Steve Jobs

Steve Jobs


3. El abandono de los estudios

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Capítulo 3

El abandono de los estudios Enchúfate, sintoniza…

CHRISANN BRENNAN

Hacia el final de su último año en Homestead, en la primavera de 1972, Jobs comenzó a salir con una chica etérea y algo hippy llamada Chrisann Brennan, que tenía aproximadamente su misma edad pero se encontraba un curso por debajo. La chica, de pelo castaño claro, ojos verdes, pómulos altos y un aura de fragilidad, era muy atractiva. Además, estaba pasando por la ruptura del matrimonio de sus padres, lo que la convertía en alguien vulnerable. «Trabajamos juntos en una película de animación, empezamos a salir, y se convirtió en mi primera novia de verdad», recordaba Jobs. Tal y como declaró posteriormente Brennan: «Steve estaba bastante loco. Por eso me sentí atraída por él».

La locura de Jobs era de un estilo muy refinado. Ya había comenzado a experimentar con dietas compulsivas —solo fruta y verdura—, y estaba delgado y esbelto como un galgo. Aprendió a mirar fijamente y sin pestañear a la gente, y perfeccionó sus largos silencios salpicados por arranques entrecortados de intervenciones aceleradas. Esta extraña mezcla de intensidad y desapego, combinada con el pelo por los hombros y una barba rala, le daban el halo de un chamán enloquecido. Oscilaba entre lo carismático y lo inquietante. «Cuando deambulaba por ahí parecía estar medio loco —comentó Brennan—. Era todo angustia. Y un aura de oscuridad lo acompañaba».

Por aquel entonces, Jobs comenzó a consumir ácido e introdujo a Brennan en aquel mundo, en un trigal justo a las afueras de Sunnyvale. «Fue genial —recordaba él—. Había estado escuchando mucho a Bach. De pronto era como si todo el campo de trigo tocara su música. Aquella fue la sensación más maravillosa que había experimentado hasta entonces. Me sentí como el director de una sinfonía, con Bach sonando entre las espigas».

Ese verano de 1972, tras su graduación, Brennan y él se mudaron a una cabaña en las colinas que hay sobre Los Altos. «Me voy a vivir a una cabaña con Chrisann», les anunció un día a sus padres. Su padre se puso furioso. «Por supuesto que no —respondió—. Por encima de mi cadáver». Hacía poco que habían discutido por la marihuana y, una vez más, el joven Jobs se mantuvo en sus trece con testarudez. Se limitó a despedirse y salió por la puerta.

Aquel verano Brennan se pasó gran parte del tiempo pintando. Tenía talento, y dibujó un cuadro de un payaso para Jobs que él colgó en la pared. Jobs escribía poesía y tocaba la guitarra. Podía ser brutalmente frío y grosero con ella en ocasiones, pero también era un hombre fascinante, capaz de imponer su voluntad. «Era un ser iluminado, y también cruel —recordaba ella—. Aquella era una combinación extraña».

A mediados del verano, Jobs estuvo a punto de morir en un accidente, cuando su Fiat rojo estalló en llamas. Iba conduciendo por el Skyline Boulevard de las montañas de Santa Cruz con un amigo del instituto, Tim Brown, quien al mirar hacia atrás vio cómo salían llamaradas del motor y dijo con toda tranquilidad: «Para aquí, que tu coche está ardiendo». Jobs lo hizo, y su padre, a pesar de sus discusiones, condujo hasta las colinas para remolcar el Fiat hasta su casa.

En un intento por encontrar la forma de ganar dinero para comprar un coche nuevo, Jobs hizo que Wozniak le llevara hasta la Universidad de De Anza para buscar trabajo en el tablón de anuncios. Descubrieron que el centro comercial West Gate de San José estaba buscando estudiantes universitarios dispuestos a disfrazarse para entretener a los niños. Así pues, por tres dólares a la hora, Jobs, Wozniak y Brennan se colocaron unos pesados disfraces de cuerpo entero que les cubrían de la cabeza a los pies y se dispusieron a actuar como Alicia, el Sombrerero Loco y el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas. Wozniak, tan franco y encantador como siempre, encontraba aquello divertido. «Dije: “Quiero hacerlo, es mi oportunidad, porque me encantan los niños”. Me tomé unas vacaciones en Hewlett-Packard. Creo que Steve lo veía como un trabajo de poca monta, pero a mí me parecía una aventura divertida». De hecho, a Jobs le parecía horroroso. «Hacía calor, los disfraces pesaban una barbaridad, y al poco rato solo quería abofetear a alguno de los niños». La paciencia nunca fue una de sus virtudes.

