Stalin

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I. El revolucionario » 5. Militante marxista

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Grigol Uratadze, compañero de prisión en Kutaísi, dejó un valioso testimonio acerca de Dzhughashvili en esos años. Escribió mucho después de que Dzhughashvili se hubiera convertido en Stalin y en dictador de la URSS, y los dos hombres fueron oponentes políticos durante largos años. Sin embargo, las memorias tienen cierta credibilidad, ya que Uratadze no pretende que Dzhughashvili ya pareciera un dictador en potencia. Comenzaba diciendo: «Como individuo Stalin no tenía rasgos particularmente distintivos». Pero luego se contradecía[36]:

Era un persona muy seca; incluso podría decirse que estaba reseco. Por ejemplo, cuando nos dejaban salir para hacer ejercicio y todos nosotros, cada uno con su propio grupo, íbamos a uno u otro rincón del patio de la prisión, Stalin se quedaba solo y caminaba de un lado a otro con sus cortos pasos y si alguien trataba de hablarle, abría la boca y mostraba esa fría sonrisa suya y tal vez decía unas pocas palabras. Y este carácter insociable llamaba la atención de todos.

Era una conducta extraordinaria en un prisionero que tenía contadas ocasiones de hablar con otros. Había llegado a la prisión de Kutaísi como el único «intelectual» del grupo de prisioneros trasladados desde Batumi[37]. Y aun así ni ayudó a levantarles la moral ni buscó contacto con intelectuales de su propio partido[38].

Los internos recordaban con nostalgia la prisión de Kutaísi como una «universidad»[39]. Los presos marxistas leían libros y discutían sus ideas. Dzhughashvili, sin embargo, se mantenía aparte. Su desapego impresionó a Uratadze[40]:

Iba desaliñado y su cara picada de viruela no contribuía a que tuviera buen aspecto (…) En la prisión se dejaba barba y tenía el cabello largo cepillado hacia atrás. Caminaba como si se arrastrara, con pasos cortos. Nunca abría la boca para reírse, a lo sumo para sonreír. Y el tamaño de la sonrisa dependía del volumen de emoción que le suscitara un hecho en particular, pero su sonrisa nunca se convertía en una risa franca. Era absolutamente imperturbable. Vivimos juntos en la prisión de Kutaísi durante más de medio año y ni una sola vez vi que se agitara, que perdiera el control, se enojara, maldijera o —en resumen— se revelara de otro modo que completamente calmado. Y su voz se correspondía exactamente con el «carácter glacial» que le atribuían los que lo conocían bien.

Si este fuera el único testimonio de esta clase acerca de él, podría ser fácilmente desestimado. Pero coincide con todo lo que se ha dicho acerca de su personalidad antes y después de su período de confinamiento.

Tras

escapar por fin de Nóvaia Udá, volvió con sus camaradas bolcheviques con el ánimo de imponer su visión[41]. En su ausencia se habían producido cambios fundamentales en el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y Lenin, durante un tiempo, salió victorioso. En el II Congreso del Partido, que se celebró en Bruselas y Londres entre julio y agosto de 1903, el grupo de Lenin de Iskra se había impuesto a otras tendencias. Pero en el momento de su triunfo los iskraístas se dividieron. Los partidarios de Lenin abogaron por una serie de condiciones particularmente exigentes para ser admitido como miembro del partido. Yuli Mártov, que anteriormente había sido aliado de Lenin y que le había ayudado a rechazar al Bund, se encontró en minoría. Mártov estaba de acuerdo en la necesidad de la clandestinidad, el centralismo, la disciplina y la unidad ideológica. Pero, al igual que a Zhordaniia en Georgia, le disgustaban las políticas concebidas para restringir el número de miembros del partido. Mártov pensaba que Lenin había emprendido una campaña organizativa autoritaria y contraproducente. Ambos, con sus respectivos partidarios, votaron uno contra otro. Lenin ganó y llamó a sus seguidores «mayoritarios» (

bolsheviki o bolcheviques) y Mártov, en un gesto de renuncia, dejó que sus hombres y mujeres fueran conocidos como «minoritarios» (

mensheviki o mencheviques).

