Superhéroes del imperio

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6. Juan del Águila, el hombre sin miedo

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JUAN DEL ÁGUILA,

EL HOMBRE SIN MIEDO

Un capitán llegado de la guerra de Flandes fue presentado en la Corte de Felipe II como un hombre fuera de lo común: «Señor, conozca Vuestra Majestad, a un hombre que nació sin miedo». Nada más, nada menos. La carrera militar del abulense destacó en su afán por ir a combatir al enemigo a su propia tierra (Flandes, Francia, Inglaterra e Irlanda) y le ganó un mote que va contra la naturaleza humana. El miedo sirve para sobrevivir a las amenazas y ser consciente de los riesgos que nos rodean, lo contrario es temeridad o vocación suicida. Bran Stark, de la televisiva saga Canción de hielo y fuego, le preguntó en una ocasión a su padre, el honorable y decapitado Ned Stark, si un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo. Su respuesta define a la perfección el mote de don Juan:

—Es el único momento en que puede ser valiente.

Don Juan del Águila no era un temerario y, sí, sentía miedo como cualquier mortal. Digamos ya que no era un superhéroe. La diferencia simplemente radicaba en que a él, como a tantos soldados de su generación, la opción de morir con honor le resultaba más asumible que vivir como un cobarde. En la batalla de Rávena, el marqués de Pescara había respondido a los que le pedían que no siguiera corriendo más peligro que «antes quiero yo que me lloren mis amigos muerto con honra, que yo llorar afrentosamente con vida infame en mi casa tantas muertes de tan grandes capitanes».

Sin intención de mitificar algo tan abstracto hoy en día como es el honor, basta señalar para entender la mentalidad de Del Águila que en el siglo XVI una sociedad obsesionada con la hidalguía entendía que honor y honradez eran la misma cosa. Los soldados vivían y morían por la reputación y por asombrar a los cronistas, que anotaban el nombre incluso del soldado más humilde junto a su hazaña. Un ilustre miembro de los tercios como Pedro Calderón de la Barca diría, en boca de un personaje de Para vencer amor, querer vencerle, que «la milicia no es más que una religión de hombres honrados», a lo que achacaba que fama, honor y vida «son la cortesía, el buen trato, la verdad, la fineza, la lealtad, la bizarría, el crédito, la opinión, la constancia, la paciencia». Ser buena persona era incompatible con ser un cobarde. Y como si de samuráis habláramos, bastaba a veces para ser un cobarde no vencer o morir en un asalto, de ahí que sean conocidos numerosos casos de capitanes españoles procesados por mostrarse tímidos a la hora de encabezar un ataque o defender una posición.

ITALIA, MI VENTURA

A mediados del siglo XVI había dos principales razones para alistarse en los Tercios de Flandes: ganar dinero o ganar reputación. Don Juan del Águila lo hizo sin duda por el segundo motivo, dada su sangre tibia. Nacido en torno a 1545 en El Barraco, el abulense era el fruto ilegítimo de una relación entre un noble llamado don Miguel del Águila y una sirvienta probablemente apellidada Suárez, lo cual no interfirió en que fuera educado como un noble. Sus cartas de juventud revelan un alto nivel de redacción y una formación de aire humanista. No obstante, una cosa es que no faltara el dinero paterno y otra muy distinta que el afecto fuera el mismo que el que recibieron sus hermanos legítimos. La falta de cariño forjó aquel carácter desconfiado y bizarro que le haría tan apreciado como oficial en su edad madura. El historiador John J. Silke lo definiría como «difícil, duro y triste como el paisaje de su provincia nativa». Su humor no daba para grandes chistes.

Don Miguel del Águila permitió, además, que su hijo bastardo usara el apellido abulense de la familia, su escudo de armas e incluso el tratamiento de don. Pero lo que no podía hacer por su hijo era que el mundo olvidara su origen ilegítimo. Eso solo lo podía lograr don Juan con méritos personales, ya fuera a través de una carrera como clérigo o alistándose en la milicia. Para el abulense no hubo dudas. En 1563, se enroló como «particular» (los caballeros que combatían como soldados rasos) en la compañía de infantería del capitán abulense Gonzalo Bracamonte. Un camino recurrente entre los hijos segundones de la nobleza castellana y los hidalgos, que encontraban en la república de las armas una asequible herramienta de ascenso social y una fuente económica a corto y medio plazo.

Como si se tratara de un plan de estudios, el joven bastardo cumplió con precisión aquella expresión casi fundacional de los Tercios de Flandes de «España mi natura, Italia mi ventura, Flandes mi sepultura». Italia fue su primer destino militar y el lugar donde se adiestró en el uso de las armas. En la compañía de Gonzalo Bracamonte participó en varias operaciones contra los otomanos en el Mediterráneo, entre ellas la defensa de Orán, en 1563; la inverosímil conquista del Peñón de Vélez (un rocoso islote situado entre Ceuta y Alhucemas), en 1564; y la pacificación de Córcega, en rebelión abierta contra la República de Génova, aliada de España. Ya aquí pudo descubrir el bisoño abulense que para la maquinaria bélica del Imperio español, y más para la mente mesiánica de Felipe II, nunca había treguas. Encauzada la situación en Córcega, don Juan del Águila y 1.200 soldados de su tercio fueron embarcados a finales de mayo de 1565 para liberar Malta de los turcos.

Don García Álvarez de Toledo, virrey de Sicilia y experimentado almirante, ordenó que toda la infantería disponible se concentrara en los puertos italianos del Imperio español a la espera de romper el bloqueo marítimo de los otomanos. El archipiélago de Malta se había convertido, desde que en 1530 lo había cedido Carlos V a estos cruzados, en la base de operaciones de la Orden de San Juan (llamada también caballeros hospitalarios) y en una espina clavada en el costado del Imperio otomano. No es de extrañar, por tanto, que Solimán «El Magnífico» destinara 131 galeras, medio centenar de barcos de menor calado y más de 25.000 hombres a borrar toda presencia cristiana del archipiélago, que en cifras militares ni siquiera alcanzaba los 5.000 defensores. Durante tres meses, el Imperio español y sus aliados italianos observaron impotentes cómo Malta resistía en solitario todas las acometidas turcas, sin que hubiera otro desenlace a la vista que la victoria musulmana aunque fuera por agotamiento. Para cuando el virrey de Sicilia reunió una fuerza de rescate reseñable, el nombre de Juan del Águila adquirió por primera vez cierta relevancia en la batalla contra los soldados musulmanes.

