y su ejército se dirigieron a la ciudad de Nápoles, donde tomaron por asalto las fortalezas de Castell Nuovo y Castell dell’Ovo, todavía en manos francesas. El siguiente objetivo del general castellano fue la plaza fuerte de Gaeta, al noroeste del Reino de Nápoles. No obstante, como otras tantas veces en la historia de los enfrentamientos entre España y Francia, el propio rey Luis XII se sacó otro ejército de la chistera para levantar el sitio de la Gaeta, mientras se producía una ofensiva sobre la frontera vasco-navarra. Francia demostró, una vez más, que era una criatura semejante a la mitológica hidra: cada vez que el Gran Capitán derrotaba un ejército, brotaba otra cabeza.
Diego García de Paredes se encargó de asegurar el camino hacia la Gaeta. Los asaltos sobre esta fortaleza napolitana fracasaron, sin que los españoles pudieran poner pie en sus almenas. El 6 de agosto, los exploradores del Gran Capitán avistaron una flota gala y, atrapados entre los defensores y el ejército de rescate francés, se ordenó el repliegue español hacia el este del río Garellano, en cuya orilla contraria esperaban los galos. El gigante estuvo en la retaguardia de esta retirada.
Una guerra al ralentí perjudicó los intereses hispánicos. Mientras que los franceses tenían acceso a suministros a través del mar, los españoles sufrieron desde el principio la escasez de comida y las insalubres condiciones de la zona. Cada día moría o desertaba un mayor número de hombres del Gran Capitán. La pantanosa posición española extendió las epidemias, entre ellas lo que entonces se llamaba fiebres tercianas (hoy paludismo), que también afectaron a Gonzalo Fernández y le torturarían en su vejez. Se da la paradoja histórica de que otro genio militar que hizo diabluras en la Península Itálica, el cartaginés Aníbal Barca, sufrió de igual manera los estragos de las zonas pantanosas de Garellano. La desesperada situación se prolongó durante seis meses de desgaste y, al mismo tiempo, turbulencias en Roma. Solo la caída de los poderosos Borgia permitió una pausa en el combate.
La muerte del papa Alejandro VI el 18 de agosto después de una misteriosa cena en la que cayó enfermo interrumpió las hostilidades. El Gran Capitán envió a Roma a Diego de Mendoza, hijo del poderoso cardenal castellano, y a García de Paredes con un pequeño contingente para proteger a los españoles de la ciudad y garantizar la elección de un nuevo Papa. Con César Borgia aún convaleciente de la misma enfermedad (tal vez veneno) que mató a su padre, los Borgia no pudieron influir en la elección de un pontífice de su facción, si bien se elevó Pío III como un candidato de consenso. Tras veintiséis días, falleció a causa de la ulceración de una de sus piernas, aunque no faltaron tampoco rumores sobre su asesinato. Ahora sí, Giuliano della Rovere, enemigo público de los Borgia, se impuso en el conclave con el nombre de Julio II. Viéndose sin los apoyos necesarios, el propio César Borgia le dio su respaldo a cambio de la promesa de mantener el mando de las fuerzas papales y sus posesiones en la Romaña. Apoyar a uno de los mayores opositores de Alejandro VI en vida, sin embargo, fue el error político más grave de la carrera de César. Julio II ordenó la detención del antiguo compañero de armas y general de García de Paredes y la confiscación de los bienes de la familia Borgia. César pudo huir a Nápoles, donde fue detenido y enviado a España por el Gran Capitán, que no tenía intención de ofender al nuevo Papa. Al lema de «¡fuera los bárbaros!», Julio II se revelaría un arduo enemigo de los franceses.
De vuelta a la Gaeta, García de Paredes y Próspero Colonna, ambos designados para buscar refuerzos incluso debajo de las piedras, levantaron el cerco francés a Roccasecca y sumaron hombres a las debilitadas fuerzas del Gran Capitán. A finales del verano de 1503, los franceses trataron de cruzar el río uniendo un grupo de barcazas cerca del puente de Sessa, pero, en una defensa más que desesperada, los españoles lograron resistir el ataque, que se prolongó durante días. Según uno de los relatos más inverosímiles sobre Diego García de Paredes, el extremeño expuso ante el Gran Capitán en esa ocasión un elaborado plan para acabar de una vez con el puente de barcazas. Lo que fue contestado con desdén por el general cordobés:
—Diego, pues no puso Dios en vos el miedo, no lo pongáis vos en mí.
—Señor, lo que yo tengo dicho no son palabras de miedo; pero yo haré que de aquí a veinte días, si quisiereis caminar, nos metamos dentro de Francia, quedando vencidos y rotos los franceses —respondió un desairado García de Paredes.
