Superhéroes del imperio

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7. Alejandro Farnesio, el Rayo de la Guerra

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ALEJANDRO FARNESIO,

EL RAYO DE LA GUERRA

El asedio de la ciudad rebelde de Oudenaarde, situada entre Gante y Tournay, deparó en 1582 un sinfín de quebraderos de cabeza para los españoles. Después de superar un motín de mercenarios alemanes, Alejandro Farnesio reanudó el bombardeo sobre la ciudad para dejar las murallas listas para el asalto. Su costumbre era la de supervisar las obras de asedio desde la primerísima línea de combate y colocar su tienda de mando en una posición próxima a las ciudades asediadas. Durante aquellas jornadas frente a Oudenaarde, el general celebraba una comida al aire libre cuando un cañonazo arrancó la cabeza a uno de los cuatro comensales; en tanto, un trozo del cráneo del fallecido hizo perder un ojo a otro y media cara a uno de los miembros de la guardia de Farnesio. Barro, muerte, pólvora y una comida roja… «Esparcida la sangre manchó con fealdad horrible los manjares» y salpicó de sesos a los comensales. Todos ellos se levantaron espantados por el horror, salvo el general, que no mudó el asiento ni el semblante. Al contrario, pidió retirar los cadáveres como el que retira los entrantes, y que se trajesen otros manteles y otros platos para seguir la comida en el mismo sitio, «a tiro de cañón mas no a tiro de temor».

No faltaron las críticas, entre ellas las de su tío Felipe II, hacia la actitud temeraria de Farnesio en Oudenaarde y en otras contiendas, que le haría portador de un apodo fulminante: el Rayo de la Guerra. La sobreexposición del comandante en combate suponía un riesgo demasiado alto en la Edad Moderna, donde las estructuras militares aún dependían de que se mantuviera en su sitio la cabeza del general. Ya en la época de los antiguos romanos se daba la contradicción de que todos los tratados militares desaconsejaban que los generales lucharan en la primera línea y, al mismo tiempo, la máxima condecoración que podía recibir un ciudadano, la spolia optima, se otorgaba a los generales romanos que hubieran matado a un caudillo enemigo con sus propias manos. El más valiente podía ser condecorado o tachado de estúpido. No había término medio. Del mismo modo, Farnesio encarnaba la contradicción de arriesgar su vida más de la cuenta y, a la vez, portar un carácter reflexivo y nada impulsivo. Un contemporáneo lo describiría «de un aspecto feroz y por otro camino amable y venerable».

SANGRE DEL PAPA Y DEL EMPERADOR

La mescolanza de caracteres era como la de su sangre. Los Farnesio eran una familia italiana emergente, vinculada al oficio de las armas en la época renacentista, hasta que dio su gran salto al poder a través de las intrigas vaticanas. Julia Farnesio, «Giulia la bella», enloqueció de amor al papa español Alejandro VI, que la tomó como su amante predilecta, y obtuvo para su hermano Alejandro Farnesio el cargo de cardenal, con el sobrenombre popular de «el Cardenal de las faldas». A la caída de los Borgia, Alejandro Farnesio estuvo en dos ocasiones cerca de hacerse con el sillón de San Pedro, lo que no ocurriría hasta el cónclave del 13 de octubre de 1534, cuando fue proclamado Papa con el nombre de Paulo III. Roma entera se congratuló de que un italiano volviera a ocupar la cabeza de la Iglesia casi cien años después del último nacido en Italia. No en vano, los escándalos no entienden de nacionalidad. Su condición eclesiástica no le frenó a la hora de tener varios hijos con una noble romana, ni en su afán de enriquecer a los de su misma sangre, entre ellos su hijo Pedro Luis Farnesio, el primer duque de Parma, un hombre lujurioso y cruel que iba a enfrentar los intereses de los Farnesio con los de Carlos V.

Paulo III era un buen amigo de Carlos V, pero en la senda de su nepotismo chirriante desafió su autoridad al conceder territorios a Pedro Luis en torno al Ducado de Milán, que España había ganado recientemente a Francia. La respuesta española fue procurar que un grupo de sicarios apuñalara al duque y le colgara de una ventana de su palacio en Plasencia. Octavio, hijo y heredero de Pedro Luis, buscó en ese momento el apoyo de los franceses para vengarse y recuperar parte de sus territorios. Una escalada de tensión que desembocó en el sitio español de Parma. ¡Encontrándose asediados allí la hija y un nieto del emperador Carlos! El factor familiar alteró los planes imperiales y frenó la guerra antes de que fuera a más.

Antes de la intromisión de Paulo III en Milán, los Habsburgo y los Farnesio habían estrechado lazos a través del matrimonio de Octavio con Margarita de Austria, la hija ilegítima que Carlos V había tenido con una joven flamenca antes de casarse con la emperatriz Isabel. Tras celebrarse la boda en 1538, la joven se negó a vivir con Octavio, al que estimaba un niño afeminado y sin carácter. Para alimentar su virilidad, fue necesario que Carlos V se llevara a su yerno a la fracasada expedición de Argel y luego a las guerras alemanas. Cuando Octavio regresó a Roma años después, Margarita encontró a un joven bizarro con aire marcial al que, esta vez sí, se entregó sin oposición. En agosto de 1547, nacieron dos niños gemelos, Carlos y Alejandro, aunque solo el segundo salió adelante en una época con una mortalidad infantil despiadada.

La guerra entre Carlos y Octavio sorprendió a Alejandro en el fuego cruzado de sus dos familias, que solo terminó definitivamente con el cambio de reinado. Cuando, en 1555, Felipe II accedió al trono convenció a Octavio y a su hermanastra de que le concedieran en Italia su ayuda contra los franceses y el papa Paulo IV, un furibundo antiespañol, a cambio de que los Farnesio recobraran el dominio completo del Ducado de Plasencia y que al pequeño Alejandro se le adjudicase la rica abadía de Monreale, en Sicilia. No obstante, Felipe II exigió que Alejandro, de diez años, fuera educado en España y formara parte de la pequeña corte que rodeaba al infante Carlos, en ese momento el único heredero del rey. La estancia española de Alejandro Farnesio no empezó como un viaje de estudios, sino como un secuestro entre algodones.

