Solo

Solo


Capítulo 2

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Capítulo 2

II

La conozco desde que era una niña. La primera vez mis ojos tropiezan con ella cuando su hermano me lleva ante su familia y me presenta como su mejor amigo. La madre es reservada, una viuda agradable, una persona bondadosa y de aspecto amable, su cabello ya peina canas. Parece vivir sólo para sus hijos.

Sirven el café dentro y el cestillo de pan lo lleva una niña pequeña de ojos claros que mira valiente a la cara, que ríe y no se preocupa por disimular su risa. La reverencia es breve, un espasmo interrumpido, como ejecutado por obligación y entregado por compasión, pero que, al igual que las faldas cortas, no queda otra que padecerlo un tiempo. Dos trenzas negras le llegan por debajo de la cintura. Algún día serás un dolor de corazón para muchos, tan pronto como crezcas, pienso distraídamente.

Nos hacemos buenos amigos. Visito con frecuencia la casa, y su camino al colegio coincide con el mío a la universidad. La alcanzo o reduzco el paso cuando la veo doblar la esquina de la calle. Con frecuencia recibo, si no me percato de su presencia, una bola de nieve en la espalda. Y cuando me doy la vuelta para mirar, ya está formando, entre risas, otra pelota de nieve con sus manos amoratadas. Tiene la frescura de la mañana, el sombrero sobre una de las orejas y el manguito colgando de la cintura igual que la gorra de un cazador. A veces me la encuentro a las ocho, de regreso a casa tras una jarana que se ha prolongado toda la noche. No sospecha de dónde vengo, corre hasta mí y me empuja al pasar. Cuando al llegar a casa me desvisto, me lavo la suciedad nocturna y me recuesto en mi cama intacta, está por un instante delante de mí, igual que un pajarillo familiar, puro, que a veces se cruza volando en el camino.

Está visiblemente orgullosa de su caballero, un hombre adulto, que, con tanta frecuencia, la acompaña hasta la portilla de la escuela. Cuando nos encontramos de frente acostumbra a hacerme una reverencia, y yo me descubro la cabeza, como ante una jovencita mayor de edad. Y a veces viene hacia mí corriendo desde el enjambre de muchachas al otro lado de la calle y me lanza los libros para que se los lleve, para hacer alarde de nuestra amistad ante sus compañeras de clase. Cuando se le mete en la cabeza puede decir: «¡Venga a nuestra casa, por favor!». Mi nombre está, por supuesto, en su libreta y al lado un poema, y creo que en aquella época fui su «ideal».

Me comprometo, y cuando los visito para presentar a mi prometida, no logramos que acuda al salón. La madre va a instarla pero ella se limita a responder: «¡No voy!», y dibuja imágenes en el vaho de la ventana. Cuando su madre trata de persuadirla de nuevo, vuelve a responder: «¡Que no voy!», y, a base de frotar, deja limpio el vidrio de la ventana. Veo la escena por la puerta entreabierta y oigo a la madre reprenderla: «Anna, deja de emborronar la ventana».

Mi prometida está sentada a la mesa de la salita y examina algunas fotografías. Siento un momentáneo declive de mis sentimientos. Vistos de frente, sus rasgos parecen gruesos y ordinarios.

Al día siguiente, entre risas, el hermano me refiere que mi prometida, que es maestra en la escuela femenina, era según Anna «fea» y «pretenciosa», y que nadie de su clase puede soportarla. «¡Hay que tener mal gusto…!».

Ella desaparece de mi vista y de mi mente varios años. Apruebo el examen, me mudo al campo y rara vez voy a Helsinki. No guardo de ella otra imagen de aquella época que la de una colegiala escuálida, en edad de crecer, de los cursos superiores de la Escuela Femenina Finlandesa. Es más tímida que antes y una vez, cuando su hermano le gasta una broma sobre un «corazoncito», se retira ofendida y no regresa.

El año pasado reapareció ante mí en su forma actual. Estaba hastiado de mi existencia y de vivir en el campo, en esas pequeñas ciudades en las que a menudo he ejercido de maestro. Mi compromiso hacía tiempo que se había roto, otro más también se había disuelto. Se me presenta la oportunidad de viajar al extranjero, y en primavera voy a Helsinki a aprender francés. Llego con esa rabia interior que nace en la soledad de la provincia, en los confines lejanos de las ciudades pequeñas, donde la fuerza de la vida parece malograrse y el espíritu se contrae y por eso sufre. Todos mis vínculos se habían quebrado, mis padres habían muerto y no me quedaban familiares que significaran algo. No tenía obligaciones hacia nadie y albergaba la intención de vivir plenamente, de disfrutar otra vez de la vida en el gran mundo tras varios años, antes de entregarme por completo a envejecer. Arribé a Helsinki con casi idénticos sentimientos que la primera vez, cuando era un joven bachiller.

Voy directamente a la vieja casa familiar y llamo. Una jovencita casi adulta acude a abrir la puerta. Aún tengo la sensación de que su rostro, sus ojos, su largo cabello, su pecho redondeado, su esbelta figura… que todo ello, en aquel abrir y cerrar de ojos, en aquella única apertura, se grabó en mi mente como en la placa de un fotógrafo.