Tras romper el bloqueo marítimo, un ejército de 9.600 cristianos desembarcó el día 8 de septiembre en la bahía de San Pablo. Las fuerzas españolas formaron rápidamente los temidos cuadros de los tercios y emprendieron una marcha de tres días hacia la Ciudad Vieja de Malta a través de un camino escarpado y en pleno verano. Al divisar a los españoles, los turcos iniciaron la retirada, porque creían que eran la avanzadilla de un ejército mayor, si bien en el último momento un soldado morisco se pasó a los turcos y les informó de que seguían en superioridad numérica.

El comandante turco suspendió el embarco y se revolvió para el combate. Sin dejar tiempo para pensar al enemigo, Álvaro de Sande y una compañía de 300 arcabuceros cargaron sobre los turcos que iban a tomar posesión de un cerro próximo a la ciudad. Aquello fue más de lo que podían soportar los otomanos. Los musulmanes retrocedieron ante el rápido movimiento cristiano y, en medio del desorden, don Juan del Águila y 2.000 arcabuceros rompieron lo poco que quedaba de sus formaciones. Más de un millar de turcos murieron ese día a consecuencia del combate o reventados de cansancio al intentar embarcar en la flota musulmana. El día 12, las últimas galeras turcas abandonaban Malta.

La experiencia mediterránea del hijo bastardo de don Miguel del Águila le puso en contacto con algunos de los capitanes más destacados de su generación, entre ellos Sancho Dávila y Sancho de Londoño, y le forjó reputación en el legendario Tercio de Cerdeña, cuya existencia iba a llegar a su fin con el cambio del teatro de operaciones. La guerra en Flandes entre los rebeldes flamencos y el ejército de Felipe II, que para muchas unidades fue su gloria militar, resultó una tumba para este histórico tercio.

En la llamada Ordenanza de Génova (1535), Carlos V reorganizó las tropas heredadas del Gran Capitán para crear los tercios viejos de Sicilia, Nápoles y Lombardía, así como el Tercio de Málaga (este no tuvo carácter permanente). A estos tres primeros tercios le siguió el de Cerdeña, con guarnición en Cagliari, Nuoro y Sassari. De ahí que al inicio de la rebelión en los Países Bajos, el gran duque de Alba contara con el grueso de estas unidades de largo calado para recorrer por primera vez el Camino Español hacia Bruselas. En la retaguardia, don Juan del Águila formó con diez compañías del Tercio de Cerdeña de Gonzalo de Bracamonte y, en Flandes, se acantonó en la provincia sureña de Enghien, a la espera de que el duque de Alba iniciara las operaciones contra los rebeldes. Así ocurrió en la primavera de 1568 cuando la invasión de Frisia por Luis de Nassau, hermano del infame príncipe de Orange, obligó al noble castellano a desplegar en la zona al conde de Aremberg, maestre de campo general de Flandes, junto a cinco banderas flamencas y el Tercio de Cerdeña.

Nassau consiguió atraer a una emboscada al ejército real cerca del monasterio de Heiligerlee e infligir el 23 de mayo de 1568, la que fue durante décadas la única derrota en campo abierto de las tropas españolas. El conde de Aremberg resultó herido mortalmente por un arcabuzazo junto a varios centenares de soldados del Tercio de Cerdeña, que, a pesar de perder a tres capitanes y siete alféreces, salvaron todas sus banderas en aquella jornada. La compañía en la que estaba integrado el soldado abulense se mostró muy crítica con la timidez de Aremberg los días previos al combate y, tras acusarle de luterano y cobarde, prácticamente le forzaron a entablar aquel fatídico choque contra un enemigo bien emboscado y protegido por un terreno cenagoso. Por ello, bravuconería española mediante, el ataque fue un desastre, con las tropas reales reptando por el barro y el enemigo escupiendo fuego en sus flancos.

Los rebeldes aceptaron la rendición de los soldados alemanes, bajo promesa de no servir a Felipe II en los siguientes seis meses, y liberaron a los soldados valones e italianos para que huyeran de Heiligerlee. No sucedió así con don Juan del Águila y sus camaradas, que fueron perseguidos y asesinados sin descanso cuando trataban de refugiarse en las aldeas próximas a Groninghem. Una afrenta que los españoles no estaban dispuestos a olvidar. Meses después, tras la aplastante victoria en Jemmingen, varias compañías del Tercio de Cerdeña aprovecharon la ocasión para incendiar Heilingerlee y las villas que encontraron a su paso. El duque de Alba, enfurecido por una acción tan deleznable y por la indiferencia de los oficiales, ordenó al maestre de campo general Chapin Vitelli que disolviera el tercio encabezado por Bracamonte y repartiera a sus componentes entre otras unidades.

Los alféreces rasgaron las banderas, los capitanes quemaron sus bandas y los sargentos sus partesanas, mientras los soldados lloraban de vergüenza. El duque de Alba reconoció en una carta al rey que lo verdaderamente grave no era el pillaje, sino lo mucho que aún dolía la derrota de Heiligerlee: «Yo lo hice por no tener aquella estatua en pie que pudiesen decir que los españoles habían huido sin orden». Y es que la supuesta imbatibilidad española era algo que la Corona exhibía desde hacía demasiado tiempo como para que un tercio, por muy antiguo que fuera, la pusiera ahora en cuestión.