EL REED COLLEGE

Diecisiete años antes, sus padres habían hecho una promesa al adoptarlo: el chico iba a ir a la universidad. Así pues, habían trabajado duramente y ahorrado con tesón para crear un fondo destinado a sus estudios, que era modesto pero suficiente en el momento de su graduación. Sin embargo, Jobs, más obstinado incluso que antes, no se lo puso fácil. Al principio consideró la posibilidad de no ir a la universidad. «Creo que me habría dirigido a Nueva York si no hubiera ido a la universidad», reflexionó, cavilando sobre lo diferente que podría haber sido su mundo (y quizá el de todos nosotros) de haber seguido ese camino. Cuando sus padres lo presionaron para que se matriculara en una universidad, respondió con una actitud pasivo-agresiva. Descartó los centros académicos de su estado, como Berkeley, donde se encontraba Woz, a pesar del hecho de que habrían sido más asequibles. Tampoco sopesó la posibilidad de Stanford, que se encontraba carretera arriba y que probablemente podría ofrecerle una beca. «Los chicos que iban a Stanford ya sabían lo que querían hacer —señala—. No eran personas realmente artísticas. Yo quería algo que fuera más artístico e interesante».

Contemplaba una única opción: el Reed College, un centro privado de humanidades situado en Portland, en el estado de Oregón, y uno de los más caros del país. Jobs se encontraba visitando a Woz en Berkeley cuando su padre le llamó para informarle de que acababa de llegar la carta de admisión de Reed, y trató de convencerlo para que no fuera allí. Lo mismo hizo su madre. Ambos argumentaron que costaba mucho más de lo que podían permitirse. A lo que su hijo respondió con un ultimátum. Si no podía ir a Reed, les dijo, entonces no iría a ninguna parte. Ellos cedieron, como de costumbre.

Reed contaba únicamente con mil estudiantes, la mitad que el instituto Homestead. Era un centro conocido por promover un estilo de vida algo hippy y liberal, en fuerte contraste con sus estrictos estándares académicos y su exigente plan de estudios. Cinco años antes, Timothy Leary, el gurú de la iluminación psicodélica, se había sentado cruzado de piernas en los terrenos del Reed College en una de las paradas de la gira universitaria de su Liga para el Descubrimiento Espiritual (LSD, en sus siglas en inglés), y había pronunciado un célebre discurso: «Al igual que cualquier gran religión del pasado, tratamos de encontrar la divinidad interior… Estas antiguas metas se definen con una metáfora del presente: enchúfate, sintoniza, abandónalo todo». Muchos de los estudiantes de Reed se tomaron en serio las tres premisas. La tasa de abandono de los estudios durante la década de 1970 fue de más de un tercio del total.

En el otoño de 1972, cuando llegó la hora de matricularse, sus padres lo llevaron en coche hasta Portland, pero en otro de sus pequeños actos de rebeldía se negó a permitirles entrar en el campus. De hecho, se abstuvo incluso de despedirse o darles las gracias. Cuando posteriormente repasó aquel momento, lo hacía con un arrepentimiento poco característico en él:

Esta es una de las cosas de mi vida de las que de verdad me avergüenzo. No fui demasiado amable, y herí sus sentimientos, cosa que no debería haber hecho. Se habían esforzado mucho para asegurarse de que pudiera llegar hasta allí, y yo no los quería a mi lado. No quería que nadie supiera que tenía padres. Quería ser como un huérfano que hubiera estado dando vueltas por todo el país en tren y hubiera aparecido de la nada, sin raíces, sin conexiones, sin pasado.

