Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


3. Julián Romero, el encantado

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JULIÁN ROMERO,

EL ENCANTADO

En el momento de su muerte, a Julián Romero le faltaba un ojo, una pierna, un brazo y no escuchaba bien de un oído. El soldado conquense, además, había perdido a un hijo, tres yernos y cuatro hermanos luchando en la milicia. Las cicatrices recorrían de arriba abajo su cuerpo, a modo de tatuajes de las guerras libradas durante toda una vida. Un tipo indestructible. También los Tercios de Flandes tenían su particular medio hombre. Pero el hallazgo más sorprendente en su cuerpo era que, al abrirle el pecho, apareció un corazón de gran tamaño y peludo… Lo mismo que el romano Mesenio, de quien se decía que había dado muerte a 300 espartanos de su propia mano, como otros héroes mitológicos con pelo en el corazón. Una enfermedad cardiaca de algún tipo que da pie a la frase más heroica que se puede proclamar de un militar: el corazón de Romero era tan grande que no le cabía en el pecho.

Ante la necesidad de afrontar una interminable serie de campañas militares, Carlos V sacó el máximo provecho de su mayor activo militar, las coronelías castellanas, y puso las bases de los primeros tercios en 1534. La fama de esta infantería tras las campañas italianas arrojó a las banderas de alistamiento a antiguos soldados, labriegos, campesinos, hidalgos, nobles e incluso niños. Hasta que la corrupción y la obsesión por la limpieza de sangre terminaron por quebrar el sistema en el siglo XVII, los Tercios de Flandes ofrecían una oportunidad en igualdad de condiciones independientemente de la clase social.

Natural de Torrejoncillo del Rey (Cuenca), un adolescente imberbe llamado Julián Romero de Ibarrola trató de escapar de la miseria a través de esta oportunidad. Su padre tenía raíces vascas a través del Señorío de Vizcaya y vivía como maestro de cantera en el pueblo conquense de su esposa, entonces llamado Torrejoncillo de Huete, cuando murió corneado por un toro y dejó a su familia presumiblemente en una situación precaria.

Julián, como se le llamaría años después en la Corte sin necesidad de dar su apellido, encabezaría la primera generación de soldados de los tercios. Con dieciséis años, el joven huérfano ingresó en la mítica infantería en calidad de mochilero y ayudante de algún soldado. Dada su minoría de edad, le estaba reservado este puesto bisoño que se encargaba de transportar parte de los pertrechos de los soldados y de hacer las veces de aguador en asedios y combates. Otra modalidad para imberbes como Romero era la de mozo de tambor, esto es, el que toca este instrumento para marcar el paso de la infantería.

En torno al ejército castellano revoloteaba toda una nube de estos granujas, que se vinculaban a una compañía, e incluso recibían un pequeño sueldo, hasta poder ingresar en el oficio de las armas. Una vez lo hizo, Romero pasó a ser lo que los soldados de la época llamaban un bisoño, palabra que procede de la expresión italiana «fa bisogno» («hay necesidad»). Los nuevos soldados entraban en sus inicios como picas secas, lo que equivalía a sostener las largas picas en combate, sin yelmo y sin coraza. A partir de entonces corría de su cuenta hacerse con un yelmo o un morrión (el característico casco de acero en forma de media almendra), además de un peto de cuero o acero, que aumentaran sus posibilidades de supervivencia. Otra opción era que se compraran un arcabuz o un mosquete, lo que incrementaba su sueldo porque tenían que pagar ellos la pólvora y la munición casi siempre de su bolsillo. La expresión «disparar (o tirar) con pólvora del rey» hace referencia a lo excepcional, y oportuno, de que la Corona facilitara a veces esta pólvora.

Julián Romero tuvo su bautizo de pólvora en la campaña de Túnez de Carlos V, tras un periodo de instrucción en Italia. En 1535, el monarca trasladó la guerra al Norte de África con el objetivo de acabar con la base predilecta de una dinastía de piratas turcos apodados Barbarroja, cuyos padres eran un albanés secuestrado cuando era niño por los turcos y una española también cautiva. El joven Romero debió maravillarse ante el despliegue militar más impresionante de los muchos que realizó Carlos V. Atrajo a Túnez a toda la alta nobleza de Castilla y a algunos de los personajes más ilustres de los Países Bajos e Italia, vestidos de oro y plata, así como a un contingente internacional procedente de todos los rincones de sus reinos. Encabezado por el propio Carlos, el ejército desembarcó en junio de 1535 en la antigua Cartago y, bajo un sol abrasador, puso cerco a la fortaleza de La Goleta, que sigue siendo hoy la llave de la ciudad y del puerto de Túnez. Con la llave en la mano, el emperador asaltó la ciudad a finales de ese mismo mes y se hizo con su ansiada victoria en África, tal vez la única reseñable aquí de su carrera y la que le proclamó Dux africanus. No obstante, la huida de Jaredín Barbarroja dejó la cruzada huérfana. Cuando hubo terminado la costosa ofensiva imperial, el corsario se limitó a trasladar sus bártulos de pirata de Túnez a Argel.

Romero coincidió en Túnez con numerosos nobles flamencos y tal vez aquí asumió su vocación internacional. A partir de 1538 sirvió en el entonces manso Flandes, que años después se convertiría en un fangal de turbulencias. El territorio natal del emperador era un conjunto de provincias con gran independencia entre sí y bajo el control de una nobleza todavía anclada en la Edad Media. La modernización que estaba en marcha en los reinos hispánicos y en Francia, con la creación de los cimientos de un estado moderno, resultaba indiferente en los Países Bajos. Carlos V, a diferencia de lo que luego haría su hijo, ni se molestó en intentar domar a su nobleza y delegó el gobierno en su hermana María de Hungría, que dio a este territorio uno de sus momentos de mayor esplendor. Así las cosas, el verdadero peligro en aquellos años eran las perennes aspiraciones galas sobre varias de las provincias de los Países Bajos, cuya zona limítrofe con Francia contaba con grandes similitudes culturales y sociales. Cada una de las guerras periódicas que enfrentaron al Imperio español con Francia involucró, especialmente, al norte de Italia, a la frontera vasca y al sur de los Países Bajos, aun cuando los vasallos de los Países Bajos abogaban por mantenerse neutrales en estas disputas. Francisco I de Francia sabía bien que si quería ganar a su enemigo íntimo debía dividir a las tropas hispánicas en distintos fuegos.