—¡Oh, buenos días! —exclama y me tiende alegre su mano.

Estoy a punto de decir que ya es una joven hecha y derecha y que apenas la he reconocido. Pero algo, ¿qué?, me lo impide. Una vaga necesidad de convencerme a mí mismo de que la diferencia de edad no es, después de todo, tan grande. Como mucho quince años, calculo al instante mientras la sigo hasta el salón.

Corre a llamar a su madre, se gira en la puerta y me dirige una mirada. Es como si esos gestos y movimientos se produjeran en mí, y mi sangre sacuden.

Me enamoro de ella al instante. Con el sentimiento tenaz de un hombre maduro que lo ha experimentado todo, quedo prendado de ella. En ella parece existir todo lo que antes, en vano, he buscado. Ni el menor de los rasgos, ni un movimiento, ni un timbre de voz que me disturbara o molestara. Antes, cuando estaba enamorado, experimentaba momentáneas flaquezas en mis sentimientos, un algo podrido. Podía encontrar defectos en las otras, juzgarlas fríamente, y siempre tenía la intuición de que mi amor era volátil… y al final volaba. Y siempre tenía claros los motivos por los que las amaba. Ahora no puedo encontrarlos. No puedo definir mi afecto. Simplemente, es como es. Ha penetrado en mi sangre al primer trago, como un vino poderoso, en cada glóbulo y vena, rejuveneciendo y brindando fuerza.

Me imagino lo mismo que hace años, la primera vez que me enamoré. Mi amor es igual de sensible y mi comportamiento igual de infantil. Busco constantemente la ocasión de encontrármela donde sea, invento cualquier propósito para visitar a la familia y, por la noche, antes de acostarme, paseo con frecuencia bajo su ventana. Descuido mis ocupaciones, no me preocupo por prepararme para el viaje ni siento ganas de aprender el idioma para el cual he venido en realidad. Mis sentimientos hacia la joven maestra son casi idénticos a los que tenía antaño en la escuela. Trato de zafarme con el menor esfuerzo posible.

Llega la primavera, el mar se abre y yo tendría que partir en los próximos barcos. A Lübeck. Lo pospongo para más adelante. En el sur hace demasiado calor, al inicio de la Exposición Universal de París hay demasiada gente, etc.

Paseamos a solas de vez en cuando, contemplamos desde la colina del Observatorio Astronómico el mar, que se divisa difusamente y destella; y el puerto, donde se deslizan barcos y ondean navíos de vela, y que flanquean edificios de un blanco brillante alrededor del mercado. Nos sentamos antes del almuerzo frente a Kappeli, la gente hormiguea en torno a la fuente ataviada con sus nuevas y coloridas ropas estivales. Niñas pequeñas venden flores recién cortadas y cada vez que estamos allí ella me permite que le ofrezca un ramillete de anémonas azules. Se lo coloca en el pecho, tantea su olor y las olvida al instante. Pero yo soy feliz y no puedo apartar mis ojos de las florecillas en el ojal de su pecho.

¡Si supiera si me ama o ya tiene tal vez a otro! Y de súbito me invade el miedo a marcharme de allí durante largo tiempo, a un lugar allende el horizonte, más allá de mares lejanos.

—A veces no siento deseo alguno de abandonar Finlandia —le digo en una ocasión.

Mas ella no percibe nada en mi voz y no advierte nada en mis ojos. Saluda a un bachiller alto y hermoso que pasa junto a la fuente. Se humedece los labios con el vaso y dice muy despreocupada, siguiendo con los ojos al bachiller:

—¿Por qué no? ¿No sería divertido poder salir a ver el mundo…?

Sería una gran pretensión que ya hubiera alcanzado a enamorarse de mí, me consuelo. Pero la idea de que se quede aquí y de que tal vez esté prometida a mi regreso empieza a atormentarme cada vez más. Siento celos de todos, pues veo que ya empiezan a fijarse en ella. Con frecuencia, los transeúntes se giran para mirarla. Los caballeros de Helsinki han descubierto en ella a una nueva belleza en alza. Ella misma se ha percatado. A veces, la demasiado manifiesta admiración de un transeúnte sube un exquisito rubor a sus mejillas. Yo la examino de perfil, sigo cada movimiento y matiz en su rostro. Sin más motivo comienza de pronto a charlar alegre y animosa, lo que parece afectado y no me agrada. O se muestra distraída, me trata con altanería, como irritándome.

Camino una semana en el incesante propósito de confesar mis sentimientos. Pero lo aplazo de un día para otro y el primer domingo de junio ya se preparan para marchar al campo.

La estación de ferrocarril es un hervidero de colegiales, su hermano y ella avanzan presurosos. Más atrás, me abro paso con la madre a través de la muchedumbre, llevando al vagón su equipaje. Avisan por tercera vez y aún no he podido despedirme definitivamente, cuando espero poder con la mirada y el apretón de manos dar algún indicio de mis sentimientos. De la madre consigo despedirme entre prisas y ella me desea conmovida un buen viaje. Pero Anna ya está de pie en la ventana del vagón, a su alrededor un grupo de buenos amigos a los que no puedo apartar. Además, no parece que repare en mí. Ha olvidado que voy a emprender un viaje tan largo. Sólo cuando el tren se pone en movimiento y yo, desconsolado, sigo su marcha cada vez más acelerada, repara ella en mí, asiente con la cabeza alegre y satisfecha y se retira al vagón.