El adolescente viajó a Bruselas con su madre Margarita y entró en contacto con la nobleza flamenca, a la que combatiría y con la que pactaría años después. Allí conoció al fin a su tío Felipe, al que acompañó a Londres con motivo de una visita a la que era entonces su esposa, la reina de Inglaterra, María Tudor. Es decir, que antes de viajar a España, Farnesio conoció de cerca las tierras de sus futuros enemigos y recabó impresiones de la Europa de su tiempo. En 1559, Felipe II y su rehén, su sobrino, regresaron a España y se establecieron en Valladolid. Margarita de Austria, por su parte, se trasladó a los Países Bajos como gobernadora, cargo para el que era idónea por ser natural de allí, hablar francés y contar con habilidades diplomáticas. Lo de separarse de su marido tampoco resultó un obstáculo, porque de nuevo se había tornado un matrimonio gélido.

En Valladolid, Farnesio nunca llegó a congeniar con su primo el infante don Carlos —luego llamado «el príncipe maldito»—, del mismo modo que nadie lo logró nunca. Compartían casi la misma edad, pero al italiano y a la mayoría de cortesanos el príncipe les resultaba un personaje irritante. En cualquier caso, a la pandilla de jóvenes se sumó pronto don Juan de Austria, también adolescente, un hijo bastardo del emperador que Felipe II integró al entorno de su heredero, como queriendo que se le pegara algo de los otros. Los tres estudiaron juntos en Alcalá de Henares y recibieron instrucción militar. Con Carlos incapaz de seguir su ritmo en los estudios, don Juan y Alejandro se hicieron inseparables y combatían entre sí a modo de entrenamiento. Los cronistas destacan del hermanastro del rey su extraordinaria elegancia y agilidad de movimientos en el combate; mientras que de Alejandro se dice que disfrutaba asombrando a los presentes luchando semidesnudo, sin ningún tipo de protección. Ya entonces se evidenció su gusto por la acción y por una exposición temeraria al combate físico.

La presencia de otra adolescente en la Corte, la nueva esposa del rey, Isabel de Valois, convirtió este periodo en el más juvenil y alegre del reinado de Felipe II. Con dieciséis años, Farnesio se alzó como un galán, presumido y de gusto por la ropa fina, una afición que le acompañaría el resto de su vida. ¡Sí! Ya entonces los italianos tenían fama de apreciar más que nadie los tejidos y los bordados. El joven era de mediana estatura, pelo más negro que castaño, nariz aguileña y templado de carnes, en suma: bien parecido. La petición de más dinero para cubrir estos gastos, así como las informaciones de que Alejandro frecuentaba a unas cuantas mujeres (y que ellas se dejaban frecuentar), empujó a sus padres a buscarle una esposa. Ellos pensaron en un enlace con una noble italiana con la que pudieran ampliar los límites de su ducado, pero el metomentodo Felipe II —siempre atento a mantener a los grandes italianos separados y enfrentados— dictó que se casara con María de Portugal, nieta de Manuel I. Un matrimonio de altura, por la sangre de ella, que respondía más bien a los intereses de los Habsburgo que a los de los Farnesio. A ellos Portugal ni les iba ni les venía.

Mientras don Juan de Austria ejercía sus primeras tareas militares en el Mediterráneo y en la guerra de las Alpujarras, Farnesio se casó en Bruselas con María y se mudó un tiempo al ducado de su padre. Allí conoció su tierra natal y ocupó el tiempo cazando y holgando. Ella no tardó en quedarse encinta. No obstante, el desdichado don Carlos tuvo peor fortuna que sus compañeros de estudios. Aún en Alcalá de Henares sufrió un grave golpe en la cabeza que casi le costó la vida, y a partir de entonces comenzó una espiral destructiva, hasta dar con sus huesos en el Alcázar de Madrid, en un régimen de reclusión acorde con su locura.

Las obligaciones de Farnesio con el ducado de su padre le alejaron de la esfera hispánica hasta 1571. Conociendo su carácter inquieto y su fascinación por la guerra, lo más probable es que viviera impaciente aquellos años, a expensas de que Felipe II reclamara sus servicios, como una adolescente al lado del teléfono a la espera de que se digne a llamar su novio atontado. Sin embargo, el novio atontado no llamaba. Creyendo que Margarita de Austria se mostraba demasiado tibia ante la emergente rebelión de parte de la nobleza, Felipe II envió en 1567 a remplazarla al gran duque de Alba, que con una agresiva estrategia iba a barrer del mapa a los rebeldes, pero que a nivel político solo sirvió para propagar el incendio aún más.

Alejandro Farnesio sintió rabia en un principio al no ver su nombre incluido entre los oficiales que acompañaron al gran duque y a su ejército, que se transformó en hostilidad cuando vio que su madre era ninguneada por el castellano. Es por ello por lo que Felipe II mantuvo bajo cuarentena a su sobrino e incluso declinó su oferta de unirse con un grupo de caballeros italianos a la Santa Alianza formada por España, Venecia, el Papa y otras repúblicas italianas para combatir a los turcos en el Mediterráneo. Finalmente fue don Juan, nombrado comandante de esta Santa Liga, el que reclamó a Farnesio que se sumara a la campaña.

Alejandro Farnesio embarcó a doscientos caballeros de sus ducados italianos en tres naves genovesas. Además del mando sobre estas galeras, el hispano-italiano integró el selecto consejo de guerra de su tío. Cuando el 7 de octubre de 1571 se produjo la batalla de Lepanto, Farnesio iba embarcado en La Capitana de Génova, junto con Ettore Spínola, miembro de la prestigiosa familia de banqueros aliada con la Corona Española. Se conoce por encima la participación de Alejandro Farnesio en la batalla, pero consta que las tres embarcaciones formaron en el centro junto a la de Juan de Austria, la galera La Real. Según las crónicas, Farnesio saltó el primero sobre la galera musulmana que alcanzó su altura seguido del soldado español Alonso Dávalos. Juntos fueron ganando cada palmo del barco enemigo a costa de su integridad. Las características de este tipo de combate daban poco espacio a los cobardes o a los que no querían resultar heridos. Don Juan de Austria estuvo cerca de ser apuñadado en su galera, y por pocos metros no cruzó acero con el comandante turco.

