Si los gatos desaparecieran del mundo

Si los gatos desaparecieran del mundo


Martes. Si los teléfonos desaparecieran del mundo

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MARTES

Si los teléfonos desaparecieran del mundo

COMPARTO MI VIVIENDA con un gato. Aún no tiene nombre. Bueno, sí que lo tiene. Se llama Col. Como lo más probable es que lo hayas olvidado, permíteme que te avive un poco los recuerdos de este gato.

He de remontarme a la época de mis cinco años. Un día de fuerte lluvia mamá recogió en la calle un gatito empapado que estaba dentro de una caja de lechugas de Nagano. Mientras lo secaba con una toalla, se le ocurrió ponerle el nombre de Lechuga. No sé si te acuerdas.

A mamá no le gustaban los animales. Al principio, le costaba tocar a Lechuga, y durante cierto tiempo yo la ayudé a cuidarlo. Entonces a mamá se le declaró una alergia a los gatos y estornudaba sin cesar. Pasó un mes con lagrimeo y mucosidad constantes, y sin embargo no quiso buscar a alguien que quisiera quedarse con Lechuga.

—Este pequeño me eligió a mí —razonaba—. Por eso no puedo darlo.

Y mientras se secaba con una toalla la cara irritada, seguía cuidándole.

Un día, al cabo de un mes, la alergia de mamá desapareció por completo. Tal vez fue un milagro o tal vez su organismo se había adaptado. Sea como fuere, un día, de repente, se vio libre de estornudos, lágrimas y mocos. Recuerdo perfectamente ese día. Lechuga estaba al lado de mamá y no se separaba de ella ni un momento.

—Para conseguir algo, hay que perder algo.

Según mamá, eso era del todo lógico. Mucha gente trata de conseguir algo sin perder nada, pero eso es tanto como robar. En el momento en que uno consigue algo, hay otro que pierde. La felicidad de uno tiene su contrapartida en la desdicha de otro. Mamá solía hablarme de estos principios por los que se rige la vida.

Lechuga vivió once años. En la última fase de su vida contrajo un tumor, adelgazó con rapidez y al final parecía siempre dormido, hasta que murió apaciblemente. Desde el día de su muerte, mamá se sumió en un estado de absoluta atonía. Era una persona alegre y muy charlatana, le gustaba cocinar y hacer la colada. Pero abandonó las tareas domésticas y no hacía nada. Se pasaba el día en casa, llorando sin cesar. Me vi obligado a hacer la colada. Para comer la llevaba todos los días a un restaurante familiar que estaba cerca de casa.

No sé si te acuerdas…

Durante aquel periodo probamos todos los platos del restaurante familiar.

Y un día, cuando había transcurrido un mes desde la muerte de Lechuga, mamá, que había hecho una excepción y salido sola de casa, regresó con un gatito, como si nada hubiera ocurrido. El felino tenía un gran parecido con Lechuga. Era rechoncho, un gato hermoso de colores blanco, negro y gris mezclados. Como era la viva imagen del otro, le pusimos de nombre Col. Al verlo tan redondo, mamá decía que realmente parecía una col.

La cara sonriente de mi madre me hizo sollozar. Mejor dicho, lloré a lágrima viva.

Siempre había estado inquieto, temeroso de que mamá se marchara muy lejos y nunca más volviese. Pero cuatro años atrás mamá se marchó realmente muy lejos.

—Vaya karma el mío, tengo la misma enfermedad que Lechuga —comentó con una leve sonrisa.

Al igual que Lechuga, mamá adelgazó a ojos vistas y acabó postrada en cama hasta que murió apaciblemente.

—Cuida bien de Col —me pidió.

Me digo que no es posible que yo muera antes que Col. Sin duda mamá se quedaría atónita y me regañaría. De haberlo sabido, habría buscado a alguien que pudiera cuidar de él.