Durante la cuarta guerra entre Carlos y Francisco, Romero estuvo implicado en la defensa de los Países Bajos dentro de la compañía de Hernando de Acuña. Francisco I mordió primero invadiendo Luxemburgo y atacando Perpiñán; a lo que los españoles replicaron con un contraataque en Flandes y con otro en la parte alemana. El conquense participó en el asalto y toma de la inexpugnable plaza de Duren (Alemania), en 1543, frente a las tropas del duque de Cleves-Julich, el mayor aliado de Francisco I de Francia entre los nobles alemanes. Ante una de las murallas más imponentes de Europa, la artillería imperial solo consiguió abrir pequeñas brechas por las que fueron incapaces de pasar los soldados españoles e italianos. La ingeniosa respuesta de los españoles fue escalar la muralla, desafiando un terrible fuego enemigo y sufriendo graves bajas.

Avergonzados y derrotados, los franceses y los alemanes justificarían la pérdida de esta plaza, según el cronista fray Prudencio de Sandoval, porque los atacantes no eran humanos comunes, sino «diablos, que los españoles eran unos hombres pequeños y negros que tenían las uñas y los dientes de un palmo y se pegaban a las paredes como murciélagos, de donde era imposible arrancarlos». Ya entonces se temía a los españoles como expertos en los asaltos a plazas por su enorme resistencia y arrojo. Y ya entonces Romero empezó a acumular heridas en su cuerpo por exponerse a graves peligros en estos ataques a pecho descubierto.

SIR ROMERO DE CUENCA

A golpe de pica y arcabuz, el castellano fue subiendo escalones. De cabo a sargento; de ahí a alférez y, luego, a capitán. Bastó para ello su talento como soldado y su liderazgo. En los tiempos de Romero, los ascensos en los tercios estaban basados en certificados de experiencia y antigüedad, no así en recomendaciones o en la tonalidad de la sangre. Ni siquiera proceder de la nobleza aseguraba, salvo excepciones, el mando de entrada. Todos empezaban desde cero y hasta un niño hambriento de Cuenca podía pasar en solo diez años de ser un paje a capitán. Este prestigioso cargo militar se encargaba del mando y disciplina de una compañía, un grupo de 250 soldados. La parte estratégica estaba reservada al general y al maestre de campo, pero muchas decisiones tácticas quedaban al criterio de lo que cada capitán decidiera sobre la marcha. Se esperaba de estos que no rehusaran nunca la primera línea de combate.

El capitán Julián Romero acudió a Inglaterra en condición de mercenario del monarca Enrique VIII, cuya alianza con España se había renovado a partir de la muerte de su anterior esposa, Catalina de Aragón. El monarca español recibió con tristeza la noticia sobre el fallecimiento de su tía, sobre todo cuando sonaron rumores de envenenamiento, pero en cierta forma fue una liberación. En términos de política pura y dura, el cisma iniciado por Enrique VIII a raíz de su divorcio le alejó de la esfera de Carlos V y le acercó a la de Francisco. Ahora, sin el espinoso asunto de por medio y con Ana Bolena descabezada, Carlos podía sumar de nuevo los esfuerzos ingleses a su interminable guerra. Harto de las injerencias francesas en Escocia, el monarca inglés accedió, por su parte, a romper sus relaciones con Francia e invadir a su anterior aliado en una acción coordinada con Carlos. Al frente de un voluminoso ejército, el emperador estuvo a punto de caer sobre París, en septiembre de 1544, mientras parte de las tropas galas estaban entretenidas en el norte con los ingleses. Incluso después de que Carlos y Francisco firmaran por esas fechas la paz de Crépy, Inglaterra siguió la guerra en solitario dos años más.

La unidad de un millar de españoles al mando de Pedro de Gamboa fue empleada por el monarca —frustrado por la mala calidad de la infantería británica— para sus campañas en Escocia y contra Francia. En enero de 1546, Romero estuvo presente en la defensa de Boulogne, cerca de Calais, donde el ataque fallido forzaría a un desfondado Francisco I a firmar la paz con Enrique en el verano de ese mismo año. Como era habitual en la época, y más entre oficiales castellanos, los duelos se acumularon en la hoja de servicios de Romero. En cierta ocasión, estando en Boulogne, un aventurero desertor español que combatía con los franceses retó a Gamboa a probar su honor, lo que el capitán Romero aceptó en nombre de su maestre de campo. Un caballero inglés, sir Henry Knivet, se encargó de proporcionarle el equipo y le apadrinó en un acontecimiento que «provocó irrisión y burla» entre los presentes. Al inicio de la justa, el caballo del conquense fue herido y, con la espada también extraviada, se vio obligado a combatir únicamente con una daga.

Durante tres horas, Romero se defendió a duras penas detrás del cadáver de su montura, en un combate deslucido. El español al servicio de Francia le incitó entonces a rendirse, porque «no te quiero mal, señor Juliano» (una frase que se convirtió en un dicho corriente en la Corte francesa para cuando alguien quería rehuir la lucha). Otros más grandes y habilidosos que él sí querrían matar a Romero en el futuro y, en cambio, no podrían… Pero a punto de perder, se revolvió con la daga, al estilo español, para lograr la victoria sobre el lenguaraz desertor. El mismísimo rey inglés, gran admirador de las justas medievales, premió su gesta con un mayorazgo en tierras, una renta de 150 libras anuales y su aprecio.

En las islas inglesas, el capitán castellano participó también en la invasión de Escocia, concretamente en la célebre (toda la historia inglesa lo es por empeño de su poderosa propaganda) batalla de Pinkie, librada el 10 de septiembre de 1547. La contienda es hoy en día recordada por ser la última batalla campal entre escoceses e ingleses y, quizá, la primera moderna en suelo británico. La derrota escocesa fue de entidad: casi 15.000 muertos y 2.000 prisioneros, lo que sumió este reino en la indefensión. Sobre los méritos de Romero debieron de ser elevados, puesto que el comandante inglés le nombró caballero sobre el campo de guerra. La Corona inglesa le ascendió con presteza de maestre de campo a sir y banneret. Lejanas sonaban entonces las estrecheces en Torrejoncillo del Rey para un auténtico caballero inglés con vasallos bajo su bandera (knight having vassals under his banner).