Farnesio siguió al lado de don Juan de Austria el tiempo que duró la Santa Alianza, donde la tensión entre los venecianos y el resto habían herido de muerte la coalición para 1573. Ambos se resignaron a ver cómo se marchitaba la escuadra, mientras que sus oficiales y soldados distraían en Italia su tiempo. Farnesio permaneció la mayor parte de este periodo de inactividad junto a don Juan, pues la relación con su mujer era distante, con su padre mantenía discrepancias sobre cómo había que administrar el ducado y a su madre, retirada a una zona montañosa desde que regresara de Bruselas, no la podía visitar tanto como hubiera pretendido. Sin embargo, para el hermanastro de Felipe II la inactividad terminó cuando la repentina muerte de Luis de Requesens, a su vez sustituto del gran duque de Alba en la gobernación de los Países Bajos, le catapultó hacia aquella guerra interminable.

UNA MISIÓN IMPOSIBLE PARA UN TEMERARIO

El fracaso político del gran duque de Alba, que hizo resurgir la rebelión en 1572, llevó a Felipe II a sustituirle como gobernador por su amigo de la infancia Luis de Requesens, del que esperaba una actitud más conciliadora. Sus avances militares y los frutos de su perdón general se fueron al garete con la repentina muerte del catalán y el motín de las tropas que le siguió en 1576. Felipe II eligió a don Juan de Austria para hacerse cargo urgentemente de la situación de anarquía en el gobierno, si bien el héroe de Lepanto se entretuvo todavía durante meses. Viajó a Madrid para asegurarse de que el rey ponía a su disposición los medios requeridos, con el objeto de no verse desamparado como Alba o Requesens. La tardanza, no obstante, provocó que a su llegada la posición española fuera crítica, casi irreversible. Un día después de que el hermanastro del rey pusiera pie en Luxemburgo, el saqueo de tropas españoles sobre la ciudad de Amberes predispuso a todas las provincias en contra de «los extranjeros».

El saqueo de Amberes enturbió su entrada. Para recuperar la fidelidad de los nobles moderados, don Juan de Austria retiró a los tercios españoles del país en abril de 1577. Pagó los atrasos a los soldados con el dinero que el papa Gregorio XIII le había entregado tras la batalla de Lepanto y pidiendo varios préstamos personales. Además, firmó el Edicto Perpetuo, un documento que eliminaba la Inquisición y reconocía las libertades flamencas a cambio del reconocimiento de la soberanía de la Corona Española y la restauración de la fe católica en el país. Pero lejos de respetar lo firmado, el cabecilla rebelde, Guillermo de Orange, buscó la forma de eliminar de la ecuación a don Juan de Austria, cuya estrategia de pacificación amenazaba con echar al traste sus planes. Con solo una veintena de soldado a su cargo y reducido a ser un títere político, don Juan de Austria abandonó Bruselas de forma apresurada y se refugió por sorpresa, abusando de la invitación de su castellano, en la fortaleza de Namur (hoy en la región belga de Valonia), desde donde pidió sin éxito ayuda a Felipe II: «Los españoles están marchándose y se llevan mi alma consigo, pues preferiría estar encantado de que esto no suceda. Ellos (la nobleza local) me tienen y me consideran una persona colérica y yo los aborrezco y los tengo por bravísimos bribones», escribió don Juan de Austria a su amigo Rodrigo de Mendoza sobre la situación desesperada que estaba viviendo.

El rey autorizó el regreso de los tercios españoles a finales de 1577 y don Juan lo celebró con gruesas palabras:

A los magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes de la mi infantería que salió de los Estados de Flandes [...]. A todos ruego vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiéredes, que llegados acá no os faltará de vuestros enemigos.

Alejandro Farnesio fue el receptor de las lamentaciones de don Juan y quien más trabajó para que la Monarquía Hispánica mandara tropas a Flandes, lo que supuso para él una vía de escape necesaria tras la muerte en junio de ese año de su esposa. Con el cargo de asistente del gobernador, Farnesio salió de incógnito, disfrazado de palafrenero, y se puso al frente de un ejército de 6.000 soldados de élite en dirección a Flandes, a través del conocido Camino Español, un logro logístico que abría un corredor de Milán hasta Bruselas, en poco más de un mes. A principios de 1578, don Juan de Austria se trasladó también de incógnito de Namur a Luxemburgo, donde los tercios españoles se congregaban junto a tropas locales y mercenarios extranjeros. Tío y sobrino se dieron un intenso abrazo de agradecimiento al verse al fin. En total, las fuerzas hispánicas sumaban 17.000 hombres, lo cual inspiró pánico en los rebeldes, que comenzaron a pedir ayuda a Francia, Inglaterra, Alemania y a cualquier país que quisiera «quemar las barbas del rey español». La maquinaria de los tercios estaba en marcha.

Un ejército reclutado a toda prisa por los Estados Generales de los Países Bajos se amparó en su superioridad numérica, 25.000 hombres, para dirigirse a Namur, donde don Juan de Austria había regresado acompañado por los 17.000 soldados. Guillermo de Orange, que mantenía el control político de casi la totalidad de los Países Bajos —incluidas las provincias católicas—, consideraba que la mejor oportunidad para atacar a los españoles era después de una larga travesía. Los rebeldes presentaron combate en Gembloux, el 31 de enero de 1578, en un choque que comenzó con una escaramuza encabezada por Octavio Gonzaga, otro de los hombres de confianza de don Juan de Austria y Farnesio, a la cabeza de 2.000 soldados con el fin de entretener al grueso del ejército enemigo. Con tan mala suerte para los rebeldes que, yendo más lejos de sus instrucciones, las tropas de Gonzaga derrumbaron la línea enemiga.

