Superhéroes del imperio

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4. Cabeza de Vaca, el Ulises

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CABEZA DE VACA, EL ULISES

Los precarios botes crujían como si de un momento a otro fueran a estallar en mil pedazos. Y ya quedaban solo jirones de las velas fabricadas con camisas y sábanas roídas de los exploradores de La Florida. Cuando los españoles que abarrotaban las dos únicas canoas que habían salvado las corrientes del Misisipí creían haber pasado lo peor, una tormenta hundió una de ellas y apretó con el puño cerrado a la otra. A la deriva, un caballero barbudo y agotado llamado Álvar Núñez Cabeza de Vaca cayó rendido en la cubierta atestada de cuerpos esqueléticos de aquella patera. Nada se podía ya hacer, salvo esperar a que la mar dictara su sentencia. Tal vez pasaron horas o días, pero al fin los restos del barco arribaron a una playa, como si alguien hubiera destapado de golpe toda una isla en medio del mar. El agua escupió a los europeos en un lugar inhóspito y, sin creerse aún que siguieran vivos, comieron lo poco que encontraron en la isla al calor de una revitalizante hoguera. Se estaban calentando al fuego cuando un centenar de indios armados hasta los dientes con arcos y flechas cayeron sobre ellos. El naufragio era el prólogo de una pesadilla todavía más cruel.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca sobrevivió durante casi nueve años a toda una serie de desdichas, cada una de las cuales harían tambalearse a un elefante, y de regreso a casa escribió su historia en Naufragios, una obra tan realista como increíble. La crónica de la aventura vivida por este conquistador ha sido calificada por muchos de obra de ficción, dado lo imposible de su viaje, y porque, como en todos los textos con objetivos políticos, también aquí se perciben adornos por parte del gaditano. Pero aun cuando las partes menos positivas de su aventura hubieran sido omitidas para resultar del agrado del rey, al que iba dirigido el texto, esto no resta importancia o drama a la odisea del primer superviviente de América, el primero en atravesar los territorios que hoy conforman los Estados Unidos de América, de Florida a California, y desde allí hasta México; 18.000 kilómetros de rutas desconocidas y plagadas de elementos adversos. En ellas convivió con los semínolas, los sioux, los indios pueblo, y aprendió media docena de idiomas. Como le pasó a Ulises en su regreso a Ítaca, los dioses del Olimpo soplaron fuerte para alejar al aventurero español cuando ya tocaba varias veces con las yemas de los dedos los límites de Nueva España.

EL CABALLERO DE JEREZ DE LA FRONTERA

Los orígenes de Álvar Núñez Cabeza de Vaca rozaban lo godo. Como diría un siglo después el poeta Francisco de Quevedo: «Las descendencias gastan muchos godos; todos blasonan, nadie los imita. Y no son sucesores, sino apodos». Todos en aquel tiempo pretendían descender de linajes godos, sin que nadie imitara sus gestas ni demostrara proceder de ancestros ilustres. El noble gaditano, en cambio, fue un buen emulador de las hazañas de su familia, cuyo peculiar nombre se remontaba a la batalla de las Navas de Tolosa (1212), cuando un remoto antepasado suyo había mostrado una ruta alternativa a las tropas cristianas para caer contra los almohades. Según reza la leyenda, un pastor mozárabe de nombre Martín Alhaja recibió el apellido de Cabeza de Vaca como reconocimiento a su ayuda al rey Alfonso VIII de Castilla y por el cráneo de buey que empleó para marcar el sendero. Además, un abuelo de Álvar de la rama paterna culminó la conquista de Gran Canaria y tuvo un papel destacado en la Guerra de Granada. Aquellos eran buenos godos.

Nacido en Jerez de la Frontera a finales del siglo XV, probablemente 1492, su familia vivía en una posición acomodada, que aunque sin ser boyante les mantenía bien relacionados con los grandes nobles andaluces. Jerez era una ciudad desparramada entre la orilla del río Guadalete y el Coto de Doña Ana, al que su cercanía con la Bahía de Cádiz le otorgaba un papel fundamental con el gran acontecimiento del siglo, el descubrimiento de un Nuevo Mundo, en el mismo año que nació Cabeza de Vaca. Su padre, don Francisco de la Vera había colaborado desde el Consistorio de Jerez en el aprovisionamiento de la primera expedición de aquel loco llamado Cristóbal Colón.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca recibió el apellido materno como era costumbre entonces para los hijos segundos. Por la posición social de su padre tuvo una educación secundaria basada en el conocimiento de la lectura, escritura y cuentas matemáticas sencillas. Huérfano en 1509, el joven gaditano de dieciocho años se trasladó a Sevilla, ciudad de paso de todos los aventureros que ponían rumbo a América, y entró como paje al servicio de la casa del duque de Medina-Sidonia. Los hidalgos provincianos revoloteaban como moscas en torno a las pequeñas cortes de los grandes nobles andaluces, los Medina-Sidonia y los Medinaceli, con la esperanza de colarse en el séquito de alguno de sus miembros o de hacerse cargo de las mil y una industrias que tenían repartidas por Castilla. Solo los ingresos anuales de los Medina-Sidonia alcanzaban los 170.000 ducados, lo que les convertía en la fortuna mayor de España.