¡Qué domingo en la acalorada ciudad, ya casi vacía! Cómo aborrezco ahora Esplanadi, lleno de oficiales artesanos, guardias y sirvientas. Y cuánto me irrita el sempiterno resonar de cornetas frente a Kappeli, por donde resulta imposible pasar.

Vago por Eteläsatama, el puerto, y acabo en la punta de Katajanokka. Allí me siento largo rato a contemplar el mar, y los barcos de vela que dibujan en su superficie, por algún motivo, me entristecen aún más. Y cuando un vapor repleto de excursionistas de recreo se aleja hacia alta mar con sus banderas ondeando, ya no resisto estar allí por más tiempo y regreso a la ciudad.

Se me pasa por la cabeza la idea de ir a su casa. Simulo tener un asunto pendiente y con esa excusa consigo las llaves del propietario del edificio. Las ventanas de las habitaciones están enjalbegadas, los cuadros, los espejos y las arañas de cristal envueltos en velos blancos. Del gancho del vestíbulo cuelga un sombrero olvidado y en el alféizar de la ventana hay un viejo guante estropeado. El piano está cerrado. Lo rozo y gime como un durmiente a quien se perturba de su sueño. Me dirijo con el pecho tembloroso a su dormitorio. La cama está vacía, en la estufa hay papeles y una caja de cartón sin nada. Sobre el tocador hay un peine y, enredados en él, algunos cabellos. Me los quedo… Me digo que todo esto es insensato y ridículo. El mundo entero se mofaría de mí si supiera que estoy aquí. ¡Pero que lo haga! Sólo sé que la amo, la amo irracionalmente, desesperadamente.

Me tumbo largo rato en el sofá del salón. De vez en cuando, circulan coches de caballos por la calle y la habitación entera tiembla. Luego no se oye ni un susurro, sólo el zumbido de las moscas.

No me ama, le resulto por completo indiferente. No se acordó siquiera de decirme adiós. Aunque estoy seguro de ello, albergo, sin embargo, esperanza. Y trato de consolarme con que no le he expresado aún nada y que, por tanto, desconoce mis sentimientos. ¿Y si los conociera? ¿Y si le escribiera…? Y allí recostado empiezo a pensar en una carta. Le expondré mis sentimientos, la fundiré con las palabras, le abriré las profundidades de mi corazón y tal vez se compadezca y me dé, al menos, esperanza.

Al cabo de tres días tengo la carta preparada, pero no consigo enviarla. No me atrevo a jugármelo todo. Y, así, en su lugar escribo a su hermano y le anuncio que he decidido no partir al extranjero hasta otoño. Y, como había esperado, me invita a su casa al campo.

Reclinado en un cómodo banco de segunda clase, observo por la ventanilla abierta del vagón tierras verdeantes, abedules hojosos, aradores en los campos y estaciones de ferrocarril, limpias para la fiesta del verano. Han pintado y reparado algunas de ellas, y al pasar se siente el olor a óleo y asfalto. Al detenernos llega del bosque el trino siempre cambiante del pinzón y, más lejos, hace cucú el cuclillo.

Ya no queda ni una pizca de pena y desesperación. Estoy seguro de que llegará a amarme. En mi interior noto una fuerza que será incapaz de resistir. «Con la fuerza de mi espíritu», me repito en mis pensamientos. Y al mismo tiempo, sin embargo, puedo tranquilamente hacerme a la idea de que no me ama. La calma que de ello nace aumenta mi seguridad y refuerza mis esperanzas de éxito. Ante todo he de ser frío y luchar contra mi desmedido sentimentalismo. Me he puesto el traje de verano nuevo, que parece hacer más garboso hasta mi corto y grueso cuerpo.

A pesar de todo, tiemblo de inquietud cuando por la tarde comienza a aproximarse la esperada estación. En el momento en que el tren anuncia a gritos la parada, me sobresalto. He telegrafiado sobre mi llegada y me están esperando en la estación, los tres. Soy un tanto torpe con mi equipaje de mano. El hermano pregunta por noticias de París, y en mi embarazo no puedo más que reír.

Anna está aún más hermosa con su liviano vestido estival. Va sin sombrero, sólo una sombrilla la protege del sol. Ella y su hermano comienzan a caminar delante, yo voy detrás con la madre. Espero que en el paso a nivel nos aguarden. Pero ella se limita a apartar la barrera para que se mantenga abierta y ni siquiera mira hacia atrás.

—Vivimos aquí completamente solos, casi en un desierto —dice la madre—. Es divertido que hayas venido. Todos nos alegramos cuando recibimos tu telegrama.

Que se alegraran todos, me devuelve el buen humor. Junto a la segunda barrera, Anna se gira y pregunta a gritos a su madre por las llaves de la caja de té.