Los pormenores del desenlace del II Congreso del Partido no llegaron a Georgia hasta pasado un tiempo. La escisión de los exiliados en bolcheviques y mencheviques no se reprodujo en Tbilisi. Lo mismo ocurrió en la mayoría de las ciudades rusas. Pero, de cualquier modo, surgieron dos tendencias principales a lo largo del Imperio ruso, y Georgia no fue una excepción. Mija Tsjakaia fue uno de los primeros en declararse bolchevique. Dzhughashvili también se puso de parte de Lenin. Pero después de huir de Nóvaia Udá, en Tbilisi no le recibieron con entusiasmo. La razón era su recurrente llamamiento a la creación de un partido georgiano autónomo. Le tenían preparada una fuerte reprimenda y se enfrentaba a la amenaza de ser expulsado de la facción bolchevique antes de que llegara a formarse propiamente. Le dieron a elegir: si quería quedarse con los bolcheviques, tenía que escribir una declaración de sus convicciones que sería examinada a la luz de la ortodoxia por los camaradas dirigentes[42]. Fue una experiencia humillante para un hombre tan orgulloso como Dzhughashvili. Pero era realista. Tenía que demostrar que era un bolchevique disciplinado y ortodoxo. Si deseaba recuperar la aceptación, tenía que retractarse, que comprometerse con lo que más tarde, cuando gobernaba la URSS, llegó a conocerse como «autocrítica». Se hicieron setenta copias de su «Credo» que se enviaron a otros tantos marxistas radicales de Georgia. El «Credo» abjuraba definitivamente de la campaña para que los marxistas georgianos tuvieran su propio partido autónomo —y esta retractación fue un éxito—: Stalin logró pasar la previsible censura.

En la década de 1920 enviaría emisarios al Cáucaso para seguir la pista de las copias del «Credo» que había escrito en 1904[43]. Casi con seguridad las destruyó todas (en el prefacio al primer volumen de sus obras completas, escrito en 1946, los editores señalaron que todas las copias se habían perdido)[44]. Pero las memorias inéditas de Serguéi Kavtaradze, un bolchevique de Tbilisi que fue aliado de Stalin después de la Revolución de octubre, nos dan amplia cuenta de lo que había sido el «Credo» de Dzhughashvili[45]. Después de que se retractase aún se cernía sobre su cabeza una nube de sospecha. Ni siquiera la promesa de no repetir sus errores logró acallar las críticas. Lo llamaban el «bundista georgiano»[46] (un curioso apelativo para una persona que posteriormente sería tachada por muchos de antisemita). Tsjakaia fue a las reuniones de los marxistas radicales y habló a favor de Dzhughashvili[47], que sobrevivió y siguió prosperando en la facción bolchevique. Era enérgico, decidido y ambicioso. Era obstinado: no aceptaba ideas sólo por la autoridad de otros; cambiaba sus políticas únicamente bajo una extrema presión. Era quisquilloso y conspirativo. Seguía firmemente convencido de que había que respetar las sensibilidades nacionales de los georgianos y de otros pueblos. Empezó a la sombra de Lado Ketsjoveli, pero había comenzado a distinguirse por sus propias opiniones y actividades. Entre los marxistas georgianos nadie dudaba de su talento.

Los acontecimientos en el Imperio ruso estaban a punto de poner a prueba su espíritu revolucionario. Desde el cambio de siglo, los campesinos habían sido golpeados por condiciones comerciales adversas; tampoco olvidaban la gran cantidad de tierras que poseía la pequeña nobleza. Los obreros exigían salarios más altos. Entre la

intelliguentsia cundía el descontento por el rechazo del emperador y su gobierno a cualquier reforma del sistema político. Varias nacionalidades no rusas —especialmente los polacos, los finlandeses y los georgianos— protestaban por el tratamiento que se les daba en San Petersburgo. La agitación en el campo iba en aumento. Las huelgas en la industria se incrementaban en frecuencia e intensidad. Se estaban formando partidos políticos y sindicatos clandestinos. En medio de esta situación, en 1904, Nicolás II decidió ir a la guerra contra Japón. Uno de sus cálculos era que una guerra corta y victoriosa lograría reavivar el prestigio de la monarquía de los Románov. Fue un error estúpido. Enseguida las fuerzas armadas rusas se dieron cuenta de que los japoneses, que habían consolidado su capacidad militar e industrial en los años anteriores, eran más que un desafío para ellos.

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