Por muchas mercedes que recibiera, el servicio como mercenario de Julián Romero a la Casa Tudor tenía fecha de caducidad. Al fin y al cabo, el castellano solo había acudido a Inglaterra por orden de su verdadero monarca, Carlos V, ya en proceso de retirada de la vida política, y él en verdad «no quería servir a herejes». Tras más de una década al servicio de los intereses ingleses, Julián Romero fue recibido con los brazos abiertos en los ejércitos hispánicos. En Flandes entró como capitán de las tropas que protegían este territorio al mando de Guillermo de Orange, lo que no deja de ser una grotesca ironía, dado que este mismo Orange sería el famoso líder rebelde contra el que combatirían Romero y sus camaradas durante décadas. En 1554, conoció además al hijo de Carlos, el futuro Felipe II, todavía príncipe de Asturias, y le acompañó en su viaje a Inglaterra para que se casara con la hija de Enrique VIII, María Tudor. Como rey consorte de Inglaterra en ese momento, el monarca vio un filón en el conocimiento de la lengua y la cultura inglesa que tenía Romero. Sobre todo en un país que, según los acompañantes del monarca, estaba lleno de enemigos de la nación española.

Se dice que durante el viaje el soldado castellano evitó un atentado contra el príncipe y despachó con la espada a cinco magnicidas. Un episodio heroico que, como todo este viaje a Inglaterra, debe ser puesto bajo cuarentena ante la posibilidad de que en esas fechas Romero estuviera prisionero en Dinant. El conquense había demostrado una fortaleza y un talento belicoso fuera de lo normal, no así que pudiera teletransportarse y estar en dos sitios a la vez. Pierre de Bourdeille relata que, según le contó el propio Julián, estuvo presente durante el sitio de la ciudad de Dinant (Bélgica) por parte de los franceses y fue el encargado de parlamentar la rendición de la plaza cuando ya no se podían defender más que ruinas. Romero se plantó frente al mando francés para reclamarle condiciones más favorables «hacia nosotros soldados españoles, recogiéndonos y tratándonos no como vencidos, más bien que padecer alguna deshonra y afrenta». Quería abandonar la ciudad y rendir su compañía, siempre y cuando se le permitiera salir con sus banderas y sus armas. Una petición a la que el condestable de Francia respondió con igual brusquedad: «En verdad, buen señor, me divertís, y tendría gracia que el tomador quedase por tomado y el vencedor por vencido; y que quien hace temblar tierras y mares cediese en reputación de armas a un pajarillo como vos…».

A pesar de las violentas palabras del francés, que incluyó una amenaza de soga, Romero insistió en que al menos se les autorizara a doce españoles a conservar las armas. Impaciente, el condestable engañó al resto de españoles haciéndoles creer que el capitán abogaba solo por él y sus amigos cercanos, a lo que, engañados, salieron a la vez que los alemanes y flamencos desarmados. Romero quedó preso por su bravata.

DE SAN QUINTÍN A GRAVELINAS, ROMERO DESATADO

Felipe II, inmerso en otro episodio de las guerras contra Francia, le designó maestro de campo y caballero de Santiago (en 1558) en cuanto fue liberado mediante el pago de un rescate. No era Felipe II, ni mucho menos, de aquellos que dieran algo sin esperar recibir el doble a cambio... Aunque el rey apostaba por la paz con Francia, nada pudo hacer para evitar el reinicio de las hostilidades en 1556. El nuevo Papa, de origen napolitano, Paulo IV, detestaba a los españoles, de los que decía ser «simiente de judíos y de moros». Enrique II de Francia, hijo de Francisco I, no tardó en acudir a la llamada del Papa para inmiscuir sus armas con los aliados italianos de Felipe II. Nuevos rostros para viejas rivalidades. Simultáneamente, una flota turca (aliada con el Papa y con Francia) realizó una ráfaga de ataques sobre las costas de España y sus aliados. Todos sus enemigos, varios príncipes italianos incluidos, se arrojaban rabiosos sobre el inexperto rey para darle la bienvenida.

El rey ordenó sendos contraataques: uno en Italia y otro en el norte de Francia. Desde Italia, el mejor general español, el gran duque de Alba, entonces virrey de Nápoles, se lanzó a rebajar las venenosas aspiraciones del papa Paulo IV en una campaña que situó sus tropas a las puertas de Roma. En el norte de Francia, por su parte, el ejército hispánico tomó el camino de París. 42.000 hombres, dirigidos por el duque de Saboya, Manuel Filiberto «Cabeza de hierro», invadieron Picardía y pusieron bajo sitio la ciudad de San Quintín, cuya posición servía de parapeto a París. En esta plaza solo había unos centenares de soldados, pero entre el río Somme, la laguna y los muros de alrededor albergaba una poderosa defensa. En medio del río y los pantanos se situaba una zona de tierra, llamada el arrabal de la Isla, que era la única comunicación de San Quintín con este margen del río. El paso era difícil, se hacía a través de un estrecho puente, llamado de Rou, que además estaba fortificado.

Sin reparar en ello, el 2 de agosto de 1557, las compañías españolas comandados por Julián Romero y Candolenet se apoderaron del arrabal de la Isla, cuya guarnición no tuvo tiempo de responder, salvando los fosos y las baterías defensivas. La réplica francesa fue enviar al almirante Gaspar de Coligny al mando de un contingente de socorro formado por apenas 500 hombres, que logró introducirse en la ciudad durante la noche del 3 de agosto. Además, el condestable Anne I de Montmorency, con un ejército de 28.000 hombres (incluidos unos 6.000 jinetes), acudió a ayudar a la ciudad sitiada. Los atacantes estaban atrapados entre dos ejércitos.

