Solo
Solo » Primera parte - Sueños » 6
Página 10 de 61
6
Había pasado apenas una semana desde mi última conversación con Mateo. Cuando de nuevo me llamó por Skype desde Cuba.
—Álvaro, soy Mateo, chamo, necesito tu ayuda, tenés que traerme dinero a La Habana. Ya sabés que acá no se pueden hacer transferencias y tengo que dejar pagos hechos para los próximos meses. ¡Camarada, la revolución tiene gastos! —Gracias a su personalidad camaleónica ya se había adaptado al ecosistema y las expresiones de allá.
—Pero ¿cuándo?
—Esta semana, te venís con cinco mil euros, ya te lo devolveré, incluido el billete de avión. Andate, es importante. Además, tenés que conocer al equipo, son seis programadores informáticos de lo mejorcito. Podríamos pasar de los argentinos para seguir con la agencia. Aquí un sueldo medio está entre los cincuenta y los noventa dólares, yo les pago doscientos para sacarlos de su trabajo actual, imagínate si están contentos. En Argentina ya salen tan caros como en España.
Tenía razón. La agencia era muy rentable y necesitábamos desarrollar nuestro software para actualizarlo o quedaríamos fuera de mercado, pero ¿en Cuba? Lo cierto era que mi socio necesitaba ayuda y que siempre nos habíamos apoyado, aunque una vez más el asunto parecía una intriga de telenovela.
Tres días más tarde hacía escala en Madrid con dirección a La Habana. Al llegar, me recibió un conductor simpático con órdenes de llevarme al hotel donde me esperaba Mateo. Me había contado que su nueva novia, Almudena, una madrileña hija del arquitecto que construyó el hotel de Fuerte ventura, estaba también de camino.
El conductor de la camisa guayabera blanca se llamaba Lucas.
—¿Primera vez en Cuba, amigo?
—Sí.
—Lo van a disfrutar. ¿Ustedes son de una empresa?
—No, hacemos la revolución por nuestra cuenta…
—Bueno, allá lo pueden hacer, las cosas van bien.
—Sí… estamos convencidísimos, pero sin entender nada creo yo… alimentando a la máquina.
—¿Cómo dices?
—¿Tú tienes Facebook?
—¿Qué es eso?
—Un circo lleno de trampas, alegre y terrorífico a la vez, ¿comprendes?
—Mi hermano, aquí arroz con habichuelas, ¿me comprendes tú?
—Pues sí, que nos va de puta madre, como aquí, pero diferente…
—Ya lo dice Fidel, que aquí se está seguro…
Cuando llegamos a un hotel cerca de la ciudad aparcamos, entramos atravesando el lobby y fuimos directos a la piscina. Mateo surgió de debajo de una sombrilla de paja.
—Chamo, ¡qué bueno que viniste! —exclamó abrazándome—. Gracias por traerlo, Lucas, quédate a tomar unos mojitos con nosotros. Mirá, socio, esta es Almu —me dijo mientras me presentaba a la chica de la cara bonita contenida entre dos grandes perlas.
—Ah, tú debes de ser el surfero —me soltó con cierta indiferencia mientras me daba dos besos.
—Bueno, yo soy el que se mete a curarse en el agua en cuanto se mueve —respondí riéndome solo mientras me quitaba la camiseta.
—¿Qué te ha pasado ahí?, ¿te ha mordido un tiburón? —me preguntó señalando mi vientre.
—Esta cicatriz es de un accidente de montaña, me rompí el bazo y me operaron de urgencia.
—¡Vaya siete! ¿Y todavía tienes ganas de jugártela con las olas? —señaló condescendiente. Yo tenía ganas de decirle que hacerse llamar «Almu» y ser tan repija sí que era un deporte de riesgo, pero le contesté de forma impulsiva:
—¿Te crees que tengo tan poca personalidad como para dejar de hacer lo que más me gusta del mundo solo porque sea peligroso?
—En eso consiste ser adulto, en dejar de jugársela… —respondió haciendo un gesto de superioridad con la cabeza.
—Buscar seguridad en esta vida es la única garantía de morirse arrepentido —contesté sin mirar mientras dejaba mis cosas en una tumbona. Mateo, que notó que se mascaba la tensión en el ambiente, utilizó su infinita diplomacia para calmar las aguas.
—Almu, mirá lo felices que son acá. No tienen de nada y si protestan Fidel los tira al mar. Tú solo tenés que preocuparte de que te traigamos otro mojito más. Álvaro, acompáñame a pillar unas copas. —Y mientras caminábamos por la piscina dándome una palmada en la espalda me dijo—: Tú, tranquilo, es medio insegura la niña de papá, pero follamos como leones. ¿Trajiste el dinero?
—Sí, aquí lo tengo —dije señalando mi mochila, que aparte de la pasta guardaba unas camisetas, un bañador y un libro de Henry Miller.