Al despertar ya era de mañana. Por primera vez en mucho tiempo había soñado con mamá. Col se me acercó maullando. Abracé su cuerpo suave, atrayéndolo hacia mí. Lo noté esponjoso al tacto y caliente. Hacía que me sintiera vivo. Era cierto, había ganado un día a cambio del teléfono. ¿Cuáles de los hechos del día anterior habían ocurrido en realidad y cuáles no? Tal vez todo había sido real, pero no me habría extrañado que hubiese sido un sueño. Sin embargo, el móvil que siempre dejaba encima de la mesa había desaparecido. Tampoco tenía las décimas de fiebre constante ni me dolía la cabeza. Todo parecía indicar que realmente había hecho un trato con el diablo.

Los teléfonos habían desaparecido del mundo. Pensándolo bien, el teléfono, ¡y en especial el móvil!, era lo primero que había deseado eliminar. Sobre todo en los últimos tiempos, desde que me levantaba por la mañana hasta poco antes de quedarme dormido, lo tenía en las manos. Leía mucho menos, y había abandonado por completo los periódicos. Las películas que deseaba ver y no me decidía a hacerlo se acumulaban. Cuando viajaba en el tren, siempre miraba el móvil. Incluso cuando estaba en el cine, le echaba ojeadas. Lo mismo sucedía a la hora de comer. Durante la pausa de descanso en la oficina no podía dejar de mirarlo. Cuando estaba con Col, en vez de hacerle caso me enfrascaba en el móvil. Me disgustaba dejarme manipular por aquel aparato.

Desde que el móvil apareció en escena, en tan solo veinte años ha dominado a la gente. Un objeto que, de no haber existido, nadie habría echado de menos, se había vuelto imprescindible en veinte años. Al mismo tiempo que se inventaba el móvil, se inventaba la inquietud por no tenerlo.

Claro que lo mismo debió de suceder cuando aparecieron las cartas y con la introducción de Internet. Cada vez que el ser humano lleva a la práctica una nueva idea, pierde algo. Así se comprende que Dios aceptara la propuesta del diablo.

¿ME PREGUNTAS CON quién he tenido mi última conversación por el móvil? No me hace mucha gracia decírtelo, pero lo haré. Es mi primer amor, mi primera novia. No me digas que me comporto como una mujer. Dicen que, cuando están a punto de morir, la mayoría de los hombres recuerdan a su primer amor. Así pues, soy un muchacho tan normal y corriente como cualquier otro.

Bañado por la luz matinal, me levanté sin prisas. Mientras escuchaba la radio, me preparé el desayuno. Un café, un huevo frito, una tostada, unas rodajas de tomate. Después de desayunar, tomé otra taza de café mientras leía tranquilamente un libro. La clase de vida que uno lleva cuando no existe el teléfono. Fantástico. Tenía la sensación de que el tiempo se alargaba en vertical y el espacio se extendía en horizontal.

Se acercaba el mediodía. Cerré el libro de golpe y fui a la ducha. Me duché con agua demasiado caliente y me puse las prendas de vestir que había dejado bien dobladas (como ya he señalado, son de colores blanco y negro). Iba a verla.

Salí de casa y primero me encaminé a mi barbería habitual. No se me oculta lo ridículo que es ir al barbero cuando es posible que esté a punto de morir. Por favor, no te rías porque, en el fondo de mi corazón masculino, quiera estar un poco presentable para mi exnovia. Después de arreglarme el pelo, compré unas gafas nuevas en la óptica que hay delante de la barbería. Me dirigí a la parada de tranvías más cercana y subí a uno verde que llegó en aquel momento. Era la mañana de un día laborable y probablemente por eso iba lleno de pasajeros. Si nada hubiera cambiado, buena parte de los que iban sentados mirarían sus móviles. Pero aquel día era distinto. Leían, escuchaban música, contemplaban el paisaje a través de las ventanillas. Cada uno disfrutaba de su tiempo libre. Las expresiones alegres en las caras eran mucho más abundantes que de costumbre. ¿Por qué la gente miraba la pantalla del móvil con una cara tan seria? Al ver el ambiente de paz que reinaba en el interior del tranvía, pensé que no me había limitado a alargar un poco mi vida, sino que había hecho algo maravilloso por el mundo.