El desprecio que Montmorency profesaba a Manuel Filiberto le llevó a subestimar el poder militar que este tenía a su alcance. El ejército hispánico formaba a su derecha con soldados españoles y alemanes a las órdenes del capitán Alonso de Cáceres; el ala izquierda quedaba reservada para el legendario Tercio de Saboya, encabezado por el maestre de campo Alonso de Navarrete; mientras que el centro, liderado por el capitán Julián Romero, contaba con presencia española, borgoñesa e inglesa. Asimismo, la caballería hispánica, que iba a jugar un papel determinante en la contienda, corría a cargo del temerario conde de Egmont.

Los sucesos se precipitaron el 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo, cuando la vanguardia francesa trató de cruzar el río Somme para unirse a la guarnición de San Quintín. La caballería de Egmont lo impidió y obligó a los franceses a replegarse a una zona boscosa cercana. Montmorency dio entonces la orden de retirada para evitar la lucha campal, pero Romero y sus arcabuceros entorpecieron desde el puente la vuelta a la otra orilla. El lento repliegue de los franceses, con los cañones a la cabeza, permitió al duque de Saboya cerrar su puño sobre el objetivo. Apenas formada la defensa francesa, la caballería cargó contra los carromatos, sin dar tiempo a la caballería gala para organizar un contraataque. Mientras tanto, los cuadros de arcabuceros españoles, siempre ágiles en lo referido a movimientos tácticos, sembraron el caos en todas las líneas, causando la rendición en bloque de los 5.000 mercenarios alemanes de la vanguardia francesa.

El choque de tropas se resolvió de un plumazo. En menos de una hora, la infantería de Montmorency fue derrotada por el grueso del ejército del duque de Saboya, que hasta ese momento no había entrado en batalla. Al menos 5.000 soldados franceses perecieron en una jornada donde «había tantas moscas azules y verdes emergiendo de sus cadáveres, fecundadas por la humedad y el calor del sol, que cuando remontaban en el aire ocultaban el sol». Dispuesto a morir con honor, el anciano Montmorency buscó el cuerpo a cuerpo, hasta que un soldado castellano llamado Pedro Merino de Sedano le hirió en un muslo y le hizo su prisionero. Romero también participó en la caza mayor que siguió a la batalla. Sus arcabuceros capturaron al conde de Coligny, cabeza de los hugonotes franceses. Un trofeo heroico para compensar que en San Quintín le reventaron la pierna con un mosquete. La primera evidencia para sus enemigos de lo exasperantemente difícil que iba a ser matar al conquense.

San Quintín se antojaba la estación final de aquella guerra, tanto que Felipe II aprovechó esta victoria para levantar en su conmemoración el Real Monasterio de El Escorial. Una excusa como cualquier otra, pues los acontecimientos demostraron que Francia aún guardaba una bala en la recámara. Al siguiente año, Enrique II reclutó un nuevo ejército en la Picardía, que puso en manos de Luis Gonzaga-Nevers, y pidió al sultán otomano que mantuviera ocupada a la flota española. Pero, sin duda, el momento más peligroso para los intereses del Imperio español vino a través del señor de Thermes, que apuntó con otro ejército —formado por 12.000 infantes, 2.000 jinetes y mucha artillería— al corazón del mismísimo Flandes. Los esfuerzos por revertir la situación corrieron a cargo del conde de Egmont, un general de Felipe II presente en San Quintín con un concepto idealizado y medieval de la guerra, que vencería a las tropas francesas en la localidad de Gravelinas con una táctica plagada de riesgos.

Las órdenes recibidas por Egmont se limitaban a que hostigara la retaguardia francesa. No debía entablar un enfrentamiento directo con fuerzas que se suponían más poderosas que la amalgama reunida por los españoles. Sin embargo, en una decisión poco meditada, Egmont se encaró con el enemigo el 13 de julio de 1558 y realizó una carga de caballería de consecuencias nefastas. De nuevo, la infantería salvó la jornada. La contienda cambió de color cuando los arcabuceros españoles, con Julián Romero presente en el lance, se colaron por el costado enemigo con la intención de disparar desde la línea de carruajes que protegía el campamento francés. Con todo, el golpe de gracia a los franceses lo causaron los cañonazos de una flotilla —probablemente una flota guipuzcoana— que apareció por sorpresa en la espalda gala. Sin escapatoria, el número de bajas francesas fue muy elevado.

LA REBELIÓN DE FLANDES TOMA EL RELEVO

La inesperada victoria de las Gravelinas obligó a los franceses a resignarse con la Paz de Cateau-Cambrésis, que significó un largo periodo de tranquilidad entre ambos países. El rey recompensó al católico Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois, en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles de un país al borde de estallar en protestas religiosas. Al enemigo francés le dio el relevo la interminable guerra de Flandes. En 1560, Egmont y Orange renunciaron a sus cargos en el Ejercito Imperial y exigieron la salida del país de los soldados de nacionalidad española, como protesta por las interferencias de Felipe II en la política local. La revoltosa nobleza flamenca estaba demasiado acostumbrada a que cada uno hiciera lo que le viniera en gana como para aceptar las órdenes de un monarca tan puntilloso.

De ahí que, en 1567, el gran duque de Alba se dirigiera allí con lo más granado de las tropas y oficiales españoles para ahogar la posible rebelión. Entre ellos, Julián Romero como sargento mayor general de los 1.500 soldados del Tercio de Sicilia. En poco tiempo, su general en Gravelinas pasó de ser su aliado a ser un rival. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El duque de Alba era hombre severo e inquebrantable y siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, al que el noble castellano le profesaba gran admiración a pesar de la caduca ideología militar que representaba. Pero más querencia tenía a obedecer órdenes de su monarca. Alba no albergaba dudas de la implicación en la revuelta de Egmont, Hornes y Guillermo de Orange: «Siempre que veo las cartas de esos tres señores, me ahoga la cólera en términos que, si no me esforzara en reprimirla, creo que mi opinión parecería a Su Majestad la de un hombre frenético».

El 9 de septiembre de 1567 invitó a Egmont y Hornes a un banquete en nombre de su hijo bastardo, el prior Hernando, que terminó con el capitán español Sancho Dávila deteniendo a los dos nobles católicos.