A finales de 1972, cuando Jobs llegó a Reed, se produjo un cambio fundamental en la vida universitaria de Estados Unidos. La implicación del país en la guerra de Vietnam y los reclutamientos que aquello conllevaba estaban comenzando a remitir. El activismo político en las universidades fue menguando, y en muchas conversaciones a altas horas de la noche en las residencias universitarias, el tema fue sustituido por un interés por las vías de realización personal. Jobs se vio profundamente influido por una serie de libros sobre espiritualidad e iluminación, principalmente Be Here Now («Estate aquí ahora»), una guía sobre la meditación y las maravillas de las drogas psicodélicas de Baba Ram Dass, cuyo nombre de pila era Richard Alpert. «Era profundo —declaró Jobs—. Nos transformó a mí y a muchos de mis amigos».

El más cercano de aquellos amigos era otro estudiante de primer año con la barba rala llamado Daniel Kottke, que conoció a Jobs una semana después de su llegada a Reed y que compartía su afición por el pensamiento zen, Dylan y el ácido. Kottke, que provenía de un acomodado barrio residencial de Nueva York, era un chico listo pero poco apasionado, con una actitud hippy y dulce que se suavizaba aún más debido a su interés por el budismo. Esa búsqueda espiritual le había llevado a rechazar las posesiones materiales, pero aun así quedó impresionado con el reproductor de casetes de Jobs. «Steve tenía un magnetófono de TEAC y cantidades ingentes de cintas pirata de Dylan —recuerda Kottke—. Era un tipo muy cool y estaba a la última».

Jobs comenzó a pasar gran parte de su tiempo con Kottke y su novia, Elizabeth Holmes, incluso después de haberla ofendido la primera vez que se conocieron al preguntar por cuánto dinero haría falta para que ella se acostara con otro hombre. Hicieron autoestop juntos hasta la costa, se embarcaron en las típicas discusiones estudiantiles sobre el sentido de la vida, asistieron a los festivales del amor del centro local de los Hare Krishna y acudieron al centro zen para conseguir comida vegetariana gratis. «Era muy divertido —apuntaba Kottke—, pero también filosófico, y nos tomábamos muy en serio el budismo zen».

Jobs comenzó a visitar la biblioteca y a compartir otros libros sobre la filosofía zen con Kottke, entre ellos Mente zen, mente de principiante, de Shunryu Suzuki, Autobiografía de un yogui, de Paramahansa Yogananda, Conciencia cósmica, de Richard Maurice Bucke, y Más allá del materialismo espiritual, de Chögyam Trungpa. Crearon un centro de meditación en un ático abuhardillado que había sobre la habitación de Elizabeth Holmes y la decoraron con grabados hindús, una alfombra, velas, incienso y esterillas. «Había una trampilla en el techo que conducía a un ático muy amplio —contó—. A veces tomábamos drogas psicodélicas, pero principalmente nos limitábamos a meditar».

La relación de Jobs con la espiritualidad oriental, y especialmente con el budismo zen, no fue simplemente una moda pasajera o un capricho de juventud. Los adoptó con la intensidad propia de él, y quedó firmemente grabado en su personalidad. «Steve es muy zen —afirmó Kottke—. Aquella fue una influencia profunda. Puedes verlo en su gusto por la estética marcada y minimalista y en su capacidad de concentración». Jobs también se vio profundamente influido por el énfasis que el budismo pone en la intuición. «Comencé a darme cuenta de que una conciencia y una comprensión intuitivas eran más importantes que el pensamiento abstracto y el análisis intelectual lógico», declararía posteriormente. Su intensidad, no obstante, le dificultaba el camino hacia el auténtico nirvana; su conciencia zen no se veía acompañada por una gran calma interior, paz de espíritu o conexión interpersonal.

A Kottke y a él también les gustaba jugar a una variante alemana del ajedrez del siglo XIX llamada Kriegspiel, en la que los jugadores se sientan espalda contra espalda y cada uno tiene su propio tablero y sus fichas pero no puede ver las de su contrincante. Un moderador les informa de si el movimiento que quieren realizar es legal o ilegal, y tienen que tratar de averiguar dónde se encuentran las piezas del contrario. «La partida más alucinante que jugué con ellos tuvo lugar durante una fuerte tormenta eléctrica, sentados junto a un fuego —recuerda Holmes, que actuaba como moderadora—. Se habían colocado con ácido. Movían las fichas tan rápido que apenas podía seguirles».

