Steve Jobs

Steve Jobs


17. Ícaro

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A finales de ese mes, Sculley reunió por fin el valor suficiente para decirle a Jobs que debía dejar de dirigir la división del Macintosh. Llegó una tarde al despacho de este y llevó consigo al director de recursos humanos, Jay Elliot, para que la confrontación resultase más formal. «No hay nadie que admire tu brillantez y tu visión más que yo —comenzó Sculley. Ya había pronunciado aquellos halagos antes, pero en esa ocasión estaba claro que iba a llegar un “pero” brutal para matizar la idea, y así fue—. Sin embargo, esta situación no va a funcionar», afirmó. Los halagos salpicados de «peros» siguieron su curso. «Hemos entablado una gran amistad entre tú y yo —continuó, engañándose hasta cierto punto a sí mismo—, pero he perdido la confianza en tu capacidad para dirigir al equipo del Macintosh». También le reprochó a Jobs que lo fuera poniendo verde llamándolo «capullo» a sus espaldas.

Jobs, que pareció asombrado, contestó con la extraña petición de que Sculley debía ayudarlo más y ofrecerle más consejos.

«Tienes que pasar más tiempo conmigo», aseguró, y entonces contraatacó. Le reprochó que no sabía nada sobre ordenadores, que estaba haciendo un trabajo terrible dirigiendo la compañía y que había estado defraudándolo desde que puso el pie en Apple. A lo cual siguió la tercera reacción de Jobs: se puso a llorar. Sculley se quedó allí sentado, mordiéndose las uñas.

«Voy a llevar este asunto ante el consejo —dijo Sculley—. Voy a recomendar que te aparten de tu puesto como director del equipo del Macintosh. Quiero que lo sepas». Le pidió a Jobs que no se resistiera y que accediera a trabajar en el desarrollo de nuevas tecnologías y productos.

Jobs se levantó de un salto de su asiento y clavó su intensa mirada en Sculley. «No creo que vayas a hacerlo —lo desafió—. Si lo haces, destruirás la compañía».

A lo largo de las siguientes semanas, el comportamiento de Jobs resultó muy errático. En cierto momento hablaba de irse a dirigir AppleLabs y al siguiente estaba recabando apoyos para conseguir deponer a Sculley. Trataba de acercarse a él para después criticarlo a sus espaldas, en ocasiones a lo largo de una misma jornada. Una noche, a las nueve, llamó al consejero general de Apple, Al Eisenstat, para decirle que estaba perdiendo su confianza en Sculley y que necesitaba su ayuda para convencer al consejo. A las once de esa misma noche, despertó por teléfono a Sculley para decirle: «Eres fantástico y solo quiero que sepas que me encanta trabajar contigo».

En la reunión del consejo celebrada el 11 de abril, Sculley hizo pública oficialmente su intención de pedirle a Jobs que se retirase como director del grupo del Macintosh y se centrara en el desarrollo de nuevos productos. Arthur Rock, el miembro más irascible e independiente del consejo, tomó la palabra a continuación. Estaba harto de ellos dos; de Sculley por no tener las agallas necesarias para hacerse con el control de la situación durante el último año, y de Jobs por «comportarse como un malcriado caprichoso». El consejo necesitaba zanjar aquella disputa, y para ello iba a reunirse en privado con cada uno de ellos.

Sculley salió de la sala para que Jobs pudiera presentarse el primero. Este insistió en que Sculley era el problema. No comprendía los ordenadores. La respuesta de Rock fue reprender a Jobs. Con su atronadora voz, aseguró que Jobs había estado comportándose como un idiota durante un año y que no tenía ningún derecho a estar dirigiendo a todo un grupo. Incluso el mayor apoyo de Jobs en el consejo, Phil Schlein, de la cadena de supermercados Macy’s, trató de convencerlo para que se retirase con elegancia a dirigir un laboratorio de investigación para la compañía.

Cuando llegó el turno de Sculley para reunirse en privado con los miembros del consejo, les presentó un ultimátum. «Podéis respaldarme, y entonces aceptaré toda la responsabilidad de la dirección de esta empresa, o podemos no hacer nada, y entonces vais a tener que buscar un nuevo consejero delegado», afirmó. Añadió que si le otorgaban la autoridad necesaria no realizaría cambios bruscos, sino que iría acostumbrando a Jobs a su nueva función a lo largo de los siguientes meses. El consejo decidió de forma unánime respaldar a Sculley. Recibió la autorización para apartar a Jobs de su cargo cuando decidiera que había llegado el momento adecuado. Mientras Jobs esperaba junto a la puerta de la sala de juntas, plenamente consciente de que iba a perder en aquel enfrentamiento, vio a Del Yocam, un viejo compañero suyo, y se puso a llorar.