Ambos fueron encarcelados en celdas separadas. No en vano, una teoría sostiene que hombres afines al duque de Alba advirtieron al flamenco el día antes de su apresamiento de lo que iba a ocurrir, supuestamente, con el consentimiento del noble castellano. Y no fue sino Romero, viejo camarada de Egmont, el portador de este mensaje. Sea falsa o verdadera esta historia, el flamenco decidió no huir, creyendo que el Imperio español no incurriría en tan grave traición. Antes del siguiente verano, el conde de Egmont fue decapitado en el Mercado de Caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas de su propio verdugo, Alba, del que se dice que no pudo contenerse al ver a uno de los últimos caballeros medievales muerto de esa manera. A Romero le tocó la tarea de acompañarle hasta el cadalso.

Enterado en Roma de la ejecución, el cardenal Granvela, conocedor de los asuntos de Flandes, preguntó si Orange había sido también tomado. Cuando le dijeron que no, acertó a decir: «Pues no habiendo caído aquel en la red, poca caza ha hecho el duque de Alba». Guillermo de Orange era una oveja demasiado astuta como para ir a dar la bienvenida al lobo. Durante años fue un fiel servidor de la familia Habsburgo y sus raíces eran más alemanas que holandesas, lo que no fue impedimento para que la resistencia antihispánica se congregara en torno a su figura. Aunque los nobles calvinistas mantenían recelos hacia él, el de Orange y su hermano, Luis de Nassau, lograron disipar las dudas levantando un ejército mercenario mayor en número a las tropas de Alba. Confiaban en que si derrotaban al castellano, o al menos mostraban que era vulnerable, la población se uniría a su causa. En abril de 1567, Orange invadió la zona sur del país, cerca de Maastricht, y buscó unir sus huestes a un contingente de hugonotes en Francia. Mientras tanto, Luis de Nassau atacó con un segundo ejército desde la frontera con Alemania. Los hermanos Zipi y Zape, en versión hereje.

El ataque desde el norte fue algo mejor que la desastrosa marcha de Orange en el sur. La frontera alemana con los Países Bajos fue testigo de una guerra de desgaste entre el duque y Luis de Nassau que, en contra de la intención del castellano, terminó en un choque frontal. Luis de Nassau, junto a un ejército de 12.000 hombres, cometió el error de encerrarse en una península entre los ríos Ems y Dollar. Su escasa ventaja era que controlaba un puente de amplia senda que le brindaba la posibilidad de una retirada limpia. Pero cuando los españoles cargaron contra los rebeldes, poco pudo hacer Nassau más que ordenar la destrucción del puente. La sorpresa llegó cuando los españoles se abalanzaron a través del armazón en llamas con las barbas y ropajes en ascuas.

Tras reconstruir el puente, el duque de Alba ordenó avanzar al resto de tropas. El enemigo quedó acorralado cerca de la localidad de Jemmingen. A falta del grueso del ejército, los maestres de campo Julián Romero y Sancho de Londoño se dirigieron, con los Tercios de Sicilia y el de Lombardía, respectivamente, hacia la vanguardia enemiga. Las tropas de Nassau frenaron por varias veces las acometidas de los tercios de Romero y Londoño. Incluso pusieron contra las cuerdas a los españoles. Julián Romero pidió refuerzos al verse superado en tres ocasiones al duque de Alba, quien se los negó tres veces como San Pedro. Cuando los españoles comenzaron a retroceder y el ejército rebelde reveló su grueso, el duque de Alba ejecutó su auténtico plan, precipitando todas sus fuerzas sobre los rebeldes con un desenlace de 7.000 bajas entre las tropas de Nassau, por solo 60 de los españoles. Una carnicería.

El resultado de la batalla se conoció casi de inmediato en Emden, cuando vieron los sombreros de los vencidos flotando por cientos en dirección al mar. El resto del país tampoco tardó en enterarse del fracaso rebelde. El duque de Alba desinfló sin dificultad las aspiraciones militares de Guillermo de Orange, un inexperto general. Así las cosas, el castellano fue incapaz de comprender la situación política del país y, ante las reiteradas excusas de Felipe II para no viajar al lugar de los hechos, el veterano general sumergió el conflicto en un punto de no retorno. La subida de los impuestos y la sangrienta represión del Tribunal de Tumultos resucitaron la guerra en 1572.

La inesperada llegada de una flotilla de barcos piratas, los llamados Mendigos del Mar, a varias ciudades de Holanda y Zelanda reanudó la rebelión en esas fechas. En paralelo, Luis de Nassau se apoderó de Mons y Valenciennes, en el sur, al frente de un ejército de hugonotes franceses, en la primavera de 1572. El castellano se enfrentaba a la situación más crítica de su carrera con la mayoría de los fondos militares del Imperio español comprometidos en la guerra del Mediterráneo y las tropas dispersas por la geografía flamenca.

Tras su tiempo en España, Julián Romero volvió en esas fechas a Flandes junto a un refuerzo de soldados dentro de la comitiva del duque de Medinaceli, designado para remplazar al gran duque. Acosado por todos los frentes, Alba decidió que su prioridad sería recuperar Mons, aunque eso supusiera el abandono de algunas guarniciones a lo largo del país. Pero incluso reuniendo las tropas dispersas, los españoles tenían complicado recuperar esta ciudad sureña, guarnecida por unos 4.000 rebeldes.

Sin artillería para asediar la plaza, el heredero de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo, se limitó a enzarzarse en distintas escaramuzas con el fin de debilitar a los defensores. Durante una de estas operaciones previas, sir Romero y sus hombres quedaron atrapados por el enemigo, cuando procedían a «degollar una tropa de herreruelos que se alojaban algo apartados», pero en verdad cayeron en una trampa. El conquense puso a los soldados a cavar una improvisada trinchera en torno al bosque en el que se habían refugiado. Así pudieron soportar dos horas de acometidas, con la muerte de veinte españoles y con Romero herido en un brazo, hasta que la llegada de Fadrique Álvarez de Toledo les salvó. Tal parece que era imposible acabar con Romero.