Otro libro que tuvo una enorme influencia sobre Jobs durante su primer año de universidad —puede que incluso demasiada— fue Diet for a Small Planet («Dieta para un planeta pequeño»), de Frances Moore Lappé, que exaltaba los beneficios del vegetarianismo tanto para uno mismo como para todo el planeta. «Ahí es cuando renuncié a la carne prácticamente por completo», apuntó. Sin embargo, el libro también reforzó su tendencia a adoptar dietas extremas que incluían purgas, períodos de ayuno o la ingesta de únicamente uno o dos alimentos, como por ejemplo manzanas y zanahorias, durante semanas enteras.

Jobs y Kottke se volvieron vegetarianos estrictos durante su primer año de universidad. «Steve se metió en aquello incluso más que yo —afirmó Kottke—. Vivía a base de cereales integrales». Iban a por provisiones a una cooperativa de granjeros, donde Jobs adquiría una caja de cereales que le duraba una semana y otros productos naturales a granel. «Compraba cajas y cajas de dátiles y almendras, y un montón de zanahorias, se compró una licuadora, y preparábamos zumos de zanahoria y ensaladas con zanahoria. Corre el rumor de que Steve se puso naranja de tanto comer zanahorias, y lo cierto es que algo hay de verdad en ello». Sus amigos lo recuerdan, en ocasiones, con un tono naranja como el de una puesta de sol.

Los hábitos alimentarios de Jobs se volvieron aún más extravagantes y obsesivos cuando leyó Sistema curativo por dieta amucosa, de Arnold Ehret, un fanático de la nutrición de origen alemán nacido a principios del siglo XX. El autor sostenía que no había que comer nada más que frutas y verduras sin almidón. Estas, según él, evitaban que el cuerpo produjera mucosidades dañinas. También defendía las purgas periódicas a través de prolongados ayunos. Aquello supuso el fin incluso de los cereales integrales y de cualquier tipo de arroz, pan, grano o leche. Jobs comenzó a alertar a sus amigos acerca de los peligros mucosos agazapados en su bollería. «Me metí en aquella dieta con mi típico estilo obsesivo», afirmó. Llegados a cierto punto, Kottke y él pasaron toda una semana comiendo únicamente manzanas, y más adelante Jobs pasó incluso a probar ayunos más estrictos. Comenzaba con períodos de dos días, y en ocasiones trataba de prolongarlos hasta una semana o más, interrumpiéndolos cuidadosamente con grandes cantidades de agua y verduras. «Después de una semana comienzas a sentirte de maravilla —aseguró—. Ganas un montón de vitalidad al no tener que digerir toda esa comida. Estaba en una forma excelente. Me sentía como si pudiera levantarme y llegar caminando hasta San Francisco de haberme apetecido». Ehret murió a los cincuenta y seis años al sufrir una caída mientras daba un paseo, y golpearse la cabeza.

Vegetarianismo y budismo zen, meditación y espiritualidad, ácido y rock: Jobs hizo suyos con gran intensidad los múltiples impulsos que por aquella época se habían convertido en símbolos de la subcultura universitaria en pos de la iluminación. Y sin embargo, aunque apenas se dedicó a ello en Reed, conservaba todo el interés por la electrónica que, algún día, acabaría por combinarse sorprendentemente bien con el resto de la mezcla.

ROBERT FRIEDLAND

Un día, en un intento por conseguir algo de dinero, Jobs decidió vender su máquina de escribir IBM Selectric. Entró en la habitación del estudiante que se había ofrecido para comprarla y lo sorprendió manteniendo relaciones sexuales con su novia. Jobs se dio la vuelta para irse, pero el estudiante le invitó a sentarse y esperar mientras acababan. «Pensé: “Vaya pasada”», recordaba Jobs después, y así es como empezó su relación con Robert Friedland, una de las pocas personas en su vida que fue capaz de cautivarlo. Jobs adoptó algunos de los carismáticos rasgos de Friedland y durante algunos años lo trató casi como a un gurú. Hasta que comenzó a verlo como un charlatán y un farsante.