—¡Tendrían que estar en la mesa del cuarto! —grito como respuesta de parte de su madre.

Y esto me reconforta. Que se adelantara no responde, pues, a ninguna expresión de su humor, como ya había temido. Se adelanta sólo porque quiere apurarse para preparar el té.

Nos sentamos largo rato a la mesa de la cena. Ella trajina como anfitriona y únicamente se sienta mientras tomamos el té, frente a mí. Acodada sobre la mesa y con las mejillas apoyadas en los puños, me escucha, aunque cada vez que se mueve lo más mínimo temo que vaya a marcharse. Hablo, estoy de buen humor y describo con acierto, en mi opinión, Helsinki en verano, mi antigua vida en el campo y la existencia ridícula en las ciudades pequeñas. Consigo llevarla a ella también al mismo estado de ánimo y me da la impresión de que me observa con un brillo extraño, curioso en los ojos.

—Sabe describirlo —dice ella—. Será divertido escucharle cuando vuelva y hable del extranjero.

¡Cuán infinitamente te amo! Cuando vuelva, te construiré un pequeño y alegre hogar. ¡Cuán contenta y dichosa te sentirás! Ni tú podrás evitar amarme. No podrás obtener un hogar mejor de nadie, en ningún sitio. Te hechizaré con el calor del entorno, con la ternura de mi naturaleza bondadosa, con comodidad y bienestar.

Y no desearía ni rozarla. Nada más que besar su frente. El sentimiento con el que la amo es el ideal más puro y habita únicamente en el pecho.

Y mientras velo en la luminosa noche estival en el cuarto del ático que me han asignado, me convenzo de que esta hermosa sensación, este amor casi espiritual, es lo que me da derecho a tenerla. Yo, que no creo en nada, soy supersticioso en este punto. Y me someto a mí mismo a la prueba de serle fiel a partir de ese día, en el extranjero, en París, en todas partes. Después de esta decisión, me siento inocente y puro, y podría asegurar con la conciencia tranquila que lo soy verdaderamente. Vivir con pureza será para mí en lo sucesivo una exigencia moral, aunque antes me habría encogido de hombros ante algo semejante.

En el transcurso del verano, me arrullo en el sueño de que ella es en verdad ya mía, de que me ama, y de que simplemente no hablamos de ello, aunque ambos lo sabemos. No comprendo que el motivo no sea otro que el entorno. El hermano está un poco letárgico, prefiere pasar los días tumbado en la hamaca del jardín y leer novelas. La madre anda siempre trajinando en la casa. Y de ese modo, quedo yo como único compinche de Anna, con el que ha de conformarse a falta de otra compañía.

Me quedo con ellos todo el verano. Ya no pienso en mi viaje, no pienso en nada más que en ese presente en el que vivo y donde tengo todo lo que deseo.

¡Qué días tan felices! ¡Qué sueño en la realidad! Y cada noche en mi cuarto repaso los sucesos de la jornada. Es, a grandes rasgos, lo mismo casi cada día, sólo varían los matices.

Por la mañana tengo prisa por bajar del ático. Los demás aún suelen dormir cuando bajo por las escaleras al zaguán, paso junto a su puerta y aguzo el oído. No se oye ni un crujido. Abro la puerta que da al exterior y el brillo del sol ya se desborda ante mí. La veranda aún está húmeda en las zonas en sombra y en el jardín centellea el rocío. Me acomodo en un rincón, de espaldas al sol, que aún no quema, sólo calienta. Tengo un libro, pero no lo leo. Allí está la ventana de su cuarto. No hay más que una cortina. Se vislumbra una silla y en el respaldo, el corpiño de su vestido. No deseo mirar, pero así y todo lo veo. Otra cortina oculta su cama. Creo verla dormir, con el cabello disperso, una mano bajo la cabeza y la otra colgando distendida sobre el borde de la cama, los dedos casi rozan la alfombra.

Camino hasta la orilla. El vasto horizonte del lago está aún como un espejo. Las tablas del embarcadero chapotean contra el agua bajo mis pies. Un cardume de peces huye al borde del calado, pero, curioso, regresa pronto. El velero que he reparado no se ha movido ni un milímetro desde ayer. Dentro están preparados las cañas y los cebos artificiales. Al otro lado de la ensenada está la estación de ferrocarril. La blanca barca del jefe de estación resplandece bajo el sol. Un tren de mercancías espera. Seguramente lleva detenido ya una hora. Una espiral de humo asciende por la chimenea de la locomotora, tranquila y con calma. No tiene prisa. Tampoco ella tiene prisa en el corazón del extenso bosque. Por fin silba, resuena en las orillas del lago, y el tren emprende la marcha resollando con pesadez. Mientras asciendo al jardín, aún oigo durante un buen rato el traqueteo de las ruedas, que cada vez se torna más débil.

Ella no se ha levantado aún. Descanso al menos una hora en un rincón de la veranda, en el mismo lugar que antes. Hago como si leyese, pero no sé lo que leo… Que duerma, no tengo prisa; será mía todo el día, hoy igual que ayer.