Durante ese tiempo acompañó al sargento don Alonso de Carvajal a reclutar una compañía de infantería por tierras castellanas. Carvajal había combatido en Granada y luego con el Gran Capitán en Italia, además de acompañar a Cristóbal Colón en uno de sus viajes. El relato de sus experiencias debió de impresionar al joven Cabeza de Vaca. La América desconocida y llena de oportunidades… la Italia fastuosa y elegante que se repartían España y Francia como hienas tras un largo ayuno. Tanto le asombró que él mismo se alistó en la compañía de Carvajal, integrada en la expedición militar que se dirigía a Nápoles a retomar la empresa de Fernando el Católico allí donde lo había dejado el Gran Capitán. ¿Sobreviviría la hegemonía española a la marcha de su mejor comandante? Las envidias y las conspiraciones habían forzado el regreso del astuto general a España en 1507, de manera que cuando volvió a reactivarse la guerra con Francia por la soberanía de Nápoles el rey Fernando puso el ejército español, aliado con el Papa y Venecia, en manos de un burócrata catalán de escaso talento militar, Ramón Folch de Cardona. En abril de 1512, la inaptitud de este virrey de Nápoles derivó en una atroz derrota en Rávena, que dejó 11.000 muertos en el bando hispánico, la batalla más sangrienta en Italia desde hacía siglos. Cabeza de Vaca fue de los pocos que salieron del desastre con todas las extremidades en su sitio.

El dantesco apellido de Cabeza de Vaca inspiraba miedo de por sí, al igual que la trayectoria militar de sus antepasados, pero en lo que se refiere a soldados ha dado siempre igual la sangre o el apellido. Álvar empezó desde abajo y combatió en la batalla de Rávena como uno más de la infantería hispánica, la cual salvó la honra a pesar de las pésimas decisiones de Cardona. El grueso de los infantes, al mando del veterano Pedro Navarro, se hizo fuerte en el centro del campo de batalla ante las acometidas de 5.000 lansquenetes alemanes. Los mercenarios germánicos estaban envalentonados por la muerte de uno de sus capitanes, Jacob Empser, y combatían con ira cada metro. Unos mil doscientos alemanes perecieron antes de convencerse de que luchaban contra hombres de piedra. Navarro logró agrupar a 3.000 españoles en un bloque compacto que se retiró hacia el suroeste por una de las orillas del río. Incluso en una situación tan adversa, la milicia española advirtió que seguía camino de alzarse en una máquina de combate casi infalible, aterradora. Lo que poco después empezaría a llamarse Tercios Españoles.

En la conocida como guerra de los comuneros, en Castilla, que enfrentó a las fuerzas leales a Carlos V contra parte de la nobleza castellana, Cabeza de Vaca tomó parte en el ejército levantado ex profeso por Medina-Sidonia para combatir el levantamiento. Los grandes de Castilla como los Medina-Sidonia se pusieron del lado de Carlos V, un joven monarca que apenas hablaba castellano, frente a la nobleza media y baja, que reclamaba al rey Habsburgo que dejara de nombrar extranjeros para cargos aquí. En dicho conflicto, el ya capitán Álvar Núñez Cabeza de Vaca conquistó el Alcázar de Sevilla en un rápido golpe de mano y tomó parte en la batalla de Villalar (1521), que ahogó la causa de los comuneros y terminó con la decapitación de sus principales líderes, Padilla, Bravo y Maldonado.

Para redondear esta juventud pegado a las armas, también participó de la defensa de Navarra ante una invasión francesa a cargo de las tropas de Francisco I, que incluso pusieron sitio a Logroño y penetraron en Burgos. El hidalgo fue descrito por Juan de Ocampo, en esos años mozos, como un «animoso, noble arrogante, los cabellos rubios y los ojos azules y vivos, barba larga y crespa […], agudo de ingenio, era Álvar un caballero a todo lucir. Las mozas del Duero enamorábanse de él y los hombres temían su acero». Así fue como tras su paso por la milicia asumió con su personalidad arrolladora el cargo de camarero mayor del duque de Medina-Sidonia. Durante seis años ejerció el hidalgo andaluz como mayordomo íntimo y hombre de máxima confianza del duque, lo que le valió el título de caballero como agradecimiento. No solo se codeó con la alta nobleza de Cádiz y Sevilla, sino también con la Corte en calidad de representante de la casa Medina-Sidonia en asuntos menores. En 1527, Cabeza de Vaca hizo bueno todo este prestigio cuando obtuvo el cargo de tesorero mayor en la expedición de un hombre, a la postre un cretino, que buscaba emular las gestas de Hernán Cortés.

EL MUNDO DESCONOCIDO DE AMÉRICA

Más de veinte años después de que comenzara la colonización de América, aún no había asentamientos firmes en el continente, si bien se habían trazado mapas de las costas atlánticas de Norteamérica y del Golfo de México gracias a las incursiones de Ponce de León y otros pioneros. No se aprovechó toda esta información hasta que Hernán Cortés, con su conquista de México, abrió a los españoles un mundo de posibilidades. Pánfilo de Narváez fue el capitán enviado por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, a prender a Cortés durante su aventura en México. Perdió un ojo en la refriega y fue derrotado, pero el conquistador de México le perdonó la vida. Durante su cautiverio se convenció de que el azteca no podía ser el único reino maravilloso que ocultaba el norte del Nuevo Mundo, así que logró que Carlos V confiara en él para la conquista de La Florida, que era una forma genérica de nombrar lo que hoy ocupa gran parte de Estados Unidos.