Si bien es poco probable que don Juan estuviera implicado en los abusos contra la población flamenca, el abulense sufrió la reforma como cualquier de sus camaradas. Le reubicaron en otra unidad y perdió todas sus ventajas, esto es, las bonificaciones económicas que había acumulado por acciones militares. En cualquier caso, no supuso gran detrimento para su carrera militar, pues en 1569, tras un breve paso por Italia, cambió la humedad de Flandes por el calor achicharrador de Andalucía. Junto a trescientos soldados de la ciudad de Ávila participó en la guerra de Las Alpujarras contra la población morisca que se había rebelado también contra el rey de España. Una guerra pródiga en episodios de violencia religiosa y donde hasta la llegada de don Juan de Austria, el futuro héroe de la batalla de Lepanto, no fue posible encontrar un desenlace claro. Los moriscos habían incumplido reiteradas veces sus promesas de convertirse al cristianismo y, ante las amenazas de Felipe II, se habían dejado querer por los otomanos: a cambio de ayuda militar les ofrecieron un puente para acometer la invasión del sur de España. La incapacidad de vencer a los rebeldes con contingentes locales exigió la entrada de tropas veteranas, como las del abulense, que ahora sí despacharon el conflicto. La victoria cristiana vino acompañada, en 1571, de una deportación general de 80.000 moriscos granadinos hacia otros lugares de la Corona de Castilla. Por descontado, para el abulense la aventura andaluza supuso otro saco de experiencia, en este caso en la guerra de guerrillas, y le permitió regresar a Flandes convertido en un oficial de renombre.

FLANDES, MI SEPULTURA

En 1578, el nombramiento de Alejandro Farnesio como sustituto de don Juan de Austria en el gobierno de los Países Bajos abrió las puertas a que el capitán abulense se resarciera de los sinsabores que aquella tierra había deparado al extinto Tercio de Cerdeña. Don Juan del Águila acudió a Flandes al mando de una compañía, unos 250 hombres, y pronto se convirtió en un valioso capitán para Farnesio, empeñado en hacer posible lo imposible en cuanto a asedios se refería. Como era característico en el centro de Europa, la población se concentraba en grandes núcleos urbanos de cuidadas defensas, dispuestas para resistir a base de trazada italiana la amenaza que suponía el tiempo de los cañones. Las repetidas derrotas en campo abierto forzaron a los holandeses a abrazar esta estrategia defensiva hasta el extremo.

Del Águila tuvo un papel destacado en los sitios de Maastricht (1579) y de Ninove (1582), en manos francesas; y en los asaltos a las villas de Dunquerque y Nieuwpoort (1583). Su valor a la hora de encabezar los asaltos disparó su fama, al igual que el rugido de un león difunde su eco por toda la sabana. El asalto de una posición fortificada era la última solución durante un asedio, dado el coste humano y las altas dosis de valor requeridos, pero ciertamente podía ahorrar meses de cerco. Farnesio tuvo que aprender, a la fuerza, la importancia de no precipitarse en la orden de asaltar las murallas, así como la necesidad de contar con una fuerza de asalto decidida, a poder ser española, puesto que las tropas locales sentían poca motivación en estas acciones. Primero la artillería concentraba el fuego en un sector de la muralla o de las trincheras, de modo que los soldados penetraran entre los escombros o subieran con escalas de madera por las zonas más castigadas. Finalmente, se esperaba que el capitán de la compañía encabezara el ataque e improvisara la táctica sobre la marcha.

En el importante puerto de Nieuwpoort, la compañía de arcabuceros de Del Águila se coordinó con el Tercio de Cristóbal de Mondragón para asaltar las trincheras flamencas y plantar seis piezas de artillería a la entrada de la boca del río, desde cuya posición habían estado recibiendo refuerzos los protestantes. Ante el miedo a que el ataque español fuera a más, los rebeldes perdieron la esperanza de cualquier auxilio y rindieron el puerto. Farnesio acuarteló en este punto estratégico a tres compañías del Tercio de Pedro de Paz y ordenó que el capitán más experimentado de esta unidad fuera gobernador de la villa: esto era, el abulense don Juan del Águila. Además, el sobrino del rey decidió que a partir de ese año aquel tercio fuera llamado «de las Victorias» por su racha de triunfos, lo que no evitó que sus propios hombres siguieran apodándolo con recochineo de «los Almidonados», por el cuidado que daban a sus ropajes. Si bien lo más habitual era nombrar al tercio por su origen o su maestre de campo, también eran frecuentes los apodos derivados de chanzas o juegos de palabras castellanos. A un tercio bisoño que llegó con guitarras a Flandes se le llamó el de la «Zarabanda» y a otro formado por catalanes con fuerte acento el de los «Papagayos», mientras que a otros se les apodó por razones más o menos fáciles de advertir como «los Colmeneros», «los Sacristanes», «los Cañutos» o «los Asadores de Cocina de Su Alteza».

Don Juan del Águila y su tercio de las Victorias estuvieron presentes en el asedio de Amberes, probablemente el más importante del siglo XVI, arrastrándose por las líneas enemigas conformadas por diques, trincheras y contradiques. El 26 de mayo de 1585, los holandeses lanzaron toda su armada y lo mejor de su infantería contra los dispersos sitiadores en un esfuerzo agónico por romper el cerco. Los holandeses sorprendieron a los españoles y tomaron varias posiciones del dique de Kowestein en un combate que se alargó durante siete horas, mientras los capitanes españoles en esta zona preguntaban cómo proceder al experimentado Del Águila, a seis leguas del ataque. El abulense defendió en un principio que todos los capitanes permanecieran en su lugar, tal que cada uno sostuviera su vela, pero finalmente se convenció de que la única forma de contrarrestar el envite protestante era concentrar todas las fuerzas en un mismo punto.

La llegada de Del Águila y sus hombres al dique en disputa rompió el equilibrio entre católicos y protestantes. Alcanzada la fortaleza donde la artillería española trataba de mantener alejados a los rebeldes, los hispánicos decidieron que trescientos hombres, encabezados por el abulense, iniciaran una salida para desalojar al enemigo de este dique. Metro a metro, pica a pica… los españoles tomaron hasta nueve cortaduras enemigas en un terreno tan estrecho que no permitía más que diez soldados por hilera. Los holandeses terminaron la ofensiva con 4.000 muertos y cincuenta y cinco embarcaciones perdidas, lo que condujo el asedio hacia su recta final. Cuando se rindió la ciudad a mediados de agosto, Alejandro Farnesio no se olvidó de aquel capitán que parecía no temer a nada y le nombró maestre de campo del Tercio de Pedro de Paz, legendario oficial de tiempos del Gran Capitán, distinguible por su aparatosa joroba y tan bajo que a caballo no se le veía más que la cabeza por encima de la silla. Por cierto que el gobernador de los Países Bajos también tuvo a bien pagar a la infantería las 37 soldadas acumuladas desde hacía tres años.