Por fin se oye movimiento en su dormitorio, pasos en calcetines. En la ventana aparece algo blanco que se retira de súbito. Un brazo desnudo se extiende hacia el corpiño del vestido sobre la silla y la cortina desciende.

Paso una difícil, larga, insegura eternidad de media hora. Si cree que me he colocado aquí para observar… No me calmo hasta que escucho primero un canturreo y luego una canción clara. Me levanto a caminar de un lado a otro de la veranda. Se oye su puerta y aparece despierta como un gorrión. Sus mejillas están sonrosadas como las de un niño pequeño que acaba de levantarse de la cuna.

—¡Buenos días!

—¡Buenos días!

Coloca la cafetera en la mesa de la veranda, no tenemos paciencia para esperar a los demás y tomamos café a solas. Ella es mi joven, mi pequeña esposa, ya tenemos un hogar propio, vivimos aquí, lejos de los demás, contentos y felices. ¡Cómo me complacería hacérselo notar, dar siquiera un sutil indicio de mis pensamientos! Pero temo que si escucha el más mínimo crujido, el tímido cervatillo huya y se desvanezca. En presencia de otros me atrevo a hablar de amor y sentimientos. Los dos a solas no tocamos más que temas corrientes.

Charlamos del programa del día.

Primero hay que sacar las redes que la noche anterior hemos calado. Empujo la barca desde donde está varada y ella ayuda con los remos. Quiere colocarse a los remos y yo hago de timonel, por riberas de juncales serpenteamos en la mañana serena, y el chapoteo de los remos se oye lúcido y límpido. El agua emite destellos de luz en la hoja del remo y cae en gotitas sobre la superficie cristalina en cuanto ella cesa de remar y dice algo. La conversación versa sobre pesca, sobre dónde se lanzarán mañana las trampas. Hemos aprendido pronto a conocer las isletas de peces y frezaderos. Echamos las redes al tuntún. Ella está muy entusiasmada y resplandece de alegría al ver en el temblor del cordón de la red la señal de la ascensión de un pez grande. Y se muestra sinceramente enojada si, a punto de entrar en la barca, el pez se suelta de un coletazo y se zambulle en las profundidades. Me reprende y dice «es que tú» y «menudo». ¡Pero eso me alegra! Así se me muestra más cercana, más familiar… ¡Qué ocupada está cuando se extienden las redes y se reserva el derecho a sacar la presa y deshacer los nudos! Yo no puedo ni rozarlas, desea hacerlo ella y allí se entretiene, las mangas remangadas hasta el codo, la falda levantada y los dedos tan repletos de escamas que no puede apartarse un cabello de la frente sino que tiene que acomodárselo con el dorso de la mano detrás de la oreja. Yo estoy de pie a más distancia, fumo un cigarrillo y digo casi cada vez: «Bueno, estamos entre los mejores pescadores del mundo», que se ha convertido en una broma habitual. Por la tarde solemos navegar. Al principio el hermano nos acompañaba, pero no tuvo ganas de hacerlo mucho tiempo. Anna, no obstante, pregunta por guardar las formas:

—¿No vienes a navegar?

—No tengo tiempo.

—¡No tienes tiempo! ¿Se puede preguntar qué tarea requiere tu tiempo?

—Estoy leyendo, como ves.

—Enséñame, ¿qué libro es? Oblómov.

—Tú no lo entiendes, pero es la psicología más exquisita que jamás he leído.

—Lo sé… y tú mismo eres un Oblómov.

—Tal vez estés más en lo cierto de lo que crees.

—Pero nosotros vamos a navegar, ¡nosotros! ¡Menos mal que no todos son tan holgazanes como tú!

A esa clase de muestras de favor triviales, normales, les concedo siempre una especial importancia y trato de explicarlas en mi provecho.

Llevo el timón y ella se ocupa de la escota. Se sienta cerca de mí en el armazón de popa y obedece con precisión mis órdenes, que siempre imparto con voz oficial, autoritaria. Se ha puesto un holgado traje náutico azul y en la cabeza lleva una gorra redonda de marinero cuyas cintas de seda flamean rectas al viento. Contra la blanca vela de proa en la que el sol incide deslumbrante, se recorta el cabello moreno y ese fino perfil puro que no me canso de mirar.

El viento sopla furioso. Ella no amarra el cabo a la armella, sino que lo sostiene en la mano, preparada para aflojar en caso de vendaval. Tira con las manos y hace fuerza apoyando los pies en el fondo del velero. Se reclina hacia atrás para equilibrar el barco escorado. El talle es muy fuerte sin corpiño, los brazos son nervudos y el empeine alto. Me inclino hacia delante, una mano en el timón y otra en el cabo de la vela de popa, y oteo por detrás de su nuca y por debajo de la cuerda de la vela en dirección a la marcha. Las olas espuman una tras otra, el velero se eleva y desciende, y Anna en su sitio, la vela y la parte delantera del navío se unen formando un todo, un ser que yo dirijo y llevo hacia lago abierto, hacia algún retirado islote rocoso o hacia alguna baliza blanca brillante, en el extremo de un largo cabo distante.

A veces, contra la proa rompe una gran ola y salpica hasta la popa. Ella recibe la llovizna en su rostro y hombros. Chilla y ríe a la vez, pero no varía su posición ni se seca las gotas de sus mejillas.