Su alta estatura, su voz profunda, su cabello rojizo hacían de Narváez un poderoso y atractivo capitán. No le resultó difícil hacerse con cinco buques y enrolar para su empresa en Sanlúcar de Barrameda a 600 hombres (el doble del contingente que llevó Cortés a América), entre ellos Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en calidad de tesorero y alguacil mayor. Sin embargo, su fortaleza física escondía que era un vanidoso, un necio, un cruel y, a ojos de la Historia, un perdedor. Fray Bartolomé de las Casas diría de él que jamás perdonó una ofensa. La cerrazón de Narváez condujo a todos hacia el desastre.

Núñez Cabeza de Vaca no podía intuir que su capitán era un completo imbécil cuando se subió a bordo. El duque de Medina-Sidonia le recomendó para el puesto y su espíritu emprendedor hizo que ni pestañeara a la hora de aceptar el reto. Él no era uno más de los hombres de Narváez, sino que era el funcionario de la Corona encargado de que los conquistadores reservaran al emperador un quinto de todas las riquezas halladas y que se cumplieran las condiciones de las capitulaciones. Ciertamente, la Corona contaba con ventaja en estos acuerdos, porque Narváez corría con todos los gastos y riesgos, mientras que el monarca no ponía un solo ducado y, sin embargo, en caso de descubrimiento todas las tierras y beneficios eran para él.

El 27 de junio de 1527, Narváez partió desde España y se detuvo una larga estancia en Santo Domingo y Cuba para recuperar fuerzas. La oferta de establecerse como colonos en estos territorios previos encandiló a un centenar de hombres. Las tormentas, las malas condiciones en los cinco buques y el carácter duro del gobernador dejaron a su espalda un reguero de deserciones, antes de que al fin, casi un año después de salir de Sanlúcar de Barrameda, trescientos de ellos desembarcaran en el lado oeste de la Bahía de Tampa (hoy, Tampa Bay). Los tifones costaron la vida de decenas de hombres en esta última fase de la travesía, «perdiéndose en los navíos hasta sesenta personas y veinte caballos». El capitán de gesto torcido tomó posesión de esta tierra en nombre del emperador Carlos y colocó el estandarte de Castilla. Los indios locales quedaron absortos ante la presencia española y un cacique llamado Hirrihigua recibió a Narváez y a sus hombres con talante amistoso.

El único ojo del gobernador enrojecía cada vez que alguien mentaba a Cortés y, como es obvio, apenas tomó nota de las claves de su éxito. El extremeño, al igual que haría Francisco Pizarro después, se abrió paso por territorio desconocido cerrando pactos con tribus enemigas de los aztecas y sin emplear la violencia salvo cuando era inevitable. Solo así pudieron dominar a pueblos que los superaban en un número desproporcionado. Narváez, en cambio, despreciaba la importancia de pactar con los nativos y, a decir de Bartolomé de las Casas, había estado involucrado en varias matanzas contra indios del Caribe. Fuera de sí por no haber encontrado las riquezas deseadas, el gobernador ordenó que a su amigo el cacique lo mutilasen y cortasen la nariz, así como despedazar a su madre y echar los restos a los mastines equipados con armadura que acompañaban a los españoles.

El desnarigado Hirrihigua prometió vengarse de los españoles y la oportunidad se la ofreció Narváez cuando partió al norte de La Florida. Su partida coincidió con la llegada en esos días de una patrulla española procedente de Cuba, a la que el cacique emboscó. Prendió a cuatro miembros de la tripulación. En una ceremonia colectiva los desnudó y los puso a correr, uno por uno, alrededor de la plaza de la aldea. A continuación, los indios les clavaron flechas por todo el cuerpo, cuidándose de que ninguna afectara a órganos vitales, porque el cacique quería disfrutar de la muerte lenta y dolorosa de sus enemigos europeos. De los cuatro españoles que quedaron en su poder, sobrevivió un mozo de apenas diez años, natural de Sevilla, llamado Juan Ortiz, al cual Hirrihigua sometió durante tres años a todo tipo de tormentos. Si en ese tiempo se salvó de ser el plato principal de una ceremonia caníbal fue por la intervención de la hija del jefe, una historia de amor interracial que se adelantó casi un siglo a Pocahontas.

La entrada de Narváez en la zona como un elefante en una cacharrería habría de tener consecuencias a largo plazo. Hernando de Soto, que se topó a Juan Ortiz tras doce años entre los nativos, también se enfrentó a tribus muy agresivas en La Florida en el siguiente intento de dominar la región. Hasta 1565 no sería posible establecer un asentamiento fijo en la región debido a la hostilidad de los indígenas.