La guerra de Flandes, que fue para el Imperio español lo que Vietnam para Estados Unidos o Afganistán para la URSS, resultaba un pozo sin fin para las arcas españolas y para su infantería. Felipe II diría que «antes preferiría perder mis Estados y cien vidas que tuviese que reinar sobre herejes», lo que se traducía en un monarca dispuesto a verlo todo en llamas antes que reinar sobre herejes, frente a un país dispuesto a anegar sus tierras antes que compartir la religión del rey. En Maastricht, Nieuwpoort, Amberes y demás plazas rodeadas por canales de agua los rebeldes prefirieron inundarlo todo antes que facilitar el acceso a los ejércitos del rey. Una táctica suicida que condenó a siglos de infertilidad a muchos terrenos, pero que perjudicaba gravemente a los españoles, incómodos por la humedad y sin capacidad naval para defenderse. No así en diciembre de 1585, en el dique de Empel, donde los españoles creyeron ver un milagro y los historiadores protestantes se contentaron con ver «una desafortunada concurrencia de circunstancias insólitas». Don Juan del Águila fue testigo de excepción del Milagro de Empel.

El tercio del maestre de campo abulense estaba acampado en la isla de Bommel, en la desembocadura del río Escalda, protegiendo las poblaciones católicas del hostigamiento de los Mendigos del Mar, cuando una inundación provocada por los protestantes forzó a sus hombres a refugiarse en el dique de Empel. Allí permanecieron apiñados, hambrientos y helados de frío a la espera de que la escuadra holandesa les diera el golpe de gracia o que alguien sin miedo los rescatara. Del Águila se encontraba construyendo una fortaleza en Harpen cuando fue avisado del desastre. Lo más pronto posible, el abulense y el conde de Mansfeld organizaron una flotilla para evacuar a los 4.000 hombres de la ratonera en la que se había convertido Empel. No obstante, en vísperas de que el maestre de campo iniciara el contraataque, fue descubierto el plan y todas las embarcaciones fueron quemadas por los rebeldes. Para desesperación de Del Águila, los infantes que permanecían en el islote de Empel, apenas un camino vecinal sobreelevado, estaban condenados a defenderse solos.

Por lo civil o por lo criminal, por lo profano o por lo sagrado... La solución llegó al fin en la vigilia de la Virgen de la Inmaculada. Al excavar en el dique para fortificarse, unos soldados encontraron una tabla de la Inmaculada en la noche del 7 de diciembre. Un hecho sorprendente que, sin embargo, no se convirtió en circunstancia insólita hasta que al día siguiente la flota holandesa apareció inmovilizada por una helada acontecida aquella misma noche, algo poco habitual en Flandes hasta mediados de enero. La infantería española asaltó a pie la flota enemiga que horas antes les habían estado friendo a cañonazos. Trescientos soldados y marineros fueron masacrados por el inesperado asalto a pie y por los disparos de la artillería que el conde de Mansfeld situó en una de las orillas del lago helado. A raíz de este hecho la infantería española adoptó a la Inmaculada Concepción como su patrona.

«CONSIDERA VUESTRA MAJESTAD QUE LA CABEZA ES INGLATERRA»

Junto al recurso de las inundaciones provocadas, los rebeldes contaban con otra arma para alargar de forma casi eterna el conflicto. Isabel I de Inglaterra apoyaba tanto con recursos como con soldados a los holandeses, aunque a decir verdad tener a la infantería británica de su parte era casi una desventaja. Hasta la rendición de Amberes, la reina inglesa había mantenido una posición ambigua respecto a su ayuda a los rebeldes, pero a partir de entonces ofreció asistencia por primera vez de forma oficial y continuada. La ayuda consistió en el envío de 7.000 hombres, cuyos gastos se reintegrarían a la Corona inglesa más adelante, al mando del conde de Leicester, entusiasta amante de la reina incluso cuando ella había ejecutado a su hermano tiempo atrás. Leicester exhibió en cuestión de semanas toda la torpeza militar que hacía tan probable la conquista de Inglaterra si hubiera logrado Felipe II desembarcar su ejército en las Islas Británicas.

Farnesio buscó contrarrestar el impulso que los 7.000 ingleses dieron a la causa rebelde con el envío de Mansfeld y Del Águila a cercar Grave, una plaza situada sobre el Mosa. El 16 de abril se produjo un combate para arrebatar a los ingleses el dique de Batenburg —imprescindible para llevar a buen puerto el asedio— que mostró lo importante que era para los españoles ser los primeros en la brecha. Temiendo que una compañía del Tercio de Mondragón alcanzara antes el dique, los soldados de Del Águila cargaron sin orden ni concierto sobre las trincheras enemigas. No conformes con haber espantado a los ingleses, las tropas mantuvieron el asalto hasta dar de bruces con refuerzos enemigos. Del Águila se salvó de la aniquilación aquel día porque Mansfeld mandó infantería de apoyo al ver comprometida la posición, donde se acabó luchando de rodillas debido a lo resbaladizo de la superficie.

Las lluvias torrenciales y la rotura de un dique transformaron el asedio en un enorme barrizal donde retozaría en persona Leicester, que, animado por el tropiezo de Del Águila, regó los oídos de la reina con promesas petulantes de victoria. Alejandro Farnesio, recuperado de una enfermedad, también hizo acto de presencia. Su llegada sirvió de revulsivo para forzar la rendición de la plaza de Grave el 7 de junio de 1586, a pesar de que los defensores tenían víveres para aguantar más de un año. Al saberlo, Leicester cortó la cabeza al gobernador de la plaza y se ganó más odio, si cabe, entre las filas protestantes. A sus escasas cualidades como militar se sumaban sus manos sueltas a la hora de manejar el dinero público y su falta de lealtad.

