Superhéroes del imperio
5. Álvaro de Bazán, el que nunca perdió una batalla
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ÁLVARO DE BAZÁN,
EL QUE NUNCA PERDIÓ
UNA BATALLA
Después de una sola estación las galeras (del griego medieval galéa) se convertían en amasijos de madera podrida. Estas embarcaciones eran perfectas para navegar por el Mediterráneo y para un tipo de guerra que exigía combates terrestres sobre el agua, pero su existencia era efímera y la comodidad imposible. Cuando dos galeras se enfrentaban lo primero era tratar de embestirse una a la otra con el espolón a modo de cornamenta; después, si ambas sobrevivían, se entrelazaban como serpientes y convertían las cubiertas en un campo terrestre flotante donde la infantería luchaba durante horas. Los almirantes de estas embarcaciones, por muy azul que fuera su sangre, tenían pocos rincones donde refugiarse ante el caos que emanaba en estas luchas.
Había que remangarse y combatir como uno más. Su pequeño tamaño, 140 pies de eslora y 20 pies de manga, las hacía indetectables a los enemigos hasta casi los últimos kilómetros, salvo por un pequeño detalle: la pestilencia que arrojaban. Un centenar de hombres se afanaba en la cubierta de estos barcos —en el caso de la mayoría de los remeros, en contra de su voluntad— haciendo sus necesidades y muriendo extenuados sobre el mismo lugar donde comían y bebían bizcocho podrido y agua empantanada. A una galera se la detectaba antes por el olfato que por la vista.
Nacido en Granada en 1526, don Álvaro de Bazán se familiarizó desde niño con aquel peculiar olor. Las galeras turcas dominaban el Mare Nostrum y obligaban a muchas poblaciones costeras a vivir atemorizadas día y noche. Hasta tal punto que se decía en la costa de Levante que un pueblo se acostaba poblado y se despertaba desierto, con los hombres muertos y las mujeres y los niños esclavizados de camino a los puertos piratas del Norte de África. Cuando no había moros en la costa significaba que no había peligro, de ahí la popular expresión. La forma de hacer la guerra en el Mediterráneo era terrible y el enemigo un ser demoníaco a ojos cristianos, lo cual hace meritorio que la familia Bazán, linaje destacado de la nobleza andaluza, buscara aquí ganar más prestigio. Esta familia noble tenía ascendencia navarra y había estado emparentada con el V señor de Vizcaya antes de trasladarse al corazón de Castilla.
El abuelo, también llamado Álvaro de Bazán, sirvió a los Reyes Católicos en la Guerra de Granada. Y el padre, Álvaro de Bazán «el Viejo», se amarró a la vida marítima y, en 1526, sustituyó a Juan de Velasco en el cargo de general de galeras de España. Un tipo de combate despreciado por los nobles y estimado en el periodo como propio de mecánicos. La arriesgada elección de «el Viejo» respondía a que había comprendido antes que nadie que, tras el Descubrimiento, ahora las fronteras hispánicas eran marítimas.
EL VIEJO Y EL MAR
El padre se cuidó de que su hijo recibiera el hábito de Santiago siendo un niño y fuera nombrado con solo ocho años «alcaide del Castillo de Gibraltar», cuya bahía resultaba un lugar idóneo para que invernaran las galeras. Una recompensa para él por sus buenos servicios a Carlos V, y una forma de incentivar al muchacho, que a decir verdad no necesitaba muchas excusas. Bazán padre procuró para sus vástagos una formación humanista y que en ellos surgiera la vocación marítima. Con la nariz todavía mocosa, «el invicto» (nunca perdió una batalla) corría por la cubierta de la nave capitana de su padre y poco después tendría su primera experiencia militar. En uno de los frescos del Palacio de Viso del Marqués se representa la Jornada de Túnez (1535), con el padre de don Álvaro entregando las llaves de la ciudad africana al emperador Carlos V. Y su hijo haciendo las veces de mozo de armas.
Siendo uno de los marinos más eficaces de Carlos V, el viejo capitán se enfrentó a los franceses en Muros junto a su hijo, en 1543. Francisco I de Francia había declarado de nuevo la guerra a España un par de años antes, en una ofensiva a tres bandas en la que implicó a Turquía, Dinamarca y Suecia, con la excusa de aprovechar la fracasada expedición española contra Argel. En paralelo a otras operaciones, el vicealmirante De Burye, uno de los mejores marinos de su tiempo, armó una escuadra de cerca de veinticinco barcos, en su mayoría atlánticos, para atacar el desprotegido Golfo de Vizcaya.
El emperador Carlos designó al padre de Bazán para que defendiera la zona con escasos hombres y menos barcos. El 10 de julio la escuadra francesa pasó por las aguas de Laredo, donde Bazán había situado su base, sin percibir que allí estaba la escuadra española. Saquearon las poblaciones de Lage, Corcubión y más puertos hasta el Cabo de Finisterre, echando finalmente sus anclas frente a la ciudad de Muros, a la que exigieron rescate para no ser arrasada como harían unos meros piratas. Álvaro de Bazán «el Viejo» alistó todos los buques y hombres posibles y saltó por sorpresa sobre los franceses, a los que cogió desprevenidos. Los franceses permanecían fondeados frente a Muros cuando la pequeña flota de dieciséis barcos se les vino encima a toda vela. La superioridad francesa se anuló por su mala posición, fondeada en una estrecha ría, que les retrasó a la hora de levar anclas.
Era el día 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago, patrón de España, cuando Bazán y su hijo dirigieron su nave capitana contra la del almirante francés, de tal manera que la hundió al coste de cien hombres. A continuación, el galeón de Bazán se enzarzó en un nuevo combate con el del corsario Hallebarde, que estaba junto a la capitana. En total, la lucha duró algo menos de dos horas y concluyó con las veinticinco naves francesas hundidas o capturadas, salvo una que pudo escapar con el árbol partido.