Narváez avanzó hacia el norte con la misma violencia que en su desembarco. Arrasó aldeas, esclavizó a nativos para usarlos de guías y porteadores y sembró el temor con sus perros allí por donde pasó. De boca de los aterrados habitantes norteños supo de la existencia de una rica ciudad llamada Apalache, la cual imaginó tan esplendorosa como las ciudades halladas por Hernán Cortés en su gran hazaña. Con el propósito de saquearla, el gobernador y sus soldados se internaron hacia una zona de ciénagas, selvas y pantanos, en la que pronto tuvieron que alimentarse de la carne de sus caballos y combatir cada pocos metros a indios que en su desnudez se antojaban gigantes para los europeos. Los conquistadores dirían de los arcos de estos guerreros que eran «gruesos como el brazo, de once o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran, y sus flechas emponzoñadas de veneno matan muy cierto, pese a no tener puntas de fierro…».

En los márgenes del Apalache, el gobernador mandó a Cabeza de Vaca que se adelantara, junto a nueve hombres a caballo y cincuenta peones, a explorar los pueblos cercanos. En uno de ellos no hallaron sino mujeres y muchachos: «Más de ahí a poco, andando nosotros por él, acudieron los hombres, y comenzaron a pelear, flechándonos, y mataron el caballo del veedor; más al fin huyeron y nos dejaron». Para desgracia de todos, Apalache se alzó como una pequeña y pobre población sin grandes tesoros. Apenas un villorrio de chozas, rodeado de tierras yermas, con grandes arboledas, de nogales, palmeras y cedros, pero sobre todo zonas arenosas. Colérico y ausente de juicio, Narváez despreció las ofrendas de amistad de este pueblo, demasiado aislado para conocer la fama de pendenciero del español, y secuestró también al jefe local. El chantaje no surtió efecto con los pobladores del Apalache, quienes cayeron sobre los españoles y quemaron sus propias chozas para que no tuvieran cobijo alguno.

Creyendo la promesa de tierras mejores del cacique, preso y torturado, Narváez partió de nuevo al sur siguiendo el río Apalachicola, esta vez en dirección al mar. A los ataques indios y al hambre, Narváez, Cabeza de Vaca y el resto de españoles sumaron ahora la amenaza de panteras, caimanes, arenas movedizas y «enjambres de mosquitos» en esta nueva ruta. Pocos hombres confiaban en salir ricos de aquella aventura, pero, después de un avance a través de zonas en las que el agua les llegaba por la cintura, la mayoría ya se conformaba con volver a divisar la costa. Regresar con las manos vacías al territorio de su archienemigo no era lo que Narváez había imaginado al inicio de la empresa; si bien, él también había «quemado las naves» a su espalda con su comportamiento despótico con las tribus de La Florida. Volvería o rico o muerto.

Una vez en la costa, el reducido grupo fabricó cinco canoas con estopa de palmera y usando espuelas y ballestas para los clavos. Ahuyentando las nubes de mosquitos con hogueras de humo, encendidas día y noche en cada campamento, a los expedicionarios no les quedó más remedio que ir matando a los pocos caballos que les quedaban y aprovisionarse de maíz y agua dulce, antes de echarse a la mar en dirección oeste hacia México. Narváez y los suyos abandonaron por fin «todas aquellas tierras en que nuestros pecados nos habían puesto».

En cualquier caso, la vida no le reservaba la humillación de volver harapiento a México, sino algo peor. En pocos días se echó a perder el agua dulce de las canoas, que estaba guardada en bolsas hechas con cuero de caballo sin tratar ni curtir. La necesidad obligó a los españoles a beber orines o agua salada. Navegaron con la vista puesta en la costa, en dirección a Veracruz (Nueva España), y desembarcando cuando era posible para obtener provisiones, lo cual ocurrió pocas veces. En una de estas paradas siguieron a un grupo de indios pacíficos en canoas hasta su poblado, donde les dieron agua y pescado. «Era gente grande y bien dispuesta, y no traían flechas ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo hasta sus casas, que estaban cerca de allí a la lengua del agua, y saltamos en tierra, y delante de las casas hallamos muchos cántaros de agua y mucha cantidad de pescado guisado», narra el propio Cabeza de Vaca. Sin embargo, los indios de forma súbita atacaron a la expedición e hirieron a casi todos los hombres con piedras, de modo que los españoles embarcaron sin apenas tiempo de conseguir nuevos suministros.

El viaje a México terminó abruptamente ante la desembocadura de un río de dimensiones bíblicas. Las corrientes y una fuerte tormenta destrozaron a cuatro de las cinco canoas en las proximidades del delta del Mississippi, que en la lengua ojibwa significa «grandes aguas». Ochenta náufragos se vieron desamparados, sin comida, ni ropa, ni armas en algún punto al oeste de la desembocadura del río, cerca de lo que hoy es Houston, en Texas. La embarcación en la que iba Narváez se perdió para siempre, cuando se adelantó al resto con los hombres más sanos y proclamó que cada uno debía hacer lo que considerara oportuno: «Él me respondió que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le pareciese que era para salvar la vida; que él así lo entendía de hacer, y diciendo esto, se alargó con su barca…».

