Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


2. Francisco Pizarro, el dios de hierro

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FRANCISCO PIZARRO,

EL DIOS DE HIERRO

Nunca tan pocos vencieron a tantos como en Cajamarca. Rodeados por un océano de guerreros, Francisco Pizarro y 160 españoles se defendieron de forma abusiva, como un león acorralado. Rufianes de hierro que habían venido desde Panamá a través de junglas, pantanos y desiertos, salvando una cordillera que desafiaba la gesta de Aníbal y sus elefantes para reunirse con el mismísimo rey de la civilización más avanzada que había conocido América. El inca Atahualpa había decidido ir al encuentro de aquellos barbudos, pero dudaba si hacerlo de forma amistosa. El mínimo malentendido entre ellos abrió las hostilidades. Mientras los españoles atrapaban al líder inca por sorpresa, un cañón situado estratégicamente abrió fuego contra la multitud y provocó el espanto de miles de hombres. «Matamos a ocho mil hombres en obra de dos horas y media, y tomamos mucho oro y mucha ropa y mucha gente», narró a su padre un soldado vasco testigo de estos hechos. Por increible que parezca, ni un solo español murió aquel día.

La supervivencia de estos escasos soldados españoles frente a una horda tan numerosa de guerreros incas se explica con dificultad. Los incas eran soldados temidos y organizados en unas estructuras militares hasta entonces desconocidas en el mundo precolombino. El contexto que precedió a la llegada de los españoles, no obstante, no fue el más propicio. La venida de Pizarro coincidió con la guerra civil entre el estamento militar inca, representado por Atahualpa, y el sacerdotal de su hermanastro Huáscar, a lo que hubo que sumar la catástrofe demográfica que provocaron las enfermedades europeas entre los indígenas. Una epidemia de viruela tambaleó los cimientos del Imperio, siguiéndole una de sarampión entre 1530 y 1531, y una de tifus en 1546.

Ambas circunstancias dejaron al Imperio inca debilitado frente a la superioridad tecnológica de aquellos hombres barbudos enfundados por completo en «plata». El acero toledano de las espadas y armaduras de los conquistadores no eran rivales para las precarias armas incas. Los caballos eran también una novedad para los nativos (dirían que los españoles montaban en carneros gigantes) y les provocaban gran temor incluso en el caso de las mulas y los bueyes. Sin olvidarse del impacto para los incas que supuso la pólvora, dando la impresión de que aquellos extranjeros escupían truenos como el dios Illapa. Es más, parte de la indecisión de Atahualpa a la hora de defender su tierra se debió a su incapacidad para discernir si los hombres de Pizarro eran «Viracocha» (el dios creador) o simples saqueadores. Su imprudencia al dejarse capturar durante el enfrentamiento en Cajamarca derrumbó la unidad inca y precipitó una accidentada fuga.

Así y todo, la gesta de aquellos 160 españoles tiene un factor humano que solo se explica por el liderazgo de Pizarro y la audacia de sus compañeros de armas. Más allá de las posibles ventajas tecnológicas, lo cierto es que en Cajamarca y en posteriores batallas se enfrentaron fuerzas en una desventaja numérica (500 incas por cada español) solo posible en leyendas antiguas. Resulta complicado no sufrir vértigo en unas circunstancias tan adversas. ¿Cómo salió con vida aquel puñado de barbudos confundidos con dioses? ¿Acaso todo aquello formaba parte del plan de su capitán, un analfabeto tallado en acero? El relato de su aventura demuestra que, sí, Pizarro llevaba preparándose toda la vida para aquella noche aterradora. Su poco conocida biografía le revela como un superhéroe de actitud conciliadora y generoso en todas las facetas de su vida; un hombre sin atisbo de duda, con sus sombras y sus luces, pero alejado de la visión oscura y rancia que la leyenda negra ha mantenido hasta la actualidad.

EL ANTIHÉROE: VIEJO, FUERTE Y FORMAL

Como con el tópico de los toreros, los conquistadores parecían hechos de otra pasta, unos supervivientes que emprendían (palabra de moda hoy en día) a lo bestia, es decir, lanzándose con lo puesto a una tierra desconocida donde solo cabía, en su imaginación, volver ricos o no volver. Incluso la ciencia corrobora que la asunción de riesgos de la que hicieron gala estos y otros emigrantes a lo largo de la historia los señala como individuos fuera de la común. Un estudio realizado en 2013 por The Amsterdam School of Creative Leadership sobre liderazgo y emprendimiento en Australia reveló que en la década de los sesenta los mejores estudiantes del país eran los hijos de emigrantes españoles, portugueses y griegos; mientras que en los setenta lo eran los hijos de emigrantes indios y paquistaníes, y hoy, los de emigrantes vietnamitas y camboyanos. La explicación tiene parte de genética, porque el neurotransmisor de la dopamina, que nos impulsa a tomar riesgos y aprender nuevos conocimientos, está más presente en algunas personas que en otras. No resulta desdeñable pensar que la diferencia entre los que se quedaban en la áspera tierra castellana y los que se alistaban en la guerra de Italia o se enrolaban a una expedición a través del territorio americano, era a veces simplemente genética.

Francisco Pizarro era un hombre de hierro en términos estadísticos y genéticos. Pocos eran los peninsulares que sobrevivían al viaje hasta las Indias, donde muchos perecían ahogados en los habituales naufragios, otros se veían afectados por las condiciones insalubres de las pequeñas carabelas y naos, y una gran parte moría por enfermedades provocadas por la mala alimentación, tales como el escorbuto. No obstante, el extremeño sobrevivió repetidas veces a expediciones en las que murieron más de la mitad de sus integrantes a causa de las epidemias, el hambre y la hostilidad de los indígenas. Las tribus caníbales infectaban aún los alrededores del Caribe ¡Su supervivencia era un prodigio estadístico! A consecuencia de todo ello, al final de su vida habría de acumular siete cicatrices profundas alrededor de su cuerpo, como recordatorio de las batallas pasadas, y sin embargo gozó de una sorprendente vitalidad hasta sus últimos días.