Muros es considerada la primera batalla de gran entidad en el océano Atlántico de la Historia, lo cual no quita que la forma de luchar siguiera siendo la típica del Mediterráneo. Faltaban aún varias décadas para que, precisamente Bazán, probara las ventajas y los inconvenientes de batirse en este océano con barcos adaptados para ello. Se conoce poco, en este sentido, sobre la actuación del joven en la batalla o si aprendió alguna lección de futuro, lo único que consta es que a sus diecisiete años fue encargado por su padre de que cuidara la armada y las naos apresadas mientras él viajaba a Santiago de Compostela a ofrecer al apóstol la victoria. Las bajas francesas superaron las tres mil y las españolas las ochocientas, entre muertos y heridos, lo que da fe de la violencia con la que se peleaba en este tiempo. Aparte de las bajas, el almirante español lamentó que del golpe se hundiera la almiranta francesa que transportaba el botín saqueado en las poblaciones cántabras y, lo que resultaba más doloroso para él, la venerada reliquia del brazo de San Guillermo de Finisterre.
Francisco I volvió a pedir una tregua un año después, no así los corsarios franceses, ingleses y sobre todo turcos que infectaban el Mediterráneo y la salida hacia el Atlántico. La carrera del joven Bazán creció como la espuma del mar en pocos años. Su nombre estuvo presente en todas y cada una de las grandes operaciones del Imperio español en el Mediterráneo. En 1554 fue nombrado capitán general de una armada destinada a guardar las costas de España y proteger la navegación de las Indias. Una de sus primera acciones en solitario (su padre moriría en 1558) fue contra dos naos inglesas, al mando del contrabandista llamado por los españoles «Richarte Guates», que transportaron al cabo de Aguer armas para los piratas berberiscos de Fez y Marruecos. Don Álvaro de Bazán quemó siete chalupas y carabelas, que eran empleadas para asaltar navíos cristianos. La sangre fría cuando al resto se le disparaba la adrenalina se convirtió en su firma personal y en la principal explicación a su larga racha de victorias.
No faltaba trabajo para gente como él en las fronteras hispánicas. La flota otomana, asistida por los piratas berberiscos, llevaba encadenando una interminable lista de victorias y conquistas por la costa africana desde hacía casi un siglo. La situación en los presidios españoles en el Norte de África era pésima, porque faltaban fondos para pagar tropas y reparar fortificaciones. En esos años oscuros, don Álvaro de Bazán participó en varias operaciones para proteger plazas como Orán o Vélez de la Gomera, que fue arrebatada a los musulmanes en 1564. Un curioso incidente con barcos ingleses en Gibraltar, territorio del que era alcaide Bazán, pone de relieve que crecían como moscas los enemigos en el Mediterráneo. Ocho buques ingleses entraron en las aguas españolas en persecución de un barco francés y, haciendo caso omiso a la legalidad, lo bombardearon al pie del puerto. En esas apareció Bazán con cinco galeras de patrulla y no dudó en cargar contra los buques ingleses, mejor artillados y más altos. Los derrotó, uno a uno, e hizo 240 prisioneros acusados de piratería. No iba desencaminado en su acusación. En sus bodegas se encontraron productos indianos.
En su momento álgido, los turcos decidieron atacar Malta en 1565, primer paso para la invasión de Sicilia. Pero Malta se defendió como un gato panza arriba, hasta que fue posible que el Imperio español desembarcara allí tropas para socorrer a los cruzados. Los cinco meses de retraso se debieron a que, ya con una flota destacada en la zona, los cristianos seguían contando solo con 90 galeras frente a las 130 turcas y temían un nuevo batacazo. Por ello, Bazán ideó un plan genial en que las 60 galeras más rápidas embarcarían cada una a 150 soldados y trasladarían a los hombres a tierra antes de que pudieran reaccionar los turcos. Tras varios intentos frustrados por el mal tiempo, el 7 de septiembre las galeras señaladas desembarcaron en la ensenada de Melecha, al noroeste de la isla, a 9.600 hombres. La escuadra se retiró sin que el enemigo tuviera tiempo de reaccionar.
Liberado el archipiélago de Malta, Jean Parisot de La Valette, gran maestre de la orden, abrazó y agradeció su ingenio a Bazán a la vista de todos. A sus cuarenta años, don Álvaro de Bazán fue nombrado capitán general de las Galeras de Nápoles y, poco después, el 19 de octubre de 1569, Felipe II le concedió el título de marqués de Santa Cruz. Cuando el rey le autorizó a cubrirse con el sombrero en su presencia, signo de distinción entre los grandes nobles, Bazán acertó únicamente a darle las gracias. «Por el sol, señor marqués», le corrigió el monarca, puesto que la recepción era al aire libre.
En sus victoriosas operaciones navales el granadino había exhibido una inteligencia extrema y una capacidad sobrehumana para mantener la calma cuando todos estallaban en un manojo de nervios. De Bazán se podría decir lo que Lord Byron de su Don Juan: «Era el hombre más comedido que jamás haya hundido un barco o cortado una garganta». El hombre hacia el que correr en caso de incendio. Estos triunfos cristianos cambiaron una dinámica que Lepanto, auténtica fábrica de mitos heroicos, iba a certificar: el Imperio otomano sangraba como cualquier criatura marítima. «La más alta ocasión que vieron los siglos», que diría Miguel de Cervantes, comenzó a gestarse con la renovada confianza cristiana, cuando el papa Pío V formó una Santa Liga entre Roma, el Imperio español (que ocupaba media Italia), Génova, Venecia y otros reinos cristianos hastiados de los métodos otomanos; no así Francia, que seguía aliada con la Sublime Puerta.
La Monarquía Hispánica se comprometió a sufragar la mitad del presupuesto, mientras Venecia, el Papado y otros aliados italianos corrían con el resto de gastos operativos. En total, la Santa Alianza estuvo formada por una flota de 200 galeras, 100 embarcaciones de transporte y 50.000 soldados (la mayoría españoles o pagados por Felipe II). En lo referido al comandante, Felipe II entendía que debía ser un español y, a poder ser, con una envergadura principesca para poder imponer su autoridad al resto de almirantes. El soberano español estuvo conforme con la preferencia del papa Pío V, don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II. A pesar de sus veinticuatro años, don Juan desplegó una actuación ejemplar en la batalla de Lepanto. Empleó su afable carácter para mantener inertes las tensas relaciones con Venecia y supo compensar su poca experiencia al dar voz a consejeros más curtidos en la mar como don Álvaro de Bazán o Luis de Requesens. El hijo natural de Carlos V se apoyó en el granadino en todas sus decisiones navales, porque no había una voz más acreditada en las filas europeas.