La infantería inglesa no era gran cosa, aunque contar con sus puertos para refugiarse de las ofensivas españolas convertía la ayuda de la reina a los rebeldes en una pócima mágica contra la Monarquía Hispánica. Don Juan del Águila tenía su propia opinión de lo que había que hacer para ganar la interminable guerra de Flandes. En una carta al rey fechada en noviembre de 1586, el hombre sin miedo usó un símil del cuerpo humano para aleccionar sobre geopolítica a Felipe II: «Considera Vuestra Majestad que lo que ha de conquistar es un cuerpo de un hombre, la cabeza es Inglaterra, la garganta son las islas Zelanda, y los brazos y los miembros principales son los puertos de Holanda y algunos de Flandes».

Es decir, que bastaba con dominar Inglaterra, allende los mares, para controlar el resto del cuerpo. Una reflexión que el abulense acompañó de un recordatorio al monarca de todas los perjuicios que provocaba la guerra y de una solicitud de una pensión para vivir con más dignidad, porque «como están las cosas aquí de manera que no me basta el suelo de un mes para poder vivir diez días con toda la moderación posible».

La pérdida de La Esclusa, llamada así por ser la esclusa de los cinco puertos de su provincia, supuso el final de la aventura de Leicester, que en diciembre de 1587 fue llamado de vuelta a Inglaterra. Sin embargo, el asedio también conllevó muchos sacrificios para los españoles. Del Águila y sus hombres participaron en el sitio que más esfuerzo costó durante el gobierno de Farnesio en los Países Bajos. En inferioridad numérica, los españoles rindieron la ciudad en un tiempo récord y rechazaron los amagos de socorro que ingleses y holandeses enviaron desde Ostende, Flesinga, Inglaterra, Zelanda y Holanda. Pero el precio de su éxito fue cruel.

Los pantanos y las aguas que protegían de forma natural La Esclusa complicaron las operaciones. La lucha entre defensores y atacantes se extendió a través de una serie de trincheras, donde la lánguida fuerza naval española reunió una serie de embarcaciones para apoyar el asedio. Los holandeses la aplastaran como un gigante apartando moscas: «El no inclinarse a la navegación como las demás [naciones] es causa de sus infelices sucesos», se lamentaron los españoles por lo infértil de su trabajo. Si bien, los tercios de Del Águila y Mondragón se cobraron la revancha días después, cuando tres naves holandesas encallaron y los españoles «con osada determinación se arrojaron al agua, y desguazando con inmenso trabajo por el mucho fango que había cerraron con los navíos rebeldes» trepando al abordaje de las embarcaciones.

El 25 de julio, Del Águila se encontraba en vanguardia de una de las trincheras de La Esclusa cuando una reducida compañía de particulares se adelantó para reconocer un torreón medio derruido. Consiguieron subir con escalas al torreón y parapetarse, aunque no lo suficiente como para soportar el inesperado ataque con piezas de artillería de los flamencos. Los soldados del torreón fueron acribillados y la vanguardia, entre ellos Juan «Sin Miedo», recibió una lluvia de disparos de arcabuces y mosquetes por tratar de socorrerlos. Al abulense un arcabuzazo le destrozó el tobillo derecho.

La grave herida en su pierna motivó que Del Águila no pudiera asistir a la rendición definitiva de la plaza el 5 de agosto, así como su viaje a España para reunirse con el rey. A sus cuarenta y dos años, don Juan del Águila llevaba toda su vida luchando lejos de España, había renunciado así a una vida civil por la milicia, y de pronto era, en términos militares, «no de servicio». Un inútil, según determinaba el veedor del tercio. El resto de su vida portaría una ostensible cojera pero, desde luego, aquel arcabuzazo no deslucía la leyenda del caballero que no se espantaba. No cabe duda de que a Felipe II, siempre atento a nuevas guerras y a hombres que quisieran combatir en ellas, le debieron hacer los ojos chiribitas cuando escuchó tal proeza: un hombre sin miedo. Un superhombre que arrojar a cualquiera de los teatros de operaciones que mantenía abiertos.

Felipe II no le consideraba un inútil y estaba decidido a sacar partido a su talento. En 1589 apareció de nuevo en combate defendiendo las costas españolas del contraataque inglés que siguió al desastre de la Armada española acontecido un año antes. Isabel I de Inglaterra ordenó al pirata Francis Drake lanzar un ataque contra la supuestamente indefensa España, la conocida como «Contraarmada», que tuvo un destino tan trágico como el de su precursora española. A falta de la experiencia española para la organización de una operación de grandes dimensiones, que tampoco había servido de nada a estos, la aventura de la escuadra inglesa acabó en un irremediable desastre. El primer objetivo fue La Coruña, que albergaba a algunos barcos supervivientes de la Empresa Inglesa todavía en reparación. Los ingleses tomaron parte de la ciudad, pero la actuación heroica de las milicias, entre las que se contaba la popular María Pita, forzaron la huida de los extranjeros sin obtener botín.

El maestre de campo acudió en auxilio de La Coruña el 17 de mayo, contribuyendo a la fuga inglesa dos días después en dirección a Lisboa, donde pretendían levantar el reino luso contra Felipe valiéndose de los derechos dinásticos de don Antonio, prior de Crato. También en Portugal la expedición de Drake y compañía acabó en desorden. La flota formada por más de un centenar de barcos de distinto tamaño desembarcó cerca de 10.000 hombres para «liberar» Lisboa. Sin embargo, la durísima guerra de desgaste que padeció el ejército de Drake durante su marcha hacia las inmediaciones de la capital lusa y la brillante actuación de Alonso de Bazán —hermano del célebre marino— al frente de una escuadra de galeras hizo imposible que la capital portuguesa fuera rendida. Al contrario, el 16 de junio, siendo ya insostenible la situación, Drake ordenó la retirada, que fue seguida de una asfixiante persecución a cargo de las fuerzas hispano-lusas. Y también aquí don Juan fue uno de los oficiales destinados al frente de soldados supervivientes de la Armada Invencible para hostigar a los británicos.

El resto de la campaña, que trasladó la acción a las Islas Azores, tan solo sirvió para alargar la agonía de una expedición que, según el historiador británico M. S. Hume, costó la muerte o la deserción del 75 por ciento de los más de 18.000 hombres que formaron originalmente la flota.