A continuación, el gigante se dirigió en solitario hacia el puente de barcazas y, tras desmontar del caballo, con su espada a dos manos causó la ruina a todos los franceses que se atrevieron a cruzar: en total cerca de 500 muertos. «Túvose por género de milagro, que siendo tantos los golpes que dieron en Diego García de Paredes los enemigos... saliese sin lesión», explica una de las crónicas. «Como un león contra todos» aguantó la posición hasta que se unieron tropas hispánicas a su lucha; luego, simplemente, se marchó. Le grand diable («el gran diablo»), como le conocían los franceses, se destacó evitando el avance francés, aun cuando la cifra de los 500 muertos pueda ser una exageración grotesca. La fanfarronería también era un elemento típico del soldado español de la época. En este sentido, Pierre de Bourdeille, aventurero y escritor francés, aclara que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que debe reconocerse que la nación española es brava, bravucona y valerosa, y de genio vivo y hábil para improvisar frases con ingenio». Es decir, altanería y arrogancia, sí, pero acompañada de ingenio y agudeza en las palabras, así como de hechos consumados.
Al igual que en otros fragmentos legendarios de su biografía, se puede leer entre líneas de esta anécdota el estilo bravucón del personaje y otros detalles. Por ejemplo, que la relación con el Gran Capitán era buena pero tirante, como lo es la de un padre con un hijo demasiado alocado. Así como el hecho de que a esas alturas el gigante extremeño era una figura conocida y temida por el enemigo, tanto por sus dotes físicas como por su visión táctica.
La fe ciega de Gonzalo Fernández de Córdoba y de sus oficiales en mantener la posición fue recompensada con el envío de un ejército de refuerzo, a la cabeza del condotiero italiano Bartolomeo d’Alviano. La llegada de este experimentado general de la familia Orsini, contratado ex profeso para combatir a los franceses, permitió al Gran Capitán retomar la iniciativa. Tras simular un repliegue hacia el Volturno, el cordobés hizo creer al Marqués de Saluzzo, sustituto del malogrado duque de Nemours, que la contienda estaba llegando a su fin. Procedente de Piamonte, Ludovico II de Saluzzo relajó entonces la vigilancia, movió soldados hacia retaguardia e incluso autorizó una tregua navideña para los días 25 y 26 de diciembre, en un arranque de candidez impropia de aquella nueva era. Los franceses no esperaban ya una ofensiva enemiga.
La verdadera intención detrás del falso repliegue era, sin embargo, salvar el río en otra posición mediante un improvisado puente de pontones ensamblados entre sí, lo cuales fueron fabricados de forma secreta en el castillo de Mondragone, bajo la dirección de Juan de Lezcano. El marino guipuzcoano —descrito como «un varón de mucha virtud por la mar y aun por la tierra (...) tan bien afortunado que siempre salía en todas sus refriegas victorioso»— no falló a su fama y cumplió con diligencia el encargo del Capitán. Las piezas del puente se trasladaron en mulas hasta el lugar del cruce, donde fueron unidas apresuradamente bajo las instrucciones del ingeniero y capitán Pedro Navarro. La estructura era sencilla pero resistente, formada por tres tramos de pontones que estaban apoyados sobre ruedas de carros y barcas y unidos por cadenas.
El 28 de diciembre, cuando ya había expirado la tregua, el puente se encontraba listo y Gonzalo Fernández de Córdoba dividió su ejército en tres cuerpos: el grueso de la caballería al mando de D’Alviano, que debía cruzar en primer lugar; un cuerpo central con el propio Córdoba y sus principales capitanes, que atravesaría la estructura en segundo lugar; y una retaguardia capitaneada por Fernando de Andrade y Diego de Mendoza, que atravesaría el puente cuando existiera la garantía de que la contienda estaba resultando un éxito.
¿Podía el factor sorpresa compensar la clara inferioridad numérica de los españoles? Frente a los 25.000 hombres entre infantes y caballería y cuarenta cañones del marqués de Saluzzo, los españoles no reunían ni siquiera 15.000 soldados. La velocidad con la que se ejecutara el plan iba a ser clave. Al frente de unos 3.000 jinetes ligeros, d’Alviano pilló desprevenidos a las principales fortificaciones francesas y a sus guardias, algunos todavía borrachos de la noche anterior. Asegurada la cabeza del puente, García de Paredes, Pedro Navarro, Gonzalo Pizarro (padre del conquistador Francisco Pizarro), Zamudio y Villalba condujeron a 3.500 rodeleros y arcabuceros a la orilla francesa. Les siguieron la caballería pesada de Próspero Colonna, con más de 200 jinetes, y parte de la retaguardia dirigida por Diego de Mendoza. Por último, el Gran Capitán con su guardia y 2.000 lansquenetes alemanes. Si bien, tras el paso de los lansquenetes el puente cedió y entre las tropas españolas cundió el pánico. El temor se acrecentó aún más cuando el caballo de Gonzalo Fernández de Córdoba trastabilló y lanzó al general contra el barro.