Don Álvaro de Bazán acudió a la campaña al frente de treinta galeras bien armadas de la escuadra de Nápoles, que cerraron en todo momento la formación. Él iba embarcado en una galera que se llamaba La loba, animal recurrente en su heráldica familiar, que era la insignia de la escuadra de Nápoles. Su objetivo y el de la Santa Liga era desalojar a Turquía y a sus aliados corsarios del Mediterráneo occidental y contrarrestar sus recientes conquistas, entre ellas Chipre y varios puertos venecianos en el Adriático.
Al mismo tiempo, el comandante turco, Alí Pashá, había recibido órdenes directas del sultán de destruir a la flota de la Santa Liga. Sus fuerzas, empleadas en la conquista de Chipre, sumaban 208 galeras, 66 galeotas y fustas y unos 25.000 soldados, entre ellos 2.500 jenízaros armados con arcabuces. Las fuerzas eran parejas a las cristianas, pero solo en apariencia. Después de seis meses de operación marítima, la flota estaba desgastada y el escaso número de jenízaros se explicaba porque muchos de ellos abandonaron los barcos en los días previos, ante la cercanía de los Balcanes, lugar de procedencia de la mayoría de ellos. El turco se empeñó en combatir a pesar de todo, tal vez porque infravaloraba la potencia cristiana y no estaba bien informado de la gran cantidad de galeras «ponentinas» (las fabricadas en España), de mayor tamaño que las musulmanas o las venecianas.
«ADELANTE, SIGAMOS EL PARECER DEL MARQUÉS»
Don Juan partió del puerto de Sicilia a mediados de septiembre de 1571 y en poco tiempo surgieron desavenencias con los representantes venecianos, cuya antigua amistad con los turcos los hacía poco fiables. El mayor incidente se originó en una galera veneciana, donde el almirante, Sebastiano Veniero había ordenado ahorcar por disciplina al capitán de unos soldados embarcados que no pertenecían a su mando directo. El genovés Juan Andrea Doria se manifestó partidario de volverse a España y dejar solos a los venecianos, a los que consideraba poco de fiar, pero Álvaro de Bazán calmó los ánimos y defendió que el hecho de que Veniero hubiera hecho un disparate no era motivo para tirar por la borda toda la alianza. Ya habría tiempo tras el combate para ajustar cuentas. Los que hablaron después de don Álvaro apoyaron su postura. El carácter conciliador de este viejo lobo de mar salvó la coalición. «Adelante, sigamos el parecer del marqués», concluyó don Juan de Austria.
La tensión entre los aliados siguió patente en los prolegómenos. El genovés Juan Andrea Doria y Luis de Requesens eran partidarios de esperar al enemigo en una ensenada próxima, mientras que Bazán y Alejandro Farnesio creían que el momento estaba en el sur de Punta Escropha (que los turcos llamaban «Cabo ensangrentado»). Allí se avistaron ambas escuadras y don Juan de Austria decidió presentar combate. Los musulmanes formaron su tradicional media luna de combate y se prepararon para envolver a los cristianos, a su vez divididos en cuatro escuadras (las dos alas, el centro y la retaguardia, a cargo de Bazán). Antes de que se iniciara la lucha, don Juan de Austria elevó la moral de sus tropas con una escena que hoy puede sonar ridícula. El generalísimo bailó una gallarda con dos de sus oficiales, armado con una fastuosa armadura, sobre la cubierta de La Real.
En torno al mediodía, cuatro galeazas venecianas se adelantaron al resto de la formación y empezaron a bombardear a una distancia de un kilómetro y medio la posición turca. La maniobra sirvió para desbaratar la formación de media luna e incluso hundir varias galeras, pero su participación en la batalla terminó aquí. Las galeazas venecianas eran plataformas artilladas hasta los dientes que debían ser arrastradas por otras embarcaciones debido a su peso y su poca maniobrabilidad, lo que conllevó que una vez iniciado el combate se perdieran en una maraña interminable de galeras, enfrentadas entre sí como si de un campo terrestre se tratara.
Los historiadores italianos se han quedado roncos de repetir que estas galeazas decidieron la batalla, en un intento de restar importancia al resto de potencias participantes y de proclamar la superioridad de la tecnología europea. Y solo en esto tienen razón: la pólvora fue determinante en Lepanto, pero más bien la de los arcabuceros embarcados. En los enfrentamientos entre galeras estaba cobrando cada vez más importancia el intercambio previo de disparos de artillería (los cristianos portaban cinco piezas por galera contra las tres de los musulmanes) y las andanadas a bocajarro de los arcabuceros, frente a un ejército turco que, salvo los jenízaros, portaba arcos y flechas.
Los españoles priorizaron el barrer las cubiertas enemigas con pólvora antes de iniciar la lucha. Aquellas descargas de sus arcabuceros, de tal manera que «os salpique la sangre del enemigo», marcaron la diferencia en la fase de abordajes de Lepanto. Don Juan de Austria insistió en que las naves venecianas fueran reforzadas con tropas de italianos al servicio de España. De hecho, la mayor debilidad turca aquel día estuvo, además de que las flechas no resultaban tan efectivas, en que su infantería era inferior a la cristiana. Así y todo, la confianza de años de éxitos y la superioridad numérica de los musulmanes hicieron que la victoria cristiana estuviera comprometida en varios momentos.
El flanco izquierdo cristiano, comandado por los venecianos, casi fue superado por los turcos, conocedores de aquellas aguas someras. La muerte del comandante veneciano Barbarigo, que recibió un flechazo en un ojo por levantar la visera de su yelmo, y de su sobrino, Giovanni Marino Contarini, extendió el pánico hasta que el hombre invicto apareció para apagar el fuego. La fuerza de Bazán logró liberar a la capitana de Venecia y rendir la galera del almirante turco Sciroco, que mandaba ese flanco. El turco fue hallado agarrado a un madero en el agua y rematado sin compasión.