Después de que el consejo tomara su decisión, Sculley trató de mostrarse conciliador. Jobs le pidió que la transición fuera lenta, a lo largo de los siguientes meses, y Sculley accedió. Más tarde, esa misma noche, la secretaria de Sculley, Nanette Buckhout, llamó a Jobs para comprobar qué tal estaba. Permanecía en su despacho en estado de shock. Sculley ya se había marchado y Jobs fue a hablar con Buckhout. Una vez más, mostró una actitud cambiante respecto a Sculley. «¿Por qué me ha hecho John algo así? —preguntó—. Me ha traicionado». Y luego cambió de postura. Comentó que quizá debería tomarse un tiempo de descanso para tratar de reparar su relación con Sculley. «La amistad de John es más importante que cualquier otra cosa, y creo que a lo mejor eso es lo que debería hacer, concentrarme en nuestra amistad».

TRAMANDO UN GOLPE

A Jobs no se le daba bien aceptar un «no» por respuesta. Acudió al despacho de Sculley a principios de mayo de 1985 y le pidió que le diera algo más de tiempo para probar que era capaz de dirigir al grupo del Macintosh. Prometió demostrar que podía controlar las actividades del equipo. Sculley no se echó atrás. A continuación, Jobs lo intentó con un desafío directo: le pidió a Sculley que dimitiera. «Creo que has perdido completamente el norte —le dijo Jobs—. Estuviste fantástico el primer año, y todo iba de maravilla, pero algo te ocurrió». Sculley, normalmente un hombre tranquilo, se defendió con brío, y señaló que Jobs había sido incapaz de conseguir que se terminara el software para el Macintosh, de proponer nuevos modelos o de lograr nuevos clientes. La reunión degeneró en una pelea a gritos sobre quién de los dos era el peor directivo. Después de que Jobs saliera de allí hecho una furia, Sculley se apartó de la pared de cristal de su despacho, donde los demás habían estado contemplando la reunión, y se echó a llorar.

La situación llegó a un punto crítico el martes, 14 de mayo, cuando el equipo del Macintosh realizó su presentación con los datos del último trimestre ante Sculley y otros responsables de Apple. Jobs, que todavía no había cedido el control del grupo, se mostró desafiante cuando llegó a la sala de juntas junto con sus hombres. Sculley y él comenzaron a discutir sobre cuál era la misión del equipo del Macintosh. Jobs dijo que era la de vender más ordenadores Macintosh, y Sculley afirmó que era servir a los intereses de la compañía Apple en su conjunto. Como de costumbre, había poca cooperación entre los diferentes equipos, y los hombres del Macintosh estaban planeando utilizar nuevas unidades de disco diferentes de las que estaba desarrollando el equipo del Apple II. El debate, según las actas, se prolongó durante toda una hora.

A continuación, Jobs describió los proyectos que estaban en marcha: un Mac más potente, que iba a ocupar el puesto del Lisa, ya cancelado, y un software llamado FileServer, que les permitiría a los usuarios del Macintosh compartir sus archivos en red. Sin embargo, Sculley oyó por primera vez en ese momento que los proyectos iban a retrasarse, y a continuación ofreció una fría crítica de las maniobras de marketing de Murray, de las fechas límite de producción que Bob Belleville no había cumplido y de la gestión general de Jobs. A pesar de todo ello, Jobs acabó la reunión con una súplica dirigida a Sculley, frente a todos los allí presentes, para que le diera una oportunidad más de demostrar que podía dirigir un equipo. Sculley se negó.

Esa noche, Jobs se llevó al equipo del Macintosh a cenar al restaurante Nina’s Café, en Woodside. Jean-Louis Gassée se encontraba en la ciudad, porque Sculley quería que se preparase para hacerse cargo del equipo del Macintosh, y Jobs lo invitó a que se uniera a ellos. Bob Belleville propuso un brindis «por todos los que de verdad comprendemos cómo funciona el mundo según Steve Jobs». Esa frase —«el mundo según Steve»— ya había sido utilizada con tono displicente por otros miembros de Apple que menospreciaban la alteración de la realidad que él creaba. Cuando todos los demás se habían marchado, Belleville se sentó junto a Jobs en su Mercedes y le suplicó que organizara una batalla a muerte contra Sculley.

Jobs tenía una bien ganada reputación de manipulador, y de hecho podía embelesar y engatusar a los demás con todo descaro si se lo proponía. Sin embargo, no se le daba demasiado bien ser calculador o intrigante, a pesar de lo que algunos pensaban, y tampoco tenía la paciencia o la disposición necesarias para congraciarse con los demás. «Steve nunca se embarcó en maniobras políticas de empresa. Aquello no estaba ni en sus genes ni en su actitud», señaló Jay Elliot. Además, tenía demasiada arrogancia innata como para hacerles la pelota a los demás. Por ejemplo, cuando trató de recabar el apoyo de Del Yocam no pudo contenerse, asegurando que sabía más sobre cómo ser director de operaciones que el propio Yocam.