Pero ¿era cierto que los teléfonos habían desaparecido por completo del mundo?

Al otro lado de la ventanilla, en la esquina del centro comercial, vi el restaurante de soba, uno de cuyos empleados solía darle a Col virutas de bonito seco. En el letrero del establecimiento seguía figurando su número de teléfono.

Examiné el interior del tranvía. Los carteles publicitarios de teléfonos móviles fijados bajo el techo se apretujaban en el pequeño espacio. Sin embargo, ningún pasajero estaba mirando el móvil. ¿Qué significaba realmente aquello? De improviso pensé en Doraemon, en los volúmenes editados por Tentomushi Comics donde aparece un utensilio secreto llamado «gorra guijarro». El relato es como sigue:

Los padres de Nobita Nobi le riñen como de costumbre. «No quiero que nadie se preocupe por mí, quiero que todos me dejen en paz», le implora a Doraemon. Este saca de su bolsillo cuatridimensional la «gorra guijarro» y le dice que, si se la pone, llevará la existencia de un guijarro al borde del camino, es decir, será como un objeto material que todo el mundo puede ver pero del que nadie hace caso. Nobita, muy contento, se pone la gorra y durante cierto tiempo disfruta de la indiferencia absoluta de que es objeto, pero gradualmente se va sintiendo triste y solitario (eso es muy propio de Nobita). Sin embargo, inexplicablemente, no puede quitarse la gorra y al final se echa a llorar (cosa también muy propia de Nobita). Al empaparse de lágrimas, la gorra se hincha y por fin puede quitársela. Entonces los padres de Nobita lo reconocen y el niño se dice: «¡Cómo me alegro de que los demás estén al tanto de mí!». Lo cito de memoria, pero creo que así es el relato.

Me he desviado mucho del tema, pero supongo que el sistema estructurado por Aloha es muy similar a esa «gorra guijarro». Quiero decir que los teléfonos seguían físicamente presentes en el mundo, pero nadie se percataba de su existencia, nadie les prestaba atención. Se trataba de algo parecido a un estado de sopor colectivo. Realmente aquel diablo era como Doraemon.

Probablemente los teléfonos irán desapareciendo del mundo a lo largo de los años, como si fuesen esos guijarros al borde del camino en los que nadie se fija. Esta reflexión me hizo caer en la cuenta de que desconocía las cosas que habían eliminado las otras 107 personas con las que Aloha había entrado en contacto. No nos percatamos de esas desapariciones. Es como si una taza favorita o unos calcetines recién comprados hubieran desaparecido sin que nos diéramos cuenta y no los encontrásemos por muy minuciosa que fuese la búsqueda. Parece imposible que se pierdan, pero eso es lo que ha ocurrido. Tales pérdidas siempre pueden estar produciéndose en algún lugar sin que nos enteremos.

Tras recorrer dos largas pendientes, el tranvía llegó a la ciudad vecina. Bajé en una gran plaza y me dirigí al lugar del encuentro. En el centro de la plaza había una torre con un reloj en lo alto. Cuando iba a la universidad, mi novia y yo solíamos encontrarnos aquí. Las calzadas que rodeaban la torre estaban flanqueadas por restaurantes, librerías y tiendas. Faltaban quince minutos para la hora de la cita. Normalmente me habría dedicado a mirar el móvil, pero en vez de eso saqué un libro de bolsillo y me puse a leer hasta que ella llegara.