Desde la retaguardia, como hacía la élite de las legiones romanas, don Álvaro de Bazán acudió con las galeras de reserva a defender en primera instancia el flanco izquierdo. La amenaza basculó de izquierda a derecha como el propio balanceo del oleaje. En el centro, donde estaban don Juan de Austria y el comandante turco Alí Pashá, el enfrentamiento alcanzó una violencia inaudita por la acumulación kilométrica de barcos y de hombres. La fase de abordaje situó a la galera La Real, de don Juan, en el epicentro del volcán, con varias galeras y galeotas turcas colocadas a su popa. La Sultana embistió a La Real con tal ímpetu que el espolón alcanzó hasta la cuarta fila de remeros. La cristiana, que había retirado su espolón antes de la lucha para aumentar su potencia de fuego, contestó con el rugido de cinco cañones desde la proa. El baño de sangre fue una inyección de ánimo.
Don Juan de Austria y Alí Pashá estuvieron a punto de cruzar aceros. Lo evitó una conveniente descarga de arcabuzazos del representante papal, Marco Antonio Colonna, y la llegada de Bazán por la otra banda. En su avance para rescatar La Real venció y apresó sucesivamente a tres galeras enemigas, entre ellas la capitana jenízara. El noble granadino mandó al asalto a Pedro de Padilla con sus soldados del Tercio de Nápoles, quienes tomaron la galera de Alí Pashá y clavaron en ella el estandarte de la Santa Liga. La cabeza del comandante turco fue ensartada en una pica a modo de bárbaro anuncio del final del combate.
Cuando la batalla parecía declinar, el astuto almirante Uluch Alí —responsable del flanco izquierdo musulmán— sorteó a Juan Andrea Doria, con el que había protagonizado un alarde de maniobras en dirección al mar abierto, y cargó junto a sus galeras contra los bajeles que se topó de costado. Enésima prueba de que a filigranas no se podía competir con los turcos. El almirante turco no guardaba ya esperanzas de vencer en aquella jornada, pero se contentaba con un jugoso botín antes de la retirada. Entre las seis galeras que se llevaron la peor parte de su ofensiva estaban la capitana de la Orden de Malta y La Marquesa, donde combatía el escritor Miguel de Cervantes. Una de las venecianas prefirió volar su santabárbara antes de rendirse. El arroyo de desolación causado por Uluch Alí duró hasta que Bazán y don Juan alcanzaron esta zona e hicieron huir al turco con quince galeras apresadas.
Bazán fue decisivo en la izquierda, el centro y la derecha. Convertido en una suerte de bombero en la batalla, Santa Cruz recibió dos tiros en la coraza y en la rodela aquel día, además de perder al capitán de su galera, al que un cañonazo le barrió las dos piernas. Tras cinco horas de lucha, los cristianos al fin eran dueños de aquel golfo tintado de rojo: 117 galeras turcas habían sido apresadas y 30.000 otomanos perdieron la vida, lo que sitúa Lepanto como una de las batallas más resolutivas de la historia. El impacto para los turcos fue terrible, hasta el extremo de que nunca más recuperarían realmente la iniciativa en los mares ni intentarían invadir Italia. En Constantinopla se publicó rápido un bando para que, bajo pena de ser empalado, nadie osara hablar nunca de la pérdida de la Armada.
La alianza entre cristianos continuó algún tiempo, a la búsqueda de explotar la victoria naval. Nada más conocer la noticia de la derrota turca, un exultante Pío V ofreció coronar a Felipe II como emperador de Oriente si recuperaba Constantinopla. Se trataba, en cualquier caso, de los cantos de sirena que suceden a una victoria así, pero que resultan irreales. Como recordaría el gran duque de Alba en aquellos días, los ejércitos del rey de España no estaban preparados para atacar al turco, sino para defenderse de él. Después de Lepanto, cada capitán general de la Santa Liga propuso un objetivo a conquistar acorde a sus intereses. Entre discrepancias y nuevas tensiones, el año 1574 vivió el estéril choque entre la Santa Liga y el escurridizo Uluch Alí, que encabezaba una enorme flota fabricada durante el invierno. No obstante, ambas flotas se esquivaron y el único choque tuvo más de simbólico que de práctico. Cuando se cumplía justo un año de la victoria de Lepanto, una imponente galera turca se rezagó durante una maniobra evasiva de Uluch Alí. La Loba de Bazán fue el primero en llegar a la altura de esta galera, un hermoso buque de fanal en el que iba embarcado un descendiente del mítico pirata Barbarroja. El duelo singular se decidió en media hora y causó cien muertos a los turcos, entre ellos muchos jenízaros, frente a siete muertos españoles.
Al año siguiente, el terco empeño de los venecianos en recuperar Chipre acabó por acelerar las fricciones y echar al traste la alianza. Así las cosas, España continuó por cuenta propia la campaña con el objetivo de conquistar Túnez, lo cual logró el 11 de octubre de 1573. La ocupación fue sencilla, aunque solo duró un año y ni siquiera conllevó el control sobre el interior del país. La Santa Liga agonizaba, herida de muerte. Siempre envuelta en mil frentes, España se conformaba con que los turcos permanecieran en el Mediterráneo oriental sin molestar en sus posesiones italianas.
Todos los mandos participantes en la batalla de Lepanto terminaron sus días elevados a la condición de héroes de la cristiandad, entre ellos Alejandro Farnesio, Lope de Figueroa, Luis de Requesens, don Juan y por supuesto Bazán. El granadino participó en la conquista de Túnez y siguió en los años sucesivos con su papel de guardián de las costas mediterráneas. En 1575 le fue encargada por el rey la tarea de mantener en disposición de combate las cuarenta galeras de Nápoles, la principal fuerza hispánica en estas aguas. Bajo las directrices de don Juan de Austria, el granadino limpió de piratería berberisca las costas de Sicilia y el sur de Italia, haciendo frente a una nueva intentona turca de conquistar Malta. El desembarco de los soldados del tercio de Lope de Figueroa en el archipiélago disuadió por sí mismo a los otomanos de atacar la isla principal.