—Vale, necesitamos pagar a los muchachos, mañana los conocerás. También a los policías del barrio donde trabajan, para que no molesten. Tranquilo, los tengo acojonados. El otro día llevaba la camisa abierta y cuando vieron la hoz y el martillo que llevo tatuado en el pecho me tomaron por un hombre del partido o un espía o algo así. Mi acento los descoloca. Mañana salimos de este hotel y nos metemos en el fregao de verdad, ¡a vivir como cubanos! —gritó, entusiasmado agarrándome del cuello.
Al día siguiente conocimos al equipo y nos fuimos de fiesta a Santa Clara con ellos. Gente tranquila, auténtica y llena de vida, sobre todo después de recibir varios meses de paga por adelantado. Lo pasábamos genial en la Casa de la Música, un edificio medio derruido lleno de patios sin techo y un ambiente bohemio salsero. Como éramos los «yumas», que era como llamaban a los forasteros, nos tenían fichados. Bebimos, bailamos y bebimos y bailamos. Me quedé prendado de una chica preciosa, menudita, blanca de piel con alegres mejillas, la única rubia, que me evitaba continuamente. No quería ni hablarme, ni bailar, y aquello me desconcertó porque ese era un lugar en el que ellas bailaban con todos. Cuando amaneció, todavía sin dormir y mientras tomaba la última en un parque con Carlos, el músico, y con José, el poeta manco, ella pasó con una amiga que conocía el primero. Esta vez, a pesar de mi estado, sí me miró. Olía mal y estábamos bastante borrachos. José, el improvisado poeta que ya solo podía ser zurdo, minutos antes había recitado emocionado lo siguiente:
A hurtadillas, así vivo
en esta tibia verdad
melosa de tanto callar
espíritu imparable cubano
camarada, por favor, toma mi mano
y bailemos, porque si no,
¡te voy a estrangular!
Surtió un efecto demoledor en mí, sobre todo después de oír el relato de cómo un camión arrolló a José cuando iba en moto con su mujer y su hija, dejándolo solo, deambulando de por vida. Compramos otra botella de ron. En Cuba siempre se consigue lo que sea en el lugar más inverosímil. Así nos encontró Claudia, que era como se llamaba la muchacha, entre abrazos y confesiones. Debió de notar cómo mi cara se iluminaba al volver a verla. Conseguí que más o menos quedásemos en la Casa de la Música esa misma noche. La amiga tenía pinta de ser veterana de mil guerras, descolocada de la vida o demasiado intensa para su edad, no sabría decir, se despidió por las dos: «Daos una ducha, luego nos vemos».
Aquella noche, Claudia y yo bailamos y charlamos y me pareció una diosa con su vestido color claro y desgastado. Parecía una muñeca. Calculé que sería unos diez años más joven que yo y eso me provocaba una mezcla de deseo, contención y ternura…
—Si quieres ir mañana al festival de Cien Fuegos ven a la estación de tren mañana a las cinco —me dijo al despedirse.
Después de tres días con Almu y Mateo, acabé tan harto de sus continuas discusiones que, una vez que los chicos de la nueva oficina se habían marchado, decidí seguir el resto de la semana por mi cuenta. Al llegar a la estación de tren a la hora convenida la encontré con el manco y con unas «amigas», que en realidad eran unos tíos vestidos con ropa de mujer. Nos subimos al vagón de pasajeros, que no era más que un contenedor de hierro con bancos también de metal, las ventanillas abiertas y una puerta que daba a un espacio donde al entrar solo encontrabas un agujero en el que mear directamente a la vía del tren, que hacía las veces de baño.
—Yuma, estos son los colegas —dijo riéndose el manco mientras me presentaba a un grupo de chicos evidentemente gais y travestís—. A ver, mariconas, este yuma es Álvaro, no le sobéis mucho, ¿eh?