El accidentado camino de la retaguardia no influyó en el auténtico choque. D’Alviano avanzó trazando un arco hasta el puente de la Mola, que abría el camino hacia Gaeta, mientras sus tropas se dirigían al campamento francés. Ya casi de noche, Saluzzo recibió noticias del avance español y decidió, como había previsto el Gran Capitán, retirarse hacia Gaeta a través del puente de la Mola. El repliegue se produjo sin luz, bajo una tormenta, y con los españoles pisándoles los talones. El movimiento envolvente de D’Alviano funcionó a la perfección en medio de los relámpagos. Pese a su inferioridad numérica, los españoles pusieron en fuga a casi la totalidad del ejército francés, que apenas reunió valor para presentar una resistencia compacta.
Una de las honrosas excepciones francesas fue la de Pierre Terrail, conocido como el caballero Bayardo, el «paladín sin miedo», que se defendió en uno de los puentes hasta el anochecer. En este sentido, las biografías mitificadas de Bayardo y García de Paredes cuentan con nexos comunes y ambos representaron en sus respectivos países los vestigios caballeresco de finales de la Edad Media, a base de duelos de honor y gestas hercúleas. Bayardo era, además, uno de los once soldados franceses que se enfrentaron a García de Paredes y otros once españoles en el desafío de Barletta.
El caballero Bayardo acometió con tanto ímpetu a los jinetes españoles que los hizo retroceder con torpeza hasta topar con la columna de infantería dirigida por Gonzalo Fernández de Córdoba, que marchaba a continuación. Cundió el desconcierto entre las primeras filas de esta, compuestas por lansquenetes, que quedaron inmóviles sin saber cómo reaccionar. Abriéndose paso a caballo entre ellos, el Gran Capitán consiguió organizarlos en un cuadro para hacer frente a la siguiente carga de caballería que lanzó Bayardo. En los siguientes asaltos, el francés no pudo superar a los piqueros germanos, cuyas formaciones se caracterizaban por su robustez y disciplina, y perdió a la mayoría de sus hombres en el embate.
AL SERVICIO DE ESPAÑA PERO NO DE SU REY
En total, los franceses registraron 8.000 bajas entre prisioneros y muertos en el Garellano. A los pocos días, los que habían conseguido llegar a la ciudadela de Gaeta también capitularon ante el cerco, permitiéndoseles la libre salida a cambio de prisioneros españoles. El hostigamiento de la población local y la falta de suministros hicieron que, finalmente, solo un tercio del ejército francés consiguiera regresar a casa con vida. Tras el final de la guerra en Italia, en 1504, Nápoles pasó de forma definitiva a la Corona de Aragón y el Gran Capitán gobernó este reino en calidad de virrey con amplios poderes. Como agradecimiento a sus servicios, Fernández de Córdoba nombró a García de Paredes marqués de Colonnetta (Italia).
Sin embargo, cuando el Gran Capitán cayó en desgracia, acusado de desviar fondos y de repartir cargos y favores entre sus amigos, la defensa que hizo «el Sansón de Extremadura» de su antiguo general le alejó de la Corte y le extravió su señorío en Colonnetta, si bien le fue concedida una renta de 500 ducados en compensación. Otros como Diego de Mendoza o Pedro Navarro no dudaron en dar la espalda de forma descarada al cordobés para salvar sus cabezas y cargos, no así García de Paredes o el marino Juan de Lezcano, a pesar de que con ellos había tenido más roces que con otros más aduladores. En cierta ocasión tuvo el gigante conocimiento de que en la Corte algunos difamadores hablaban mal de su antiguo general en alto y, como él mismo narra en su breve memoria, irrumpió en la sala donde rezaba el rey para exponerle este hecho. Cuando hubo terminado de hablar el militar, el monarca puso sus manos en los hombros del Sansón y le dijo que bien conocía que donde estuviera él y el Gran Capitán siempre tendría guardadas las espaldas.