Un año después de estos sucesos, el almirante español dirigió una expedición de castigo a las Islas Kerkenas, frente al litoral tunecino, en una muestra de que el Imperio español quería tomar la iniciativa por primera vez en el territorio musulmán. Los buenos resultados de la operación, con poblaciones asoladas a lo largo de la costa africana, convencieron a los españoles de que la mejor defensa para las poblaciones italianas era lanzar al mar las galeras, en vez de encerrarlas con cautela en Mesina.
Felipe II recompensó estos éxitos dándole en 1576 el cargo de capitán general de las galeras de España, y destinándole a Cartagena para que reorganizara y armara galeras a su conveniencia por todo el Mediterráneo. Y de alguna manera se le estaban quedando estrechas estas aguas. Tal vez era el momento de dar el salto al Atlántico, allí donde se inclinaban cada vez más los intereses económicos de la Monarquía Hispánica, en detrimento de un Mare Nostrum que ni siquiera interesaba ya a los turcos. Lepanto fue el último gran enfrentamiento entre los dos imperios de su tiempo.
CANCIÓN DE TIERRA Y AGUA EN PORTUGAL
La vieja guerra naval en el Mediterráneo y la que se alumbraba en el Atlántico tenían pocos puntos en común, más allá de que ambas se desarrollaban sobre el agua. Ni los barcos, ni las tácticas, ni siquiera el viento eran los mismos. Don Álvaro de Bazán tuvo que aprender sobre la marcha estas lecciones, porque del mejor almirante castellano, «el invicto», se esperaba que se adaptara a los tiempos (The Times They Are a-Changin, cantaría Bob Dylan) incluso cuando no había nada escrito. Antes de la batalla de las Terceiras no se habían producido grandes confrontaciones entre los colosos atlánticos. Los Bazán, padre e hijo, se habían movido con destreza en este periodo intermedio. Pero ya no bastaba, como venía haciéndose durante toda la Edad Media, con trasladar la guerra mediterránea y sus galeras al norte de Europa, con las numerosas limitaciones técnicas que esto suponía. Los resistentes buques atlánticos, diseñados para cruzar el océano con la única ayuda del viento, permitían una nueva forma de hacer la guerra donde el abordaje entre embarcaciones solo era el último recurso. La incorporación al Imperio español de una de las flotas atlánticas más temidas, la portuguesa, dio el pistoletazo de salida para España a esta innovadora forma de guerrear.
En 1578 falleció sin dejar descendientes el rey de Portugal Sebastián I, en una demencial incursión en el Norte de África. El pueblo portugués tardaría décadas en creer que su bizarro monarca hubiera fallecido realmente en unas circunstancias tan bobas e incluso surgieron varios farsantes haciéndose pasar por el muerto. No así las grandes cortes, que tardaron mucho menos, un instante si acaso, en limpiarse las lágrimas. Mientras el anciano Enrique, tío de Sebastián, asumió de forma breve la corona, sin esperanza de tener descendientes a tiempo; Felipe II comenzó a blandir sus derechos al trono como hijo de una infanta portuguesa.
Para cuando Enrique I murió, el 31 de enero de 1580, Felipe II había convencido ya a la mayor parte de la nobleza lusa y a las grandes potencias europeas de que él sería el nuevo rey. El prior Antonio de Crato, nieto bastardo del rey Manuel I el Afortunado, no estuvo de acuerdo y levantó una rebelión en el país con el apoyo de Francia, Inglaterra y las clases más humildes, lo que forzó al Imperio español a invadir Portugal. El gran duque de Alba orquestó una invasión relámpago, mientras que don Álvaro de Bazán apoyaba a las fuerzas terrestres desde sus galeras. Ambos entendían la importancia de la rapidez en una operación así y golpearon como un martillo en la fragua.
El rey puso en manos de Bazán, un héroe nacional desde lo ocurrido en Lepanto, sesenta y cuatro galeras para que apoyara la invasión terrestre y embarcaran a los 4.700 hombres del tercio de Rodrigo de Zapata y Martín de Argote. El grueso de la infantería se desplazó siguiendo la línea Badajoz-Elvas-Estremoz-Setúbal, mientras que la flota española se dirigió en paralelo a Setúbal con víveres y equipos para los soldados de Alba. El avituallamiento de un ejército elefantiásico de 28.000 hombres era el principal reto de la campaña, incluso por encima de las fuerzas enemigas. El veterano duque tuvo la ocurrencia de que las vituallas del día fueran por delante de la infantería, custodiadas por arcabuceros a caballo, para que el desplazamiento no fuera tan lento.
La infantería logró así establecer una marcha sin interrupciones, aunque no pudieron impedir que se les adelantara la flota del marqués de Santa Cruz, ante la que los puertos portugueses fueron entregándose a un ritmo de uno por día. En Setúbal, la ciudad se rindió sin mucho esfuerzo, pero en la fortaleza de Outâu resistieron cien partidarios del prior de Crato y sus cuarenta y siete cañones, situados en una zona de difícil acceso. Todo ello, mientras tres grandes galeones protegían desde el mar la posición como si de tres tiburones nadando en círculos se tratara.
Se emprendieron las labores de ingeniería habituales en estos casos y, una vez batida la zona, los españoles lanzaron un asalto sobre la fortaleza de Outâu a cargo de las tropas italianas de Próspero Colonna. El ataque fue bien hasta que el fuego de los poderosos galeones hizo retroceder a los soldados e ingenieros españoles. Solo la intervención de Bazán devolvió el desequilibrio total a la contienda. Las galeras abordaron como pirañas al galeón más activo en la lucha, el San Antonio, mientras los otros dos buques se retiraban al abrigo de la fortaleza. La posterior rendición de estos galeones y el acceso de Santa Cruz a sus ochenta piezas de artillería precipitaron la rendición de los setenta últimos supervivientes. Los defensores fueron puestos en libertad por su valor y resolución, aunque con ello se ponga en cuestión la imagen del «coco» Alba que ha querido proyectar la leyenda negra. Otra cosa muy distinta es la fama de su mal carácter, que tiene muy poco de leyenda. Ante un retraso de dos días en la travesía de la flota, el irascible general perdió por un momento los nervios:
Por cierto que el Marqués pudiera muy bien excusarse el andarse a tomar bicocas y también fuera justo que excusara el enviar a su hermano antes de llegar a este puerto, sabiendo que consiste en la llegada de la Armada la salvación de este Ejército y el hacerse con ella los efectos que Vuestra Majestad sabe (…). Me duele por el Marqués, que es muy buen caballero y muy grande amigo, pero llegado a este punto, no tengo ni padre ni madre.