Cuando desciende el sol, amaina el viento, y con una suave brisa de costado navegamos poco a poco de regreso al hogar. La escota de foque puede estar ahora amarrada, y ligera, flexible, como engrasada, la roda del barco divide el agua, sin levantar olas. Ella se ha acercado a la proa, a los pies del mástil, está de espaldas a mí y mira de frente, recorriendo la superficie del lago, rasando a veces el agua con su mano. Canturrea, parece sumida en sus pensamientos, como si estuviese sola… ¡Ojalá supiera lo que está pensando, ojalá pudiera adivinar qué piensa de mí! En nuestras excursiones comunes no se ha descubierto acaso pensando ni una sola vez, si tal vez me ama y yo a ella… Pero yo no lo he percibido en ningún momento en su mirada, no puedo interpretar en mi provecho uno sólo de sus movimientos, uno sólo de los matices de su voz.

Me vuelvo melancólico y triste y no puedo dejar de hacer alusiones a mi partida:

—¿Dónde estaré el próximo verano por estas fechas? ¿Cómo estaréis cuando regrese?

A lo que ella sólo replica:

—Sí, es cierto, pronto te vas de viaje. ¿Cuánto tiempo tenías previsto quedarte?

—Dos años por lo menos.

—Dos años por lo menos, claro.

Eso y nada más. Ninguna alteración en su voz, como si se tratara de ir un par de días al pueblo.

Esos momentos vespertinos cuando el viento sigue amainando, cuando la vela ya no se infla y el velero apenas avanza, pueden ser para mí muy dolorosos. Ya no hay nada de qué hablar, ella parece aburrirse, siente deseos de llegar a tierra, aunque no lo dice. En cierto modo, es culpa mía, la mantengo como en una jaula y eso me atormenta enormemente. Pero me esfuerzo por conservar en mi rostro un aspecto alegre, como si no me percatara, como si no existiera prisa para ir a ningún sitio. Y cuando las velas languidecen y se acomodan a lo largo del velero, tomo el remo y cío hacia la orilla mientras ella lleva el timón.

Cuando no estamos en el agua, por lo general nos sentamos con los demás en la veranda. Igual que todos los hombres de edad enamorados, trato de mostrarme galante y me apresuro a hacerle los más ínfimos servicios. Ella se acostumbra a que siempre la ayude a incorporarse, a que siempre me ocupe de su ropa y paraguas y chanclos. Me convierto en algo así como su escudero, un escudero a quien su señor puede ordenar que vaya adonde sea sin dar las gracias. Una vez, nos sentamos después de comer al aire libre. Las damas cosen, el hermano ha sacado la mecedora del salón y yo observo la diestra marcha de su mano cuando Anna cose. Ella busca sus tijeras.

—Yo te las traigo si alguien me dice dónde están.

—Están en la mesa de mi cuarto.

Me levanto a buscarlas. Pero entonces la madre dice:

—Eres demasiado exigente, Anna, dejas que te sirvan demasiado, y tú eres mucho más joven.

A lo que el hermano añade:

—En tu lugar no me molestaría en ser tan cortés… Anna, ve a buscar tus tijeras.

—Sí, voy —dice ella, y pasa a mi lado apresurada, algo ofendida, a pesar de mi objeción.

El incidente me produce suma incomodidad, pues ya sufro por que la diferencia de edad entre nosotros sea tan grande.

Aunque he ido allí precisamente con el propósito de confesar mis sentimientos, transcurre el verano y sigo sopesando qué sería lo mejor. Estoy tan inseguro a finales de verano como al principio.

Un domingo de agosto, poco antes de nuestra partida a la ciudad, es uno de los días más felices; me brinda una pizca de esperanza.

En la parroquia vecina hay una fiesta popular y vamos allí solos, Anna y yo. Los demás no tienen interés. Nos subimos a un pequeño barco de vapor en nuestra ribera y la madre y el hermano se quedan en la orilla. Permanecemos de pie en la cubierta, en el brazo sostengo su impermeable, me siento como si los dejáramos para marchar juntos, cual recién casados. Creo una realidad a partir de mis propios deseos. Ella agita una sombrilla roja, es mi joven esposa. Las bodas acaban de celebrarse y abandonamos nuestra casa natal para nuestro primer viaje.

El día es claro y hermoso, sopla un cálido viento del sur. El vapor está abarrotado de gente desconocida y todo el tiempo estamos sentados juntos. Contrariamente a lo habitual, no nos falta tema de conversación, pues criticamos a la gente, y entre nosotros nos burlamos de la banda que nos acompaña, cuyos instrumentos de viento sacan sonidos erróneos. Nos observan a distancia, se nos nota gente de la ciudad, pero los caballeros y las damiselas tratan de mostrarse discretos e indiferentes. Sentimos que estamos un poco por encima de los demás y eso aumenta nuestra altanería y seguridad. Despreocupadamente, tal vez incluso intencionalmente despreocupados, charlando como si no existieran los demás, bajamos a tierra, al muelle de la casa parroquial, que está rebosante de gorras blancas y doncellas ataviadas con el traje nacional. Le brindo a Anna mi mano, ella salta con agilidad del barco y un grupo de curiosos cuchichea y nos abre paso. Comparado con los demás, su vestido es de extraordinario buen gusto y elegante, sus modales solemnes y su caminar liviano. Yo también disfruto ahora de esa atención que ella parece despertar. Por la orilla del lago viene hacia nosotros un caballero vestido de un modo anodino, probablemente un maestro de escuela. Al ver a Anna, parece haber descubierto un fenómeno venido de otro mundo. Se queda aturdido de admiración, se detiene, se aparta al borde del camino y a punto está de caerse en la cuneta.

