Steve Jobs
11. El campo de distorsión de la realidad
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Capítulo 11
El campo de distorsión de la realidad Jugando con sus propias reglas
Cuando Andy Hertzfeld se unió al equipo del Mac, recibió una charla informativa de Bud Tribble, el otro diseñador de software, acerca de la ingente cantidad de trabajo que quedaba por hacer. Jobs quería que todo estuviera listo en enero de 1982, y para eso faltaba menos de un año. «Es una locura —aseguró Hertzfeld—. Es imposible». Tribble señaló que Jobs no estaba dispuesto a aceptar ningún contratiempo. «La mejor forma de describir aquella situación es con un término de Star Trek —explicó Tribble—. Steve crea un campo de distorsión de la realidad». Cuando Hertzfeld mostró su desconcierto, Tribble profundizó un poco más. «En su presencia, la realidad es algo maleable. Puede convencer a cualquiera de prácticamente cualquier cosa. El efecto se desvanece cuando él ya no está, pero hace que sea difícil plantear plazos realistas».
Tribble recuerda que adoptó aquel término a partir de los célebres episodios de Star Trek titulados «La colección de fieras». «En ellos los alienígenas crean su propio mundo usando solo la fuerza de sus mentes». Afirmó haber pretendido que aquella expresión fuera un cumplido, además de una advertencia. «Era peligroso quedar atrapado en el campo de distorsión de Steve, pero era aquello lo que le permitía ser realmente capaz de alterar la realidad».
Al principio, Hertzfeld pensó que Tribble estaba exagerando. Sin embargo, tras dos semanas de ver a Jobs en acción, se convirtió en un observador atento de aquel fenómeno. «El campo de distorsión de la realidad era una confusa mezcla de estilo retórico y carismático, una voluntad indomable y una disposición a adaptar cualquier dato para que se adecuase al propósito perseguido —aseguró—. Si una de sus argumentaciones no lograba convencerte, pasaba con gran destreza a la siguiente. En ocasiones era capaz de dejarte sin argumentos al adoptar de pronto tu misma postura como si fuera la suya, sin reconocer en ningún momento que antes él había pensado de forma diferente».
Hertzfeld descubrió que no había gran cosa que se pudiera hacer para defenderse de aquella fuerza. «Lo más sorprendente es que el campo de distorsión de la realidad parecía dar resultado incluso si tú eras perfectamente consciente de su existencia —afirmó—. A menudo discutíamos técnicas para poder contrarrestarlo, pero tras un tiempo la mayoría nos rendíamos y pasábamos a aceptarlo como una fuerza más de la naturaleza». Después de que Jobs decidiera en una ocasión sustituir todos los refrescos de la oficina por zumos orgánicos de naranja y zanahoria de la marca Odwalla, alguien del equipo preparó unas camisetas. La parte frontal rezaba: «Campo de distorsión de la realidad», y la trasera añadía: «¡El secreto está en el zumo!».
Hasta cierto punto, denominarlo «campo de distorsión de la realidad» era solo una forma rebuscada de decir que Jobs tenía una cierta tendencia a mentir. Sin embargo, el hecho es que aquella era una ocultación de la verdad más compleja que un simple embuste. Jobs realizaba algunas afirmaciones —ya fueran un dato sobre historia del mundo o el relato de quién había sugerido una u otra idea en una reunión— sin tener en cuenta la verdad. Aquello representaba un deseo voluntario de desafiar a la realidad, no solo de cara a los demás, sino a sí mismo. «Es capaz de engañarse él solo —afirmó Bill Atkinson—. Eso le permite lograr que los demás se crean su visión del mundo, porque él mismo la ha asumido y hecho suya».