Friedland era cuatro años mayor que Jobs, pero todavía no se había licenciado. Hijo de un superviviente de Auschwitz que se había convertido en un próspero arquitecto de Chicago, en un primer momento se había matriculado en Bowdoin, una universidad especializada en humanidades situada en el estado de Maine. Sin embargo, cuando estaba en segundo curso, lo habían arrestado con 24 000 tabletas de LSD valoradas en 125 000 dólares. El periódico local lo mostraba con cabello rubio por los hombros, sonriendo a los fotógrafos mientras se lo llevaban detenido. Lo sentenciaron a dos años en una cárcel federal de Virginia, de la que salió bajo libertad condicional en 1972. Ese otoño se dirigió a Reed, donde se presentó inmediatamente a las elecciones para presidente de la delegación de alumnos, con el argumento de que necesitaba limpiar su nombre de «los errores de la justicia» que había sufrido. Ganó.

Friedland había escuchado a Baba Ram Dass, el autor de Be Here Now, dar un discurso en Boston, y al igual que Jobs y Kottke se había metido de lleno en el mundo de la espiritualidad oriental. Durante el verano de 1973, Friedland viajó a la India para conocer al gurú hindú de Ram Dass, Neem Karoli Baba, conocido popularmente por sus muchos seguidores como Maharaj-ji. Cuando regresó ese otoño, Friedland había adoptado un nombre espiritual, y se vestía con sandalias y vaporosas túnicas indias. Tenía una habitación fuera del campus, encima de un garaje, y Jobs iba a buscarlo allí muchas tardes. Le embelesaba la aparente intensidad de las convicciones de Friedland acerca de la existencia real de un estado de iluminación que se encontraba al alcance de la mano. «Me transportó a un nivel de conciencia diferente», resumió Jobs.

A Friedland también le fascinaba Jobs. «Siempre iba por ahí descalzo —relató posteriormente—. Lo que más me sorprendió fue su intensidad. Fuera lo que fuese lo que le interesaba, normalmente lo llevaba hasta extremos irracionales». Jobs había refinado el truco de utilizar sus silencios y las miradas fijas para controlar a los demás. «Uno de sus numeritos consistía en quedarse mirando a la persona con la que estuviera hablando. Se quedaba observando fijamente sus jodidas pupilas, hacía una pregunta y esperaba la respuesta sin que la otra persona pudiera apartar la vista».

Según Kottke, algunos de los rasgos de la personalidad de Jobs —incluidos algunos de los que conservaría a lo largo de su vida profesional— los tomó de Friedland. «Friedland enseñó a Steve a utilizar el campo de distorsión de la realidad —cuenta Kottke—. Era un hombre carismático, con algo de farsante, y podía adaptar las situaciones a su fuerte voluntad. Era voluble, seguro de sí mismo y algo dictatorial. Steve admiraba todo aquello, y tras convivir con Robert se volvió un poco parecido a él».

Jobs también se fijó en cómo Friedland lograba convertirse en el centro de atención. «Robert era un tipo muy sociable y carismático, con el alma de un auténtico vendedor —lo describió Kottke—. Cuando conocí a Steve, él era un chico tímido y retraído, muy reservado. Creo que Robert le enseñó a lucirse, a salir del cascarón, a abrirse y controlar las situaciones». Friedland proyectaba un aura de alto voltaje. «Entraba en una habitación y te dabas cuenta al instante. Steve era exactamente lo contrario cuando llegó a Reed. Tras pasar algo de tiempo con Robert, parte de su carácter comenzó a pegársele».

Las tardes de los domingos, Jobs y Friedland iban al templo de los Hare Krishna en el extremo occidental de Portland, a menudo con Kottke y Holmes. Allí bailaban y cantaban a pleno pulmón. «Entrábamos en una especie de frenesí extático —recuerda Holmes—. Robert se volvía loco y bailaba como un demente. Steve se mostraba más contenido, como si le avergonzara dejarse llevar». A continuación los obsequiaban con platos de cartón colmados de comida vegetariana.