De nuestro paseo desde la verja de la casa parroquial al campo de la fiesta guardo la siguiente imagen en mi mente: caminamos uno al lado del otro. Sopla vivaz el viento de cara, ella inclina su cuerpo ligeramente hacia delante, se protege los ojos con la sombrilla y con otra mano sujeta el ala del sombrero. En el pecho lleva una flor que hace un instante he cortado al borde del camino, la falda del vestido ondea y el viento la aprieta contra las rodillas. Mi corazón se estremece, desearía poseerla por completo, pero al mismo tiempo siento un dolor en el pecho, pues no es mía, y ni sé si me ama. Dentro de una semana he de dejarla y quién sabe dónde y lo cerca que está aquel que habrá de arrebatármela.

Al llegar a la fiesta nos entregamos de nuevo a criticar a nuestro alrededor. A duras penas podemos reprimir reírnos en alto del orador, que es el anterior maestro de escuela y explica con fingida grandilocuencia de seminario las nociones elementales de patria y pueblo, y que para terminar exhorta a comportarse con decencia en la fiesta y regresar a su término obedientemente a casa. Un joven bachiller está de pie a nuestro lado, escucha nuestras críticas y nos mira a nosotros y al orador significativamente, cómplice, señalando con ello que no es como los demás, que también él opina lo mismo y comprende la comicidad. Nos produce sincera alegría la canción que dirige la maestra de la aldea, nariz respingona, cabello corto, de blanco de arriba abajo, una gran flor amarilla en el sombrero. Anna la bautiza como «la princesa». Y después me arrastra a verla bailar. No tiene parangón. Mantiene la cabeza empalagosamente ladeada, da saltitos como una efímera y reluce de contento y de calor. Antes no hubiese tenido corazón para reírme de ella, pero ahora trato de hallar nuevas hilaridades en toda esta gente.

Ni un instante nos separamos el uno del otro. Vagamos juntos por el campo de la fiesta, nos compramos el uno al otro papeletas de rifa para probar suerte, igual que cuando lanzamos las redes. Sentimos en el aire que somos los héroes del día y que todos albergan curiosidad por saber quiénes somos. A mí me da la impresión —y eso me agrada— de que la gente nos toma por novios.

Nos sentamos en un balancín. Anna tiene una bolsita de dulces que le he comprado. Una niña pequeña está de pie ante nosotros, agarrada a la falda de su madre. Ambas nos observan sin ocultarlo, siguen nuestras manos acercarse a la boca.

—Ven, niña, que te damos dulces.

La madre empuja a la pequeña hacia nosotros y le ordena que nos dé la mano.

—¿Cómo te llamas?

—Ka, dilo, di tu nombre, que te dan golosinas.

—Kaisa.

—¡Ka, sácate el dedo de la boca!

Kaisa recibe un puñado de dulces.

—Ka, ¿es que no sabes ni dar las gracias? Mira que eres…

Y la madre se gira para dar ella misma las gracias a Anna.

—Muchas gracias a la señorita, ¿o quizá es usted la señora de este caballero?

Siento que me ruborizo y desconcierto, pero Anna ríe con dulzura, igual que de algo insólitamente absurdo e imposible. También yo trato de reír, pero es afectado y forzado.

No emprendemos el viaje de regreso hasta bien entrada la tarde. El salón del barco está repleto de caballeros bebiendo y el aire es sofocante, lleno de humo. Hace ya un poco de frío, Anna se envuelve en su cálido chal de lana y buscamos un lugar en cubierta cerca de la trampilla del motor, por la que asciende un calor que nos caldea las piernas. Por allí vemos los espectros rojos del maquinista y del fogonero cada vez que abren el horno. El viaje dura varias horas. Anna se cansa y empieza a sentir sueño. Ahora nos sentamos sin pronunciar palabra, cerca el uno del otro debido a la multitud. Siento su cabeza inclinarse hacia mi hombro. No distingo bien sus rasgos. Sólo entonces, cuando la chimenea arroja un raudal de chispas al otro lado del barco, bajo su luz veo que ella ha cerrado los ojos. De vez en cuando los abre y son grandes y profundos.

El horizonte comienza a enrojecer y los destellos clarean. El pálido cuarto argénteo de la luna se refleja en el agua serena por el cielo de poniente. Las aguas se estrechan y altas orillas escarpadas se alzan a ambos lados, de tamaño casi antinatural bajo esa luna enigmática y la iluminación confusa del día que apunta a lo lejos. No me atrevo a moverme un palmo, temo molestarla. Ahora estoy casi seguro de que me ama. No sé sacar la conclusión de que si de verdad me amase, no dormiría tan plácida sobre mi pecho.

