Sola
Capítulo 32
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El lunes, Bobby se despertó cuando la luz de la mañana empezó a darle en sus párpados. Le dolía el cuello y el hombro le palpitaba. En algún momento de la madrugada había conseguido trasladarse desde la mesa de la cocina al destartalado sofá y estaba despatarrado boca abajo en aquellos mugrientos cojines, con el brazo derecho colgando sobre el borde y media docena de muelles clavados en diferentes partes de su cuerpo.
Se incorporó lentamente, reprimiendo un gemido. Dios, ya estaba demasiado viejo para aquello.
Se puso en pie, estiró los brazos por encima de la cabeza e hizo una mueca de dolor al notar cómo volvían a la vida sus terminaciones nerviosas. A través de las ventanas se filtraba la luz del día, intensa y brillante. Tambaleándose, se dirigió a la cocina y buscó un reloj.
Las diez. ¡Mierda! Había estado fuera de combate siete horas. Esa noche había dormido decentemente por primera vez en días, pero había sido una verdadera estupidez, teniendo en cuenta la hora tope que pendía sobre su cabeza; las cinco de la tarde. Necesitaba comida. Y darse una ducha, y afeitarse… Tenía que moverse, tenía que… hacer algo.
Se dirigió al cuarto de baño y, de repente, se acordó de los mensajes que había escuchado en el contestador. Debería llamar a su teniente. Y, probablemente, también a su abogado. Incluso, tal vez, a su padre.
¿Pero qué iba a decirles?
Se metió en la ducha y colocó la cabeza bajo el chorro de agua. Necesitaba despejarse. Necesitaba estar alerta. Necesitaba fuerzas. En mitad de la operación, se le ocurrió una idea.
Salió a toda prisa de la ducha y cogió el teléfono.
—Hola, Harris —dijo un minuto después, goteando agua por toda la moqueta—. Tenemos que vernos.
Robinson tarareó. No tener ninguna dote musical implicaba que lo hacía bastante mal. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo cada vez que sufría un ataque de nervios más fuerte de lo normal.
Tenía un escáner conectado a la emisora de la Policía y, a lo largo de toda la noche, había estado captando una conversación relativa a una escena que había tenido lugar en la residencia de los Gagnon. La cosa pintaba mal.
No correría riesgos. Había ocasiones en las que era necesario poner la seguridad personal por delante de todo lo demás, y esta era, definitivamente, una de ellas.
Hizo el equipaje deprisa. En la cisterna del inodoro atesoraba una caja hermética con diversas tarjetas de crédito y documentos de identidad falsos. La metió en la bolsa de viaje. Después guardó en ella la ropa; el táser; la pistola y un cuadernillo de espiral.
Eso era todo.
La casa era de alquiler, de manera que los muebles no eran suyos y nunca se había tomado la molestia de comprar siquiera un tapete de adorno. Cuanto menores fueran las posesiones, menos se podía perder. Y menos podrían utilizar otros en su contra.
Cinco minutos después estaba junto a la puerta de atrás, sosteniendo una cerilla en alto…
Un último titubeo. Un mínimo instante de arrepentimiento. Aquel debería haber sido
el trabajo. El
gran trabajo. Entrañaba un riesgo mayor, desde luego, pero la compensación económica bien lo valía. El bello atractivo del dinero contante y sonante. Después de aquello, por fin habría nadado en la abundancia. Una playa de arena blanca, granizados de fruta y agua de un azul transparente que no se acababa nunca.
Lanzó un suspiro y arrojó la cerilla.
Sin excusas, sin mirar atrás. Cuando una aceptaba un trabajo, lo llevaba a cabo lo mejor que podía, pero siempre anteponiendo sus propios intereses. Y sus intereses decían que había llegado el momento de largarse de aquella ciudad cagando leches.
Salió fuera de la casa, miró a un lado y a otro de la calle… No había moros en la costa.
Anduvo hasta el coche, aparcado a mitad de la manzana, guardó la bolsa de viaje en el maletero y se acomodó en el asiento del conductor. Lo primero en lo que reparó fue en el minúsculo perrito blanco y marrón que estaba acurrucado en el asiento del pasajero. Luego, una figura gigantesca se reflejó en el espejo retrovisor.
—Buenos días, Colleen —saludó el señor Bosu—. ¿Vas a alguna parte?
Catherine no durmió. Pasó la noche sentada en una butaca de la habitación de su infancia, observando a Nathan, que finalmente sucumbió al cansancio en una esquina de aquella cama. Su padre la había acogido sin una sola protesta. Sin decir nada, le proporcionó las lámparas adicionales. Luego él se quedó de pie en la puerta mientras Nathan daba vueltas y se estremecía, gritando aterrorizado por cosas que solo el niño podía ver. Ella le había cantado en voz baja una canción que apenas recordaba, pero que ahora, de regreso a su antiguo hogar, le vino a la memoria. Su madre solía cantársela a ella en los tiempos felices; antes de que apareciera un hombre buscando a un perrito perdido.
Estuvo cantando para Nathan y, cuando volvió a levantar la vista, él ya se había marchado.
Más tarde, cuando Nathan se sumió en un breve sueño, halló a su padre en el piso de abajo. Estaba sentado en su antiguo sillón, sin mirar a nada en particular.