Parte de su dureza se presumía genética, entre otras cosas porque su padre había sido un soldado destacado en Italia, dotado de su misma audacia, pero sobre todo era el efecto de una infancia muy cruda. Su madre, Francisca González Alonso, se negó a apellidarle Pizarro durante el bautizo. A esas alturas bien sabía esta madre soltera que para criar a su hijo recién nacido no iba a contar con la ayuda del padre, un joven soldado de Trujillo, ni la de su familia de hidalgos. Como criada de un convento, Francisca mantuvo un encuentro sexual con el soldado llamado Gonzalo Pizarro «El Largo» que le cambiaría la vida. La pareja se encontró durante las fiestas celebradas en Trujillo para agasajar a Isabel la Católica y celebrar la salida de Juana la Beltraneja del Alcázar de la ciudad. Si bien se desconocen las circunstancias, se sospecha que fue a consecuencia de un galanteo breve, una relación fugaz o incluso una violación… Solo de esta manera se puede entender que la relación no se prolongara y que Gonzalo renegara de su hijo.

El padre del conquistador reconoció en su testamento hasta a seis hijos bastardos, entre ellos, dos que procreó con una molinera de la Zarza. No así al conquistador Francisco Pizarro, sin que el misterio de por qué procedió de esta manera se haya resuelto nunca. ¿Le avergonzaban las circunstancias de su gestación? ¿Creía que Francisca era de origen judío? La violación ofrecería la explicación más sencilla a estas preguntas, aunque también la daría la hipótesis, que plantea el historiador Roberto Barletta Villarán, de que el niño pudo nacer como consecuencia de una relación secreta del padre de Gonzalo, es decir, el abuelo del niño, con Francisca la Ropera. Hernando Alonso Pizarro, regidor de la ciudad, a sus cuarenta años habría mantenido una aventura con la joven, de la que nació el futuro conquistador. El principal indicio es que, en contraste con la desidia de Gonzalo hacia el niño, el abuelo ordenó que Francisco fuera a su casa en al menos una ocasión, en la que le abrazó secretamente y luchó para darle el apellido familiar.

Francisca quedó señalada en todo Trujillo. Al conocerse su estado de gestación las monjas la echaron de su trabajo en el convento y tuvo que regresar al hogar materno. El pequeño Francisco se crio en la casa de Juan Cascos —segundo marido de su abuela— y creció en un ambiente rural que, con intención de desprestigiar al conquistador, llevó a algunos cronistas afines a Hernán Cortés a decir de forma poco precisa que se dedicó a cuidar cerdos en su mocedad. Con esto, la madre abandonaría Trujillo junto a su hijo para casarse con Martín de Alcántara en una localidad a pocos kilómetros de Sevilla. El bastardo de Trujillo apenas recibió educación. Siendo gobernador en el Perú su secretario escribía previamente su nombre y Francisco se limitaba a hacer dos señales cuando debía firmar algún documento. No aprendió a escribir ni leer, de tal modo que su vida parecía orientada a trabajar en el campo. No obstante, en la mente de aquel joven ilegítimo e ignorante nunca se borró la estampa paterna del hidalgo bravo que servía, por entonces, al Gran Capitán en Italia. Quería ser soldado como su padre.

Antes de viajar por primera vez al Nuevo Mundo, Francisco sirvió a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba en Nápoles y Sicilia. Se desconoce si el futuro conquistador combatió en algún momento junto a su padre en este escenario, pues ambos coincidieron, en 1495, en distintas fases de la primera campaña italiana. Así y todo, el viaje del natural de Trujillo a América en 1499 puso un océano de por medio entre padre e hijo y evitó que pudieran coincidir en más ocasiones.

Una de las razones por las que Pizarro no ha resultado una figura muy atractiva es que, ante la fiebre actual por los protagonistas jóvenes (casi adolescentes), su gran éxito militar llegó en su alta madurez. Por su carácter austero no resulta un héroe de acción apetecible, a pesar de que su biografía tardía le achaca una vitalidad sobrenatural para su edad. Una imagen de capitán veterano de barba blanca que ha camuflado sus numerosas aventuras de juventud. El extremeño no era de la clase de personas que se habían trasladado al Nuevo Mundo a permanecer con los brazos cruzados o enriqueciéndose lentamente, sino para participar de lleno en la monumental empresa de conquistar y colonizar un territorio de miles y miles de kilómetros.

Lo más probable es que Pizarro viajara a América en la expedición organizada por Alonso de Ojeda, el navegante que había acompañado a Cristóbal Colón en su segunda expedición. En ese momento la presencia española se limitaba solo a varias islas caribeñas, entre ellas La Española (Santo Domingo), donde arribó el extremeño en busca de aventuras de fondo dorado. No obstante, los pacíficos indios que halló Colón en su primer encuentro habían sido remplazados por otros más belicosos, al igual que las fáciles riquezas iniciales se habían vuelto espinosas en el momento en el que llegó el joven Pizarro. Los escasos europeos en el Caribe debieron enfrentarse a los indígenas —pronto asolados por enfermedades ante las que no estaban inmunizados—, a la escasez de víveres, a las fiebres tropicales y a tierras menos fértiles de lo prometido. Para remediar el estancamiento en lo que en un principio se prometía el paraíso perdido, los Reyes Católicos relegaron en esos a años a Colón y a sus hermanos y nombraron gobernador de la isla a Nicolás de Ovando, también extremeño, que puso los cimientos para el despegue de la colonia.

Ovando se valió de soldados de infantería como su paisano Pizarro, que apenas poseía más que su espada y su capa, para lanzar campañas de conquista y pacificación en la zona. Una situación que compartió con otro natural de Extremadura, Hernán Cortés, sobrino segundo de Pizarro, con el que ciertamente debió de coincidir hasta que las circunstancias los llevaron a rumbos inversos, uno al norte, a México; y otro al sur, al Perú. De la mano de Ovando, Francisco Pizarro exhibió pronto un carácter rocoso en expediciones poco o nada lucrativas para pacificar la isla.