Sin embargo, no se presentó a la hora convenida. Media hora después seguía sin aparecer y me sentía perplejo. Inconscientemente me llevé la mano al bolsillo, en busca del móvil. No estaba allí. Era cierto, lo había eliminado. ¿Me habría equivocado de lugar de encuentro? ¿O tal vez de hora? Le había llamado en medio de mi trato con el diablo, cuando estaba lleno de agitación, y era muy probable que en semejantes circunstancias me hubiera confundido.

«Qué fastidio», me dije sin querer. Me había librado del teléfono, pero ahora lo necesitaba. Esperé tembloroso junto a la torre del reloj.

Recuerdo haber dicho «qué fastidio» a menudo en la época de la universidad, cuando salíamos juntos. Ella procedía de una gran ciudad y había venido a esta localidad provinciana, donde estudiaba filosofía. En la casa alquilada tenía un ventilador, una estufa eléctrica y muchos libros. Todos se comunicaban por el móvil excepto ella. Carecía tanto de móvil como de teléfono fijo. Inevitablemente tenía que llamar desde un teléfono público. Cuando la indicación de «teléfono público» aparecía en la pantalla de mi móvil, me sentía feliz, como si mi cuerpo flotara en el aire. Le respondía de inmediato, sin que me importara dónde estuviese, tanto si era en clase como desempeñando uno de mis trabajos de jornada parcial.

Lo peor era cuando no podía responder a tiempo, y lo lamentaba al ver el registro de la llamada. Retornarla habría sido inútil, pues era el número de un teléfono público. En aquella época soñaba a menudo con una cabina telefónica vacía cuyo timbre no deja de sonar. Tras llevarme varias veces esa decepción, decidí dormir con el móvil encima del pecho. Me dormía notando el calorcillo del aparato, como si fuese la temperatura corporal de mi chica. Cuando llevábamos seis meses de relación, ella se dejó persuadir por mi insistencia e instaló en su casa un anticuado teléfono negro. Me dijo orgullosamente que se lo habían regalado y, al mostrármelo, hizo girar el disco varias veces. Me llamó muy a menudo desde aquel teléfono, hasta tal punto que el número que aparecía en la pantalla de mi móvil se me quedó grabado, como si impregnara mi cuerpo y este lo absorbiera.

Era asombroso. No recordaba los números registrados en mi móvil, ni de amigos ni de compañeros de trabajo, y mucho menos el de mis padres. Había trasladado al aparato la responsabilidad de memorizar perfectamente todos los números. Al reflexionar en ello, temí que me estuviera ocurriendo algo terrible.

El día anterior había decidido recordar los números absorbidos por mi cuerpo, y el que me vino espontáneamente a la memoria fue el de mi exnovia. Al final había confiado en el vínculo inscrito en mi memoria corporal.

Hace siete años que nos separamos, pero había algo que deseaba preguntarle. Cuando respondió a mi llamada, me dijo que trabajaba en un cine de barrio y que tenía libre el día siguiente. Agradecí esa casualidad y convinimos la cita.

—Entonces hasta mañana —dijo ella. Su voz era exactamente la misma que en la época de la universidad, y me sentía como si de improviso hubiera retrocedido siete años en el tiempo.

Pasé una hora al pie de la torre del reloj, y cuando parecía que el frío iba a fusionarme los pies con los adoquines, vi que venía corriendo hacia mí.

No había sufrido el menor cambio en siete años. La misma manera de vestir, la misma manera de correr. La única diferencia era que antes tenía una larga melena y ahora llevaba el cabello muy corto.

La palidez de mi cara pareció alarmarla.

—¿Qué te pasa? —me preguntó en un tono de preocupación—. ¿Te encuentras bien?

Ni «¿qué tal?» ni «¡cuánto tiempo!». Era penoso que sus primeras palabras fuesen para preguntarme si me encontraba bien. Hablamos y descubrí que, en efecto, me había equivocado y acudido a la cita una hora antes de lo convenido.

—Qué fastidio, ¿verdad?

—Sí que lo es —replicó ella, riendo.