Pensé, ingenuamente, que tardaríamos una o dos horas en recorrer los setenta kilómetros que nos separaban de nuestro destino. Así que cuando ya llevábamos seis horas hacía tiempo que había empezado a beber ron a morro de una botella que iba de mano en mano, aunque no menos que mis caderas, que tuvieron que salsear aprisionadas por todos los lados. Mi virilidad estaba a salvo solo a medias entre tanto descontrol, ojalá no hubiese hablado el idioma para poder hacerme el loco. Yo no soltaba la botella buscando anestesiar rápido mis escrúpulos. Con el único que no bailaba Claudia era conmigo, ni siquiera me defendió. Eso me perturbó aún más. Parecía más delicada en mitad de aquel mundo de impostura alegre que se entrevé en los entresijos de Cuba. A los «arrima-cebolleta» los iba esquivando haciendo contorsionismo entre los asientos y el pasillo. Ni siquiera después de asistir al famoso festival, que, por supuesto, era de drag queens en una antigua casa colonial frente al mar, ella quiso dormir conmigo. No fue hasta el día siguiente cuando se presentó en la casa de huéspedes donde amanecí enfermo y achicharrado a treinta y tantos hiperhúmedos grados sin aire acondicionado y delirando debido a la fiebre. Llevaba demasiados días de fiesta y empezaba a notar las consecuencias. Fue entonces cuando, en mi delirio, pude ver cómo se desnudaba ante mí. Una linda y etérea visión se coló en mi obnubilada mente. Con todo el cuidado la toqué como temiendo que se rompiera. Luego el deseo y la fiebre guiaron mis impulsos. Me deslicé por ella como en un tobogán sudoroso y probé su sexo, que se diluía entre mis blancos y febriles labios. Al instante noté un sabor amargo, que yo achaqué a la fiebre, pero que resultó ser su menstruación. O no lo había mencionado o, en mi estado, no lo capté. Fue como en una dulce tortura que tenía lugar en la sauna en la que se había convertido mi cuerpo. Al terminar nuestro sudoroso y extraño encuentro, cuando reposábamos uno junto al otro, en un ataque de moralidad le pregunté confuso:
—¿Por qué… te vas con un hombre… así?
—¿A qué te refieres? —respondió Claudia.
—No nos conocemos. Yo no soy de esos, quiero decir que yo no pagaría… Desde que te vi el otro día… ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—¿Cuántos? No puede ser, pero ¿seguro? Yo creí que eras mayor… pero tienes dieciocho, ¿seguro? Joder, ¿me puedes enseñar tu carné?
—Sí, tengo dieciocho, seguro, pero aparento más, ya me lo dicen.
—¿Y en qué estabas pensando? Soy mucho mayor que tú.
—A mí eso me da igual. En Cuba la edad no importa; me gustas, eres muy guapo y yo me voy de fiesta con quien quiero. ¿Tú en qué pensabas cuando tenías dieciocho? —Y así se zanjó el tema, mi respuesta era obvia.
Al día siguiente, aún entre delirios, me obsesioné con Claudia. Quería llevármela a España y meterla a estudiar y formar una… y… locuras varias. Me contó que a veces vivía en una casa abandonada con unos amigos un poco punkis porque la casa de sus padres quedaba a las afueras. Estuve en cama dos días más. No supe nada más de ella. Después de salir de Santa Clara viajé en coche compartido, en la caja de un camión, en un bus que se averió, en un motocarro y, por último, en el avión de vuelta a España. Unos días después de llegar recibía una llamada de mi socio.
—Chamo, ¿lo pasaste bien por acá?
—Sí, tío, bueno, ha sido raro todo. ¿Desde dónde me llamas?
—Sigo en Cuba. Entretené a Antonio hasta que vuelva, ¿vale?
—Mateo, se me ha ocurrido una idea para hacer viable esta explotación hotelera. Crear una cooperativa para captar fondos privados de gente que quiera invertir en una casa y que pueda disfrutarla de vacaciones un mes al año y que a la vez sea el propio hotel el que pague la hipoteca que ellos soliciten al banco. Nosotros conseguimos que el negocio sea viable y salvamos a Antonio.
—Salvar a Antonio no es tu misión, ¡tu misión es que ganemos plata!
—Bueno, lo importante es crear algo distinto aquí, crear una comunidad, pasar del golf y hacer huertos comunales, todo eco y con autosuficiencia energética, tío, autogestión total. Ya lo hablamos cuando vuelvas. ¿Sigues con la princesa?
—No, tío, ya se fue, pero tengo que cambiarla por otra. Ya sabes que hay detrás de un gran hombre…
—Un gran miedo que tapar.
—¿Ya estás con tus gilipolleces?
—Lo que tengo claro es qué hay detrás de una gran mujer, y no son solo unas perlas… generalmente es el doble de trabajo, su autoexigencia y nuestra indecisión.
—Sí, ya, que si el dominio egoísta del patriarcado es el problema y que una mujer más un hombre no son dos, son uno… ya me lo has contado mil veces, y que la Virgen María era una reina y bla, bla, bla…
—A ver, tío, que hemos hablado mil veces de esto y estamos de acuerdo, no van a dejarse cabos sueltos, la unión hace la fuerza. Nos quieren separar a hombres y mujeres y nosotros estamos entrando al trapo. Divide y vencerás.
—Pero es que no decidimos nada, es la máquina la que nos educa, nos entretiene, nos enfrenta, nos fiscaliza… todo. ¿Te acuerdas cuando pusieron a un actor de presidente de Estados Unidos?, pues eso es lo que piensan de la democracia.
—Por eso intentamos salir de todo ese circo para ir a nuestra bola, ¿no? Aquí tenemos la oportunidad de crear algo distinto, ¡Fuerteventura huele a libertad!
—Vale, papi, ya hablamos a la vuelta. ¡Cuídate, Karl Marx!