A sus treinta y un años, Pizarro se hizo eco de las leyendas de riquezas vírgenes que se podían encontrar hacia el sur de la Tierra Firme, pues a esas alturas ya se sabía de la existencia de un continente entero junto a las islas caribeñas. Aceptó el reto sin dudar, involucrándose en las empresas suicidas de Alonso de Ojeda a través del actual territorio de Colombia y Venezuela. Ojeda era tenido por un superdotado esgrimista (fray Bartolomé de las Casas, dado a exagerar, afirmó que «había participado en casi mil duelos a muerte y nunca nadie consiguió herirle»), aunque de poco le valió frente a las flechas envenenadas de los guerreros locales. El 20 de enero de 1510, el conquistador levantó un fuerte llamado San Sebastián en el golfo de Urabá creyéndose que al invocar al santo muerto a flechazos podría evitar ese mismo destino. Pero se equivocaba. Al igual que otros puestos de avanzada en Tierra Firme, el fuerte San Sebastián fue brutalmente atacado por los indígenas y el propio Ojeda quedó con una flecha envenenada en un muslo. Entre los hombres que sujetaron al explorador cuando le fue extraída la flecha, sin anestesia alguna, estaba Pizarro. Su valentía, lealtad y habilidad con las armas le granjearon la confianza de Ojeda, quien, temiendo un motín, nombró teniente al de Trujillo y le ordenó defender el precario poblado mientras él iba a por nuevos refuerzos a Santo Domingo. Si en cincuenta días no regresaba —ordenó Ojeda a su teniente de forma secreta—, debían buscar la manera de volver a la Isla Española por sus propios medios.

Pizarro era de carácter solitario y taciturno. Si había acabado al mando de sesenta hombres no era por su labia o su capacidad de encandilar a los suyos, como en el caso de Cortés, una suerte de encantador de serpientes; sino porque en las batallas contra los indios había mostrado una fuerza asombrosa y en territorios insalubres y repletos de fiebres una enorme fortaleza mental. Bajo su disciplina, los sesenta hombres esperaron la llegada de Ojeda durante el tiempo señalado. Sin comida y enfermos, tenían que dormir con la espada y los escudos en las manos. Y esperaron en vano. Alonso de Ojeda murió a consecuencia de la herida mencionada, tras ingresar poco antes en un convento y renunciar a las cosas mundanas, entre ellas la de lograr un auxilio para Pizarro y los suyos. Con el paso de los días, los supervivientes de la trágica expedición desmantelaron el fuerte y trataron de embarcarse en dos pequeños bergantines, lo cual no fue posible hasta que murieron los suficientes hombres como para que cupieran todos. Era mejor esperar que la selección natural actuara, antes que abandonar a un solo compañero o elegir salvar a unos por encima de otros.

Cuando al fin pudieron alejarse del golfo maldito, uno de los bergantines se hundió al chocar con una ballena a la deriva y murieron todos sus tripulantes. Una vez más Pizarro, que viajaba en el otro barco, se salvó de la muerte de milagro. Se podría decir que la suerte le sonreía, salvo porque una vez se habían alejado del golfo fueron interceptados por el bachiller Fernández de Enciso, socio de Ojeda, que al mando de refuerzos ordenó a Pizarro y a sus harapientos soldados regresar al fuerte de San Sebastián. Allí la pesadilla volvió a repetirse en idénticos términos, en torno a las ruinas del puesto levantado por Ojeda.

América en ese tiempo era un pañuelo. Pizarro conoció probablemente a Colón poco después de poner pie en Santo Domingo, como lo hizo con Cortés y luego con Ojeda, todos ellos actores principales de aquella homérica empresa. Y entre los refuerzos que Enciso llevó al golfo de Urabá se contaba Vasco Núñez de Balboa, que se había enrolado como polizón en esta aventura huyendo de sus copiosos acreedores. Un rasgo característico entre los conquistadores: huir hacia delante cuando las cosas venían mal dadas.

Núñez de Balboa y Francisco Pizarro, ambos extremeños, compartían el hambre por los descubrimientos intrépidos. Conocedor de aquellos territorios, Núñez de Balboa convenció a Enciso de viajar al margen occidental del golfo de Urabá, entre lo que hoy es Colombia y Panamá. Allí fundaron Santa María del Darién y capturaron un gran tesoro en ropas de algodón y joyas de oro. La creciente popularidad del natural de Jerez de los Caballeros le elevó a alcalde de la nueva ciudad frente al impopular Enciso.

Bajo el gobierno de Balboa, el teniente Pizarro partió junto a seis soldados a descubrir una provincia llamada Cueba, que los indios proclamaban repleta de oro. Según el testimonio de fray Bartolomé de las Casas, los siete españoles debieron enfrentarse a poco de iniciar la incursión a cuatrocientos indios, que arrojaron sobre ellos piedras y flechas, si bien en este territorio al menos no era habitual envenenarlas. Aunque el rigor con las cifras nunca fue el punto fuerte de Las Casas, a decir él los siete españoles abatieron a ciento cincuenta nativos con sus armas europeas y la destreza del veterano teniente. Lograron regresar a Santa María del Darién todos menos uno, demasiado herido para seguirles el paso, a lo que Núñez de Balboa ordenó a Pizarro que volviera a por el hombre malherido. Sin rechistar, ni reprochar al alcalde la desastrosa excursión, el trujillano obedeció y trajo de vuelta a su compañero.

El siguiente proyecto del insaciable Balboa fue dar con un mar nunca visto al sur del continente. Al frente de 800 indígenas y 190 españoles, Balboa y Pizarro marcharon en septiembre de 1513 hacia el istmo de Panamá. A la altura de Comogre, un caudillo local les confirmó la existencia de ese misterioso mar en el que navegaban gentes con navíos de velas y remos. A pesar de las peticiones desde España de que los indígenas fueran tratados con escrupuloso respeto, no faltaron en estas expediciones los ataques injustificados a poblaciones y el secuestro de varios caciques a modo de coacción contra las tribus que encontraban a su paso.

Durante veinticinco días, la decreciente expedición del extremeño recorrió los 700 kilómetros de tierra húmeda y selvática que separan el océano Atlántico del Pacífico, en ese momento bautizado como Mar del Sur. Núñez de Balboa tomó posesión de su costa en nombre del rey Fernando el Católico y de su hija Juana. En la lista de los descubridores del nuevo mar aparece en tercer lugar el nombre del teniente Pizarro, en una muestra de la importancia que estaba ganando poco a poco el de Trujillo.