El ejército rebelde no solo no contraatacó ante las acometidas españolas, sino que fue retrocediendo hasta quedar encajonado en lo bajo y angosto de un paso en pendiente. Temiendo que la caballería española quedara separada de la infantería, Alejandro Farnesio —al que don Juan de Austria había pedido que no se alejara de su lado— le arrebató a su paje una lanza y montó en el primer caballo que halló libre para dirigir en persona una carga de caballería en apoyo de la vanguardia. «Id a Juan de Austria y decidle que Alejandro, acordándose del antiguo romano, se arroja en un hoyo para sacar de él, con el favor de Dios y con la fortuna de la Casa de Austria, una cierta y grande victoria hoy», afirmó Farnesio, según citan las adornadas crónicas de Faminiano Estrada.

El ataque del sobrino de Felipe II fue secundado por algunos de los más importantes hombres del ejército: Bernardino de Mendoza —que sería nombrado posteriormente embajador en Inglaterra—, Juan Bautista de Monte, Enrique Vienni, Hernando de Toledo —el hijo ilegitimo del gran duque de Alba—, Martinengo, y Cristóbal de Mondragón, entre otros. Las repetidas cargas seleccionadas con bisturí de cirujano por Farnesio pusieron en fuga a la caballería rebelde, superior en efectivos pero no en experiencia. Además, en su desordenada huida la caballería se estrelló con la infantería que permanecía encajonada a su espalda, de manera que «en parte la estropearon, y del todo la desampararon». Junto a la infantería española, la caballería arrebató al enemigo treinta y cuatro banderas, la artillería y todo el bagaje. En su desesperada fuga, unos en dirección a Bruselas y otros hacia la fortificación de Gembloux, se produjo la mayoría de las bajas enemigas: más de 10.000 entre muertos y capturados.

Como demostración de la enorme distancia que separaba a ambos ejércitos, la mejor infantería de su tiempo solo contó una veintena de bajas en aquella jornada. Lo que no evitó que al finalizar la batalla, don Juan de Austria reprochara a Farnesio que hubiera arriesgado su vida «como si fuera un soldado y no un general». Él replicó a su tío que «él había pensado que no podía llenar el cargo de capitán quien valerosamente no hubiera hecho primero el oficio de soldado». Un incidente que, sin embargo, no afectó a la amistad entre ambos familiares, quienes enviaron a Felipe II dos cartas por separado atribuyéndole enteramente la victoria el uno al otro.

La batalla de Gembloux sorprendió a Guillermo de Orange y al resto de cabecillas de la rebelión festejando en Bruselas que el poder del Imperio español había quedado reducido a controlar Luxemburgo y la ciudad de Namur. No imaginaban que su ejército pudiera mostrarse tan frágil frente a los españoles. Cuando llegaron los rumores de lo que había ocurrido, se refugiaron en Amberes sin siquiera esperar a los supervivientes. Las excelentes fortificaciones de las ciudades flamencas eran su mejor oportunidad de resistir el avance de los españoles, que en las batallas campales se habían revelado casi invencibles.

Don Juan de Austria continuó con la ofensiva hasta su extraña y fatídica muerte en octubre de ese mismo año, avanzando de victoria en victoria hasta que Felipe II secó el envío de fondos. Farnesio se encargó de rendir algunas de estas plazas, no sin escatimar violencia cuando fue necesario. Sichem fue saqueado a conciencia después de que los defensores se negaran a rendirse; el gobernador y sus capitanes fueron colgados de la torre del homenaje, y 160 sitiados fueron degollados y arrojados al río. El hispano-italiano sabía que el saqueo formaba parte de la guerra de asedios y cercos, aunque él estaba convencido de que aquella guerra solo se podría ganar si el uso de la fuerza iba acompañado de otras medidas.

La negligencia de unos cirujanos operando una hemorroide a don Juan, sumada a su mala salud reciente, desangró en cuestión de horas, el 1 de octubre de 1578, al héroe de Lepanto, que nombró sucesor a Farnesio y escribió a su hermano pidiéndole que respetara el nombramiento. Por cierto que el intrigante Guillermo de Orange difundió sin pruebas que el verdadero responsable de la muerte del gobernador era Farnesio, quien habría liquidado a su tío con veneno porque anhelaba su puesto. Con el talento militar del gran duque de Alba, el carisma de su amigo don Juan de Austria y la capacidad diplomática de Luis de Requesens, Alejandro Farnesio congregaba todos los ingredientes necesarios para alcanzar la victoria española en un escenario que estaba segando la vida y la carrera de la mejor generación de militares españoles de su historia.

A pesar de su anterior desconfianza, Felipe II confirmó a Farnesio como gobernador de estos territorios y permitió que el general de padres italianos pusiera en práctica su propio plan de guerra y diálogo. Las dificultades militares, en cualquier caso, seguían siendo acuciantes, antes de que pudiera sumergirse en la política local. Solo tres, y parte de una cuarta, de las diecisiete provincias habían vuelto a jurar lealtad a la Corona de España, sin olvidar que los rebeldes contaban con el apoyo de varias potencias extranjeras como Inglaterra y una parte de Francia, que veían en el conflicto una manera de debilitar al Imperio del sur. Pocos meses después de Gembloux entraron en escena un ejército inglés, desde el este, y uno francés, desde el sur. Para desplegar sus planes de pacificación, el general italiano primero desplegó una implacable campaña militar, porque, parafraseando a los clásicos: si quieres la paz prepárate para la guerra.

LA RECONQUISTA DE FLANDES

La campaña militar y diplomática de Farnesio se focalizó en un primer momento en las provincias católicas (Artois, Henao, Namur, Brabante, Lieja, Limburgo, Luxemburgo y la mitad de la provincia de Flandes), abiertamente descontentas con la política de Orange, y hartas de que los soldados calvinistas se burlaran de los valones católicos por portar rosarios (los llamaban «soldados del padrenuestro», a modo de chanza). La aristocracia católica no tardó en desenmascarar el doble juego de Guillermo de Orange, que exigía a los españoles que garantizaran la práctica del catolicismo en el norte, pero él no estaba por la labor de hacer lo mismo en el resto de provincias. El líder de la facción católica, el duque de Aerschot, maniobró en secreto para que el archiduque católico Matías de Habsburgo, sobrino de Felipe II, fuera el nuevo gobernador. Un movimiento que se valió de la inexperiencia de Matías y que, obviamente, no contaba con el visto bueno de la Corte madrileña. Hábil manipulador, Orange se hizo pronto con la voluntad de Matías en Bruselas, cual titiritero, y persiguió al clero y a la nobleza católica que no le siguió el juego. Mientras tanto, varios grupos calvinistas instauraron dictaduras fanáticas en ciudades como Gante, donde el propio Aerschot fue encarcelado. Los conventos y las iglesias de estas plazas fueron saqueados, y los monjes y sacerdotes quemados en plazas públicas.