Obviamente, existen muchas personas que distorsionan la realidad. Cuando Jobs lo hacía, a menudo era una táctica para lograr algo. Wozniak, que resultaba ser tan radicalmente sincero como Jobs estratega, se maravillaba ante la eficacia de aquella maniobra. «Su distorsión de la realidad se pone en funcionamiento cuando él tiene una visión ilógica del futuro, como la de decirme que podía diseñar el juego de los ladrillos en tan solo unos días. Te das cuenta de que no puede ser cierto, pero de alguna forma él consigue que lo sea».
Cuando los miembros del equipo del Mac se veían atrapados por su campo de distorsión de la realidad, quedaban casi hipnotizados. «Me recordaba a Rasputín —afirmó Debi Coleman—. Era como si te lanzara un rayo láser y no pudieras ni pestañear. Daba igual que te estuviera sirviendo un vaso de cicuta. Te lo bebías». Sin embargo, al igual que Wozniak, cree que el campo de distorsión de la realidad le daba poderes: permitía a Jobs inspirar a su equipo para que alterase el curso de la historia de la informática con solo una porción de los recursos de Xerox o de IBM. «Era una distorsión autorrecurrente —precisó—. Hacías lo imposible porque no sabías que era imposible».
En la base misma de la distorsión de la realidad se encontraba la profunda e inalterable creencia de Jobs de que las normas no iban con él. Disponía de algunas pruebas que lo respaldaban: ya en su infancia, a menudo había sido capaz de modificar la realidad para que se adaptara a sus deseos. Sin embargo, la razón más profunda para justificar esa idea de que podía hacer caso omiso de las reglas era la rebeldía y la testarudez que tenía grabadas a fuego en su personalidad. Creía ser especial, alguien elegido e iluminado. «Cree que hay pocas personas especiales (Einstein, Gandhi y los gurús a los que conoció en la India), y que él es uno de ellos —afirmó Hertzfeld—. Así se lo dijo a Chrisann. En una ocasión llegó a sugerirme que era un iluminado. Como Nietzsche». Jobs nunca había estudiado la obra de Nietzsche, pero el concepto del filósofo de la voluntad de poder y de la naturaleza especial del superhombre parecía encajar en él de forma natural. Así habló Zaratustra: «El espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo». Si la realidad no se amoldaba a su voluntad, se limitaba a ignorarla, igual que había hecho con el nacimiento de su hija Lisa e igual que hizo años más tarde cuando le diagnosticaron cáncer por primera vez. Incluso en sus pequeñas rebeliones diarias, tales como no ponerle matrícula a su coche o aparcarlo en las plazas para discapacitados, actuaba como si las normas y realidades que lo rodeaban no fueran con él.
Otro aspecto fundamental de la cosmovisión de Jobs era su forma binaria de categorizar las cosas. La gente se dividía ene «iluminados» y «gilipollas». Su trabajo era «lo mejor» o «una mierda absoluta». Bill Atkinson, el diseñador de Mac que había caído en el lado bueno de estas dicotomías, describe cómo funcionaba aquel sistema:
Trabajar con Steve era difícil porque había una gran polaridad entre los dioses y los capullos. Si eras un dios, estabas subido a un pedestal y nada de lo que hicieras podía estar mal. Los que estábamos en la categoría de los dioses, como era mi caso, sabíamos que en realidad éramos mortales, que tomábamos decisiones de ingeniería equivocadas y que nos tirábamos pedos como cualquier otra persona, así que vivíamos con el miedo constante de ser apartados de nuestro pedestal. Los que estaban en la lista de los capullos, ingenieros brillantes que trabajaban muy duro, sentían que no había ninguna manera de conseguir que se valorase su trabajo y de poder elevarse por encima de aquella posición.
Sin embargo, estas categorías no eran inmutables. Especialmente cuando sus opiniones eran sobre ideas y no sobre personas, Jobs podía cambiar de parecer rápidamente. Cuando informó a Hertzfeld acerca del campo de distorsión de la realidad, Tribble le advirtió específicamente acerca de la tendencia de Jobs a parecerse a una corriente alterna de alto voltaje. «Si te dice que algo es horrible o fantástico, eso no implica necesariamente que al día siguiente vaya a tener la misma opinión —le explicó Tribble—. Si le presentas una idea nueva, normalmente te dirá que le parece estúpida. Pero después, si de verdad le gusta, exactamente una semana después, vendrá a verte y te propondrá la misma idea como si la hubiera tenido él».