El día 22 de julio la Armada y el ejército se pudieron dar la mano e intercambiar vituallas. Como en otras ocasiones, el gran duque había hablado antes de tiempo y demasiado alto. Bazán, en la mar, era lo que Alba había sido en tierra en los últimos cincuenta años. Dos genios de la guerra trabajando juntos.
Felipe II había calculado con acierto que el prior de Crato planeaba montar su última defensa en torno a Lisboa y la desembocadura del Tajo, de tal manera que las fuerzas españolas debían desembocar en este punto. El primer obstáculo que debieron superar los españoles era cómo cruzar a la otra orilla del Tajo. Algo que a ojos de cualquier comandante corriente del siglo XVI hubiera requerido muchas semanas construyendo barcazas o un intento hercúleo de remontar el río hacia un paso más fácil... Pero es que las mentes de dos genios de la guerra como Bazán y Alba no eran corrientes. Como si se hubieran hinchado a ver cine bélico del siglo XX, los dos mandos españoles concibieron el audaz plan de que las galeras del marqués desembarcaran una fuerza de élite por sorpresa en la playa de Cascais, a las puertas de Lisboa, y aseguraran una cabeza de puente para el resto de las tropas de infantería. Los elegidos para el desembarco fugaz fueron los hombres de Rodrigo de Zapata y Martín de Argote, y la playa una de pequeño tamaño rodeada de rocas.
El plan era arriesgado, tanto como para que pillara desprevenidos a los portugueses, que habían descartado por temeraria esa opción. Un ejército de 3.000 hombres y 400 jinetes portugueses se dirigió a la pequeña playa cuando divisaron las galeras. La vanguardia del ejército portugués llegó antes de que comenzara el desembarco, lo que a su vez obligó a los mosqueteros veteranos de Rodrigo de Zapata a echarse al barro con la única protección del fuego de las galeras a sus espaldas. La calidad de esta fuerza profesional, y las virtuosas maniobras de Bazán, lograron espantar a los portugueses, en su mayoría bisoños y milicianos. Con la posición ocupada, el grueso de las fuerzas españolas desembarcó con éxito en una operación que se prolongó unas horas y que hizo gala de la enorme visión táctica que habitaba en la cabeza del almirante español.
El ejército de Alba, apodado «el duque gravedad», siguió su inmisericorde avance hacia la capital y tomó los principales fuertes que se alternaban por el Tajo. La mera estampa de las galeras de don Álvaro de Bazán a la entrada del Tajo motivó la rendición del fuerte de Cabeza Seca sin que se gastara un miligramo de pólvora. Tomar la hoy turística Torre de Belem costó más esfuerzo, porque contaba con treinta cañones y el apoyo de los enormes galeones que dormitaban en el puerto lisboeta. No obstante, la resistencia duró justo el tiempo que los galeones se retiraban al interior del puerto.
El prior Antonio de Crato se preparó para arriesgar el todo por el todo en una única batalla, puesta la fe en que la falta de experiencia de sus tropas pudiera suplirse con su superior conocimiento del terreno. Confiaba además en que la flota atlántica —cuarenta y dos naos, carabelas, carracas y galeones y siete galeras— apoyara desde el Tajo el combate terrestre.
La batalla de Alcántara, librada el 25 de agosto de 1580, devino en una victoria plácida para las fuerzas de Alba; de hecho la lucha duró un suspiro y en todo momento parecía inevitable que se impusieran las mejor entrenadas tropas españolas. Fue en el agua donde la incertidumbre se alargó por más tiempo. Al igual que en Lepanto, las galeras españolas habían sido reforzadas con mil arcabuceros y tenían la orden de entablar combate cuanto antes con las naves portuguesas, que a larga distancia contaban con ventaja. Pero una cosa son las líneas trazadas sobre un mapa de batalla y otra el caprichoso viento.
El soplido contrario de Poseidón y la bajamar impidieron repetidas veces que Bazán pudiera remontar el río Tajo. Desgañitado de tanto gritar sus órdenes, Santa Cruz logró al final subir el río a base de que muchos remeros reventaran de esfuerzo. Las sesenta y dos galeras arrojaron la noche sobre los buques portugueses, que, viendo el desastre terrestre, arriaron sus velas y se rindieron antes de que comenzara la fase de abordajes. Prácticamente toda la flota portuguesa fue capturada, incluso las galeras que trataron de escabullirse lamiendo la costa.
El que sí logró huir fue el escurridizo prior de Crato una vez terminaba la batalla, la última que disputaría aquel monumento a Ares llamado Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, que murió el 11 de diciembre de 1582 con el país ya pacificado. La ciudad fue tomada por los españoles y la guerra se alargó varios meses solo porque algunos focos rebeldes seguían activos. No en vano, para Santa Cruz empezaba una misión tan importante o más que la conquista en sí.
EL PADRE DE UNA FLOTA ATLÁNTICA
Cuando se tomó el puerto de Lisboa, el granadino y sus capitanes se encargaron de acondicionar las grandes carracas portuguesas para las necesidades del Imperio español. Dentro del sistema comercial portugués, estos enormes buques eran empleados para el transporte de mercancías exóticas desde las más remotas tierras africanas y asiáticas, si bien su uso era comercial y requerían más mordiente militar para servir a España. Nada menos que once galeones de altura, todos ellos de entre setecientos y mil toneladas, intactos y con un diseño moderno, estaban listos para incorporarse a la flota oceánica de España, que hasta entonces se había servido de barcos alquilados para mantener el comercio con América. Portugal se había conquistado solo con galeras mediterráneas, simple y llanamente porque España no contaba con una flota de altura como esa.