El nuevo gobernador recabó en pocos meses un buen puñado de aliados católicos, si bien tuvo que asumir una estrategia militar defensiva cuando Felipe II cerró por completo el grifo de los fondos. La muerte sin herederos de Sebastián I de Portugal, sobrino de Felipe II, en 1578, sumió al rey español en una operación militar de gran envergadura para hacerse con la Corona portuguesa. Lo cual supuso para Farnesio una quiebra de fondos, tropas y suministros en el peor momento: esto es, con dos ejércitos al servicio de Orange campando por los Países Bajos. Por cierto, que el monarca basaba sus aspiraciones sobre Portugal en que su madre había sido una infanta de ese reino (hija de Manuel I), lo cual hacía como poco igual de legítimas las pretensiones de los hijos que Farnesio tuvo con María de Portugal, nieta por vía paterna de Manuel I. Los derechos de Ranuccio Farnesio, el primogénito de los cuatro hijos del duque de Parma, fueron pisoteados para que Felipe pudiera reinar sobre el imperio ibérico.

Farnesio recuperó la iniciativa militar a principios de 1579. Se lanzó a por la ciudad fortificada de Maastricht, a las orillas del río Mosa, aprovechando que también en las filas enemigas sufrían estrecheces económicas. Al frente de 25.000 infantes y 4.000 jinetes, Farnesio amagó con marchar hacia Amberes, lo que obligó a Orange a recluirse con sus mejores tropas allí. Un movimiento de distracción que liberó a los españoles para iniciar las obras de asedio sobre la verdadera presa. Alejandro Farnesio había estudiado durante años la ciencia de los asedios y la revolución que las nuevas fortificaciones, surgidas en su tierra natal, el norte de Italia, había extendido, trazando una red de murallas y baluartes por Europa. En los Países Bajos quedaban muy pocas ciudades sin fortificar, frente a lo cual los españoles solo podían armarse de paciencia y esperar que, a base de obras de asedio, cayeran como una manzana madura. Maastricht fue rodeada por trincheras, se cegaron los fosos y el ejército fue distribuido a ambas orillas del río. El propio general no dudó en incorporarse, pala en mano, a las obras.

La guarnición de la ciudad estaba formada por 1.200 soldados y 4.000 paisanos armados, una fuerza escasa y mal adiestrada que tenía puestas todas sus esperanzas en la traza italiana de las defensas y en la expectativa de que Guillermo de Orange pudiera ir en su rescate. El líder rebelde sabía de la rentabilidad política que el gobernador podía sacar de una victoria en Maastricht, por lo que destinó a la localidad a su principal lugarteniente militar, François de la Noue, apodado «Brazo de Hierro». Todo ello sin olvidar que Farnesio no había abordado jamás una operación de tal envergadura y aún no se le tenía por el maestro del asedio que llegaría a ser. Su decisión de lanzar a las tropas a un asalto demasiado pronto en la puerta de Tongres puso sobre la mesa su inexperiencia. Las fuerzas sitiadas rechazaron a los asaltantes con un alto coste en vidas, entre ellas el general de artillería Gilles de Beraymont, y un primo de Alejandro Farnesio, Fabio, lo cual provocó la ira del joven general: «Yo voy allá. Yo mudaré como general la fortuna del asalto, mudando el orden de asaltar; o como soldado más con mi sangre que con el mando».

Los oficiales del general le hicieron desistir de sus intenciones y el propio Felipe II le reprendería por su actuación colérica. Así y todo, el asedio continuaría adelante. Se destaca el dato de que durante el sitio los arcabuceros españoles acertaron unos dos mil tiros en la cabeza (cifra probablemente exagerada) para ilustrar la violencia que esos días se vivió dentro de los muros y, de paso, recordar que la «arcabucería española era la más diestra que jamás se vio». El arcabuz, un arma condenada como «diabólica invención» por el caballero Don Quijote, encajó como anillo al dedo para los hombres menudos, nervudos y ágiles que eran los españoles. Tras días de bombardeos y disparos casi ininterrumpidos, y después de estallar varias minas bajo la muralla, los españoles intentaron nuevos asaltos, sin éxito, a principios de abril.

Los españoles mejoraron todavía más sus obras, e incluso levantaron una rampa de unos quince metros de ancho para ubicar las piezas de artillería. El 29 de junio, unos zapadores penetraron por la brecha de la muralla alertando de que esta zona estaba indefensa. Una vez sorteada la brecha con sigilo, los atacantes acometieron uno de esos espectáculos dantescos que tanta tinta daría a la leyenda negra contra todo lo español en la Europa protestante. Apenas quedaron unos centenares de defensores vivos de los 18.000 habitantes de Maastricht, tras meses de asedio y un saqueo que tiñó, literalmente, de rojo el río Mosa.

Farnesio hizo su entrada triunfal en la ciudad conquistada en una silla de manos, porque durante las obras contrajo lo que todos suponían la peste. Se recuperó a tiempo de observar en la lejanía cómo en Amberes muchos se amotinaban contra Guillermo de Orange, al que sus propios partidarios acusaban de no haber hecho lo suficiente para salvar la ciudad vecina. Asimismo, en esas mismas fechas las provincias católicas, vertebradas en la Liga de Arrás, aceptaron la soberanía de Felipe II con la primera condición de que las tropas extranjeras salieran del país en un plazo de seis semanas y de que el gobierno fuera a caer a manos de un príncipe de linaje real, lo cual descartaba a Farnesio por la tibieza de su sangre.