—ES PROBABLE QUE me muera dentro de poco.

Le hice esta confesión en la cafetería, ante una taza de café caliente. Ella permaneció un rato en silencio mientras tomaba lentamente su cacao.

—¿Ah, sí? ¿Y eso?

La indiferencia de su reacción me dejó estupefacto. En la cocina tradicional de la anguila existen tres grados de calidad que, de menor a mayor, se denominan ciruela, bambú y pino. Yo había esperado de ella que tuviera una de esas tres reacciones. Ciruela: «¿Por qué? ¿Qué te ocurre?». Bambú: «¡Dime qué puedo hacer por ti! ¡Lo que sea!». Pino: sin decir nada, se echaría a llorar desconsoladamente. Sin embargo, su reacción estaba incluso por debajo del grado de ciruela.

Aunque, pensándolo mejor, yo mismo había mantenido una notable presencia de ánimo cuando recibí mi sentencia de muerte. Era natural que otra persona no se sorprendiera ni desesperase ni lamentara algo que ni siquiera yo mismo tenía claro. ¿Por qué esperamos del prójimo que haga lo que nosotros mismos no podemos hacer? ¿Deseaba que ella se sorprendiera de mi situación y la lamentase?

—Pero ¿por qué tan de repente?

—Se trata de un cáncer…

—Vaya… eso es grave. Pero no pareces nada triste. Tal vez sea así como uno se comporta cuando sabe que su muerte está cerca.

No podía decirle que el motivo de mi relativa serenidad era el trato que había hecho con el diablo para alargar mi vida. No creo que exista un solo hombre en el mundo al que le parezca bien que su primer amor piense que se ha vuelto loco antes de morir. Además, lo que deseaba decirle no era eso.

—Bien…

—¿Qué?

—Cuando sabes que probablemente vas a morirte muy pronto, deseas preguntar ciertas cosas sobre ti mismo, necesitas confirmarlas.

—Ya veo. ¿Es eso lo que te ocurre?

—A decir verdad, quisiera averiguar el sentido de mi vida.

—¿Te interesa saberlo?

—Claro que me interesa. Quiero que me cuentes algunos de los recuerdos que tienes de cuando estábamos juntos. Todo me servirá, no importa lo pequeños que sean los detalles.

Tras haberme apresurado a decirle lo que deseaba, apuré el tibio café. Ella estaba pensativa.

—Si se trataba de eso, deberías habérmelo planteado previamente —musitó.

Me sentía incómodo, así que fui al lavabo y esperé un largo rato antes de volver a la mesa.

—La frecuencia con que ibas al lavabo —dijo ella de improviso.

—¿Cómo?

—Ibas muy a menudo.

Eso era lo primero que se le ocurría.

—Y estabas mucho rato en el lavabo. Cosa de hombres, sin duda.

Era increíble. ¿De repente me salía con eso? Además, nunca me había dicho tal cosa. Pero es cierto que voy mucho al lavabo y paso ahí largo tiempo. El lavabo es un mundo aparte donde puedo pensar a fondo, lo utilizo sin prisas y, mientras me lavo las manos, vuelvo a la realidad inmediata. En cambio, ella rara vez iba al lavabo. Cuando lo hacíamos juntos, siempre terminaba antes y me esperaba fuera.

—Otra cosa es que suspiras demasiado. Eso siempre me hizo pensar que debías de tener muchos problemas.

—¿Tanto suspiraba?

—Y no tomabas ni una gota de alcohol.

—Perdona…

—Ah, sí, aunque eres un hombre, en el restaurante no podías decidir lo que deseabas y siempre acababas pidiendo curry. Si me enfadaba, te deprimías y entonces te costaba mucho recuperarte.