Friedland administraba una finca de manzanos de 90 hectáreas, a unos 65 kilómetros al sudoeste de Portland, propiedad de un excéntrico millonario tío suyo de Suiza llamado Marcel Müller, que había amasado una fortuna en Rhodesia al hacerse con el mercado de los tornillos de rosca métrica. Después de que Friedland entrara en contacto con la espiritualidad oriental, convirtió el lugar en una comuna llamada All One Farm («Granja Todos Uno»), en la que Jobs pasaba algunos fines de semana con Kottke, Holmes y otros buscadores de iluminación que compartían su filosofía. Incluía un edificio principal, un enorme granero y un cobertizo en el que dormían Kottke y Holmes. Jobs asumió la tarea de podar los manzanos, de la variedad Gravenstein, junto con otro residente de la comuna, Greg Calhoun. «Steve controlaba el huerto de manzanos —comentó Friedland—. Producíamos sidra orgánica. El trabajo de Steve consistía en dirigir a una tropa de hippies para que podaran el huerto y lo dejaran en buenas condiciones».

Los monjes y discípulos del templo de los Hare Krishna también iban y preparaban banquetes vegetarianos impregnados con el aroma del comino, el cilantro y la cúrcuma. «Steve llegaba muerto de hambre, y se hinchaba a comer —recuerda Holmes—. A continuación se purgaba. Durante años pensé que era bulímico. Resultaba muy irritante, porque nos costaba mucho trabajo preparar aquellos banquetes, y él no era capaz de retener la comida».

Jobs también estaba empezando a tener algunos conflictos con el papel de líder sectario de Friedland. «A lo mejor veía demasiados rasgos de Robert en sí mismo», comentó Kottke. Aunque se suponía que la comuna debía ser un refugio del mundo materialista, Friedland comenzó a dirigirla como si se tratara de una empresa; sus seguidores tenían que talar troncos y venderlos como leña, fabricar prensas de manzanas y cocinas de madera, y embarcarse en otras iniciativas comerciales por las que no recibían un salario. Una noche, Jobs durmió bajo la mesa de la cocina, y le divirtió observar cómo la gente no hacía más que entrar para robar la comida de los demás guardada en el frigorífico. La economía de la comuna no estaba hecha para él. «Comencé a volverme muy materialista —recordaba Jobs—. Todo el mundo empezó a darse cuenta de que se estaban matando a trabajar por la plantación de Robert, y uno a uno comenzaron a marcharse. Aquello me hartó bastante».

Según Kottke, «muchos años más tarde, después de que Friedland se hubiera convertido en el propietario multimillonario de unas minas de cobre y oro —repartidas entre Vancouver, Singapur y Mongolia—, me reuní con él para tomar una copa en Nueva York. Esa misma noche, le envié un correo electrónico a Jobs mencionándole aquel encuentro. Me llamó desde California en menos de una hora y me advirtió de que no debía escuchar a Friedland». Añadió que cuando Friedland se había visto en apuros por una serie de delitos ecológicos perpetrados en algunas de sus minas, había tratado de ponerse en contacto con él para pedirle que intercediera ante Bill Clinton, pero Jobs no había respondido a la llamada. «Robert siempre se presentaba como una persona espiritual, pero cruzó la línea que separa al hombre carismático del estafador —afirmó Jobs—. Es muy extraño que una de las personas más espirituales de tu juventud acabe resultando ser, tanto de forma simbólica como literal, un buscador de oro».

… Y ABANDONA

Jobs se aburrió rápidamente de la universidad. Le gustaba estar en Reed, pero no solo asistir a las clases obligatorias. De hecho, se sorprendió al descubrir que, a pesar de todo el ambiente hippy que se respiraba, las exigencias de los cursos eran altas: le pedían que hiciera cosas como leer la Ilíada y estudiar las guerras del Peloponeso. Cuando Wozniak fue a visitarlo, Jobs agitó su horario ante él y se quejó: «Me obligan a estudiar todas estas asignaturas». Woz respondió: «Sí, eso es lo que suelen hacer en la universidad, pedirte que vayas a clase». Jobs se negó a asistir a las materias en las que estaba matriculado, y en vez de eso se presentó a las que él quería, como por ejemplo una clase de baile en la que podía expresar su creatividad y conocer chicas. «Yo nunca me habría negado a asistir a las asignaturas a las que tenía que ir, esa es una de las diferencias entre nuestras personalidades», comentó Wozniak, asombrado.