Sólo cuando el barco proclama su llegada a la orilla del hogar, ella se despierta, se aparta de mí y se enrolla el chal con más firmeza sobre los hombros, que sacude en el frío de la mañana. Está de mal humor, salta del barco a tierra sola, sin aceptar mi ayuda, y se dirige al patio sin esperarme.

La madre aún vela y tiene café caliente preparado. Yo deseo que nos sentemos a charlar de la fiesta, deseo que ella comience a contar cómo nos divertimos, cómo nadie nos conocía y cómo los examinamos y observamos a todos. Pero ya parece haberlo olvidado.

—Bien, ¿os habéis divertido? —pregunta la madre.

—Sí, bueno —responde ella.

Y bostezando, sin mirarme, se dirige a su cuarto musitando somnolienta: «Buenas noches».

En mi cama en la buhardilla, justo sobre su dormitorio, no logro conciliar el sueño por largo rato. El sol ya ha salido y sus rayos penetran por la ventana abierta. Se oye remar en el lago, y en la pradera afilan la hoz. Del patio llega el sonido de pasos en la gravilla y en la cocina se oye la puerta. Los gorriones comienzan a causar alboroto en el alero, en el tejado donde incide el sol.

No sucederá nada. No me ama. No soy nada para ella. Su amistad de ayer fue pasajera. Soy infantil por darle importancia a algo así. Y decido partir al día siguiente.

Pero cuando por la mañana comienzo a preparar la maleta, ella vuelve a mostrarse amable. Viene a la buhardilla y comienza a ayudarme. En mí se despierta de nuevo la esperanza. Le digo que la amo. Echa a correr, huye de mi vista. Y eso ha sido todo.

No me ama. Me ha considerado un buen amigo, un hermano mayor, casi un tío.

¡Cuánto tenía que irritarle mi presencia! Pues no tuve la sensatez de viajar por separado. Me subí al mismo tren que ella y me senté en el mismo vagón. Y además traté de acomodarme enfrente. Y no pude dejar de mirarla continuamente. Ella no sabía dónde posar los ojos. Trató de leer, trató de mirar por la ventanilla. Al final salió del vagón y se quedó en el andén en varias estaciones, hasta que la madre la trajo de vuelta.

¡Cuán desagradable hube de resultarle! ¿Tal vez me aborrece, a un viejo necio?

—¿Qué hora es?

«¡Estamos cerrando!», me dice la voz del camarero al oído. Me despierto de los recuerdos. He bebido el grog hasta el fondo sin darme cuenta. He visto las llamas de gas apagarse una tras otra. Me acuerdo vagamente de que los huéspedes de aquel gabinete del fondo han cruzado el salón hasta el vestíbulo. El pequeño caballero calvo todavía se sentó un rato largo ahí, delante de mí, con su botella por la mitad. Uno de los cancilleres del Senado se estiró el chaleco al salir y se arregló el cuello de la camisa.

El camarero está de pie a mi lado, con el trapo de limpiar bajo el brazo, y comienza a retirar los vasos. Estoy completamente solo en la gran sala. Una única llama de gas arde aún sobre mi cabeza, reflejándose en el espejo lejano al otro lado del salón, donde ya está oscuro. De las mesas se han retirado ya los manteles y una desnuda tabla sin pintar es lo único que queda de la mesa de aquavit.

Me incorporo y me dirijo al vestíbulo donde titila aún una candela aguardando mi marcha. Me ayudan con el abrigo. Tomo mi sombrero y me cepillo el pelo ante el espejo. Incluso en esa semipenumbra veo que mi cabello comienza a caer. Pronto seré calvo. ¡Qué amarillo y exánime y lánguido está mi rostro, qué arrugas profundas ya en la frente!

¿Qué le importo a ella? Siento que sería feliz si al menos pensara en mí con piedad, con compasión.

Todo el gran hotel duerme como una montaña desierta. No se oye ni un crujido de sus muchas cuevas. En la pared del pasillo hay una mano negra pintada y debajo en gruesas letras: COMEDOR.

Así que ahora me voy, así que ahora me voy al extranjero, a París. Me lo había imaginado de un modo diferente, pero la vida debe de ser en la realidad siempre así, pienso mientras camino a lo largo del muro de piedra de Grönqvist. En la esquina con Edlund, veo la esfera iluminada de la iglesia Nikolai, que marca las dos.

Pienso en no acostarme esta noche. En vagar por Katajanokka o subir a la colina del observatorio. Pero cuando me veo atravesando la plaza del mercado del puerto, no me apetece cambiar la dirección y paso junto al monumento a la emperatriz, bajo el palacio, donde hay una informe masa negra y altos mástiles emergen hacia el cielo. Al otro lado del puerto se refleja una fila de farolas en el agua en calma. El vapor burbujea entre el puente y la borda. Me tropiezo al pasar junto al vigilante, bajo la cubierta, donde tengo un camarote propio en la popa del barco.

—¡Ay, qué dura es la vida!

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