Había hablado de corrido, y entonces tomó el cacao con una expresión que revelaba lo muy satisfecha que se sentía. ¿Era aquello lo que tenía que escuchar al final de mi vida? ¿Y el sentido de mi existencia? ¿Y su valor? Era demasiado cruel. ¿Tales eran los recuerdos que tenía del hombre al que supuestamente había amado? No, no se trataba de crueldad. Como les sucede a todas las mujeres, era muy severa y tajante con respecto a un hombre de su pasado. Traté de convencerme de que era eso lo que le ocurría.

—Ah, y recuerdo otra cosa. Aunque hablabas mucho por teléfono, cuando estábamos juntos como ahora no me decías nada.

En ese punto tenía toda la razón.

En aquel entonces podíamos hablar por teléfono dos o tres horas seguidas. A veces la conversación se alargaba hasta ocho horas y, como la distancia entre nuestros domicilios podía cubrirse a pie en media hora, comentábamos riendo que habría sido mejor que nos hubiéramos visto.

Pero eso no era exacto. Cuando estábamos juntos, no teníamos nada que decirnos. Creo que la sensación de distancia, físicamente lejos pero psicológicamente cerca, que proporciona el teléfono nos surtía de temas y daba viveza incluso a los más insignificantes.

De todos modos, la valoración que hacía de mí era demasiado baja. Puesto que aquella era la última vez, ¿no podía tener alguna atención conmigo? Pese a lo desolado que estaba, quería llegar al fondo del asunto.

—¿Cómo pudiste estar conmigo durante tres años si tengo tantos puntos negativos?

—Es cierto, pero…

—¿Pero qué?

—Me gustaban tus llamadas. Me gustaba que me hablaras de música y novelas, como si eso pudiese cambiar el mundo, a pesar de que, cuando nos veíamos, apenas me hablabas.

—La verdad es que también yo tenía la sensación de que cambiaba el mundo cuando escuchaba tus comentarios sobre una película que habías visto.

Así empezamos a andarnos por las ramas, hablando de cosas como el chico más delgado de la clase, que se ha convertido en un hombrón de ciento veinte kilos, y la chica menos llamativa, que se casó poco después de graduarse y tiene cuatro hijos. Mientras charlábamos, empezó a oscurecer, y al salir de la cafetería la acompañé a su casa.

Vivía en el cine donde trabajaba, en una habitación encima de la sala.

—Así que al final te casaste con el cine —le dije.

—Anda, no me gastes esa clase de bromas —replicó riendo.

—¿CÓMO ESTÁ TU padre? —me preguntó cuando recorríamos lentamente el camino empedrado.

—Pues… la verdad es que no lo sé.

—Todavía no habéis hecho las paces…

—No he vuelto a verle desde que murió mi madre.

¿Por qué nos separamos? Sería fácil decir que por aburrimiento, pero por mucho que buscara no podría encontrar un motivo determinante.

Ella había permanecido un rato callada, y de repente se volvió hacia mí.

—Por cierto, ¿te acuerdas?

—¿De qué?

—De mi comida favorita.

Era una pregunta inesperada. Transcurrieron quince segundos.

—¿Langostinos rebozados?

—¡Respuesta incorrecta! Tempura de maíz.

Por poco… No dejaba de ser algo frito. ¿A qué venía ese giro en la conversación?

—¿Y mi animal favorito?

—Pues…

—El mono japonés.

No me dio tiempo a decirle que lo había tenido en la punta de la lengua.

—A ver, ¿cuál es la bebida que más me gusta?

—Hmm… lo siento, me rindo.

¿Cuál sería? No lo recordaba en absoluto.

—El cacao, lo que he tomado antes. ¿Lo habías olvidado?

No, ahora lo recordaba todo. Recordaba lo mucho que le gustaba la tempura de maíz y que, cuando era la temporada, siempre lo pedía. Cuando íbamos al zoo no se movía del montículo donde estaban agrupados los monos japoneses, y era cierto que tomaba cacao caliente tanto en invierno como en verano. No es que hubiera olvidado todo eso, sino que los recuerdos no habían aflorado. Mi corazón, como la pesada piedra que se pone sobre los encurtidos, parecía haber confinado los recuerdos que tenía de ella.