Meses antes, Apple había conseguido los derechos para exportar ordenadores a China, así que Jobs había sido invitado para que firmara un acuerdo en el Gran Salón del Pueblo durante el puente del Día de los Caídos. Él se lo había comunicado a Sculley, que decidió que quería ser él quien fuera, y aquello le pareció bien a Jobs. Jobs planeaba aprovechar la ausencia de Sculley para llevar a cabo su golpe. A lo largo de la semana anterior al Día de los Caídos, celebrado el último lunes de mayo, se fue a pasear con mucha gente para compartir sus planes. «Voy a organizar un golpe mientras John está en China», le confió a Mike Murray.

1985: SIETE DÍAS DE MAYO

Jueves, 23 de mayo: en su reunión habitual de los jueves con los principales responsables del equipo del Macintosh, Jobs le habló a su círculo más íntimo acerca de su plan para derrocar a Sculley, y dibujó un gráfico sobre cómo iba a reorganizar la empresa. También le confió sus intenciones al director de recursos humanos, Jay Elliot, que le dijo sin rodeos que el plan no iba a funcionar. Elliot había estado hablando con algunos miembros del consejo para pedirles que se pusieran de parte de Jobs, pero había descubierto que la mayor parte de ellos apoyaban a Sculley, así como la mayoría de los miembros de mayor rango de Apple. Aun así, Jobs siguió adelante. Incluso le reveló sus planes a Gassée durante un paseo por el aparcamiento, a pesar del hecho de que aquel hombre había venido desde París para ocupar su puesto. «Cometí el error de contárselo a Gassée», reconoció Jobs años más tarde con el gesto torcido.

Esa tarde, el consejero general de Apple, Al Eisenstat, celebró una pequeña barbacoa en su casa para Sculley, Gassée y sus esposas. Cuando Gassée le contó a Eisenstat lo que Jobs tramaba, este le recomendó que informara a Sculley. «Steve estaba tratando de organizar una conspiración y dar un golpe para deshacerse de John —recordaba Gassée—. En el estudio de la casa de Al Eisenstat, coloqué el dedo índice suavemente sobre el esternón de John y le dije: “Si te vas mañana a China, podrían destituirte. Steve está planeando deshacerse de ti”».

Viernes, 24 de mayo: Sculley canceló el viaje y decidió enfrentarse con Jobs en la reunión de directivos de Apple del viernes por la mañana. Jobs llegó tarde y vio que su asiento habitual, junto a Sculley, que presidía la mesa, estaba ocupado. Optó por sentarse en el extremo opuesto. Iba vestido con un traje a medida de WilkesBashford y tenía un aspecto saludable. Sculley estaba pálido. Anunció que iba a prescindir del orden del día para tratar del asunto que ocupaba la mente de todos. «Se me ha hecho saber que te gustaría expulsarme de la compañía —afirmó, mirando directamente a Jobs—. Me gustaría preguntarte si es eso cierto».

Jobs no esperaba aquello, pero nunca le dio vergüenza hacer uso de una brutal honestidad. Los ojos se le entrecerraron y, sin pestañear, fijó su mirada en Sculley. «Creo que eres malo para Apple, y creo que eres la persona equivocada para dirigir la compañía —replicó calmado y con un tono cortante—. Creo que deberías abandonar esta empresa. No sabes cómo manejarla y nunca lo has sabido». Acusó a Sculley de no comprender el proceso de desarrollo de los productos, y a continuación añadió un ataque centrado en sí mismo. «Te quería aquí para que me ayudaras a crecer y has resultado inútil a la hora de ayudarme».

Mientras el resto de la sala aguardaba inmóvil, Sculley acabó por perder los estribos. Un tartamudeo de infancia que no había sufrido durante veinte años comenzó a reaparecer. «No confío en ti, y no toleraré la falta de confianza», balbuceó. Cuando Jobs aseguró que él sería un mejor consejero delegado de Apple que Sculley, este optó por jugarse el todo por el todo. Decidió realizar una encuesta al respecto entre los allí presentes. «Recurrió a una maniobra muy inteligente —recordaría Jobs, aún resentido por aquello, treinta y cinco años más tarde—. Estábamos en la reunión de ejecutivos y él preguntó: “Steve o yo, ¿por quién votáis?”. Lo planteó de tal forma que solo un idiota hubiera votado por mí».