HAY UN HOMBRE DESNUDO EN MI TRIBU

El mar escupió a los hombres envueltos en las olas y medio ahogados. El frío, las penalidades y el hambre redujeron en poco tiempo el grupo de supervivientes a solo quince hombres que, al pronunciarse los elementos, fueron los que mostraron una resistencia más inhumana y los que no dudaron en alimentarse de los cadáveres de sus compañeros. Los horrores que vivieron en la isla les harían bautizarla como la del Mal Hado. Los indios que habitaban allí se mostraron hostiles al principio, pero pronto ofrecieron sus alimentos —raíces, bayas y pescados— a los españoles. Una vez hicieron acopio de suministros, los europeos desenterraron la canoa de la arena en que estaba metida y trataron de reemprender su camino; sin embargo, el bravo oleaje dio tantas vueltas a los supervivientes que perdieron todo lo que aún guardaban: «Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos, y perdido todo lo que traíamos; y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho», relata el gaditano.

Más cerca de la muerte que de la vida, los españoles despertaron la compasión de los nativos, que lloraron junto a los náufragos durante más de media hora. Cabeza de Vaca propuso a sus cámaras que, a la vista del desastre y del frío invernal, pidieran a los indígenas que les acogieran en sus casas. Algunos de los que participaron en la conquista de México mostraron su disconformidad con este plan, porque temían que los locales guardaran el anhelo oculto, como los aztecas, de usarlos para sacrificios humanos. Sin más remedio, todos se refugiaron en el poblado indio, cuyas primitivas chozas estaban construidas con cáscaras de mariscos.

Por boca de los indios, supieron que otro de los barcos de la expedición de Narváez había salido con vida y buscaban más supervivientes. Este segundo grupo se horrorizó al hallar a sus camaradas en una situación tan lamentable y sin ropa. Su barca estaba aparentemente en buen estado y propusieron a todos los que tuvieran fuerzas echarse a la mar. Con todo, el plan se fue al garete cuando la canoa se hundió casi en la orilla. Antes de la llegada de la primavera, el número de españoles con vida bajó de ochenta a quince a causa de las adversidades y de una enfermedad del estómago que también redujo a la mitad a la población nativa.

Según narra Cabeza de Vaca, únicamente su amistad con uno de los indígenas impidió que la tribu matara a todos los españoles, a los que acusaban de ser los causantes de la epidemia. Al verlos enfermar también, los indígenas se convencieron de que no podían estar detrás de esta dolencia y, por el contrario, tomaron a los extranjeros como curanderos. La manera de curar de los indios era soplar y aplicar piedras calientes al enfermo, a lo que los españoles añadieron una bendición en el nombre de Dios («un Pater Noster» y un «Ave María»). Tal vez por autosugestión, muchos de los indios tratados por los españoles se curaron, de manera que compartieron su ración de comida en agradecimiento. Como apuntaría para el futuro Cabeza de Vaca, la fama de curanderos de los extranjeros podía ser su billete de vuelta a casa.

Durante largas temporadas, los indios pasaban a Tierra Firme a comer frutas del mar y otros alimentos que no fueran malditas raíces. Cabeza de Vaca pasaba días enteros sin llevarse nada a la boca y era para entonces una secuencia interminable de huesos barnizados por una delgada capa de piel. Cuando los españoles que aún podían andar por sí mismos, dispersos por la isla, se reagruparon para ir al continente, el gaditano permaneció un año más con la tribu que le había acogido y que le obligaba a recolectar raíces. No en vano, la suerte de sus compañeros fue igual de cruel, pues en tierra sufrieron el ataque de una tribu llamada Quevenes, del que solo salieron con vida Alonso del Castillo Maldonado, natural de Salamanca; Andrés Dorantes de Carranza, natural de Béjar; y el esclavo marroquí Estebanico. Los tres fueron sometidos a un brutal régimen de esclavitud con coces, bofetones y palazos. Los más pequeños de la tribu se divertían arañándolos con sus largas uñas, tirándoles piedras o arrancándoles las barbas a tirones. Álvar Núñez Cabeza de Vaca desconoció durante años que hubiera otros supervivientes de la expedición original de 450 hombres de Narváez.

Cuántas tardes mirando el océano el gaditano se acordaría de su Jerez de la Frontera natal y se preguntaría qué había sido de los españoles que nadaron al continente.

Cabeza de Vaca recuperó pronto la salud en la isla del Mal Hado, no así otro compañero herido que también había quedado atrás, Lope de Oviedo. Por él regresó año tras año a la isla, incluso cuando su posición entre las tribus mejoró y pudo desplazarse libremente por Tierra Firme. La población indígena no estaba por la labor de ayudarle a volver con los suyos, pero le llevaron consigo al continente y le pusieron a trabajar para ellos en un régimen de semiesclavitud. Cabeza de Vaca estaba aún débil para empuñar armas, no podía cazar porque no sabía seguir el rastro de animales y el resto de tareas eran consideradas propias de las mujeres, de modo que pronto los indios perdieron interés en su particular esclavo, tan exótico como inservible.

Al darse cuenta de que a los indios les importaba un pito a dónde fuera, Cabeza de Vaca se valió de esta licencia para realizar largas marchas con fines comerciales. La observación de su entorno le hizo ver las lucrativas oportunidades que ofrecía el intercambio entre los pueblos nativos. A las tribus del norte les ofreció pieles de ganado, pedernal para las puntas de las flechas, juncos flexibles para hacer arcos y almagre para la pintura facial; mientras que a las tribus del interior les llevaba conchas marinas y otros materiales relacionados con la costa. Su rol como comerciante le convirtió de golpe en un miembro valioso de su comunidad.