Guillermo de Orange, que había desechado al archiduque Matías y apostaba ahora por un hermano del rey de Francia como su nueva marioneta, contestó a la liga católica con la Unión de Utrecht, germen de las futuras Provincias Unidas. Estas provincias juraron defenderse de los españoles y garantizar la libertad de religión en todos los Países Bajos, salvo en Holanda y Zelanda, donde solo se aceptaba la protestante.

Alejandro Farnesio temió que los avances políticos fueran vistos por Felipe II como una renuncia. Le escribió rápido para explicar los motivos tras el acuerdo y para poner a su disposición el cargo de gobernador, que según las condiciones firmadas por el propio Farnesio debía ser alguien de sangre real. Sin embargo, la rápida adhesión de Malinas, Villebrock, Valenciennes y Bois-le-Duc al tratado y el estallido de motines anticalvinistas por todo el país evidenciaron las ventajas del acuerdo. Aquel logro político ya era irreversible; el huraño tío de Madrid se limitó a dar su visto bueno y a preparar la salida del país de los españoles, los alemanes y los italianos, que, por otro lado, le venían perfectos para su campaña en Portugal.

En la sede del bando católico, Mons, el gobernador, supo ganarse en poco tiempo al clero y a la nobleza, cuyo dinero era fundamental si quería levantar un ejército nacional valón. Pero todos los esfuerzos en este sentido chocaron con la escasez de hombres disponibles y su falta de calidad. El resultado fue una fuerza inexperta de unos 6.000 hombres, tan exigua que los propios valones reclamaron completarla con mercenarios alemanes. La irrupción en la escena política del hermano del rey de Francia, Francisco de Valois, aupada por Orange, vino de la mano en el verano de 1581 de un ejército de 12.000 infantes y 4.000 jinetes. Los Estados Generales, bajo control protestante, eligieron nuevo soberano a Francisco y se propusieron sacar partido de la súbita pérdida de calidad militar del bando católico. Farnesio se tuvo que retirar ante la llegada de los galos de Cambray y de Cateau-Cambrésis.

Para añadir más dificultad a la acrobacia política, Felipe II negó a Farnesio el permiso para volver a Italia y ser sustituido por un gobernador de sangre regia. Al contrario, el rey dividió a mediados de 1580 el poder entre su madre, Margarita de Austria, que como hija del emperador cumplía lo exigido por los nobles, y el propio Farnesio. Una encargada del gobierno y otro de las tareas militares, lo que sentó las bases para un desagradable choque entre madre e hijo. Farnesio se sentía desacreditado, más cuando la nobleza se dividió en dos facciones. Margarita, por su parte, aborrecía el cargo y solo había aceptado meterse en un lío así por las presiones de su hermano. Durante una violenta escena en Namur, Alejandro llegó a acusar a su madre de ambicionar el poder a su costa. Un año después del nombramiento de Margarita, el monarca aceptó al fin designar a su sobrino gobernador con plenos poderes. La agraviada madre se preparó para irse por segunda vez de aquella tierra desagradecida, que ahora le había enfrentado también con su propio hijo.

A pesar de la mala calidad de la infantería valona, el general atacó Tournay, porque lo consideraba un objetivo asequible incluso para sus tropas bisoñas. Los soldados valones se comportaron con disciplina durante las obras de asedio a partir de octubre de 1581, pero titubearon a la hora del asalto. Cuando una compañía valona de cincuenta efectivos alcanzó el primer baluarte defensivo, en vez de atrincherarse, los soldados se quedaron festejando la acción y fueron masacrados por los rebeldes. El propio Farnesio casi pereció durante esta acción. Mientras instaba a los artilleros a asistir a los asaltantes, una ráfaga enemiga bombardeó su posición. El «Rayo de la Guerra» apareció debajo de tres cadáveres, bañado en sangre, herido en la cabeza y el hombro. Salió vivo de milagro.

Guillermo de Orange diría que «Tournay no era comida para valones», en referencia al mal comportamiento de la infantería en la batalla. El siguiente asalto fracasado, el 19 de noviembre, naufragó por la amenaza de los valones de abandonar el asedio. Farnesio autorizó su marcha, pero advirtió que él se quedaría, prefiriendo morir que fracasar. Una bravata que hizo reconsiderar su decisión a los valones, «bonísimos para expugnaciones de tierra» pero indisciplinados en los asaltos. A final, los habitantes de la ciudad, en su mayoría católicos, aceptaron rendirse a cambio de una indemnización a principios de diciembre. Se rindieron más por aburrimiento que por auténtico miedo a los atacantes. Consciente de sus limitaciones, Farnesio asumió una estrategia defensiva, y se centró en construir una serie de fuertes sobre los ríos Mosa, Escalda y Rin.

En este punto de abatimiento, fueron los propios valones quienes reclamaron que los tercios españoles volvieran a los Países Bajos. El clero, porque cualquier ayuda contra los fanáticos calvinistas era bienvenida; los nobles, porque querían ganar la guerra a toda costa, y los comerciantes porque creían que si Farnesio cercaba los puertos de Dunkerque, Ostende y Nieuport, como era su intención, echaría al traste los negocios de los rebeldes. El 8 de febrero de 1582, el gobernador escribió a Felipe II anunciándole, que las autoridades valonas se mostraban unánimemente a favor de la vuelta de la legendaria infantería. Su regresó puso a disposición de Farnesio una fuerza de 60.000 hombres, de los cuales los españoles suponían una minoría selecta. Su número, sin incluir a los italianos, nunca representó más del 15 por ciento de todo el ejército. Lo importante aquí era la calidad por encima del número; los españoles conformaban la élite dentro del ejército imperial, para ellos quedaban reservadas las posiciones más expuestas en batallas y asaltos, así como los cargos militares. «Es costumbre inmemorial de la guerra de Flandes, entre los capitanes de naciones gobernar siempre el capitán español, y entre los maestres de campo, no consentir ser gobernados sino de su nación», explica un cronista del periodo. De las 104 compañías valonas que sirvieron en los tercios durante la guerra de Flandes 38 de ellas estaban bajo el mando de oficiales españoles.