Por supuesto aquí no terminaban los proyectos de Balboa, que pretendía ser el primero en explorar este nuevo mar. Desconocía que en España los damnificados por sus planes intrépidos, entre ellos Enciso, habían persuadido al rey de poner fin a su exceso de iniciativa. Con este objetivo llegó a Santa María de la Antigua del Darién un nuevo gobernador, Pedrarias Dávila, de un carácter vengativo y pendenciero. Ni siquiera al casarse con una de las hijas de Pedrarias pudo Balboa impedir la tragedia. Mientras el gobernador cavaba la tumba de su yerno, Pizarro se ganó el grado de capitán en expediciones en Tierra Firme, donde una larga lista de hombres buenos perdió la vida. Su experiencia y fortaleza eran valoradas por el gobernador, tanto como su increíble capacidad de volver de una pieza a casa. A finales de 1518, Pedrarias ordenó a Pizarro que detuviera a su anterior jefe porque había realizado nuevas exploraciones sin contar ya con licencia real, si bien lo que subyacía debajo del arresto era la envidia y desconfianza que el gobernador guardaba desde el primer minuto hacia Balboa. El juicio contra él desembocó en su ejecución el 15 de enero del nuevo año. Su cabeza fue expuesta públicamente, clavada en una pica, durante varios días «por traidor a la Corona y al gobernador».

Los detractores del conquistador del Perú ven en su papel durante el proceso contra su viejo capitán Núñez de Balboa la enésima muestra de su naturaleza traicionera. Sin embargo, lo que de verdad se puede sacar de aquellos acontecimientos es que el extremeño era de férreas lealtades al gobernador y a la Corona de Castilla. Según el historiador José Antonio del Busto, en las correspondencias escritas desde la cárcel Balboa no expresó rencor alguno hacia Pizarro por haberlo apresado, porque entendía que solo había cumplido las órdenes del despótico Pedrarias. Lo que sí parece claro es que para entonces no tenían trato ni amistad, aunque solo le agradaría ver la cabeza de su viejo capitán clavada en una pica. La muerte así del descubridor del Pacífico, víctima de las envidias, es hoy, o debería ser, una espina clavada en la historia de España.

LA LEYENDA DEL BIRÚ

De haber seguido con vida es muy probable que Núñez de Balboa, siempre de oído fino en lo que se refería a las noticias de nuevas tierras, hubiera terminado siendo un persistente rival, tal vez socio, en la exploración de una rica y casi legendaria tierra llamada por los nativos «Birú». Entre 1519 y 1523, Pizarro fue el alcalde y regidor de la colonia de Panamá, convertida en una sala de espera para los aventureros antes de lanzarse a las entrañas del continente en busca de tesoros; y en este cargo, el conquistador escuchó las historias que contaban los viajeros sobre el rico territorio. A sus cincuenta años de edad, el extremeño unió esfuerzos con Diego de Almagro, de orígenes todavía más oscuros que los suyos, y el clérigo Hernando de Luque para internarse hacia el sur de Tierra Firme. Los tres socios comprometieron la mayor parte de su patrimonio en la primera expedición, que partió en septiembre de 1524 y derivó en perdición para los 80 hombres y 40 caballos que la integraban.

En esta incursión, el veterano capitán estuvo cerca de morir en una emboscada en los manglares colombianos a manos de los nativos, que le provocaron siete heridas grandes. Se salvó porque le dieron por muerto. El de Trujillo hubo de enfrentarse, además, a sus hombres y se mostró el más activo en la pesca de peces y cangrejos para los enfermos y recogiendo cocos, a pesar de sus heridas. Solo la posterior llegada de refuerzos comandados por Diego de Almagro, que perdió un ojo y tres dedos de la mano en otra emboscada, permitió a las huestes de Pizarro recuperar el aire.

El de Trujillo estaba advertido por la experiencia con Ojeda y con Balboa de que los fracasos de ese tipo podían ser, o al menos eso esperaba, la antesala de un gran descubrimiento. Si volvían entonces a Panamá, Pizarro y Almagro tendrían que enfrentarse a algo casi tan temido como los indios caníbales: los acreedores y un decepcionado Pedrarias, quien estaba descontento por el alto número de muertos en aquella Compañía de Levante. Los soldados castellanos eran demasiado escasos en América como para desperdiciarlos en misiones inciertas. Había demasiadas tierras que explorar, en tanto Castilla y Aragón no contaban con el potencial demográfico de Francia, cuyo monarca pidió insistentemente a Roma que le dejara ver la cláusula del testamento de Adán que le excluía del reparto del mundo realizado entre Portugal y España.

Mientras Pizarro permaneció durante más de dos años en los puestos avanzados sobreviviendo a los mosquitos y reteniendo, en ocasiones, a sus hombres a la fuerza; Almagro regresó varias veces a puertos civilizados en busca de refuerzos que arrojar sobre la Compañía de Levante. Todo continuó igual hasta el verano de 1526, cuando regresó con novedades el piloto Bartolomé Ruiz Estrada, enviado por Pizarro en un bergantín a explorar la costa sur del Pacífico. El andaluz relató que en su travesía había visto una embarcación de velas latinas que parecía desde lejos una carabela europea por su moderno acabado. Sus tripulantes iban vestidos con ricas telas de algodón y su lengua no se asemejaba a ninguna que hubiera oído antes de los españoles. Aquellos nativos del Birú no tardaron en hablarles de ciudades repletas de oro y plata, un relato que iluminó de dorado el semblante de Pizarro cuando lo escuchó. La leyenda por la que había comprometido todos sus ahorros era cierta.

A la vista de que por fin había posibilidades de cubrirse en oro, Pizarro se internó en el sur, pero, superado por las tribus locales, ordenó una vez más a Almagro que obtuviera refuerzos en Panamá, lo que apenas conseguiría dado lo desprestigiada que estaba la empresa. Al contrario, recibió órdenes de que todos regresaran de inmediato. Entretanto, el extremeño retrocedió hasta la desértica isla de Gallo (en la bahía de San Mateo), otra vez a la espera de más víveres y hombres con los que seguir adelante. Los ochenta conquistadores que allí se refugiaron habían sufrido ya suficientes fracasos y estaban hartos de aquel capitán huesudo que les impedía volver a Panamá.

Al borde del motín, dos barcos mandados por el nuevo gobernador Pedro de los Ríos arribaron en la isla para rescatar a los enfermos y a quienes quisieran volver a Panamá. Pizarro trazó, según la leyenda, una línea en el suelo y afirmó: «Camaradas y amigos, esta parte es la de la muerte, de los trabajos, de las hambres, de la desnudez, de los aguaceros y desamparos; la otra la del gusto.

Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere». Sea cierta o no esta arenga, poco probable dada la terquedad de palabras del extremeño, solo trece hombres, «los Trece de la Fama», decidieron quedarse junto al capitán en la isla del Gallo, donde todavía permanecieron otros cinco meses hasta la llegada de los apoyos que pudieron reunir Diego de Almagro y Hernando de Luque.

Cuando estuvieron listos partieron hacia el sur, dejando enfermos en la isla a tres de los trece. Esta primera expedición que alcanzó el Perú lo hizo a modo de exploración para sopesar las posibilidades lucrativas del territorio. El encuentro con nuevos indígenas en Túmbez, una ciudad de piedra que asombró a los españoles, confirmó la existencia de un gran imperio. Hubo que esperar hasta 1532 para que los planes militares del extremeño se materializaran, una vez se aseguró una licencia real para tomar posesión y fundar ciudades. Quizás al recordar las dificultades que había tenido Cristóbal Colón e incluso Hernán Cortés para reclamar sus derechos sobre territorios conquistados, Francisco Pizarro se trasladó a España, donde al pisar tierra fue encarcelado por causas pendientes, hasta que el emperador le dio vía libre para que se reuniera con la gobernadora de Castilla, esto es, su esposa. La capitulación que Pizarro firmó con Isabel de Portugal, en nombre de Carlos V, en Toledo, le concedió derechos de dominio sobre la zona de Perú, que iba desde el Río de Santiago (Río de Tempula) en Colombia, hasta el Cuzco.

El viaje a España, además, sirvió a Pizarro para levantar un pequeño ejército. Entre la tripulación alistada se encontraron tres hermanos por parte de padre, Hernando, Gonzalo y Juan, y uno de madre, Martín de Alcántara. Un colchón de fieles para protegerse las espaldas en su avance hacia el corazón inca, más cuando las capitulaciones de Toledo dejaron a Francisco como único adelantado, lo que provocó el primer amago de cisma entre el extremeño y Almagro. Los hermanos gozarían de un protagonismo clave en la conquista del Perú y la posterior administración de las ciudades levantadas por el hermanísimo. Así como durante la enemistad con Almagro.

En enero de 1531 Francisco partió desde Panamá al frente de 180 hombres y 30 caballos. Diego de Almagro ya reconciliado con el extremeño, quedó atrás otra vez a la espera de más voluntarios. Los fuertes vientos obligaron a Pizarro a desembarcar mucho más al norte de lo previsto. El clima tropical provocó entre los españoles fiebres y enfermedades hasta entonces desconocidas, entre ellas una epidemia de verrugas causada por la picadura de una mosca venenosa que redujo a los huesos a los expedicionarios. El resto de efectivos se unieron con el transcurso de las semanas, hasta que en julio de 1532 todos juntos fundaron el primer asentamiento español fortificado en Perú, San Miguel. Entre las nuevas incorporaciones se hallaba Hernando de Soto, hábil jinete, cuyas cualidades militares iban a ser fundamentales en la guerra que Pizarro estaba a punto de librar. El escenario había cambiado radicalmente respecto al anterior viaje. Allí donde esperaba dar con un imperio próspero y unos indios amables, los conquistadores encontraron destrucción y un rastro de muertos que apuntaba en dirección al Inca.

El Imperio inca hundía sus orígenes en el siglo XII, cuando los pueblos de cultura quechua extendieron su dominio sobre una región de Sudamérica que alcanzó cinco mil kilómetros, del sur de la actual Colombia al centro de Chile. No conocían la rueda ni la escritura ni el hierro, lo que no les impedía contar con ciudades de un esplendor desconocido en el mundo precolombino. Cuando los españoles alcanzaron Cuzco, comprobaron que la ciudad y sus calles estaban trazadas y empedradas. Sin embargo, en aquellas fechas el Imperio vivía un periodo de gran inestabilidad a consecuencia del conflicto sucesorio que enfrentaba a los hermanos Atahualpa y Huáscar. La guerra la ganaba el primero, apoyado por el estamento militar, como pudieron intuir los españoles en su avance desde San Miguel al interior de los Andes. En la fértil provincia de Caxas, Hernando de Soto describió un horizonte de cadáveres del bando sacerdotal colgados en altos cerros. Los testimonios recogidos por el sanguinario Atahualpa sobre los extranjeros le dejaron desconcertado. ¿Eran enviados del dios creador, el Contiti Viracocha, que en su día se marchó hacia el océano del que venían aquellos barbudos? ¿O más bien eran simples saqueadores? Las últimas noticias de que los supuestos dioses necesitaban comer y beber parece que le hacían inclinarse cada vez más por la segunda opción.

AL ENCUENTRO CON EL DIOS CREADOR

Francisco de Pizarro y Atahualpa acordaron a través de sus enviados conocerse en Cajamarca, la ciudad desde donde el inca había acometido la guerra civil contra su hermanastro. En muchos sentidos aquella urbe ofrecía más comodidades que las de Castilla, con calles empedradas y casas con acceso al agua. Atahualpa acudió confiado en que aquella pequeña fuerza no suponía una amenaza a su poder, mientras que los 160 españoles lo hicieron afectados por el súbito cambio de temperaturas y paralizados por el miedo, cada vez más conscientes del potencial militar de los incas. Muchos se mostraron partidarios de replegarse a Panamá, pues solo Pizarro presumía de tener un plan para salir con vida de la boca del lobo. La tarde del 15 de noviembre de 1532 los conquistadores entraron en una Cajamarca medio desierta, haciendo acopio de todas las piezas valiosas que hallaron a su paso, en un ambiente enrarecido que, a decir de los cronistas, aterró a muchos de los españoles. El numeroso ejército con el que Atahualpa acampó a las puertas de la ciudad no ayudó a calmar los ánimos.