Entonces, los inmóviles espectadores comenzaron a revolverse. El primero en intervenir fue Del Yocam. Aseguró que adoraba a Jobs, que quería que siguiera desempeñando alguna función en la empresa, pero reunió el valor para concluir, ante la mirada impasible de Jobs, que «respetaba» a Sculley y que lo apoyaba como director de la compañía. Eisenstat se encaró directamente con Jobs y dijo algo muy parecido: le gustaba Jobs pero su apoyo era para Sculley. Regis McKenna, que se sentaba junto a los directivos en calidad de consultor externo, fue más directo. Miró a Jobs y le espetó que todavía no estaba listo para dirigir la empresa, algo que ya le había comentado en otras ocasiones. Otros miembros del consejo también se pusieron de parte de Sculley. Para Bill Campbell aquello resultó especialmente duro. Le había cogido cariño a Jobs, y Sculley no le caía especialmente bien. La voz le tembló un poco mientras le aseguraba a Jobs lo mucho que lo apreciaba. A pesar de que había decidido respaldar a Sculley, les rogó a ambos que buscaran una solución y encontraran un puesto que Jobs pudiera desempeñar en la compañía. «No puedes dejar que Steve se marche de esta empresa», le dijo a Sculley.

Jobs parecía destrozado. «Supongo que ahora ya sé cuál es la situación», dijo, y entonces salió corriendo de la sala. Nadie lo siguió.

Regresó a su despacho, reunió a sus antiguos partidarios del equipo del Macintosh y se echó a llorar. Les comunicó que iba a tener que irse de Apple. Cuando se marchaba de la habitación, Debi Coleman lo retuvo. Ella y los otros allí presentes le suplicaron que se calmara y no actuara con precipitación. Le pidieron que se tomara el fin de semana para reflexionar. Tal vez hubiera una forma de evitar que la empresa se desintegrase.

Por su parte, Sculley quedó destrozado por su propia victoria. Como un guerrero herido, se retiró al despacho de Al Eisenstat y le pidió al consejero de la compañía que fueran a dar una vuelta. Cuando entraron en el Porsche de Eisenstat, Sculley se lamentó: «No sé si puedo seguir adelante con todo esto». Cuando Eisenstat le preguntó a qué se refería, respondió: «Creo que voy a dimitir».

«No puedes —repuso Eisenstat—. Apple se vendrá abajo».

«Voy a dimitir —repitió Sculley—. No creo que sea la persona adecuada para la compañía. ¿Puedes llamar al consejo para avisarlos?». «De acuerdo —replicó Eisenstat—, pero creo que haces esto para evadirte. Tienes que enfrentarte a él».

A continuación, llevó a Sculley a su casa.

Leezy, la esposa de Sculley, se sorprendió al verlo regresar en mitad de la mañana. «He fracasado», dijo con tristeza. Ella era una mujer psicológicamente voluble a la que nunca le había caído bien Jobs ni valoraba el embelesamiento que su esposo sentía hacia él, así que, cuando se enteró de lo que había ocurrido, subió corriendo al coche y condujo a toda velocidad hasta el despacho de Jobs. Cuando le informaron de que se había ido al restaurante Good Earth, se fue a buscarlo y se encaró con él mientras salía de allí con Debi Coleman y otros partidarios del equipo del Macintosh.

«Steve, ¿puedo hablar contigo? —quiso saber. Él se quedó boquiabierto—. ¿Tienes idea del privilegio que supone llegar siquiera a conocer a alguien tan bueno como John Sculley? —prosiguió. Él evitó su mirada—. ¿No vas ni a mirarme a los ojos cuando te hablo? —preguntó. Sin embargo, cuando Jobs lo hizo, con su mirada impasible y ensayada, ella dio un paso atrás—. No importa, no hace falta que me mires —afirmó—. Cuando miro a los ojos de la mayoría de la gente, veo un alma. Cuando miro a los tuyos veo un pozo sin fondo, un hueco vacío, una zona muerta». Tras esto, se marchó.

Sábado, 25 de mayo: Mike Murray acudió a la casa de Jobs en Woodside para ofrecerle algunos consejos. Le pidió que considerase la posibilidad de aceptar su función como un visionario de los nuevos productos, que fundara AppleLabs y se apartara de la sede central de la empresa. Jobs parecía dispuesto a reflexionar sobre aquello, pero primero tenía que arreglar su relación con Sculley, así que cogió el teléfono y sorprendió a su rival con una oferta de paz. Jobs le preguntó si podían reunirse la tarde siguiente y dar un paseo por las colinas que rodean la Universidad de Stanford. Ya habían caminado por allí en el pasado, en épocas más felices, y quizá con un paseo por la zona podrían arreglar las cosas.

Jobs no sabía que Sculley le había contado a Eisenstat que quería dimitir, pero para entonces ya no tenía importancia. Sculley lo había consultado con la almohada y había cambiado de opinión. Había decidido quedarse, y a pesar del encontronazo del día anterior, todavía deseaba caerle bien a Jobs, así que accedió a encontrarse con él la tarde siguiente.

Si Jobs estaba preparándose para una reconciliación, desde luego no lo demostró con la elección de la película que quería ver con Murray aquella noche. Eligió Patton, la historia épica de un general nunca dispuesto a rendirse. Sin embargo, le había prestado su copia del vídeo a su padre, que en una ocasión había trasladado tropas para ese mismo general, así que condujo a la casa de su infancia junto con Murray para recuperarla. Sus padres no estaban allí y él no tenía llave. Rodearon la vivienda hasta la parte trasera, buscaron puertas o ventanas abiertas y al final se dieron por vencidos. En el videoclub no tenían ninguna copia de Patton disponible, así que al final tuvo que contentarse con la película El riesgo de la traición.