El monumental ejército de 60.000 demostró su potencial en Oudenaarde, a pesar de lo cual las pagas adeudadas a los mercenarios alemanes encendieron un motín en medio de las operaciones. Alejandro Farnesio saltó de su caballo y se encaró con los amotinados, incluso cuando estos portaban picas de forma nada amistosa. Los insultó con las palabras más malsonantes que conocía tras media vida en la milicia. A continuación, cogió a un cabecilla amotinado por el pescuezo y lo arrastró hasta las patas de su caballo para que este le pateara. La guardia llegó hasta Farnesio y prendió al resto de cabecillas, que fueron ahorcados de inmediato.

AMBERES, LA PRESA DEL SIGLO

Farnesio eligió Amberes como el siguiente paso en su avance al norte. Una ciudad que a principios del XVI fue la principal urbe de Europa, pero a finales de siglo, tras ser asolada en el famoso saqueo de 1576, había quedado en un segundo plano a nivel económico. Su anterior esplendor quedaba patente en su sistema de fortificaciones, que no conocía parangón en todo el continente, y tenía por objeto proteger a una población de 100.000 personas. Por la parte en la que la ciudad daba a Flandes discurría el caudaloso río Escalda, sirviendo de protección y conexión fluvial con otras ciudades rebeldes; mientras que, por la parte enfrentada a Brabante, la ciudad se encontraba rodeada de unos anchos muros con diez poderosos baluartes y un amplio foso inundado. Una presa solo a la medida de un cazador temerario.

La otra razón por la que Farnesio escogió aquella plaza estratégica estuvo en los sucesos que protagonizaron por esas fechas las distintas facciones protestantes. Cansado de que su poder fuera solo nominal, Francisco de Anjou planeó emanciparse, a su manera, de la influencia del príncipe de Orange. A principios de 1583, una fuerza francesa de 12.000 hombres se dirigió desde el sur hasta Amberes y, después de matar a la guarnición, se extendieron acciones de saqueo por la ciudad en busca de los partidarios y bienes de Orange. Sin embargo, la belicosa respuesta de los habitantes de Amberes acorraló a los franceses. El gobernador español olió la sangre y ofreció al hermano del rey de Francia un salvoconducto para que él y sus tropas supervivientes abandonaran el país. Este rechazó la oferta porque Orange, temiéndose que sin las tropas francesas se perderían numerosas plazas, fingió que la traición nunca había tenido lugar. Al final, Anjou se retiró sano y salvo a Dunkerque con sus tropas, mientras que Orange renovó su compromiso con los hugonotes (calvinistas franceses) casándose con la hija de uno de los líderes de estos, lo que a su vez ejerció un peculiar efecto dominó, pues el matrimonio fue aborrecido en Amberes y el gran jefe rebelde fijó su residencia en Delf, en Zelanda, rodeado de sus más fieles.

En medio de las luchas intestinas de los rebeldes, el ejército hispánico barrió del país a las tropas inglesas y conquistó los puertos de Dunkerque, residencia de Anjou, y Nieuport. Con esto, Farnesio estableció puertos en el norte para abastecer a sus tropas y levantar una flota que hostigara a los enemigos. Acorralado, Francisco de Anjou se retiró por mar a Calais y las tropas galas se dispersaron por el territorio flamenco. A finales de 1583, la completa pacificación de Portugal posibilitó que Felipe II trasladara tropas al frente flamenco y garantizó un flujo de fondos fijos cada mes a partir de entonces. Farnesio desplegó un kilométrico cerco en torno a Amberes y puso a más de 10.000 hombres a trabajar en la caída de la impresionante urbe.

El plan de los ingenieros para tomar Amberes consistió en construir un canal de 22,5 kilómetros de longitud con el objetivo de drenar parte de las aguas que rodeaban la ciudad y levantar, a su vez, un puente compuesto de treinta y dos barcos unidos entre sí para poder asaltar la muralla principal. El gobernador de la ciudad, Phillipo de Marnix, se burló de aquellas grandilocuentes intenciones españolas nada más ver las obras: «Fiaba, decía, sobradamente de sí, embriagado del vino de su fortuna, Alejandro; pues pensaba que echándole un puente enfrenaría la libertad del Escalda». Con el fin de levantar el puente, los soldados fijaron en tiempo récord unas vigas traídas desde Terramunda y colocaron postes verticales hasta donde era posible por la profundidad del río. Luego, las unieron con vigas transversales para sujetar los tablones que sostenían el piso. A cada extremo de la estructura se construyeron dos pequeños fortines y se guarneció el puente con vallas de madera que sirvieron de parapeto frente a los disparos desde Amberes. El estratega hispano-italiano no quería dejar ningún detalle al azar. Incluso cuentan que Farnesio capturó a un espía enemigo pero, lejos de ocultarle la estampa de su obra, lo devolvió a la metrópoli con la frase «di lo que por tus ojos han visto a los que te mandaran».

En paralelo a las obras, la ciudad medieval de Gante, Brujas y otras localidades vecinas fueron tomadas para evitar que brindaran apoyo fluvial a Amberes. Veintidós navíos tomados en Gante y otros que Farnesio trajo de Dunkerque sirvieron a los españoles para convertir el bloqueo de Amberes también en asedio naval, más cuando se rompieron varios diques para inundar la campiña próxima. Durante esta guerra de diques y contradiques, el propio Farnesio volvió a agarrar pala y azadón, dando ejemplo a sus hombres. Una vez el agua ocupó la mayor parte del paisaje de Amberes, los atacantes desplegaron treinta y dos barcos unidos entre sí para bloquear cualquier intento de atacar el puente. Por su parte, los defensores intentaron sin éxito varias salidas por tierra y, viendo la imposibilidad de romper el cerco, planearon tomar la ciudad vecina de Bois-le-Duc, de modo que pudieran enviar refuerzos desde allí. No lo consiguieron y, a principios de 1585, siete meses después de que se iniciaran las obras, cayó la capital de la provincia de Güeldres, Nimega. Las circunstancias adversas empujaron a los rebeldes a planes cada vez más arriesgados.