Las crónicas difieren sobre la forma de actuar de Atahualpa, al que sus espías le habían apuntado que los españoles acostumbraban a dormir todos juntos en una misma casa, ante lo que barajó que la mejor estrategia era quemar esta vivienda con aquellos demonios dentro. El cacique inca contaba con un ejército de 50.000 hombres bien armados y confiaba en que sus flechas y sus lanzas pudieran contrarrestar las ventajas europeas, esto es, su pólvora y sus caballos. Pizarro no era un iluso. Consciente del peligro que le rodeaba, tomó algunas precauciones. Ordenó esconder un cañón de artillería y distribuyó a sus hombres en las casonas que formaban la plaza principal. Si oían disparos debían atacar todos al unísono. Con las espadas en la mano y los caballos ensillados, los españoles permanecieron en vela la noche previa al combate. En palabras del cronista Pedro Pizarro, algunos hasta se mearon encima a causa del miedo.

Un soldado vasco relató a su padre la tensión de la espera: «Pensamos que nuestras vidas eran fenecidos, porque tanta era la pujanza de la gente que hasta las mujeres hacían burla de nosotros y nos hacían lástima de cómo nos habían de ganar». A los integrantes del pequeño ejército de españoles se les veía como a cadáveres andantes a los que ya solo restaba enterrarlos o, al estilo precolombino, colgar sus restos de los cerros.

Se dice que Atahualpa se decidió a caer sobre los españoles al saber que habían entrado en los templos repartiéndose el oro. Borracho, según algunos cronistas, el monarca inca avanzó hacia la ciudad con los guerreros en disposición de ataque. A dos tiros de arcabuz de llegar, un mensajero extranjero le informó de que Pizarro aguardaba al inca en la plaza principal de Cajamarca. Atahualpa preguntó en boca de uno de sus capitanes si es que estaban ya hartos de robar y forzar mujeres, mas el extranjero no entendió nada y regresó junto a los suyos, creyendo que la actitud del monarca seguía siendo conciliadora. A punto de anochecer, Atahualpa entró en Cajamarca transportado en un palanquín de oro y plata adornado con plumas de papagayo por ochenta nobles y acompañado de una nube interminable de guerreros incas vestidos de forma vistosa y fiera. El general Rumiñahui y otros capitanes incas se desplegaron alrededor de la ciudad para impedir que ninguno de los españoles escapara con vida.

Según la versión de Pedro Pizarro, Atahualpa fue recibido por el fraile Vicente Valverde, junto a un soldado y un intérprete, quienes transmitieron al Inca la buena voluntad de los españoles una vez hubiera aceptado obediencia al emperador Carlos. Le hablaron de la religión católica leyéndole algunos fragmentos de la Biblia. Atahualpa reclamó ojear aquel libro de cerca y, al no poder abrirlo por estar cerrado, lo arrojó al suelo y exigió al soldado que le entregara su espada. A continuación, los insultó y los amenazó de muerte, lo que en palabras de Diego Trujillo se tradujo en un «ea, ea, que no escape ninguno». Una versión de los hechos que difiere según el cronista, pero en todos los casos destacan la poca templanza de Atahualpa y cómo el malentendido en torno a la Biblia fue el detonante. A ojos cristianos de la época, solo una ofensa así a la religión podía justificar que se desatara al instante un baño de sangre de aquellas dimensiones.

El gobernador Pizarro, vestido de arriba abajo con un traje de armas, dirigió a los veinticuatro hombres que estaban a su lado para atrapar a Atahualpa. En paralelo al audaz movimiento de Pizarro, la escasa caballería española cargó contra la masa de guerreros incas y desencadenó una trágica huida. Los españoles cayeron por sorpresa en la plaza. Los incas se chocaron entre sí y provocaron la caída de una pared de piedra que mató a cientos de hombres. La captura del monarca inca y los disparos de artillería a bocajarro contra la multitud desataron una espantada total: «Los aullidos que daban eran grandes, espantábanse y preguntábanse unos a otros si era cierto o si soñaban». Los miles de guerreros que aguardaban en el valle para entrar en Cajamarca tomaron las de Villadiego al ver la estampida. Como ocurrió a los aztecas en la batalla de Otumba, la desaparición de la cabeza del ejército indígena fue crítica para mantener la formación.

La acción de ese día no supuso, como parece imaginarse por las fábulas europeas, la destrucción del Imperio inca. El proceso iba a durar más de cuarenta años y alargarse hasta varias generaciones después de Francisco Pizarro. Si bien el derrumbe se aceleró debido a la sorprendente parálisis que siguió al encarcelamiento de Atahualpa, que permaneció en Cajamarca con los honores propios de su rango. Incluso se hizo amigo de los españoles, con los que jugaba al ajedrez y a los bolos para matar el rato. Al Inca le ofrecieron liberarle si reunía un rescate en oro y plata procedente de todos los rincones del Imperio. La estancia donde fueron acumulándose estos tesoros se llenó a reventar en sus seis metros de ancho y tres de largo. En Cajamarca Pizarro se hizo con un tesoro valorado en 13.420 libras de oro y 26.000 libras de plata, que fueron fundidas sin tener en cuenta el valor artístico de las piezas allí acumuladas. No era la arqueología, que entonces ni existía, lo que había llevado hasta allí a aquel puñado de aventureros. Una vez apartado el quinto real reservado para la Corona, Pizarro cumplió su promesa de hacer ricos a los que le acompañaran hasta el Perú, repartiendo la fortuna entre sus hombres. Paradójicamente, Diego de Almagro no estaba entre los combatientes de aquella batalla y se le privó de participar del reparto, aunque se reservó una pequeña parte para pagar sus gastos. Más leña para alimentar el rencor que crecía en lo más hondo del tuerto y mal encarado Almagro.

El pago del rescate no salvó a Atahualpa de la muerte. Pizarro sabía que los incas todavía contaban con miles de hombres preparados para aplastarlos al mínimo síntoma de debilidad, por no mencionar a los generales leales al Inca que buscaban la forma de liberar a su monarca. En la que es sin duda la mayor sombra de su biografía, Pizarro consintió que se condenara a muerte al Inca acusado de esconder tesoros, alentar el complot y haber usurpado el trono a su hermanastro Huáscar. La leyenda negra, hoy asumida por los grupos indigenistas, quiere describir al extremeño como un hombre sanguinario y cruel, instigador de la muerte de Atahualpa y de millares de incas. Su forma de proceder durante la conquista del Perú revela, por el contrario, que incluso asumiendo que era un hombre de su tiempo fue muy empático con la población inca y reclamó que se respetaran sus bienes. Su visión fue tan adelantada como para vislumbrar que el nuevo país resultante de las ruinas incas y el auge hispánico pasaba por el mestizaje, de ahí que él mismo, un soltero empedernido, tomara sucesivamente a dos mujeres nativas con las que tuvo varios hijos, a los que trató con gran cariño.