Domingo, 26 de mayo: tal y como habían planeado, Jobs y Sculley se reunieron en la parte trasera del campus de Stanford el domingo por la tarde y estuvieron caminando durante varias horas entre las onduladas colinas y los pastos para caballos. Jobs reiteró su ruego de conservar un puesto desde el que tuviera poder de decisión operativo en Apple. En esta ocasión, Sculley se mantuvo firme y le repitió una y otra vez que no era posible. Le rogó que aceptara la función de ser un visionario de nuevos productos con un laboratorio independiente para él solo, pero Jobs rechazó la propuesta porque, según él, aquello lo relegaría al papel de una mera figura decorativa. En un gesto que desafiaba cualquier conexión con la realidad y que habría resultado sorprendente en cualquiera que no fuera Jobs, este contraatacó con la propuesta de que Sculley le cediera a él todo el control de la compañía. «¿Por qué no te conviertes en el presidente del consejo y yo paso a ser presidente de la empresa y consejero delegado?», preguntó. A Sculley le sorprendió que planteara aquello con toda seriedad.

«Steve, eso no tiene ningún sentido», repuso Sculley. Entonces Jobs propuso que dividieran los deberes de la dirección de la compañía, con él en el apartado de los productos y Sculley en las áreas de marketing y gestión. El consejo no solo le había dado ánimos a Sculley, le había ordenado que pusiera a Jobs en su sitio. «Solo una persona puede dirigir la compañía —contestó—. Yo cuento con el apoyo necesario y tú no». Al final, se estrecharon la mano y Jobs accedió de nuevo a pensar en aceptar su papel como desarrollador de nuevos productos.

En el camino de vuelta, Jobs hizo una parada en casa de Mike Markkula. No estaba allí, así que le dejó un mensaje en el que lo invitaba a cenar al día siguiente. También iba a invitar al núcleo duro de sus partidarios del equipo del Macintosh. Esperaba que juntos pudieran persuadir a Markkula de lo absurdo de apoyar a Sculley.

Lunes, 27 de mayo: el Día de los Caídos resultó cálido y soleado. Los fieles del equipo del Macintosh —Debi Coleman, Mike Murray, Susan Barnes y Bob Belleville— llegaron a la casa de Jobs en Woodside una hora antes de la cena para preparar su estrategia. Reunidos en el patio mientras se ponía el sol, Coleman le dijo a Jobs, igual que había hecho Murray, que debía aceptar la oferta de Sculley de convertirse en un visionario y crear AppleLabs. De todos los miembros del círculo íntimo de Jobs, Coleman era la más dispuesta a mostrarse realista. En el nuevo plan organizativo, Sculley la había ascendido para que dirigiera el departamento de producción, porque sabía que su lealtad era para con Apple y no solamente hacia Jobs. Algunos de los otros se mostraban más duros. Querían pedirle a Markkula que apoyara un proyecto de reorganización según el cual Jobs quedaría al mando, o al menos tendría el control operativo del departamento de productos.

Cuando apareció Markkula, accedió a escuchar las propuestas con una condición: Jobs tenía que permanecer en silencio. «Lo cierto es que quise escuchar las ideas del equipo del Macintosh, no ver como Jobs los reclutaba para una rebelión», recordaba. Cuando comenzó a hacer frío, accedieron al interior de la mansión, apenas amueblada, y se sentaron en torno a la chimenea. El cocinero de Jobs preparó una pizza vegetariana con trigo integral, que se sirvió sobre una mesa de cartón. Markkula, por su parte, picoteó de una pequeña caja de madera llena de cerezas de la zona que Jobs tenía guardada. En lugar de dejar que aquello se convirtiera en una sesión de quejas, Markkula les hizo concentrarse en aspectos muy específicos de la gestión, como cuál había sido el problema a la hora de producir el programa FileServer y por qué el sistema de distribución del Macintosh no había respondido adecuadamente al cambio de la demanda. Cuando acabaron, Markkula aseguró sin rodeos que no iba a apoyar a Jobs. «Yo dije que no iba a respaldar su plan, y esa era mi última palabra —recordaba—. Sculley era el jefe. Ellos estaban enfadados y alterados y querían montar una revolución, pero no es así como se hacen las cosas».

Mientras tanto, Sculley también pasaba el día en busca de consejo. ¿Debía ceder a las peticiones de Jobs? Casi todas las personas a las que había consultado afirmaron que era una locura pensar siquiera en ello. Incluso el hecho de plantear esas preguntas ya lo hacía parecer vacilante y tristemente ansioso por recuperar el afecto de Jobs. «Tienes nuestro apoyo —le recordó uno de los directivos—, pero confiamos en que demuestres un liderazgo fuerte. No puedes dejar que Steve vuelva a un puesto con control operativo».