La prueba de fuego de esta nueva flota, a la que se sumaron varios galeones del gusto de Bazán, surgió muy pronto. Tras recabar apoyos entre los enemigos de España en Europa, el prior Antonio levantó contra el rey a la población de la Isla Terceira (en las Azores) como forma de mantener abierta la cuestión sucesoria. Solo las islas de San Miguel y Santa María se mantuvieron firmes en su apoyo a Felipe II, lo cual era un grave imprevisto porque el archipiélago atlántico era el punto de recalada de la Flota de Indias española en su vuelta a la península cargada de oro y plata. La última parada antes de encarar la parte más infectada de corsarios de la ruta atlántica.
A sus cincuenta y seis años, don Álvaro de Bazán fue nombrado comandante de la flota que debía recuperar el control del archipiélago y de paso probar las nuevos juguetes del rey. El marinero granadino nombró al galeón San Martín, de mil toneladas y cuarenta piezas de artillería, como su capitana y se dirigió con veinticinco galeones a reconquistar la zona rebelde de las islas Azores, situadas en medio del Atlántico. Como no existían reglas sobre este nuevo tipo de batalla naval, habría que escribirlas sobre la marcha.
Frente a la flota hispanoportuguesa, acudieron sesenta y cuatro barcos, la mayoría de tonelaje medio, al mando de Felipe di Piero Strozzi, almirante florentino al servicio de Francia. Miembro lejano de la familia real Strozzi era un protegido de la reina madre, Catalina de Medici, quien le había situado en la punta de las operaciones militares contra el Imperio español, en las que, oficialmente, no podía aparecer la firma francesa en ninguna parte. Las fuerzas de la causa rebelde eran superiores a las del Imperio español, al menos en número de barcos y en efectivos, 7.000, y estaban bien adaptadas al Atlántico. En un tiempo récord, Francia había armado una sólida flota para ponerla al servicio del prior Antonio y la había atestado de hugonotes entusiasmados con la idea de combatir al Imperio católico. Francia creía tener poco que perder con su apoyo a don Antonio. A cambio de su flota, los galos recibirían Brasil cuando el rebelde portugués accediera al trono. Isabel de Inglaterra, por su parte, atendió a don Antonio con su mejor sonrisa mustia y le entregó dinero y medios para nutrir su flota, sin atreverse a ir más lejos.
El 26 de julio de 1582, las dos flotas se mantuvieron la mirada con intensidad. Bazán planeó la lucha adaptada a las peculiaridades del viento atlántico: dispuso una larga línea de barcos justo frente a los franceses y colocó a los mejores buques en el centro. Aconsejado por los corsarios hugonotes, que habían combatido durante décadas en el caribe, Strozzi contestó a la formación española alineando sus bajeles de costado, aunque prestó poca atención a que los buques no se quitaran el viento los unos a los otros. Tras una serie de maniobras, los españoles se prepararon para lanzar una ráfaga artillera. Bazán se llevó las manos a los pocos pelos que tenía en la cabeza cuando el viento y las mareas beneficiaron por sorpresa a los franceses, que además contaban con suelo amigo a sus espaldas. El granadino estaba acostumbrado a que sus hombres remaran en estos casos de viento hostil.
La situación todavía iba a complicarse más para los intereses hispanos. El galeón San Mateo, capitaneada por Alonso de Bazán, hermanísimo del almirante, se adelantó al resto y se dirigió en solitario al corazón enemigo. En este buque iban embarcados los mejores soldados de la flota, al mando del maestre de campo Lope de Figueroa, también presente en Lepanto. La incertidumbre se extendió por todo el campo de batalla: ¿quién había dado orden al San Mateo de adelantarse? La controversia sigue hoy por discernir si se trató de un plan concebido por Bazán y trasladado a su hermano o simplemente de un error de navegación. Al menos así lo interpretó Strozzi, que se lanzó al abordaje de la nave aislada, la segunda más importante de los españoles.
El San Mateo sufrió dos horas de abordaje francés y recibió más de quinientos proyectiles y una veintena de intentos de incendiarlo. Cuatro bajeles le atacaron a la vez, entre ellos la nave almiranta y la capitana francesa, mientras otros cuatro barcos se ocupaban, como si de perros guardianes se tratara, de cerrar el paso a un posible socorro. En un momento de impotencia los galos lanzaron una lluvia de piedras con un mortero de asedio sobre el buque. Parecía de acero. Los 250 soldados castellanos, arcabuceros y piqueros aguantaron las acometidas y, en un momento dado, la principal preocupación del maestre Figueroa pasó a ser que sus hombres no abandonaran el galeón para lanzarse ellos al abordaje del enemigo. El barco español contestó con treinta cañones de bronce y su guarnición improvisó todo tipo de objetos explosivos contra los invitados que aporreaban su puerta.
Ni Strozzi ni nadie podía contar con aquella resistencia numantina del San Mateo. Las dos horas de lucha desigual permitieron al fin la llegada de los refuerzos dirigidos por el San Martín, de modo que la batalla se colocó en la posición que Strozzi había querido evitar: una docena de barcos en una lucha cuerpo a cuerpo al estilo de Lepanto. Ahora sí, la victoria española quedaba servida a través de una maniobra envolvente.
No hizo falta derramar mucha sangre para que la flota enemiga se dispersara. Con cubiertas más altas y con soldados veteranos de Lepanto, las fuerzas de Bazán suponían un rival inabordable una vez iniciada la fase de los abordajes. Para cuando los hombres del San Martín pisaron la cubierta de la almiranta enemiga hallaron cuatrocientos cadáveres y hombres agonizantes, entre ellos Strozzi, cuyos restos fueron lanzados por la borda. Sin la protección de la flota francesa, la isla de las Terceiras estaba lista para su conquista. Una tormenta otoñal, y la inoportuna llegada de la Flota de Indias, impidieron que se realizara el desembarco militar en ese mismo año.