Los escasos avances en el cerco a Mons se ensombrecieron por la peor de las noticias: el príncipe de Orange cruzó el Rin al frente 20.000 soldados. Se trataba de un ejército endeble, formado en su mayoría por mercenarios, pero suponía abrir un tercer frente. «Tengo necesidad de toda la ayuda que pueda prestar a este viejo pájaro», escribió el veterano general a Felipe II. El propio Alba, de sesenta y cinco años, marchó junto a Medinaceli a Mons con 36 cañones pesados y 8.500 soldados (a los que se sumaban los 4.000 de su hijo Fadrique). El 30 de agosto comenzó el verdadero asedio, mientras Alba miraba de reojo la posible llegada de Orange y sus 20.000 hombres. El noble español ordenó apuntar varios cañones hacia la llanura por donde era más probable que intentasen llegar a la ciudad.

A principios de septiembre supo que el líder rebelde se encontraba a media jornada de marcha, alojado en el pueblo de San Sinforien, sin terminar de decidirse sobre cómo hincarle el diente al campamento español. En vísperas del día elegido por Orange para su asalto definitivo, el duque de Alba designó a Julián Romero, aún convaleciente de la herida en el brazo que obligó a amputarlo en una operación sin anestesia, para lanzar «una encamisada» en el campamento enemigo, esto es, un ataque nocturno llamado así porque se empleaban camisas blancas para diferenciarse en la oscuridad. Una táctica en la que los escurridizos españoles se movían como si tuvieran visión nocturna.

En medio de un silencio hipnótico, Julián Romero penetró en el campamento de Guillermo de Orange al mando de 600 arcabuceros, que taparon la mecha de sus armas para que su resplandor no les delatara, y provocó casi un millar de muertes, así como la pérdida de cientos de caballos y gran cantidad de la impedimenta enemiga, por solo sesenta caídos españoles. Según la leyenda, casi cayó durante el ataque Guillermo de Orange, al que salvaron los ladridos de una perra spaniel que dormía a su lado. A partir de entonces, durmió siempre con un animal de esta raza junto a su cama.

Tras la encamisada, Orange huyó en dirección a Alemania, llevando consigo a su perro pero no a su hermano, que se encontraba en ese momento en cama, aquejado de fiebres. El 21 de septiembre, Luis de Nassau concertó la rendición de Mons y se le permitió marchar con sus hombres y aquellos ciudadanos que quisieran acompañarle.

EL EJÉRCITO RENACIDO SE QUEDA SIN DUCADOS

La victoria en Mons fue seguida por la recuperación de Ooudernarden, Terramunda, Tilemont y Malinas. El punto crítico llegó con el asedio a Naarden, cuya guarnición no se impresionó ni por la racha de victorias españolas ni por el saqueo que sufrían las poblaciones que no se rendían. Sus regidores pidieron capitular solo cuando se aseguraron de que no iban a recibir ayuda, lo que envenenó las conversaciones desde el principio. Según las fuentes españolas, un disparo desde dentro de la ciudad cuando Fadrique estaba conversando sobre la entrega de la ciudad desencadenó un asalto frontal y la destrucción de la población. Las holandesas, en cambio, proclamaron que el ataque se produjo sin mediar provocación por parte de los defensores. Al menos, así fue interpretado por las ciudades vecinas de Enkhuizen, Alkmaar y Haarlem, que creyeron que frente a los españoles solo cabía resistir hasta el final. Este precedente hizo que las siguientes resistencias se alargaran hasta límites extremos, lo cual marcó el principio de una nueva estrategia rebelde. La economía española no podía soportar asedios tan largos y costosos, en tanto que Orange estaba por la labor de demostrárselo a toda Europa.

Julián Romero pudo comprobarlo en sus carnes durante el asedio a Haarlem. Sin municiones ni vituallas, los españoles hubieran pensado que estaban de golpe en el mismísimo infierno, salvo porque las obras de asedio se desarrollaron en medio de un invierno inmisericorde. Sobre Flandes, el capitán Alonso Vázquez aseguraba «que de doce meses del año, los nueve son de inviernos y los tres de infierno». El 18 de diciembre, los cañones ya castigaban las murallas de Haarlem y se preparó un estrecho puente con barriles sobre el hielo para realizar un primer ataque. Varias compañías de arcabuceros se adelantaron con el fin de supervisar la idoneidad de la posición, y debieron apreciarla alta, porque asaltaron de forma atropellada la ciudad sin consultar a nadie. Y no solo eso. Cuando se estrellaron contra el foso víctimas de «una fiera tempestad de mosquetazos…», se negaron a dar la vuelta en contra de las órdenes de sus capitanes. Fue necesario que acudiera Romero, por el que los soldados sentían gran estima, para que desistieran de su empeño absurdo: «¿Estos desórdenes se aprenden en la escuela militar del duque de Alba? ¿Así se va al asalto, por el aire?». En su retirada dejaron a 200 soldados veteranos muertos. Y el maestre de campo dejó un ojo, después de recibir un arcabuzazo durante «la charla». A partir de entonces portaría un parche.

Los españoles se convencieron de que iba a hacer falta mucha paciencia, porque en un asedio en el que los cercados viven mejor que los sitiadores hay poco que hacer. Sobre todo cuando la guarnición no estaba formada por simples vecinos, sino por mercenarios, «mendigos del mar» y hombres de armas; y porque cada nueva ventisca era seguida de un tren de provisiones trasladados en trineos al interior de la ciudad. Los holandeses recurrieron también a los «saltapantanos», hombres cargados con suministros que se valían de una precaria técnica de salto con pértiga para esquivar muros y obstáculos.

Un puñado de asaltos fracasados y la lenta muerte de sus hombres plantearon a don Fadrique, cabeza de la operación, la duda de si no era mejor recular. Su rígido padre respondió de forma cruel a sus vacilaciones: «Si pensaba en levantar el cerco, no lo tendría por hijo suyo, fuera lo que fuera lo que antes hubiera creído, y si moría en el sitio, iría en persona para mantenerlo, y si ambos caían la duquesa, su esposa, vendría desde España para lo mismo». Al llegar la primavera los holandeses sustituyeron los trineos por galeras y alargaron seis meses el asedio, seis meses de asaltos fallidos, escaramuzas, impotencia y penurias. De nuevo fue la torpeza de Guillermo de Orange, que acudió en persona a ayudar a Haarlem, la que dio una bocanada de oxígeno a los españoles.