Martes, 28 de mayo: envalentonado por sus partidarios y con su ira reavivada tras enterarse por Markkula de que Steve había pasado la noche anterior tratando de derrocarlo, Sculley entró en el despacho de Jobs el martes por la mañana para enfrentarse a él. Dijo que ya había hablado con los miembros del consejo y que contaba con su apoyo. Quería que Jobs se fuera. Entonces condujo hasta la casa de Markkula, donde le mostró una presentación de sus planes de reorganización. Markkula planteó algunas preguntas muy concretas y al final le dio su bendición a Sculley. Cuando este regresó a su despacho, llamó a los demás miembros del consejo para comprobar que seguía contando con su apoyo. Así era.

En ese momento llamó a Jobs para asegurarse de que él lo había entendido. El consejo había dado su aprobación final a sus planes de reorganización, que iban a tener lugar esa semana. Gassée iba a hacerse con el control de su amado Macintosh y de otros productos, y no había ningún otro departamento para que Jobs lo dirigiera. Sculley todavía trataba de mostrarse algo conciliador. Le dijo a Jobs que podía quedarse con el título de presidente del consejo y pensar en nuevos productos, pero sin responsabilidades operativas. Sin embargo, a esas alturas ya ni siquiera se consideraba la posibilidad de comenzar un proyecto como AppleLabs.

Al final, Jobs acabó por aceptarlo. Se dio cuenta de que no había forma de recurrir la decisión, no había manera de distorsionar la realidad. Rompió a llorar y comenzó a realizar llamadas de teléfono: a Bill Campbell, a Jay Elliot, a Mike Murray y otros.

Joyce, la esposa de Murray, estaba manteniendo una conversación telefónica con el extranjero cuando llamó Jobs; la operadora la interrumpió y dijo que era una emergencia. Joyce respondió a la operadora que más valía que fuera importante. «Lo es», oyó decirle a Jobs. Cuando Murray se puso al aparato, Jobs estaba llorando. «Todo se ha acabado», dijo, y entonces colgó.

A Murray le preocupaba que el abatimiento llevara a Jobs a cometer alguna locura, así que lo llamó por teléfono. Al no obtener respuesta, condujo hasta Woodside. Cuando llamó a la puerta nadie contestó, así que se dirigió a la parte trasera, subió algunos escalones exteriores y echó un vistazo a su habitación. Allí estaba Jobs, tumbado en un colchón de su cuarto sin amueblar. Jobs dejó pasar a Murray y estuvieron hablando casi hasta el amanecer.

Miércoles, 29 de mayo: Jobs consiguió por fin la cinta de Patton y la vio el miércoles por la noche, pero Murray le previno para que no preparase otra batalla. En vez de eso, le pidió que fuera el viernes a escuchar el anuncio de Sculley sobre el nuevo plan de reorganización. No le quedaba más remedio que actuar como un buen soldado en lugar de como un comandante rebelde.

DEAMBULANDO POR EL MUNDO

Jobs se sentó en silencio en la última fila del auditorio para ver cómo Sculley les explicaba a las tropas el nuevo plan de batalla. Hubo muchas miradas de reojo, pero pocos lo saludaron y nadie se acercó para ofrecer una muestra pública de afecto. Se quedó mirando fijamente y sin pestañear a Sculley, quien años después todavía recordaba «la mirada de desprecio de Steve». «Es implacable —comentó—, como unos rayos X que te penetran hasta los huesos, hasta el punto en el que te sientes desvalido, frágil y mortal». Durante un instante, mientras se encontraba en el escenario y fingía no darse cuenta de la presencia de Jobs, Sculley recordó un agradable viaje que habían realizado un año antes a Cambridge, en Massachusetts, para visitar al héroe de Jobs, Edwin Land. Aquel hombre había sido destronado de Polaroid, la empresa que creara años antes, y Jobs le había comentado a Sculley con disgusto: «Todo lo que hizo fue perder unos cuantos cochinos millones y le arrebataron su propia compañía». Ahora, Sculley pensó que era él quien le estaba arrebatando a Jobs su empresa.

Sin embargo, prosiguió con su presentación y siguió haciendo caso omiso de Jobs. Cuando pasó al esquema organizativo, presentó a Gassée como el nuevo director del grupo combinado del Macintosh y el Apple II. En el esquema había un pequeño recuadro con el título «presidente» del que no salía ninguna línea a otros puestos, ni a Sculley ni a nadie más. Sculley señaló brevemente que en aquel puesto Jobs desempeñaría la función de «visionario global». Sin embargo, siguió sin hacer referencia a la presencia de Jobs en la sala. Se oyeron algunos aplausos forzados.