La ejecución de Atahualpa, que se salvó de ser quemado vivo por convertirse al cristianismo, hizo surgir lágrimas en los ojos del gobernador extremeño. No fue el único. Tanto Hernando de Soto como los hermanos de Pizarro creían que no era necesario ejecutarle o enviarle a España por el momento. Inés Muñoz, cuñada de Pizarro, aseguró que «nos ha afectado a todos este hecho, no lo comentamos, cada uno mastica su conciencia». La razón última para tantas prisas procedía del temor porque un ejército inca planeaba liberar al monarca, algo que Soto descubrió infundado durante una partida de exploración una vez ejecutado el Inca.

Al contrario, la muerte de Atahualpa revolvió a los incas. En Quito poderosos nobles se pusieron a disposición del general Quizquiz al conocer la noticia. Pizarro contestó invistiendo rey a Tupahualpa, títere de sus intereses, y apoyándose en los muchos enemigos del Inca fallecido. Para la conquista del resto del imperio Francisco Pizarro se valió de la ayuda de las maltratadas hordas del hermanastro de Atahualpa, Huáscar, y de pueblos sometidos por los incas, que estuvieron entusiasmados con la idea de vengarse de los oprobios sufridos. Conforme los españoles y sus aliados avanzaban a la ciudad real de Cuzco hallaron nuevas remesas de plata y oro transportadas hacia Cajamarca para pagar el rescate. La enorme cantidad de oro que encontraron en Hatun Xauxa daría lugar al dicho popular hoy vigente: «Esto es Jauja».

El avance hacia Cuzco fue lento y complicado, tanto como lo procuró el ejército inca levantado en Quito, que se dedicó a quemar puentes y pueblos del valle de Xauxa para evitar que los españoles pudieran aprovisionarse. Hernando de Soto y su caballería de vanguardia estuvieron cerca de ser masacrados. Al puro estilo del cinematográfico Séptimo de Caballería, incluido el sonido de trompetas, la ayuda de Diego de Almagro con refuerzos salvó a la vanguardia española del desastre.

Los rebeldes dirigidos por Quizquiz no se quedaron a las puertas de la ciudad real. Preferían quemar Cuzco antes de que se hicieran con ella los extranjeros, sobre todo porque la ciudad estaba dominada por los partidarios de Huáscar. Cuando el gobernador extremeño se percató de estas intenciones ordenó acelerar la marcha para llegar antes a Cuzco, una impresionante población con la traza de un puma sentado. A dos leguas de la urbe vieron una gran humareda salir de uno de los montes colindantes. Hernando de Soto, al mando de cuarenta jinetes, provocó la huida entre los rebeldes que habían prendido fuego al monte, que como era habitual le rebasaban en un número desproporcionadamente alto. En el mes de marzo de 1534 los españoles se hicieron con Cuzco y con los tesoros allí congregados, cerca de la cantidad de oro y plata obtenida en Cajamarca, que en esta ocasión sí pudo disfrutar Almagro.

Justo el gobierno de Cuzco sería uno de los principales motivos de controversia entre Almagro y Pizarro. El manchego aspiraba desde las capitulaciones de Toledo a tener su propia gobernación, lo cual ocurriría el 21 de mayo de 1534. A la ambigüedad en las cédulas reales que separaban las gobernaciones de Pizarro y Almagro se sumaba que Quito, al fin desalojada de rebeldes, era también reclamada por el adelantado Pedro de Alvarado, uno de los capitanes de Hernán Cortés. Diego de Almagro se reunió con Alvarado y le hizo entrar en razón. El adelantado accedió a venderle su armada y a que sus soldados se pasaran a las filas del manchego. Una decisión que iba a resultar fatal, porque bastante resabiados y hambrientos estaban ya los hombres de Almagro como para sumar a más hombres desheredados.

LOS VIEJOS SOCIOS SE ENFRENTAN A CUCHILLO

Francisco Pizarro quedó impresionado con la ciudad de Cuzco, como el resto de españoles, pero vio en su lejanía respecto al mar un obstáculo para hacerla sede de su gobernación. El extremeño, en tanto, fundó la Ciudad de los Reyes junto al río Rímac después de desechar muchos otros lugares, tras lo cual se dedicó en cuerpo y en alma a hacerla florecer, siguiendo al milímetro las cuadrículas dibujadas en un papel. Es por este motivo por el que, cuando Almagro acudió con los ánimos inflamados a Cuzco reclamando que la ciudad estaba en los límites de su gobernación, se las tuvo que ver con Gonzalo y Juan Pizarro, designados responsables de la ciudad. La urbe se dividió en dos bandos.

Durante días se sucedieron las refriegas, pero el 11 de junio de 1535 cesaron al hacer acto de presencia entre vítores el héroe Francisco Pizarro, que en solo una semana cruzó los Andes centrales a caballo. A esas alturas el de Trujillo era una auténtica leyenda en América y su mera figura bastó para calmar los ánimos. Almagro y Pizarro se abrazaron, por última vez en su vida, y pactaron una solución salomónica: el manchego partiría cuanto antes hacia los misteriosos parajes de Collasuyo, en Chile, y en caso de que no se pudieran poblar aquellas tierras Pizarro le cedería parte de su gobernación. Todo ello, en cualquier caso, a la espera de que el emperador Carlos aclarase los límites entre ambos.

El 3 de julio Almagro salió de Cuzco al frente de 560 españoles y 15.000 guerreros nativos al mando de otro hermanastro de Atahualpa. Ávido de más acción, Hernando de Soto se ofreció a ir con ellos a Chile, que se antojaba una tierra llena de tesoros; pero el propio Almagro se lo impidió por desconfiar del hábil capitán de caballería. Y mejor para él. De regreso a España con una enorme fortuna, fue colmado de honores y, cuando se cansó de la vida cortesana, asumió el cargo de gobernador en Cuba y se internó más tarde en La Florida. En cualquier caso, en Chile no faltaron los hombres de calidad, sino la suerte. Almagro invirtió todos sus ahorros en la aventura y durante más de dos años recorrió junto a sus hombres las regiones de Bolivia, Chile y Argentina, si bien únicamente halló parajes desérticos. En el desierto de Atacama el sol abrasaba por el día y la oscuridad helaba por la noche. Por no mencionar la presencia de los feroces nativos mapuches, uno de los pueblos llamados a ser el enemigo más persistente del Imperio español en las siguientes décadas.