Un hambriento soldado español cazó una paloma mensajera procedente de la ciudad y por la información que portaba supo desde dónde pensaba Orange introducir nuevos refuerzos. Fadrique atacó a esta fuerza causándole 3.000 bajas y tomando 300 carros de munición. Se veía al fin luz detrás del largo invierno. Tres días más tarde se rindió la ciudad, el 14 de julio de 1573, tras soportar más de diez mil cañonazos. La dureza de la lucha se denota en la alta cifra de muertos en las filas españolas, más de 4.000, con cientos de heridos, entre ellos Fadrique, Bracamonte y Romero. No extraña que una vez lograda la victoria los tercios españoles se amotinaran para exigir las pagas atrasadas. Los españoles siempre esperaban a que hubieran finalizado las operaciones para que nadie les pudiera acusar de cobardes por el motín, a diferencia de las tropas de otras naciones, que chantajeaban a los pagadores en medio del combate. En este sentido eran bastante civilizados, pues elegían sus propios mandos por votación y mantenían la disciplina incluso en esas circunstancias (se dieron casos de ahorcados por cometer abusos a los civiles). El nudo se desató únicamente con la llegada de una remesa de ducados desde Madrid.

Haarlem fue la primera oposición militar seria en el camino de las tropas de Alba. El motín posterior, además, retrasó los siguientes movimientos y abonó el terreno para el primer gran fracaso de la guerra. En el intento por recuperar la vecina ciudad de Alkmaar, estrecho paso de entrada a la región del Waterlant, Fadrique organizó un doble asalto desde dos posiciones opuestas. La acometida fracasó con estrépito por la mala coordinación entre los maestres de campo encargados de cada uno de los ataques, Julián Romero y Francisco Valdés. Una mancha en la trayectoria del conquense, causada porque uno de los puentes improvisados, sobre el que debían avanzar sus tropas, se atascó en el peor momento. El capitán y futuro maestre de campo Francisco de Bobadilla recibió tres arcabuzazos cuando se echó al foso para reconstruir el puente más ligero. Se incorporó al ataque a pesar de las heridas, para sufrir otros dos disparos, que «le quebraron los dientes y le abrieron la lengua hasta la garganta, con que le retiraron más muerto que vivo».

El amargo recuerdo de Haarlem, en forma de nieves y lluvias que ahora caían sobre Alkmaar, hizo temer al heredero de Alba una repetición de las penurias del año anterior, por lo que desistió de más cornadas por esa temporada. Entre los rebeldes aquello obtuvo el rango de leyenda. «La victoria comienza en Alkmaar», reza un refrán holandés.

Visto el panorama sombrío, el duque de Medinaceli, con el que Romero había regresado a los Países Bajos, lanzó una bomba de humo y se descartó para tomar el mando de aquel lodazal. El sustituto del duque de Alba resultó ser Luis de Requesens, lugarteniente de don Juan de Austria en la batalla de Lepanto y amigo de la infancia de Felipe II. El catalán no gozaba del talento militar de su predecesor, uno de los grandes generales de su tiempo, pero la debilidad de la Hacienda Real obligaba a buscar una solución política. Así, antes de partir para Bruselas, el nuevo gobernador anunció una amnistía general, la abolición del Tribunal de Tumultos (símbolo de la represión española) y la derogación del impuesto de las alcabalas. El cambio de estrategia de la Monarquía Hispánica fue interpretado entre las filas rebeldes, no como un gesto de conciliación, sino como un síntoma de flaqueza, de tal modo que, a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir de nuevo a las armas para reafirmar su autoridad.

«NO ME ENTREGUE MÁS ARMADAS»

En el mapa militar heredado del gran duque de Alba, aunque se mantenía aún bajo control la mayor parte de Flandes, se habían perdido las ciudades norteñas de la zona de Holanda y de Zelanda. En febrero de 1574, además, se extravió el importante puerto de Middelburg. La reanudación de las operaciones iba a requerir el compromiso de los mejores oficiales del anterior gobierno y la lealtad de unos soldados que tenían a Alba como «el padre de los soldados». Algunos de ellos prefirieron marcharse con su padre. Cuando se produjo el relevo de Alba, Romero escribió al rey pidiéndole permiso para volver con él a España. Enfermo y falto de fuerzas, el veterano castellano se quejó pronto del trato recibido por Requesens, quien había promocionado a otros jefes más jóvenes «que nacieron cuando él ya era capitán». En una lastimosa carta escrita en junio, el conquense reclamaba:

Hace que sirvo a Su Majestad cuarenta años la Navidad que viene sin apartarme todo este tiempo de la guerra y de los cargos que me han encomendado y en ellos he perdido tres hermanos y un brazo y una pierna y un ojo y un oído y lo demás de mi persona tan fatigado de heridas que me resiento mucho de ellos y ahora, últimamente un hijo en quien yo tenía puesto los ojos.

En esta misma carta Romero exponía su trágica situación familiar. Casado hacía nueve años, pero «no he estado un año entero en mi casa», no tenía dinero para emparentar a ninguna de sus hijos, una de ellas bastarda de Flandes, ni permiso para poner en orden sus escasas propiedades. Su nieto, de mismo nombre, moriría en el sitio de Hulst, tras recibir veintisiete heridas, cuando se adelantó al resto para rechazar una salida del enemigo. La guerra del rey había costado ya demasiado al conquense, pese a lo cual, la petición del veterano capitán fue ignorada. De manera que la falta de entendimiento entre el general y Romero se agigantó con el paso de los días. La designación de un hombre de Cuenca, sin mar a la vista, para dirigir una flota en el Mar del Norte da cuenta del nivel de incomprensión entre ambos.