Hertzfeld se enteró de las noticias a través de un amigo y, en una de sus pocas visitas desde su dimisión, regresó a la sede central de Apple. Quería lamentarse junto con los miembros de su viejo grupo que todavía quedaban por allí. «Para mí todavía resultaba inconcebible que el consejo pudiera echar a Steve, claramente el alma de la compañía, por difícil que pudiera llegar a resultar tratar con él —recordaría—. Unos cuantos miembros del grupo del Apple II a quienes les molestaba la actitud de superioridad de Steve parecían eufóricos, y algunos otros veían aquella reorganización como una oportunidad para progresar en sus carreras, pero la mayoría de los empleados de Apple se mostraban sombríos, deprimidos e inseguros acerca de lo que les deparaba el futuro». Por un instante, Hertzfeld pensó que Jobs podría haber accedido a crear AppleLabs. Fantaseó con que entonces él volvería para trabajar bajo sus órdenes. Sin embargo, aquello nunca sucedió.

Jobs se quedó en casa durante los días siguientes, con las persianas bajadas, el contestador automático encendido y las únicas visitas de su novia, Tina Redse. Durante horas y horas, se quedó allí escuchando sus cintas de Bob Dylan, especialmente «The Times They Are A-Changin’». Había recitado la segunda estrofa el día en que presentó el Macintosh ante los accionistas de Apple, dieciséis meses antes. Aquella cita tenía un buen final: «Porque el que ahora pierde / ganará después…».

Un escuadrón de rescate de su antigua banda del Macintosh llegó para disipar aquel ambiente sombrío el domingo por la noche, encabezado por Andy Hertzfeld y Bill Atkinson. Jobs tardó un rato en abrirles la puerta, y a continuación los llevó a un cuarto junto a la cocina que era una de las pocas estancias amuebladas de la casa. Con la ayuda de Redse, les sirvió un poco de comida vegetariana que había pedido por teléfono. «Bueno, ¿entonces qué ha pasado? —preguntó Hertzfeld—. ¿Es tan malo como parece?».

«No, es peor. —Jobs hizo una mueca—. Es mucho peor de lo que puedas imaginarte». Culpó a Sculley por haberlo traicionado y afirmó que Apple no iba a ser capaz de funcionar sin él. Se quejó de que sus atributos como presidente eran completamente ceremoniales. Lo habían expulsado de su despacho en el Bandley 3 para trasladarlo a un edificio pequeño y casi vacío al que él llamaba «Siberia». Hertzfeld cambió de tema para centrarse en tiempos más felices, y todos comenzaron a recordar con nostalgia el pasado.

Dylan había publicado a principios de aquella semana un nuevo álbum, Empire Burlesque, y Hertzfeld llevó una copia que escucharon en el tocadiscos de alta tecnología de Jobs. La canción más destacada, «When the Night Comes Falling from the Sky», con su mensaje apocalíptico, parecía apropiada para la velada, pero a Jobs no le gustó. Le parecía que sonaba casi como a música de discoteca, y aseguró con tono sombrío que Dylan había ido decayendo desde Blood on the Tracks, así que Hertzfeld movió la aguja hasta la última canción del disco, «Dark Eyes», que era un tema acústico sencillo en el que Dylan cantaba únicamente con una guitarra y una armónica. Era una canción triste y lenta, y Hertzfeld esperaba que le recordara a Jobs los primeros temas del cantante que tanto adoraba. Sin embargo, a Jobs tampoco le gustó, y ya no tenía ganas de escuchar el resto del álbum.

La exagerada reacción de Jobs resultaba comprensible. Sculley había sido en una ocasión como un padre para él, igual que Mike Markkula y Arthur Rock. En el transcurso de la semana, los tres lo habían abandonado. «Aquello trajo de vuelta ese sentimiento tan enraizado de que lo abandonaron cuando era pequeño —comentó su amigo y abogado George Riley—. Forma parte intrínseca de su propia mitología, y define quién es ante sí mismo». Cuando se vio rechazado por aquellas figuras paternas, tales como Markkula y Rock, volvió a sentirse abandonado. «Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo, como si me hubiera quedado sin aliento y no pudiera respirar», recordaba Jobs años después.

Perder el apoyo de Arthur Rock resultó especialmente doloroso. «Arthur había sido como un padre para mí —comentaría Jobs más tarde—. Me tomó bajo su ala». Rock le había enseñado el mundo de la ópera, y su esposa y él lo habían acogido en San Francisco y en Aspen. Jobs, que nunca fue muy dado a hacer regalos, le llevaba algún detalle a Rock de vez en cuando, como por ejemplo un walkman de Sony al volver de Japón. «Recuerdo que un día iba por San Francisco y le dije: “Dios mío, qué feo es ese edificio del Bank of America”, y Rock me contestó: “No, es uno de los mejores edificios que hay”, y a continuación me enseñó por qué; él tenía razón, por supuesto». Incluso pasados varios años, los ojos de Jobs se llenaban de lágrimas al recordar la historia. «Prefirió a Sculley antes que a mí. Aquello me dejó completamente helado. Nunca pensé que fuera a abandonarme».