Mientras se sintió débil de cuerpo sobrevivió con su inteligencia y su ingenio, pero recuperada la salud por completo, Cabeza de Vaca inició viajes cada vez más profundos hacia regiones desconocidas por los europeos. Su descripción de la fauna local, entre ella los bisontes de las llanuras, a los que denominó «vacas con joroba», hace intuir que pudo sobrepasar el río Colorado, en Texas. Además del comercio, el aventurero español se valió de sus conocimientos de las tribus y de las técnicas chamánicas para ejercer como curandero y para liberar de posesiones del espíritu a los nativos. Las dotes de este blanco barbudo terminaron así siendo muy apreciadas entre las tribus sureñas. Unas veces aplicaba sus curas valiéndose de rezos católicos, mientras que en otras ocasiones usaba lo poco o mucho sobre medicina que aprendió en las guerras en Italia. En sus textos, Álvar describe la intervención quirúrgica que realizó a un indio para extraerle con éxito la punta de una flecha del corazón, que, de ser cierto, sería considerado por muchos el primer testimonio de la humanidad de una operación a corazón abierto.

Durante sus largos viajes, que se alargaron por seis años, el chamán hispánico supo de la suerte de los otros tres supervivientes de la expedición de Narváez. En una de sus visitas anuales la isla del Mal Hado, convenció al fin a Lope de Oviedo de que le acompañara a tierra en busca de cristianos. El español accedió pero, ya cerca de los dominios de los indios Quevenes, Oviedo decidió volver sobre sus pasos y refugiarse en una tribu, con mujeres amistosas, que habían conocido en el viaje. La fama de violentos de la tribu que mantenía a Estebanico, Dorantes y Castillo esclavizados espantó a Oviedo y dejó a Cabeza de Vaca solo ante el peligro. Le gustaba más la idea de vivir entre amazonas que convertirse en un héroe.

En septiembre de 1534, cerca de siete años después de separarse en la isla del Mal Hado, el gaditano se encontró con uno de los tres supervivientes en algún punto al oeste del río Sabine, hoy Texas. Un amigo indio le ayudó a esconderse al pie de un monte donde el peligroso grupo acampaba al menos una vez al año para comer nueces. De forma clandestina, Andrés Dorantes se citó con Cabeza de Vaca, del que «hacía mucho que le tenían por muerto», y entre abrazos y alegría planearon la futura fuga.

El caballero gaditano se integró como esclavo en la familia, todos tuertos, con la que estaba Dorantes. Juntos esperaron con paciencia a cuando los guerreros de la tribu se desplazaran a otra zona cercana a tomar tunas, una fruta del tamaño de huevos que comían cada pocos meses. Los otros dos supervivientes se reunirían con Cabeza de Vaca y Andrés Dorantes en esa fecha, que se vio pospuesta casi un año porque una riña entre los indios por un asunto de faldas (taparrabos, acaso) los dispersó de nuevo. La fuga fue cocinada con esmero durante meses, hasta que al fin lograron alejarse lo suficiente de aquella tribu de pendencieros.

Con el objetivo de que ellos también pudieran moverse con libertad por el territorio indio, Cabeza de Vaca instruyó a sus camaradas en la medicina nativa, incluidos los elementos teatrales necesarios para liberar espíritus. Cuando escaparon en agosto de 1535 de las tribus hostiles, los tres españoles y el esclavo beréber se desplazaron de poblado en poblado valiéndose de sus habilidades como magos. Primero solo Castillo, un «médico muy temeroso» que creía que sus pecados «podían estovar las curas», y más tarde se unieron Estebanico y Dorantes como físicos, esto es, médicos. Su fama causó «gran admiración y espanto, y en toda la tierra no se hablaba de otra cosa». Los nativos llamaron a esos curanderos «hijos del Sol», porque seguían el rumbo que marca el sol en su ocaso.

Las penalidades se hicieron más tolerables gracias al buen trato ofrecido por algunas tribus. En Sonora hallaron indios jovas que construían sus casas con césped y cultivaban judías y calabazas. En la Sierra Madre convivieron varios días con una tribu que se alimentaba de corazones de gamo. Y a solo una jornada de marcha de esta región se encontraron a unos guerreros que portaban la hebilla de un tahalí europeo y un clavo de una herradura que, según contaron ellos mismos, los habían arrancado a unos blancos malvados con los que habían combatido. Aquel encuentro les hizo intuir de forma errónea que estaban próximos a territorios civilizados.

Cabeza de Vaca y sus tres compañeros marcharon hacia el sudoeste, impacientes por toparse con compatriotas. Y así ocurrió, pero no con los compatriotas esperados. En Sinaloa, México, tuvieron noticia de que un grupo de cazadores de esclavos estaba asolando este territorio. La caza de indios era una actividad ilícita y perseguida por la Corona, en consonancia con la petición de Isabel la Católica al principio de la conquista de que «no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en su persona o bienes agravio alguno, sino que sean bien tratados». Otra historia es que la autoridad real contara con poder efectivo en aquellas latitudes tan remotas.