Si la infantería española en campo abierto era invencible, no pasaba igual con la Armada de Flandes, escasa y mal tripulada, frecuentemente por oficiales de tierra. El catalán reunió a principios de 1574 una precaria flota para auxiliar dos lejanas guarniciones (Ramua y Middelburg) en la provincia de Zelanda, una de las más hostiles a la autoridad real. Julián Romero partió al mando de sesenta y dos navíos de guerra, cuya estabilidad era, como poco, cuestionable: «Uno de los navíos mejor armados en el que iba la compañía del capitán Francisco de Bobadilla, disparando una pieza para saludar [costumbre protocolaria], se abrió de manera que se lo tragó la mar cerca del dique». La flota rebelde, mayor en número y calidad, desarmó la escuadra española al primer encuentro. Tras resistir el ataque simultaneo de cuatro navíos, Julián Romero y diez soldados se echaron al agua. Al llegar a la orilla donde se situaba Requesens, el maestre de campo se dirigió al comendador de Castilla de forma altiva: «Vuestra excelencia bien sabía que yo no era marinero, sino infante; no me entregue más armadas, porque si ciento me diese, es de temer que las pierda todas».

El mayor éxito militar del periodo Requesens tuvo lugar en la batalla terrestre de Mook, en el valle del Mosa, donde perecieron dos hermanos de Guillermo de Orange, pero se obtuvieron pocas ventajas a consecuencia de lo que ocurrió tras la contienda. Cuando avanzaban hacia Zelanda, se extendió un motín generalizado entre los ejércitos hispánicos por el retraso en las pagas de la soldada. «Las banderas viejas se comenzaron a desvergonzar el día 29 de [agosto 1574] a las dos de la mañana, pidiendo les dieran que comer», escribió Romero en un tono paternalista hacia sus hombres.

El inicio de los motines sorprendió a Requesens y Romero en el empeño, casi obsesión, de conquistar algún puerto de Zelanda, con lo que pudieran traer una armada desde España. Para tomar la isla de Zerkicea, 1.500 españoles cruzaron un canal de seis kilómetros con el agua al pecho y pertrechos a los hombros, hostigados por barcazas de fondo plano y los cañones holandeses. Cuenta un cronista que los soldados avanzaban «cogidos de la mano, con chistes y ocurrencias, sufriendo impávidos el fuego y desenganchándose de los arpones y ganchos holandeses». Por cierto que el uso del humor en estas circunstancias adversas no era exclusivo de los Tercios Viejos. El rey espartano Leónidas tiró de humor negro cuando el último día en las Termópilas «ordenó a sus soldados que tomaran el desayuno con la esperanza de que pudieran cenar en el Hades». Al amanecer del día 29 de septiembre, los defensores de Zerkicea se asustaron al emerger de entre la bruma un grupo de diablos mojados, barbudos y chistosos.

Finalmente, el motín detuvo por competo la maquinaría militar. Felipe II declaró al año siguiente la suspensión de pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla y la financiación del Ejército de Flandes quedó en punto muerto. Los motines se avivaron, como había advertido Romero al Consejo de Estado si después de Zerkicea no se afrontaban los pagos. Sin fondos, sin tropas y cercado por el enemigo, que contraatacó al oler la sangre, Luis de Requesens trató de cerrar un pacto con las provincias católicas durante el tiempo que su salud se lo permitió. Enfermizo desde que era un niño, el catalán falleció, en Bruselas, el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste. La rapidez con la que se propagó la enfermedad imposibilitó que el comendador de Castilla pudiera dejar orden de sucesión. Fue así el conde de Mansfeld quien se hizo cargo temporalmente del mando del disperso ejército de 86.000 hombres, que llevaban más de dos años y medio sin cobrar. Julián Romero, junto a otros veteranos capitanes como Mondragón, Bernardino de Mendoza o Hernando de Toledo, intentaron convencer a los amotinados para permanecer unidos ante el enemigo común: los rebeldes, que aprovecharon las disensiones para medrar y ganar terreno.

Los amotinados se hicieron fuertes en Alost, cerca de Bruselas, al ver cada vez más odio en los ojos de los lugareños. A Romero, el estadillo de rebelión general le sorprendió en la capital como miembro del Consejo de Estado presidido por naturales del país. Desde aquí buscó apaciguar a sus compatriotas sin apreciar que estaba rodeado de ratas de cuello escarolado. Varios miembros del Consejo entablaron negociaciones con Orange y emitieron una orden para degollar a los españoles y cualquier natural que los ayudara. En un rápido golpe de mano, que no supieron advertir Mansfeld ni Romero, varios nobles prendieron al resto de miembros del Consejo leales a la Corona. Junto a otros españoles, el conquense permanecía prisionero en palacio, sin poder escribir ni recibir cartas, hasta que la velada amenaza de otros oficiales castellanos de acudir a Bruselas a liberar a sus camaradas persuadió al Consejo de Estado de soltarlos. Otros soldados españoles quedaron presos igualmente a lo largo de la geografía flamenca, a manos de sus antiguos aliados.

A principios de octubre de 1576, una legión de enemigos apareció frente a Amberes dispuesta a rendir la ciudad. Los gobernadores locales traicionaron a los castellanos y entregaron la villa. Repartieron armas a continuación entre la población para sitiar la ciudadela, aún bajo el poder de los españoles. 14.000 ciudadanos armados y 6.000 soldados rebeldes iniciaron un asedio contra una minúscula fuerza defensora dirigida por Sancho Dávila. Sin embargo, al enterarse de la traición del pueblo de Amberes incluso las tropas españolas que permanecían amotinadas en la ciudad de Alost acudieron en ayuda de sus compatriotas. Sir Romero fue uno de los que marcharon a Amberes.

Los amotinados, cerca de 3.000, juntaron sus esfuerzos con 600 soldados traídos por el maestre de campo Julián Romero y arremetieron desde el castillo contra las 20.000 almas furiosas de Amberes. Fue cuando los españoles se prometieron, al estilo espartano, «comer en el Paraíso o cenar en la villa de Amberes». El cronista Cabrera de Córdoba lo narra así:

Julián Romero con su gente combatió hasta ganar la calle de San Miguel y por todas partes huyeron los flamencos, dando lugar a que fuese mayor la matanza que la pelea, hasta que llegaron a la plaza.

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