Lo peor de todo era que ahora su adorada compañía se encontraba en manos de un hombre al que consideraba un capullo. «El consejo pensaba que yo no podía dirigir una empresa, y estaban en su derecho de tomar aquella decisión —afirmó—. Pero cometieron un error. Deberían haber separado la elección de qué hacer conmigo y qué hacer con Sculley. Deberían haber despedido a Sculley, incluso si no creían que yo estuviera preparado para dirigir Apple». E incluso cuando su melancolía se fue atenuando lentamente, su enfado con Sculley —su sensación de haber sido traicionado— se acrecentó, algo que sus amigos mutuos trataron de suavizar. Una tarde del verano de 1985, Bob Metcalfe, que había coinventado la Ethernet mientras se encontraba en el Xerox PARC, los invitó a los dos a su nueva casa en Woodside. «Fue un terrible error —recordaba—. John y Steve se quedaron en extremos opuestos de la casa, no se dirigieron la palabra y yo me di cuenta de que no podía hacer nada para arreglarlo. Steve, que puede ser un gran pensador, también es capaz de comportarse como un auténtico cretino con los demás».

La situación empeoró cuando Sculley le comentó a un grupo de analistas que consideraba a Jobs irrelevante para la compañía, a pesar de su cargo de presidente. «Desde el punto de vista del control operacional, no hay sitio ni ahora ni en el futuro para Steve Jobs —aseguró—. No sé qué piensa hacer». Aquella rotunda afirmación conmocionó al grupo, y un grito ahogado de asombro recorrió la sala.

Jobs pensó que marcharse a Europa podría ser de ayuda, así que en junio se dirigió a París, donde habló en un acto organizado por Apple y acudió a una cena en honor del vicepresidente estadounidense, George H. W. Bush. Desde allí se fue a Italia, donde su novia de aquel momento y él atravesaron las colinas de la Toscana y Jobs compró una bicicleta para poder pasar algo de tiempo montando a solas. En Florencia, Jobs se empapó de la arquitectura de la ciudad y la textura de los materiales de construcción. Quedó particularmente impresionado por las losas del suelo, que provenían de la cantera Il Casone, situada junto a la localidad toscana de Firenzuola. Eran de un gris azulado muy relajante, intenso pero agradable. Veinte años después, decidiría que el suelo de la mayoría de las principales tiendas de Apple usara aquella arenisca de la cantera Il Casone.

El Apple II estaba a punto de salir al mercado en Rusia, así que Jobs se dirigió a Moscú, donde se encontró con Al Eisenstat. Allí se enfrentaron con algunos problemas para obtener la aprobación de Washington sobre ciertas licencias de exportación que necesitaban, así que visitaron al agregado comercial de la embajada estadounidense en Moscú, Mike Merwin. Este les advirtió de que existían leyes estrictas que prohibían compartir tecnología con los soviéticos. Jobs estaba molesto. En la reunión de París, el vicepresidente Bush lo había animado a introducir ordenadores en Rusia para «fomentar una revolución desde abajo». Mientras cenaban en un restaurante georgiano especializado en shish kebabs, Jobs prosiguió con su perorata. «¿Cómo puede sugerir que esto viola las leyes estadounidenses cuando es algo que favorece tan claramente nuestros intereses?», le preguntó a Merwin. «Si ponemos los Mac en manos de los rusos, podrían imprimir todos sus periódicos», contestó este.

Jobs también mostró su lado más batallador en Moscú cuando insistió en hablar de Trotsky, el carismático revolucionario que había perdido el favor de Stalin y a quien este había mandado asesinar. En un momento dado, un agente de la KGB que le había sido asignado le sugirió moderar su fervor. «No debe hablar de Trotsky —le indicó—. Nuestros historiadores han estudiado la situación y ya no creemos que sea un gran hombre». Aquello empeoró las cosas. Cuando llegaron a la Universidad Estatal de Moscú para dirigirse a los estudiantes de informática, Jobs comenzó su discurso con una alabanza a Trotsky. Era un revolucionario con el que Jobs podía identificarse.

Jobs y Eisenstat asistieron a la fiesta de celebración del 4 de Julio en la embajada estadounidense, y en su carta de agradecimiento al embajador, Arthur Hartman, Eisenstat advirtió de que Jobs planeaba proseguir las operaciones de Apple en Rusia con mayor vigor al año siguiente. «Estamos planeando la posibilidad de regresar a Moscú en septiembre». Por un instante, pareció que las esperanzas de Sculley de que Jobs se convirtiera en un «visionario global» para la compañía fueran a hacerse realidad. Sin embargo, aquello no fue posible. Septiembre lo aguardaba con acontecimientos muy diferentes.

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