Le habló de lo que le había pasado a Prudence. Él no hizo comentario alguno. Le contó lo que le había sucedido a Tony Rocco. Le dijo que la Policía pensaba que ella había organizado la muerte de Jimmy y que su suegro no iba a detenerse ante nada con tal de arrebatarle a Nathan.
Cuando hubo terminado, fue cuando por fin intervino su padre.
—No lo entiendo —dijo.
—Es James, papá. El juez Gagnon. Está convencido de que yo perjudiqué a Jimmy, y ahora está decidido a quitarme la custodia de Nathan.
—Pero tú dijiste que a Jimmy lo mató un policía.
—Sí, a Jimmy lo mató un francotirador de la Policía. Pero James está seguro de que yo lo organicé todo de algún modo. Que yo quería que Jimmy me amenazase con una pistola, que lo provoqué para que nos amenazase a Nathan y a mí delante de la Policía. James está enloquecido por el dolor. A saber lo que estará pensando.
Su padre tenía el ceño fruncido.
—¿Y eso turbó tanto a la niñera como para incitarla a ahorcarse?
—No se ahorcó, la asesinaron. Tenía el cuello roto. Ya te lo he dicho.
—Pero eso no tiene sentido.
—¿Qué es lo que no tiene sentido? ¿Que puedan asesinar a una mujer? ¿O que puedan asesinar a una mujer en mi casa?
—No hay razón para que te pongas arrogante, Catherine.
—¡Alguien está intentando matarme!
—No nos precipitemos en sacar conclusiones…
—¡No me estás escuchando! James quiere quedarse con Nathan. Es evidente que ha contratado a alguien para que mate a todo el que pueda estar dispuesto a ayudarme. Si no renuncio pronto a Nathan, es posible que la próxima sea yo.
—Pues a mí me parece que un hombre tan bien educado como el juez, difícilmente puede tener inclinación por el asesinato —replicó, terco.
Catherine abrió la boca, miró el gesto inflexible de su padre y volvió a cerrarla de golpe. Él vivía en su propio mundo. Prefería creer en el carácter sagrado de un vecindario y en los rituales semanales, como las partidas de póquer de las noches de los miércoles y las barbacoas de los domingos. De ningún modo estaba preparado para una realidad en la que una niña podía ser raptada cuando volvía del colegio ni en la que la persona que una más temía era el hombre con el que compartía la cama. Él no supo cómo ayudarla cuando era pequeña y, seguramente, seguía sin saber hacerlo ahora.
Se puso en pie despacio, pensando con un sentimiento de anhelo en Bobby Dodge. Podría llamarlo… De repente la recorrió un escalofrío. Un leve hormigueo, inesperado, que le subió a lo largo de la columna vertebral. Era una sensación desconocida para ella y le produjo una ligera incomodidad.
Sin querer, rememoró su rostro. Lo había tocado, lo había manipulado y había vencido. Y luego… Luego él la miró. La miró y la vio como de verdad era. Y aquello lo estropeó todo.
Regresó al piso de arriba, con su hijo.
Nathan estaba empezando a inquietarse de nuevo y golpeaba la almohada girando la cabeza de un lado a otro. Ella le acarició la cara hasta que se calmó. Después se arrodilló en el suelo y le retiró de la frente el pelo, suave y castaño.
—Siempre creeré en ti —murmuró—. Cuando seas mayor, podrás contármelo todo, y yo te creeré.
Las llamadas telefónicas empezaron un poco después de aquello. La primera llegó a su teléfono móvil a las nueve de la mañana; era la recepcionista del consultorio del doctor Iorfino, para confirmar la cita con Nathan a las tres. «A propósito, el doctor deseaba hablar con usted largo y tendido. ¿Le importaría venir antes de la hora? ¿A la una en punto? No es necesario que traiga a Nathan; de hecho, sería mejor si acudiera sola».
Cuando colgó notaba el corazón latiéndole acelerado en el pecho. Nada bueno salía de las consultas en las que el médico quería verlo a uno a solas.
Todavía estaba temblando cuando escuchó el timbre del teléfono de su padre sonando en la planta baja. Cinco minutos después él se materializó en la puerta de la habitación, luciendo una expresión en la cara que ella no le había visto nunca; una de profunda conmoción que rayaba en el abatimiento absoluto.
—Era Charlie Pidherny —murmuró.
—¿El abogado? —Charlie Pidherny había sido el fiscal del distrito que se había ocupado de su caso. Hacía casi diez años que se había jubilado y, desde entonces, no había vuelto a saber de él.
—Ha salido —declaró su padre.
—¿Quién ha salido?
—Umbrio. Richard Umbrio.
—No entiendo.
—Le han concedido la libertad condicional el sábado pasado. Salvo que, según dice Charlie, no se concede la condicional a delincuentes sin que medie la debida notificación. Y tampoco los ponen en la calle un sábado por la mañana. Debe de tratarse de un error. Eso es lo que ha ocurrido; un error.
Ella seguía mirando a su padre con gesto inexpresivo, hasta que de repente la realidad la golpeó de forma dura y visceral.
«Hola, cariño. ¿Me puedes ayudar un momento? Estoy buscando un perrito perdido».
Salió disparada del dormitorio y llegó al cuarto de baño justo a tiempo.
Nathan, pensó. Oh Dios, Nathan. Vomitó durante largo rato, hasta que, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, no le quedó nada que echar fuera de su cuerpo.