El ataque fracasado demostraba que aquella larga guerra entre España e Inglaterra tuvo altibajos para ambos bandos y que no pudo ser el amanecer de la hegemonía naval británica como la historiografía ha pretendido proclamar. Es más, el asunto inglés se desactivó en la siguiente década en beneficio del conflicto en Flandes y, sobre todo, de la guerra civil en Francia, en la que Felipe II insistió en implicarse. El monarca hispánico tomó partido por la Liga Católica, al principio solo con fondos, cuando la muerte de Enrique III abrió las puertas a que el calvinista Enrique de Borbón reinara en Francia. Para ello, Felipe II llegó a esgrimir que su hija Isabel Clara Eugenia, «la niña de sus ojos», tenía derechos sobre la Corona francesa como nieta de Enrique II, lo cual iba en contra de la Ley Sálica que impedía a las infantas francesas reinar si había varones en las líneas secundarias. El rey levantó una comisión de teólogos para sortear la Ley Sálica, algo muy del estilo de El Prudente, además de entrar en contacto con el gobernador de Bretaña para usar este territorio como base de operaciones contra los franceses protestantes. Bretaña era, de hecho, una suerte de infantado afín a la Casa Valois cuyas pretensiones encarnaba justamente la hija de Felipe II.

El gobernador de Bretaña quería emplear a los españoles para independizar este territorio del resto de Francia, aunque por el momento se contentaba en compartir objetivos con las tropas de Felipe II, que serían encabezadas por don Juan del Águila en aquel territorio frente a la costa inglesa. Era como poner un dulce al alcance de un niño: ¡una base naval para atacar a Inglaterra en su propio terreno! Tras una infinidad de retrasos y una durísima travesía, Del Águila logró desembarcar en Saint Nazaire a principios de octubre de 1590. Su situación era muy precaria, con 500 hombres enfermos de los 2.100 que habían partido de España, las deserciones disparadas con cada día que pasaba y un trato incómodo con el gobernador de Bretaña, que al no hallar un oficial sumiso en Del Águila lo tachó de arrogante «de carácter difícil» y torpedeó su misión. La trabajosa conquista de la villa de Hennebont, en la que los soldados francesas apenas colaboraron, convenció al abulense de que lo único que se podía sacar de aquella expedición era, además de una pulmonía, una base para «meter el fuego en casa» del inglés. Los asuntos franceses resultaban demasiado laberínticos para un grupo de españoles harapientos sin buenas armas. Lo más sensato era pasar de puntillas para centrarse en la verdadera oportunidad.

Isabel de Inglaterra estaba implicada en la causa de Enrique de Navarra, a la postre Enrique IV, por lo que lanzar ataques españoles desde Francia se englobaba dentro del mismo conflicto. Mientras seguía combatiendo en el interior de Bretaña contra mercenarios alemanes e italianos al servicio Enrique de Navarra, Juan del Águila tuvo que hacer frente el 12 de mayo de 1591 a la amenaza de 2.500 ingleses desplegados en la costa, al mando de John Norris, el mismo general que había conducido a los británicos en La Coruña y en Lisboa. El maestre de campo concentró sus esfuerzos en crear un fuerte en Blavet, desde donde dominaba una de las entradas al Canal de la Mancha. Los españoles contribuyeron desde esta base a las conquistas católicas del castillo de Blain, el puerto de Brest, Morlaix y Saint Malo y se armaron hasta los dientes en torno al fuerte que recibiría el nombre de Castillo del Águila.

LA GESTA OLVIDADA DEL CASTILLO DEL LEÓN

En el siglo XVI el camino más corto para ofender a un francés era llamarle «mea-vino» (borracho), a un italiano bujarrón, a un suizo «cavamali» (ordeñavacas) y a un alemán puerco o bribón. Mientras que a los españoles los franceses los apodaban como «rateros» y «ladrones» porque sus soldados harapientos se dedicaban en ocasiones al pillaje para llevarse algo a la boca. El lastimoso estado en el que se encontraban los españoles que construyeron durante dos años el fuerte de Blavet, todavía hoy en pie gracias a las sucesivas remodelaciones francesas, deja intuir las razones detrás del insulto. Hasta que Felipe II mandó refuerzos y fondos en la primavera de 1591; los soldados españoles tuvieron que sobrevivir a las epidemias, al hambre, al frío y a las deserciones con ropas harapientas y barcos mal adaptados a aquellas aguas hostiles. Para evitar que su unidad pereciera, el hombre sin miedo escribió «suplicando a Su Majestad que envíe aquí otra persona que sea más valiente que yo y a quien asista con más cuidado que a mí para que se encargue de esto y a mí me dé licencia para irme». Y es que el maestre de campo se sentía olvidado.

En mayo de 1592 el abulense y 2.500 católicos acudieron a levantar un asedio de las tropas de Enrique de Navarra sobre Craon, en la frontera de las provincias de Maine, Bretaña y de Anjou. Los ingleses nutrían cada vez en mayor número las tropas protestantes y Del Águila temía que la caída de Craon fuera el principio del fin de la presencia española en Bretaña. Así, haciendo gala de la visión táctica que le habían dado los años, el abulense logró en un rápido movimiento trasladar la impresión a los protestantes de que un enorme ejército de socorro se abalanzaba sobre sus líneas. Los 6.000 protestantes cambiaron de orilla en el río Oudon y se replegaron, a pesar de que eran más del doble que los católicos. Valiéndose de los mismos puentes construidos por los protestantes, Del Águila siguió al enemigo y fue ganándole terreno poco a poco a base de escaramuzadas y trincheras. Los hugonotes cedieron sin mucha resistencia, huyendo en una desbandada en la que alemanes, franceses e ingleses se pisotearon entre sí para escapar. La persecución duró hasta el final del día y fue pródiga en crueldad. Los españoles se ensañaron especialmente con los ingleses, a los que les recordaron a gritos, y a puñaladas, la falta de humanidad que ellos tuvieron con los náufragos de la Armada Invencible en Irlanda.