Bien los conocía el rey; pero más le pesaban las sospechas y los temores de que el prestigio y poder que había adquirido el Gran Capitán en Italia se tornaran contra él. Maquiavelo no se equivocaba cuando estimó en Fernando el ejemplo perfecto del príncipe que se crece con «las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas». No era el aragonés de los que confiaban en la buena voluntad de sus súbditos. No era un cándido ni un romántico, más bien una persona pragmática que supo convencer a Diego García de Paredes para que se uniera a varias de sus «grandes empresas», entre ellas, la campaña del Cardenal Cisneros en el Norte de África (1505) y más tarde la conquista de Orán (1509). El divorcio con el rey nunca fue completo.
El soldado extremeño se dedicó durante años a la piratería en el Mediterráneo, teniendo entre sus presas favoritas a los barcos berberiscos y franceses, un dato que destacan los cronistas castellanos como para dar fe de su compromiso con España, entonces más una designación geográfica o una promesa que una realidad política. En verdad, su tibia relación con la Corona pudo motivar este súbito cambio de actividad, que él revistió de cruzada particular contra los viejos enemigos del rey, pero sin estar bajo su mando, y sin comprender que en el barco «la única patria es la mar y no hay más ley que la fuerza y el viento», que diría Espronceda. A causa de una de sus correrías, un mercader francés exigió una indemnización a Fernando el Católico, quien no dudó en embargar la renta que el Sansón tenía sobre la ciudad de Nola, como consta en una carta del monarca fechada el 30 de octubre de 1508. En otra ocasión, casi resultó capturado en Cerdeña. Ya borracho de abordajes y huidas, abandonó la vida pirata en 1509 para servir al emperador.
Dado su enorme tamaño, el de Trujillo solía valerse en combate de un montante, la versión ibérica del arma a dos manos, que, sobre todo en su versión flammards, cuyos bordes ondulados imitan las llamas del fuego, era usado por un tipo de soldado de élite dentro de los lansquenetes alemanes. Los llamados doppelöldner, dobles sueldos, de gran envergadura y temeridad, portaban espadas a dos manos para realizar las misiones más arriesgadas. Les pagaban un sueldo extra, doble, para que se colaran en medio de las picas enemigas a cortar las astas y alguna tibia con sus afiladas hojas, además de encargarse de la protección del abanderado de la unidad y el cuadro de mando. Este tipo de espada también era muy útil contra la caballería, cortando las patas de los caballos de un tajo, y en la defensa de fortalezas y posiciones estrechas. La mortalidad entre los dobles sueldos llegó a ser tan alta como para que ni siquiera el salario fuera suficiente para atraer voluntarios, por lo que se alistaron condenados a muerte con la promesa de redención de sus penas. Así, hubo quien llamó a estas unidades de locos y condenados Verlorener Haufe (compañías pérdidas).
Diego García de Paredes combatió mano a mano con estas compañías suicidas. Lo hizo cuando el Gran Capitán contrató en su campaña de Nápoles a 2.000 lansquenetes al emperador Maximiliano I, con la intención de compensar a los piqueros suizos de Francia. Años después, formando parte de la Liga de Cambrai, sirvió bajo las órdenes directas de Maximiliano y junto a estos guerreros germanos. Durante su permanencia en el ejército imperial, fue nombrado maestre de campo, al mando de 2.000 infantes y 300 caballeros, y Maximiliano premió sus servicios en 1511 con un elogio de su actuación y la concesión de nuevos cuarteles para su escudo heráldico (pudo incluir una cruz roja en campo de plata y un león de oro en campo de gules). A los músculos y a la inteligencia táctica había sumado para entonces conocimientos militares de todas las facetas de la lucha: caballería, infantería, artillería e incluso combate naval. Era una fábrica perfecta de viudas.
HACIA UNA MUERTE ESTÚPIDA
Con la entronización de Carlos I en España, el Sansón abandonó su retiro en Trujillo para ir al encuentro de este rey con acento extranjero. El joven monarca había crecido con los relatos de aquella bestia de la naturaleza y era gran admirador de su leyenda, como hoy lo son los futbolistas o los cantantes para los adolescentes. Su Cesárea Majestad se hizo acompañar de García de Paredes por Europa y le otorgó mando de maestre de campo de los ejércitos españoles, sirviendo en Alemania, Flandes, Austria y en todos los conflictos acontecidos en España, entre ellos la defensa de Navarra de los franceses en 1522. En esta campaña, el emperador comprobó que bajo su mando estaba, no una vieja gloria, sino un valioso oficial. «En la batalla que se dio junto a Pamplona os mostrasteis tan valeroso por volvérsela a ganar, que a vos se debe atribuir la mayor parte de aquella victoria», escribió de su puño y letra el impresionado monarca.