El cabecilla de los tratantes se llamaba Diego de Alcaraz y dirigía a tres hombres igualmente brutales a la captura de indígenas para emplearlos en las minas y las encomiendas de los conquistadores. Cabeza de Vaca, Estebanico y once nativos se presentaron ante el tratante de esclavos, que apuntó en un documento oficial la reunión con el aventurero, pero no dio pábulo a su historia de supervivencia ni reconoció su autoridad como funcionario real. Días más tarde, a la reunión se sumaron Dorantes y Castillo en compañía de centenares de indios. De tal manera, que la reunión entre españoles casi se torna en un baño de sangre cuando los esclavistas trataron de aprisionar a varios indígenas. Cabeza de Vaca y los suyos lo impidieron, a pesar de haber estado ellos mismos esclavizados durante años.

A principios de mayo de 1536, los cuatro «aparecidos» alcanzaron Culiacán después de atravesar todo el sur de Texas y probablemente parte del actual estado norteamericano de Nuevo México, siguiendo la línea de la costa del Golfo de México. La pesadilla había durado nueve años. Melchor Díaz, alcalde mayor de Culiacán, les agasajó a su llegada, lloró con ellos y, una vez estuvieron recuperados del largo viaje, los envió a la ciudad de México para que el virrey Mendoza conociera su historia. Desde allí se trasladaron a Compostela, capital de Nueva Galicia, durante un viaje de casi 500 kilómetros, tan plagado de penurias e indios hostiles como los recorridos en Texas.

En México, el virrey quedó fascinado por la experiencia vivida por aquellos cuatro supervivientes. Los interrogó de forma insistente sobre los relatos escuchados a los indios sobre ciudades ricas de casas altas. Como la búsqueda de El Dorado en Sudamérica, también el norte tuvo su propia fábula de una tierra maravillosa en la que hasta el papel Albal —de haber existido entonces— se hubiera fabricado con oro en vez de con aluminio. El mito de las Siete Ciudades de Cíbola relataba que durante la Reconquista, en 1150, los musulmanes tomaron Mérida y otras ciudades extremeñas provocando una huida de siete obispos y varias familias nobles hacia la zona más occidental del mundo. Tras embarcar en Portugal, navegaron hasta Norteamérica y allí fundaron siete ciudades en las que abundaba el oro y las piedras preciosas.

Las descripciones que hizo Cabeza de Vaca y los otros supervivientes de las ciudades de piedra devolvieron vigencia a este mito, de tal modo que distintos aventureros fueron en búsqueda de las Siete Ciudades de Cíbola, sin lograr grandes hallazgos; lo que hace suponer que la leyenda se refería a siete asentamientos de no mucha importancia del pueblos zuñi, un grupo étnico originario del occidente de Nuevo México.

El virrey Mendoza envió, inmediatamente después de conocer el testimonio de Cabeza de Vaca, a tres frailes franciscanos, en compañía del negro Estebanico, a recabar más datos sobre estas ciudades. Los resultados no fueron los esperados y el comportamiento de Estebanico, que se valió del cuento del curandero para que los indios le entregaran turquesas, le costó su muerte a manos de una tribu desconfiada. Temiéndose ser los siguientes, los frailes regresaron a México y, tal vez por miedo de volver con las manos vacías, uno de ellos dijo haber visto en persona grandes ciudades en las que se usaban vasijas de oro y plata más abundantes que en Perú. El virrey dio crédito al fraile y siguió auspiciando nuevas búsquedas. En 1540, Francisco Vázquez de Coronado creyó haber llegado a este lugar maravilloso, al confundir el Gran Cañón del Colorado con los techos de oro de las Ciudades de Cíbola. Un descubrimiento igual de impresionante.

UN ESCRITOR FABULOSO

A su regreso a España, Cabeza de Vaca escribió y publicó, en 1542, el relato de su aventura en Naufragios, un texto dirigido a Su Sacra, Cesárea y Católica Majestad Carlos, donde detalla la vida de los indios sureños, el uso que hacían algunos de un «humo que emborracha», las creencias religiosas y todo lo que vio durante su convivencia con ellos. Las costumbres de algunos de los indios norteamericanos admiraron y desconcertaron a los europeos, a partes iguales:

Desde la isla de Mal Hado, todos los indios que hasta esta tierra vimos, tienen por costumbre desde el día que sus mujeres se sienten preñadas, no dormir juntos hasta que pasen dos años que han criado a los hijos, los cuales maman hasta que son púberes de edad de doce años… Todas estas tribus acostumbran dejar sus mujeres cuando entre ellos no hay conformidad, y se tornar a casar con quien quieren; más los que tienen hijos permanecen con sus mujeres y no las dejan hasta que estos crecen.

El relato ha sido escudriñado por historiadores y filólogos para determinar su verosimilitud. Los hechos narrados parecen los propios de una novela de aventuras, pero la minuciosidad del entorno descrito es casi la de un naturalista y demuestra, sin duda, que Cabeza de Vaca recorrió gran parte del sur de Estados Unidos. El que lo hiciera sin derramar una sola gota de sangre es igual de inverosímil como de probable. Apunta el propio autor y protagonista de la aventura que él escribió «con tanta certinidad, que aunque en ella se lean algunas cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer, pueden sin duda creerlas: y creer por muy cierto, que antes soy en todo más corto que largo, y bastará para esto haberlo ofrecido a Vuestra Majestad por tal».