La audacia de esta última pirueta dialéctica habría dejado anonadado al mismísimo Diaghilev, pero aquello ocurrió en repetidas ocasiones, por ejemplo con Bruce Horn, el programador al que había atraído junto con Tesler desde el Xerox PARC. «Una semana le presentaba una idea que había tenido, y él decía que era una locura —comentó Horn—. A la semana siguiente aparecía y decía: “Oye, tengo una idea genial”. ¡Y era la mía! Si se lo hacías notar y le decías: “Steve, yo te dije eso mismo hace una semana”, él contestaba: “Sí, sí, claro…”, y pasaba a otra cosa».
Era como si a los circuitos del cerebro de Jobs les faltara un aparato que modulara las erupciones repentinas de opiniones que le venían a la mente, así que, para tratar con él, el equipo del Mac recurrió a un concepto electrónico llamado «filtro de paso bajo». A la hora de procesar la información que él emitía, aprendieron a reducir la amplitud de sus señales de alta frecuencia. Aquello servía para suavizar el conjunto de datos y ofrecer una media móvil menos agitada de su cambiante actitud. «Tras unos cuantos ciclos en los que adoptaba posiciones extremas de forma alterna —señaló Hertzfeld—, aprendimos a hacer pasar sus señales por un filtro de paso bajo y de esta manera no reaccionar ante las más radicales».
¿Acaso el comportamiento sin restricciones de Jobs estaba causado por una falta de sensibilidad emocional? No. Era casi justo lo contrario. Tenía una personalidad muy sensible. Contaba con una habilidad asombrosa para interpretar a la gente y averiguar dónde estaban los puntos fuertes de su psicología, sus zonas vulnerables y sus inseguridades. Podía sorprender a una víctima desprevenida con un golpe seco emocional perfectamente dirigido. Sabía de forma intuitiva cuándo alguien estaba fingiendo o cuándo sabía de verdad cómo hacer algo. Aquello lo convertía en un maestro a la hora de embaucar, presionar, persuadir, halagar e intimidar a los demás. «Tenía una inquietante capacidad para saber cuál era exactamente tu punto débil, cómo hacerte sentir insignificante, cómo hacerte sentir vergüenza —afirmó Hoffman—. Es un rasgo común en las personas carismáticas que saben cómo manipular a los demás. Saber que él puede aplastarte te hace sentir más débil y desear recibir su aprobación, de forma que puede elevarte, ponerte en un pedestal y hacer contigo lo que quiera».
Había algunas ventajas en todo aquello. La gente que no sucumbía aplastada se volvía más fuerte. Su trabajo era mejor, tanto por el miedo como por el deseo de agradar y de averiguar qué se esperaba exactamente de ellos. «Su comportamiento puede resultar emocionalmente agotador, pero si sobrevives a él da resultados», comentó Hoffman. También cabía la posibilidad de rebelarse —en ocasiones— y no solo sobrevivir, sino florecer. Aquello no funcionaba siempre. Raskin lo intentó y le salió bien durante un tiempo, aunque después quedó destruido, pero si mostrabas una confianza tranquila y correcta, si Jobs te evaluaba y se convencía de que sabías lo que estabas haciendo, entonces te respetaba. A lo largo de los años, tanto en su vida profesional como personal, su círculo más cercano tendió a incluir a muchas más personas fuertes que serviles.