La victoria de los españoles en Craon, a la que siguieron nuevos éxitos en los meses posteriores, reforzó la posición de los españoles en Bretaña. Del Águila recibió las felicitaciones del rey, pero, en lo tocante a sus reiteradas peticiones para volver a casa, le fueron denegadas de nuevo. Felipe II necesitaba al hombre sin miedo allí. El paso de los meses generó una profunda huella en el abulense, cansado, harto y hambriento, lo que le hizo asumir una estrategia más defensiva. Emulando el éxito del fuerte en Blavet ordenó construir otro en Roscanvel, el conocido como Castillo del León, sobre una roca acantilada de setenta metros de altura rodeada casi por completo por el agua y una posición inexpugnable. Aquí los aliados galos vieron demasiados peligros en aquella red de fuertes que estaban levantando los españoles en su propio territorio y, cuando un ejército de 6.000 protestantes se dirigió hacia allí, no movieron un dedo por salvar a los trescientos españoles-espartanos que protegían el Castillo del León.

Durante casi un mes de bombardeo por tierra y mar, los españoles resistieron amparados en que el único asalto posible era una estrecha explanada por la que se accedía a la península donde estaba el castillo español. No solo resistieron asalto tras asalto, incluso realizaron varias salidas nocturnas desde sus baluartes. No obstante, cuando la pólvora y el plomo empezaron a escasear los soldados franceses e ingleses impusieron su enorme superioridad numérica. El 16 de noviembre de 1594 (casi un mes después de iniciar el asedio), los protestantes mataron al bravo capitán de la guarnición en uno de los tres asaltos de ese día. La explosión de una mina dejó al día siguiente a los últimos españoles completamente expuestos y, después de dos horas más de agonizante defensa, masacrados. Del Águila y un ejército de rescate organizado a toda prisa tuvieron que dar la vuelta al conocer las malas noticias: solo habían sobrevivido quince hombres. En un gesto de cortesía, el comandante enemigo, el viejo mariscal D’Aumont, envió al territorio católico a los supervivientes de aquella matanza que afectó también a los niños y mujeres que acompañaban a los españoles en el fuerte. Según el relato novelado, Del Águila interrogó a estos soldados harapientos y demacrados:

—¿De dónde venís, miserables?

—De entre los muertos —contestó uno de ellos.

—Con ellos debisteis quedar —replicó—, que esa orden teníais.

Mientras las pretensiones de la hija de Felipe II sobre el trono se apagaban y los aliados franceses cada vez resultaban más hostiles, únicamente persistió ya la posibilidad de aprovechar la ocasión para trasladar la guerra a la costa inglesa. En 1595, tres compañías a cargo de Juan del Águila perpetraron un ataque relámpago en la zona de Cornualles. Tras saquear varios pueblos y desmantelar dos fuertes, el maestre de campo ordenó regresar a sus hombres. En este viaje de vuelta, dos barcos holandeses fueron hundidos. Don Juan había constatado que una pequeña fuerza española, si conseguía desembarcar, podía causar grandes desperfectos frente al obsoleto ejército inglés. Y el abulense estaba por la labor de demostrárselo al mundo, aunque dentro de poco fuera a quedarse sin su preciada base de operaciones en Bretaña.

Su mala relación con los nobles franceses y con los almirantes españoles en la zona, primero con Pedro de Zubiaur y luego con Diego Brochero, convirtieron a Del Águila en el objeto de varias conjuras contra su autoridad que, si no terminaron con él asesinado, fue por la lealtad de la mayoría de soldados a su cargo. El 4 de junio de 1597, un grupo de soldados amotinados encarceló al abulense en su propio castillo de Blavet.

Después de meses de cautiverio, el experimentado maestre de campo regresó a España para defenderse de las acusaciones de desobediencia al rey y corrupción lanzadas durante su misión en Bretaña. A tal extremo llegó la campaña de desprestigio que hubo incluso quien le bautizó entre los franceses como don Juan de la Gallina y propagó el bulo de que había sido tímido en los combates. Todo eso dio ya igual, porque a la salida de Del Águila le siguió la de todos los españoles de Francia. En 1593, Enrique IV, disfrazado de católico por las circustancias, ganó la disputa por el trono de modo que el Imperio español pasó de combatir en una guerra civil para hacerlo en una contra Francia. La presencia española en Bretaña ya no tenía el menor sentido.

LA TRAICIÓN AL HIJO PRÓDIGO

Nada más poner pie en España, Felipe II embarcó, como quien envuelve y envía a la carrera un paquete de regalo, a Del Águila de vuelta al norte. Al rey se le terminaba el tiempo para derrotar a su vieja cuñada, la reina de Inglaterra, y en el otoño de 1597 lanzó su enésimo intento de invadir las Islas Británicas. Don Juan del Águila fue puesto al frente de las tropas terrestres, unos 8.634 soldados, que debían ser trasladados por una nueva «Armada Invencible» compuesta por 136 navíos. Así las cosas, las perspectivas de buen tiempo duraron solo cuatro días y, como en 1588, la flota se vio pronto desmantelada por las tempestades. La Armada se refugió en puertos de Holanda, Normandía y Bretaña, cuando apenas había avistado la Pérfida Albión. Solo siete barcos alcanzaron las costas inglesas, de tal forma que sus cuatrocientos hombres se parapetaron en la costa varios días antes de percatarse de que estaban solos y abandonados. Sin que el desastre alcanzara las proporciones de 1588, lo cierto es que buena parte de los navíos no volvieron a casa o lo hicieron años después.

Don Juan regresó así otra vez derrotado. Su carrera hubiera seguido impertérrita, inmune a quienes le responsabilizaban de lo que estimaban un fracaso en Bretaña, si no fuera porque la muerte de Felipe II precipitó un ajuste de cuentas entre los funcionarios y el ejército a cargo del nuevo régimen. El duque de Lerma, valido todopoderoso de Felipe III, quiso demostrar que los problemas del Imperio español no eran sistémicos, como de hecho eran, sino de hombres incompetentes que se habían aprovechado de la bondad del anciano soberano.