Cabeza de Vaca no podía permitirse episodios ficticios en un libro dedicado al emperador. Podía adornar u ocultar los puntos más negativos de su actuación, sin mentir directamente sobre lo ocurrió en su angustiosa aventura. Poco después de su regreso a España, el monarca le ofreció el puesto de adelantado y gobernador del Río de la Plata y Paraguay. Álvar aceptó volver al Nuevo Mundo y durante los dos años que estuvo al frente del Río de la Plata acometió varias expediciones, en las que exploró el curso del río Paraguay con la guía de indígenas tupís-guaraníes y se convirtió en el primer europeo en ver las cataratas de Iguazú: «El río da un salto por unas peñas abajo muy altas, y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye; y la espuma del agua, como cae con tanta fuerza, sube en alto dos lanzas y más». No encontró, sin embargo, un lugar apropiado para nuevos asentamientos en la selva paranaense, ni poblaciones con grandes riquezas… Al contrario, lo que el gaditano y sus hombres hallaron fue una larga sucesión de epidemias, emboscadas y hambre.

El buen trato dispensado por Cabeza de Vaca a los indios, incluso cuando sometió a varias tribus, y su empeño en hacer cumplir las Leyes de Indias no eran objetivos compartidos por sus tropas. A la vuelta de una de sus expediciones, los soldados españoles, con la excusa de que Álvar era permisivo con los indígenas, organizaron un motín encabezado por Domingo Martínez de Irala, que terminó con la captura y encarcelamiento del gaditano. Su autoridad, en verdad, no fue bien recibida en ningún momento por los colonos establecidos con anterioridad, que le acusaron de llevar un gobierno personalista y dictatorial y de proteger en exceso a los indios. La conjura contra él le devino en un año de prisión y, en 1545, fue trasladado a España y acusado de gravísimos cargos ante el Consejo de Indias. Condenado al destierro en Orán, la Corona terminó por indultarlo de su condena ocho años más tarde.

Como en otras ocasiones, los esfuerzos de la Corona castellana por defender los derechos de los indígenas chocaban con la codicia de algunos conquistadores, que se comportaban como si el continente y todos sus seres les pertenecieran. A Bartolomé de las Casas, un embustero bienintencionado (las cifras de los indígenas fallecidos son del todo imposibles), y a Cabeza de Vaca se les considera los primeros defensores de los derechos indígenas en América. El mismo año en el que el gaditano publicó Naufragios, los mejores juristas y teólogos de España sacaron adelante las conocidas como Leyes de Indias, que en el plano teórico equiparaba en derechos y garantías a todos los súbditos del nuevo imperio. Lo que demuestra que las voces de estos inconformistas españoles fueron escuchadas por los monarcas hispánicos y contribuyeron a un positivo ejercicio de autocrítica, a diferencia de lo que luego pasaría durante el periodo colonial protagonizado por otras grandes naciones europeas. Mientras en España el debate surgió casi al inicio del descubrimiento y colonización de América, en tanto Bartolomé de las Casas viajó en 1500 a las Indias, el colonialismo salvaje de Inglaterra y Bélgica necesitó mucho tiempo para que surgiera una auténtica crítica. No es casualidad que incluso hoy El libro de la selva (1894), una velada crítica al imperialismo británico escrita por Rudyard Kipling, esté ausente de las lecturas escolares del Reino Unido.

Los años finales de la vida de Álvar Núñez Cabeza de Vaca están envueltos en la imprecisión. Tras el indulto se estableció en Sevilla y ejerció como juez. En 1555, publicó en Valladolid Relación y comentarios, su segundo libro, donde narra lo ocurrido en su aventura en Río de la Plata. Algunos le sitúan después como comerciante en Venecia o convertido en prior de un convento sevillano. Sin olvidar que, en 1522, había contraído matrimonio con una mujer bien situada entre la nobleza andaluza —su particular Penélope— aunque el largo peregrinaje en el Nuevo Mundo hace imposible rastrear qué fue de este matrimonio. En cualquier caso, murió rondando los setenta años en Sevilla y no regresó por tercera vez a América, territorio del que después de dos fracasos y tantos años debía conservar un sabor agridulce y cuentas pendientes. De sus compañeros se sabe que Estebanico, como ya hemos señalado, murió asesinado por los indios en su regreso a Texas; mientras que Castillo y Dorantes se establecieron en México y allí pasaron el resto de sus vidas.

Los tres demostraron la misma fortaleza física y mental, casi inhumana, que Cabeza de Vaca y tiraron de igual audacia para salir con vida, desarmados, esclavizados, hambrientos, enfermos y desnudos, de donde el resto de sus compañeros perecieron. No obstante, ellos no tuvieron la capacidad o el talento de escribir un libro sobre su aventura como sí hizo Cabeza de Vaca, haciendo bueno aquello de una canción argentina de que «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia». ¿Por qué nos resultan más atractivas las vidas de Escipión, Julio César, Cortés, Napoleón o Federico el Grande que las de otros igual de grandes? Pues porque ellos mismos escribieron directamente sus historias o se preocuparon de que cronistas de talento, como Bernal Díaz del Castillo en la conquista de México, les acompañaran y cantaran sus hazañas. Cabeza de Vaca es la gesta de un superviviente resistente a todo, pero también la prueba de que la inmortalidad está en las palabras.

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