El equipo del Mac sabía todo aquello. Todos los años, desde 1981, repartían un premio para la persona a la que mejor se le hubiera dado resistir a Jobs. El premio era en parte una broma, pero también tenía algo de real, y Jobs lo sabía y le gustaba. Joanna Hoffman lo ganó el primer año. Esta mujer, criada en el seno de una familia de refugiados del este de Europa, tenía un temperamento y una voluntad de hierro. Un día, por ejemplo, descubrió que Jobs había alterado sus proyecciones de marketing de una forma que, según ella, distorsionaba completamente la realidad. Furiosa, irrumpió en su despacho. «Mientras subía las escaleras, le dije a su asistente que iba a agarrar un cuchillo y clavárselo en el corazón —narró. Al Eisenstat, el abogado de la empresa, llegó corriendo para detenerla—. Pero Steve escuchó lo que tenía que decir y se echó atrás en su empeño».
Hoffman volvió a ganar el premio en 1982. «Recuerdo que estaba celosa de Joanna porque ella le plantaba cara a Steve y yo todavía no tenía el valor suficiente —comentó Debi Coleman, que entró en el equipo del Mac ese mismo año—. Pero, en 1983, lo gané yo. Había aprendido que tenía que defender aquello en lo que creía, y eso es algo que Steve respetaba. Comenzó a ascenderme en la empresa a partir de entonces». De hecho, al final llegó a ser la directora del departamento de producción.
Un día, Jobs entró de pronto en el cubículo de uno de los ingenieros de Atkinson y soltó su habitual «esto es una mierda». Según Atkinson, «el chico dijo: “No, no lo es. De hecho, es la mejor forma de hacerlo”, y le explicó a Steve las modificaciones técnicas que había aplicado». Jobs se retractó. Atkinson le enseñó a su equipo a pasar las palabras de Jobs a través de un traductor. «Aprendimos a interpretar el “esto es una mierda” como una pregunta que significaba: “Dime por qué es esta la mejor forma de hacerlo”». Pero la historia tiene un epílogo que a Atkinson también le pareció instructivo. Al final, el ingeniero encontró una forma todavía mejor de implementar la función que Jobs había criticado. «Lo hizo mejor aún porque Steve lo había desafiado —comentó Atkinson—, y ello te demuestra que puedes defender tu postura pero que también debes prestarle atención, porque suele tener razón».
El comportamiento irritable de Jobs se debía en parte a su perfeccionismo y a su impaciencia para con aquellos que llegaban a soluciones prácticas, de compromiso —incluso si eran sensatas—, con el fin de que el producto estuviera listo a tiempo y dentro del presupuesto establecido. «No se le daba bien realizar concesiones —afirmó Atkinson—. Era un perfeccionista y un controlador. Si alguien no se preocupaba por que el producto estuviera perfecto, entonces él los clasificaba como gentuza». En la Feria de Informática de la Costa Oeste organizada en abril de 1981, por ejemplo, Adam Osborne presentó el primer ordenador personal realmente portátil. No era un producto genial —tenía una pantalla de cinco pulgadas y no demasiada memoria—, pero funcionaba suficientemente bien. Como él mismo afirmó en una célebre cita, «lo aceptable es suficiente. Todo lo demás es superfluo». A Jobs le pareció que aquella premisa era moralmente vergonzosa, y pasó días enteros burlándose de Osborne. «Ese tío no se entera —repetía Jobs una y otra vez mientras iba por los pasillos de Apple—. No está creando arte, está creando mierda».
Un día, Jobs entró en el cubículo de Larry Kenyon, el ingeniero que trabajaba en el sistema operativo del Macintosh, y se quejó de que aquello tardaba demasiado en arrancar. Kenyon comenzó a explicarle la situación, pero Jobs lo cortó en seco. «Si con ello pudieras salvarle la vida a una persona, ¿encontrarías la forma de acortar en diez segundos el tiempo de arranque?», le preguntó. Kenyon concedió que posiblemente podría. Jobs se dirigió a una pizarra y le mostró que si había cinco millones de personas utilizando el Mac y tardaban diez segundos de más en arrancar el ordenador todos los días, aquello sumaba unos 300 millones de horas anuales que la gente podía ahorrarse, lo que equivalía a salvar cien vidas cada año. «Larry quedó impresionado, como era de esperar, y unas semanas más tarde se presentó con un sistema operativo que arrancaba veintiocho segundos más rápido —recordaba Atkinson—. Steve tenía una forma de motivar a la gente haciéndoles ver una perspectiva más amplia».