La purga entre los secretarios, almirantes y capitanes del anterior reinado alcanzó también a don Juan del Águila, al cual se le recluyó en prisión el 27 de mayo de 1600, junto a su mujer y al pagador de las tropas en Bretaña, acusados de malversación de fondos y corrupción. Los tres permanecieron presos durante casi un año hasta que, sin que se hubieran demostrado los hechos delictivos, fueron liberados para que don Juan liderara una expedición en apoyo de los rebeldes irlandeses. En aquella España la línea entre pudrirse en prisión y ejercer un alto cargo militar era afilada como la punta de una espada ropera.

La opción de abrir un frente en Irlanda había estado desde hacía tiempo encima del despacho real. Porque nada hay más efectivo como trasladar la guerra y el hedor de los muertos a las puertas de la casa de tu enemigo. Y porque nadie en el siglo XVI se sentía tan español en el orbe terrestre, a excepción de los propios españoles, como los irlandeses. Este empobrecido país de base agrícola estaba bajo control inglés y en proceso de colonización, a pesar de que su población de mayoría católica se negaba a aceptar las restricciones religiosas de los protestantes reyes de Inglaterra. De tal manera que la vía de escape que tuvieron miles de irlandeses fue la de emigrar a España y unirse a su ejército, que no dudó en abrirles las puertas porque «tienen por merced particular de mucho tiempo, que sus soldados son admitidos en las compañías de los españoles, y en los puestos y en las ocasiones se mezclan con ellos, como si todos fuesen una nación, y merécelo porque son muy gallardos soldados».

Se calcula que más de 200.000 irlandeses sirvieron en el ejército español entre el siglo XVI y principios del XVII. Todavía en la Guerra de Independencia contra los franceses seguía habiendo regimientos de origen irlandés, a modo de recordatorio de la importancia de estos católicos en el ejército hispánico.

Los irlandeses se consideraban primos hermanos de los gallegos y, desde un punto de vista mítico, creían que España tenía la misión histórica de incorporar Irlanda a la Monarquía Española y liberarles del yugo inglés. Con este propósito, los altos poderes eclesiásticos y la nobleza irlandesa mantuvieron una activa correspondencia con Carlos V y Felipe II durante todo el siglo XVI. El principal escollo para sus planes, no obstante, era que la nobleza estaba atomizada y no tenía acceso a fuerzas militares. Durante la conocida como rebelión de los clanes Fitzgerald de Desmond, en 1579, se había evidenciado la incapacidad de la nobleza católica al enfrentarse en solitario y desunida a los ingleses. Apoyados por el Papa, los españoles enviaron cuatrocientos hombres en esas fechas y la rebelión se extendió por Youghal, Kinsale e incluso Dublín, que no cayó en manos católicas porque un espía dio la voz de alerta en el último momento. No obstante, el envío por parte de la reina de un virrey de hierro, Lord Grey de Wilton, junto a un importante ejército acorraló a los rebeldes en las zonas boscosas.

El 25 de agosto de 1580 los insurrectos emboscaron a Grey de Wilton en Glenmalure, causándole ochocientas bajas, si bien la falta de coordinación entre los nobles rebeldes impidió sacar ventaja de esta victoria. La estrategia de tierra quemada llevada a cabo por los ingleses dio sus frutos: uno a uno, los jefes de los clanes gaélicos se acogieron al perdón real y se sumaron a la caza de los rebeldes. Mientras Felipe II y el Papa preparaban más refuerzos, llegaron a Madrid noticias de que los principales líderes rebeldes estaban siendo cazados como gacelas rojas y que la fuerza pontificia había sido masacrada en la fortaleza de Smerwick. Lord Grey de Wilton consintió que fueran ejecutados a golpes de pica y alabarda medio millar de prisioneros españoles e italianos, en tanto diecisiete irlandeses e ingleses católicos fueron torturados de forma salvaje aquella jornada. Ya no había rebelión que regar.

Con la retorcida sombra de lo ocurrido en 1580, el Imperio español se preparó al comienzo del reinado de Felipe III para otro asalto a Irlanda. Una nueva generación de nobles rebeldes encabezada por las familias O’Neill y O’Donnell se levantó contra la agresiva política de colonización aplicada por los ingleses y cosechó una serie de victorias contra las desprevenidas fuerzas de la reina. En el verano de 1598, Hugh O’Neill, denominado por los nativos como el príncipe de Irlanda, destrozó a un ejército de 4.000 ingleses en la batalla de Yellow Ford y encendió el ánimo nacionalista como nunca hasta entonces. Fue entonces cuando Madrid empezó a enviar dinero, armas, pólvora e incluso a varios capitanes a modo de asesores. Mientras el Imperio español preparaba una nueva expedición, los rebeldes irlandeses sufrieron las crueles tácticas del más experimentado general de la reina, Charles Blount, octavo lord Mountjoy. Desbordado, O’Neill prometió levantar a 10.000 infantes y 1.000 caballos si Felipe III desembarcaba en Irlanda a sus experimentadas tropas de élite. Era ahora o nunca.

El abulense asumió el mando terrestre de esta operación después de que el también maestre de campo Antonio de Zúñiga rehusara por considerarla imposible a menos que el ejército expedicionario fuera de 8.000 infantes. Por el contrario, don Juan de Águila no estaba en condiciones de exigir nada tras su estancia en prisión y accedió a conducir a solo 6.000 soldados (la cifra final fue incluso inferior, 4.432), sin caballería ni apenas suministros, en una de tantas ocasiones en que la Monarquía Católica dejó el éxito de la empresa en manos de la Providencia. Se esperaba que este castellano cojo de cincuenta y cinco años, después de un año en prisión, obrara alguna clase de milagro en el sur de Irlanda.

Paradójicamente, el propio Del Águila se había mostrado en el pasado contrario a enviar gente a Irlanda por no ser de «ningún provecho y que ha de ser menester más que sustentarla allí que en la propia Inglaterra». Era de los que pensaban que lo mejor sería atacar directamente el corazón británico, sin andarse con rodeos. Tampoco la calidad de las tropas, muchos soldados bisoños, era la adecuada para tan delicada misión: «Casi toda esta gente es nueva y de bien poco provecho, porque hay muy pocos que sepan tirar un arcabuz ni mosquete», se quejaría.

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