Aquí de nuevo Bazán mostró su avanzada comprensión de las operaciones anfibias. Antes de partir desde Lisboa, el marqués de Santa Cruz había ordenado la fabricación de ochenta barcazas planas ideales para una operación de desembarco. Esta flotilla estaba lista cuando en el húmedo verano de 1583 el granadino puso en marcha la mayor operación anfibia conocida hasta entonces, cerca de 15.000 hombres participaron en un desembarco en la isla de Terceira, defendida no por los últimos de Filipinas, sino por los últimos partidarios de don Antonio. Bazán planeó hasta el último detalle para sortear los cuarenta y cuatro fuertes y puestos defensivos que los rebeldes levantaron en poco tiempo. El día de Santa Ana, exactamente al año de la victoria naval, las tropas tomaron y saquearon Terceira y después hicieron lo propio con la isla de Faial. Se necesitaron once días para tomar todo el archipiélago. El portugués escapó otra vez, mas su reputación ya no iba a recuperarse jamás.
LA GUERRA MANCHA HASTA AL MÁS CALMADO
Al finalizar la batalla naval de Terceira el año anterior, el marqués demostró que, pese a su talante sosegado, no estaba exento de la crudeza militar exigida. Ordenó la ejecución de ochenta gentileshombres y 313 soldados y marineros apresados, en una decisión criticada por su dureza en las grandes cortes europeas, pero que obedecía a un intento de evitar nuevos levantamientos. Además, los consideraba rebeldes «piratas y perturbadores de la paz pública», puesto que Francia no estaba dispuesta a reconocer su participación directa en la contienda, y debían ser ejecutados según las leyes de la guerra. Con todo, fue una medida que incluso cuestionaron algunos de los oficiales de Bazán. Lope de Figueroa expresó que «los franceses pelearon como caballeros y murieron como cristianos, hame parecido crueldad». Europa se estremeció, porque una cosa era ejecutar turcos y, otra muy distinta, que los cristianos se masacraran entre sí. Sobre todo habiendo tantos nobles entre ellos.
La ejecución de tantos hombres enturbió la victoria más particular de Bazán. Como escribió el embajador francés en Madrid, algunos españoles alardeaban de que «ni siquiera Cristo estaba a salvo en el Paraíso, ya que el marqués podía traerle de vuelta y crucificarle de nuevo» si se lo proponía. Y sí. Después de esta batalla, el granadino, exultante de confianza, adquirió la impresión de que la Armada española podía con todo: «No es justo que, hallándose Vuestra Majestad en el mundo, viva y reine una mujer hereje que tanto mal ha causado en aquel reino [Inglaterra]», tentó el marino andaluz al rey en esas fechas.
Felipe II recompensó a Bazán nombrándole grande de España y dándole el rango inédito de capitán general de la Mar Océano. Las Cortes castellanas le recibieron con una ovación y se entonó un tedeum en su honor en El Escorial. Pronto, Bazán se elevó como el miembro del Consejo de Su Majestad más partidario de atacar a Inglaterra en su propio territorio. Entendía que la guerra de Flandes, que desangraba la Hacienda Real, solo se podía concluir cuando los ingleses dejaran de dar apoyo económico y militar a los rebeldes. Su plan, no obstante, pasaba por desembarcar primero en Irlanda y crear así una distracción, mientras otra flota española se dirigía al sur de Inglaterra y conquistaba algún puerto. Felipe II, al que la posibilidad de atacar Inglaterra hacía que le brillaran los ojos desde hacía un par de décadas, terminó contagiado del entusiasmo de Bazán como si se tratara de un hinchado predicador evangelista.
La guerra comenzó de forma oficial en octubre de 1585, cuando el pirata Francis Drake navegó por la costa oeste ibérica, saqueando Vigo y Santiago de Cabo Verde, además de intentar hacer lo mismo en La Palma. En el Caribe se cobró sus mayores éxitos, saqueó Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín (en La Florida). Como respuesta el soberano dio luz verde a la Empresa de Inglaterra, al sueño del marqués de Santa Cruz. El plan de Bazán sufrió, sin embargo, importantes modificaciones: nada de distracciones, se atacaría Inglaterra directamente cuando fueran trasladados desde Flandes el grueso de los ejércitos de Alejandro Farnesio. Una vez se hubiera tomado Londres y derrocada o encarcelada la reina Isabel, Felipe II entronaría a algún monarca católico favorable a sus intereses.
Los astilleros se pusieron a trabajar a destajo en Sevilla, Cádiz y Lisboa, donde comenzó la concentración de tropas, pólvora y suministros. Galeones, urcas, carracas, galeras, galeazas, naos, zabras, pinazas y pataches inundaron poco a poco el estuario del Tajo, en una estampa repleta de advocaciones religiosas, pues al fin y al cabo se trataba de una cruzada religiosa bendecida por Roma para erradicar la herejía de Inglaterra.
Sobre la flota reunida para la cruzada existe la tentación de vincular las pesadas carracas portuguesas, heredadas de la campaña lusa, al plan original de Bazán. Nada más lejos de la realidad; el experto marino sabía que el futuro de la Armada española pasaba por ágiles galeones de batalla, buques fuertes de formas afinadas y capaces de llevar una potencia artillera de al menos cuarenta cañones. Llevaba años impulsando su fabricación y algunas unidades participarían en la empresa. Sin embargo, la falta de fondos y la necesidad de usar lo que había a mano justificaron que el marino integrara en la empresa las lentas carracas portuguesas y las grandes urcas procedentes de Venecia y Ragusa, cuya vocación comercial obligaba a adaptarlos a la guerra de forma poco eficiente.
Al acumular barcos y suministros en Lisboa sin una fecha de partida, los gastos se dispararon. El bizcocho (el alimento típico para estas travesías marítimas) se echó a perder con el paso de los días y las epidemias diezmaron a los 20.000 soldados que ya se encontraban en el puerto portugués. Las tareas de gestión sepultaron a don Álvaro de Bazán, sin que vislumbrara un horizonte hacia el que partir. Conscientes de la delicada situación de los preparativos españoles, los ingleses enviaron al inicio de 1587 una flotilla a cargo de Francis Drake con la misión de «chamuscar las barcas al rey de España», atacar Cádiz y hacerse con la Flota del Tesoro de Indias. El conocido como «el ladrón del mundo desconocido» arrasó Cádiz, destruyó algunos barcos preparados para la empresa, entre ellos un hermoso galeón de mil toneladas que iba a hacer de nave capitana para Bazán, y bloqueó durante semanas las rutas que desde Nápoles, Sicilia y el Levante español se dirigían con suministros hacia Lisboa.