Jobs también comenzó a sentirse culpable, como él mismo confesaría posteriormente, por gastar tanto dinero de sus padres en una educación que, a su modo de ver, no merecía la pena. «Todos los ahorros de mis padres, que eran personas de clase trabajadora, se invertían en mis tasas de matrícula —relató en una célebre conferencia inaugural en Stanford—. Yo no tenía ni idea de lo que quería hacer con mi vida, ni de cómo la universidad iba a ayudarme a descubrirlo. Y allí estaba, gastándome todo el dinero que mis padres habían ahorrado durante toda su vida. Entonces decidí dejar los estudios y confiar en que todo acabara saliendo bien».

En realidad no quería abandonar Reed, solo quería evitar el pago de la matrícula en las clases que no le interesaban. Sorprendentemente, Reed toleró aquella actitud. «Tenía una mente muy inquisitiva que resultaba enormemente atractiva —señaló Jack Dudman, decano responsable de los estudiantes—. Se negaba a aceptar las verdades que se enseñaban de forma automática, y quería examinarlo todo por sí mismo». Dudman permitió que Jobs asistiera como oyente a algunas clases y que se quedara con sus amigos en los colegios mayores incluso después de haber dejado de pagar las tasas.

«En cuanto abandoné los estudios pude dejar de ir a las asignaturas obligatorias que no me gustaban y empezar a pasarme por aquellas que parecían interesantes», comentó. Entre ellas se encontraba una clase de caligrafía que le atraía porque había advertido que la mayoría de los carteles del campus tenían unos diseños muy atractivos. «Allí aprendí lo que eran los tipos de letra con y sin serifa, cómo variar el espacio que queda entre diferentes combinaciones de letras y qué es lo que distingue una buena tipografía. Era un estudio hermoso, histórico y de una sutileza artística que la ciencia no puede aprehender, y me pareció fascinante».

Ese era otro ejemplo más de cómo Jobs se situaba conscientemente en la intersección entre el arte y la tecnología. En todos sus productos, la tecnología iba unida a un gran diseño, una imagen, unas sensaciones, una elegancia, unos toques humanos e incluso algo de poesía. Fue uno de los primeros en promover interfaces gráficas de usuario sencillas de utilizar. En ese sentido, el curso de caligrafía resultó ser icónico. «De no haber asistido a esa clase de la universidad, el sistema operativo Mac nunca habría tenido múltiples tipos de letra o fuentes con espaciado proporcional. Y como Windows se limitó a copiar el Mac, es probable que ningún ordenador personal los tuviera».

Mientras tanto, Jobs llevaba una mísera vida bohemia al margen de las actividades oficiales de Reed. Iba descalzo casi todo el rato y llevaba sandalias cuando nevaba. Elizabeth Holmes le preparaba comidas y trataba de adaptarse a sus dietas obsesivas. Él recogía botellas de refrescos vacías a cambio de unas monedas, seguía con sus caminatas a las cenas gratuitas de los domingos en el templo de los Hare Krishna y vestía una chaqueta polar en el apartamento sin calefacción situado sobre un garaje que alquilaba por veinte dólares al mes. Cuando necesitaba dinero, trabajaba en el laboratorio del departamento de psicología, ocupándose del mantenimiento de los equipos electrónicos que se utilizaban en los experimentos sobre comportamiento animal. Algunas veces, Chrisann Brennan iba a visitarlo. Su relación avanzaba a trompicones y de forma errática. En cualquier caso, su principal ocupación era la de atender las inquietudes de su espíritu y seguir con su búsqueda personal de la iluminación.

«Llegué a la mayoría de edad en un momento mágico —reflexionó después—. Nuestra conciencia se elevó con el pensamiento zen, y también con el LSD». Incluso en etapas posteriores de su vida, atribuía a las drogas psicodélicas el haberle aportado una mayor iluminación. «Consumir LSD fue una experiencia muy profunda, una de la cosas más importantes de mi vida. El LSD te muestra que existe otra cara de la moneda, y aunque no puedes recordarlo cuando se pasan los efectos, sigues sabiéndolo. Aquello reforzó mi convicción de lo que era realmente importante: grandes creaciones en lugar de ganar dinero, devolver tantas cosas al curso de la historia y de la conciencia humana como me fuera posible».

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