La entrada por sorpresa de una armada de socorro enviada desde Zelanda por Justino de Nassau, hijo bastardo de Guillermo de Orange, dio aire a los rebeldes. La flota rebelde accedió al canal, en el que estaba siendo construido el puente, y planeó, bajo la batuta del ingeniero Federico Giambelli (un italiano desairado por España en el pasado) la forma de hacer volar por los aires la obra de Farnesio. Los holandeses lanzaron tres barcos-mina el 4 de abril hacia el puente, cuando restaban pocas semanas para finalizarlo. Aunque solo uno alcanzó a encallarse contra la estructura, la explosión causó la muerte de ochocientos soldados católicos, lanzó pelotas de hierro a nueve mil pies de distancia y la onda expansiva empujó a Alejandro Farnesio varios metros.

Las heridas del comandante no revistieron gravedad y el ataque no tuvo consecuencias críticas para la estructura. Esa misma noche los españoles disimularon los daños para que la flota de Justino de Nassau desistiera de lanzar más ataques en este punto. Los holandeses cayeron en el engaño y prefirieron ensañarse con el dique que daba acceso a la campiña inundada, también protegido por varios castillos. El coronel Mondragón rechazó en esta posición los ataques simultáneos de la flota de Amberes y la de Zelanda. Su heroica resistencia evitó que los barcos enemigos se hicieran con el control naval de la campiña.

El siguiente rasgo de ingenio de Giambelli fue el de añadir a los barcos-mina una especie de velas bajo el casco para poder dirigir con más precisión los ataques al puente. No obstante, Farnesio aprendió también la lección y en la siguiente intentona rebelde se valió de un sistema de enganches en las partes que conformaban el puente para que, una vez se acercaran los barcos minas, pudieran ser liberados algunos tramos y los barcos explosivos pasaran de largo con ellos. A este fracaso le siguió otro aún más excesivo por parte de los rebeldes: El fin de la guerra, una embarcación militar de tamaño desproporcionado que contaba con un castillo gigante de artillería en el centro y una guarnición de mil mosquetes. Tanta fe pusieron los defensores en aquel barco que lo bautizaron con un nombre que, creían, anticipaba el final del bloqueo. Sin embargo, la monstruosa fortaleza flotante encalló al poco tiempo de entrar en combate y los españoles le cambiaron el nombre con burlas y balazos. Ya solo podía ser el de Los gastos perdidos o El Carantamaula.

Nada comparado con el enésimo y último contraataque rebelde, que arrojó con furia sus mejores tropas y 160 barcos para socorrer la ciudad. El ataque estuvo cerca de alcanzar su objetivo: tomar el contradique que mantenía a raya a la flota de Zelanda, pero de nuevo la infantería castellana, secundada por la italiana, neutralizó la ofensiva cuando en Amberes se festeja la victoria. El propio Alejandro Farnesio, con espada y broquel, se unió a la primera línea de combate proclamando: «No cuida de su honor ni estima la causa del rey el que no me sigue». Miles de hombres terminaron luchando en una estrecha lengua de tierra. La jornada finalizó con los holandeses huyendo como gallinas sin cabeza y muchos barcos encallados a causa de la marea baja, lo que a su vez permitió la captura de veintiocho navíos enemigos.

En agosto de 1585 las tropas españolas entraron en Amberes. Los gobernadores aceptaron las generosas condiciones que el general Farnesio planteó para evitar un nuevo saqueo de la ciudad. La victoria fue celebrada por los soldados con un gigantesco banquete sobre el puente del Escalda, con mesas que se extendían de orilla a orilla del río. La noticia corrió pronto por Europa y llegó a España a través de la avanzada red de inteligencia del rey. «Nuestra es Amberes», anunció un emocionado Felipe II a su hija favorita, Isabel Clara Eugenia, a altas horas de la noche. Jamás se vio tan exultante al monarca, ni en San Quintín, ni en Lepanto, ni en la conquista de Portugal… incluso cuando había cuestionado repetidas veces aquel plan inverosímil por su enorme coste. El Rayo de la Guerra fue premiado con el Toisón de Oro y su prestigio creció en toda Europa. Al fin y al cabo había hecho posible lo imposible.

El panorama político en los Países Bajos nunca estuvo tan despejado para los españoles. En vísperas del largo asedio de Amberes, Francisco de Anjou murió a causa de una enfermedad, sin que faltaran los que sospecharon que la mano intrigante de Farnesio estaba detrás. Precisamente, un joven borgoñón llamado Baltasar Gerard se presentó días después ante Guillermo de Orange como el emisario enviado desde Francia para dar la noticia de la muerte de Anjou, aunque en secreto planeaba matar al príncipe cuando se le pusiera a tiro. Los calvinista más radicales estaban hartos de las actuaciones militares de Orange y su figura estaba desacreditada, al menos hasta que la orden de «acabar con esa plaga», dictada por Felipe II, le transformó para siempre en un mártir. Con unas pistolas suministradas por Farnesio, Baltasar Gerard se escondió detrás de una escalera del palacio de Orange y abrió fuego contra el líder rebelde por la espalda, matándole casi al instante, a los cincuenta y dos años. El magnicida fue capturado y sometido a un brutal tormento antes de ejecutarlo. Su familia recibió como recompensa una importante fortuna por orden del rey de España.

A los pocos días, Mauricio, segundo hijo del difunto, se hizo cargo de la guerra de su padre.

ATRAPADO EN LAS GUERRAS DEL TÍO FELIPE

En los siguientes años, España cosechó tantas conquistas como para imaginar que la guerra se podía ganar, a pesar de que Mauricio de Nassau se reveló como un excepcional comandante, en contraste con la torpeza militar de su padre. A partir de la década de 1590, Mauricio comenzó a instruir a sus tropas en la realización de maniobras y en la rotación de las filas de mosqueteros para realizar varias descargas de fuego, inspirado en autores romanos. Una transformación a largo plazo del inútil ejército holandés en una fuerza temida —más tarde imitada en la Europa protestante— que a corto plazo se topó con el escollo del talento de Alejandro Farnesio. De los diecisiete estados o provincias que formaban los Países Bajos, solo Holanda y Zelanda quedaban en manos rebeldes para cuando el rey de España comenzó a desviar fondos y tropas en su proyecto más ambicioso.

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