El resultado fue que el equipo del Macintosh llegó a compartir la pasión de Jobs por crear un gran producto, y no solo uno que resultara rentable. «Jobs se veía a sí mismo como un artista, y nos animaba a los del equipo de diseño a que también pensáramos en nosotros mismos como artistas —comentó Hertzfeld—. El objetivo nunca fue el de superar a la competencia o ganar mucho dinero, sino el de fabricar el mejor producto posible, o incluso uno todavía mejor». Hasta el punto de que llevó a su equipo a ver una exposición de cristales de Tiffany en el Museo Metropolitano de Nueva York, porque creía que podrían aprender del ejemplo de Louis Tiffany, que había creado un tipo de arte susceptible de ser reproducido en serie. «Hablamos acerca de cómo Louis Tiffany no había producido todo aquello con sus propias manos, sino que había sido capaz de transmitir sus diseños a otras personas —recordaba Bud Tribble—. Entonces nosotros nos dijimos: “Oye, ya que vamos a dedicar nuestra vida a construir estos aparatos, más vale que los hagamos bonitos”».
¿Era necesario todo este comportamiento temperamental e insultante? Probablemente no, y tampoco estaba justificado. Había otras formas de motivar a su equipo. Aunque el Macintosh resultó ser un gran producto, se retrasó mucho en los plazos y superó ampliamente el presupuesto planeado debido a las impetuosas intervenciones de Jobs. También se cobró un precio en sensibilidades heridas, lo que causó que gran parte del equipo acabara quemado. «Las contribuciones de Steve podrían haberse llevado a cabo sin tantas escenas de terror entre sus colaboradores —opinó Wozniak—. A mí me gusta ser más paciente y no generar tantos conflictos. Creo que una compañía puede ser como una buena familia. Si yo hubiera dirigido el proyecto del Macintosh, probablemente todo se hubiera embrollado demasiado. Sin embargo, creo que si hubiésemos combinado nuestros estilos, el resultado habría sido mejor que el que logró Steve».
Pero el estilo de Jobs tenía su lado positivo. Los empleados de Apple sentían una irrefrenable pasión por crear productos de vanguardia y un sentimiento de que podían lograr lo que parecía imposible. Encargaron camisetas en las que podía leerse: «¡Noventa horas a la semana, y encantados!». La mezcla entre el miedo hacia Jobs y una necesidad increíblemente fuerte de impresionarlo los llevó a superar sus propias expectativas. Aunque él había impedido que su equipo llegara a compromisos que habrían abaratado los costes del Mac y habrían permitido terminarlo antes, también había evitado que se contentaran con los arreglos chapuceros camuflados en forma de soluciones sensatas.
«Aprendí con los años que, cuando cuentas con gente muy buena, no necesitas estar siempre encima de ellos —explicó Jobs posteriormente—. Si esperas que hagan grandes cosas, puedes conseguir que hagan grandes cosas. El equipo original del Mac me enseñó que a los jugadores de primera división les gusta trabajar juntos, y que no les gusta que toleres un trabajo de segunda. Pregúntaselo a cualquiera de los miembros de aquel equipo. Todos te dirán que el sufrimiento mereció la pena».
La mayoría de ellos así lo hacen. «En medio de una reunión podía gritar: “Pedazo de imbécil, nunca haces nada a derechas” —recordaba Debi Coleman—. Aquello ocurría aproximadamente cada hora. Aun así, me considero la persona más afortunada del universo por haber trabajado con él».