La aventura de Almagro fue la oportunidad perfecta para que se produjera un levantamiento inca instigado por el sustituto de Tupahualpa. Con la precipitada salida de Pizarro de Cajamarca, quedó sellada la suerte del hombre colocado por él en el trono inca. Tupahualpa fue envenenado por los suyos, a lo que los españoles replicaron elevando a otro monarca que creían fácil de manipular y enemistado con los rebeldes procedentes de Quito, un medio hermano de Huáscar llamado Manco. Poco después de la conquista de Cuzco, el nuevo Inca juró lealtad al emperador Carlos y Pizarro le situó en una bonita jaula de oro. Sin embargo, Almagro y el Manco Inca estrecharon lazos en los siguientes meses. Él fue quien le sugirió que en Chile daría con grandes riquezas e incluso le ayudó a levantar un ejército indígena para que le acompañara en esta empresa. Lo que desconocía el gobernador de Nueva Toledo es que Manco Inca había acordado que los soldados incas exterminaran a todos los españoles cuando estuvieran en las áridas tierras de los desiertos chilenos. Con esto, la expedición resultó un desastre desde el principio y no hubo ocasión para que se consumara la traición. Los indígenas estaban tan debilitados como los españoles y sus intenciones permanecieron ocultas.

Mientras esperaba que las fuerzas de Almagro fueran apuñaladas por la espalda, Manco Inca trató de fugarse varias veces de Cuzco y organizó un complot de nobles incas contra los españoles. Se había dado cuenta de que su poder era nominal; de que sus compatriotas realizaban todos los trabajos abusivos en las ciudades y los campos; y de que ya no necesitaba a los españoles para vengarse de los enemigos de Quito, pues los generales de Atahualpa habían sido todos vencidos. Hernando Pizarro, máxima autoridad en la ciudad, dio de forma inexplicable permiso a Manco Inca para salir de Cuzco en vísperas de que, el 3 de mayo de 1536, la ciudad apareciera rodeada por un ejército de unos 200.000 hombres que «parecían un paño negro» cubriendo los campos de alrededor. Los españoles de las poblaciones cercanas a la capital fueron masacrados sin la menor clemencia.

Con Francisco Pizarro en la Ciudad de los Reyes y Almagro en Chile, la guarnición de españoles en Cuzco se reducía a 250 personas, de las que solo un centenar eran aptas para combatir. A eso había que añadir, no obstante, a unos dos mil indígenas enemistados con los incas. Durante el cerco, la comida no tardó en agotarse y los incas estuvieron a punto de tomar toda la ciudad, incluida la fortaleza clave de Sacsayhuamán. En la defensa de esta fortaleza recibió una pedrada en la cabeza Juan de Pizarro, que en el plazo de dos semanas falleció. El asedio de Cuzco duró más de un año por la incapacidad de Francisco de organizar un rescate en condiciones. El gobernador del Perú lanzó una llamada de auxilio a los gobernadores de Panamá, Guatemala y México: ¡toda la tierra ganada estaba en riesgo! A la congoja sufrida por temer que todos sus hermanos habían muerto, se sumó la frustración de que tres oleadas de soldados enviadas en su auxilio fueran vapuleadas por las inclemencias y las emboscadas nativas.

El caos vivió su momento de máximo fragor cuando fue cercada la propia Ciudad de los Reyes. El 5 de septiembre 50.000 incas invadieron el margen derecho del río Rímac y pronto comenzaron los ataques a la ciudad. Era una marea marrón de penachos de plumas, estandartes de guerra, hachas y armas de bronce. Cargaban a gritos contra la escasa línea española, y poco después volvían a gritar y repetían el ataque. La situación obligó al extremeño a enfundarse su armadura desgajada. A sus cincuenta y ocho años, Francisco Pizarro ya no tenía la fuerza de otro tiempo. Siendo jóven su gran altura, su mirada penetrante y su enorme resistencia le habían convertido en un temido infante. Pero ahora los años habían caído sobre sus hombros. Se armó como pudo y se subió a su caballo al frente de una pequeña fuerza de veinte jinetes.

Después de seis días de hostigamiento determinaron los incas asaltar la ciudad, de modo que Pizarro volvió a emplear la misma estrategia que en Cajamarca. Ordenó a los soldados españoles que se atrincheraran en los edificios de la plaza principal y aguardaran a que las huestes se internaran hasta la cocina. Y también aquí el resultado fue el mismo. La emboscada noqueó a los incas y en el combate murió el general destinado por el Inca Manco. Aquel asalto fracasó sin que, por ello, los nativos renunciaran a mantener el cerco desde los altos cerros.

El 12 de octubre un ejército de guerreros aupado por la madre de Inés Huaylas, la princesa inca unida con Pizarro, rompió el bloqueo cuando arreciaba el hambre; 300 españoles acudieron poco después a la Ciudad de los Reyes respondiendo a la petición de auxilio. Liberados del asedio, Francisco Pizarro y la fuerza de rescate se dirigieron a levantar el cerco sobre Cuzco. A pesar de todo, no fue posible liberarla hasta el 29 de mayo del siguiente año. La desmotivada expedición de Almagro volvió a la ciudad en esas fechas y los incas se retiraron, frustrados por no haberse podido imponer a una fuerza tan pequeña.

Los cronistas afirman que los indígenas achacaron su derrota a la presencia de una señora vestida de blanco que apagaba todas las flechas encendidas con sus manos, y a un hombre de barba blanca con el hábito de Santiago que cabalgaba en un caballo blanco… Una explicación mitológica para ocultar que los incas estaban mal equipados, entorpecidos por la compañía de sus mujeres e hijos y carecían de un líder tan carismático como el fallecido Atahualpa a la hora de dirigir los combates. Manco Inca se internó en la selva una vez consumado el fracaso y desplegó en los siguientes años una guerra de guerrillas muy incómoda para los españoles.

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