—Es fácil olvidar, ¿verdad?, pero ya me lo esperaba. Es lo que ocurre con el motivo de nuestra separación. No vale la pena recordarlo.

—¿Tú crees?

—Pero el único motivo que se me ocurre es el viaje a Buenos Aires.

—El viaje a Buenos Aires… Lo recuerdo con nostalgia.

EN AQUELLA ÉPOCA nunca abandonábamos nuestra ciudad. Cuando salíamos juntos, íbamos aquí y allá y volvíamos al mismo sitio, como en el juego de Monopoly. Sin embargo, nunca nos aburríamos. Finalizadas las clases, nos encontrábamos en la biblioteca, íbamos al cine, luego charlábamos tranquilamente en una cafetería y terminábamos haciendo el amor en su habitación. En ocasiones ella preparaba obento[4], tomábamos el funicular e íbamos a comer al lugar desde donde se abarcaba el mejor panorama.

Esta clase de salidas nos bastaba. Visto desde ahora, resulta increíble, pero creo que entonces la sensación del tamaño de la ciudad se correspondía muy bien con la sensación de nuestro propio tamaño.

Salimos juntos durante tres años y medio, y en todo ese tiempo solo hicimos un viaje al extranjero.

FUIMOS A BUENOS Aires. La primera y única vez que he salido de Japón. Nos había entusiasmado una película de un director de Hong Kong rodada en esa ciudad, y decidimos viajar allá aprovechando el último periodo vacacional largo una vez finalizados los estudios universitarios.

Volamos por una línea aérea americana barata (en el avión hacía un frío excesivo y la comida parecía de arcilla), haciendo varios transbordos, y aterrizamos en Buenos Aires al cabo de veintiséis horas. Desde el aeropuerto de Ezeiza fuimos al centro en un taxi sospechoso. Al entrar en la habitación del hotel, nos dejamos caer en la cama, pero no pudimos dormir. Aunque debíamos de estar muy cansados, nuestro reloj biológico seguía ajustado a la hora japonesa y resultaba imposible conciliar el sueño. Nos encontrábamos en las antípodas de Japón.

Decidimos prescindir del sueño, saltamos de la cama y salimos a pasear por la ciudad. En las calles adoquinadas vibraba el sonido del bandoneón y había bailarines de tango. Caminamos por aquella Buenos Aires de cielo bajo hasta el cementerio de la Recoleta, deambulamos por los laberínticos senderos y por fin localizamos la tumba de Evita. Luego comimos en un café donde un anciano y canoso guitarrista tocaba melodías de tango.

Al atardecer fuimos en autobús al barrio de Boca. Avanzamos durante una media hora por una estrecha carretera, hasta que apareció la pintoresca hilera de casas. Amarillo mostaza contra el azul celeste, verde esmeralda y rosa asalmonado. Muchas de las casas son de madera y están pintadas de colores pastel que brillan bajo la luz de la tarde. Después de pasear por aquel barrio que parecía de juguete, ya de noche fuimos a la tanguería La Ventana de San Telmo. El calor del tango nos transportó a un mundo exótico.

Desde entonces y durante varios días recorrimos la ciudad de Buenos Aires como si flotáramos a causa de un acceso de fiebre.

EN EL HOTEL barato donde nos alojábamos conocimos a Tom. Aunque se llamaba así, era japonés. Tenía veintinueve años y había dejado su trabajo en una agencia de publicidad para dar la vuelta al mundo. Al anochecer, íbamos con Tom a un supermercado cercano y comprábamos vino, carne y queso, hacíamos la cena y la sobremesa se prolongaba durante toda la noche.

Tom nos hablaba de los diversos países que había visitado. Las rollizas vacas de la India, los pequeños bonzos tibetanos, la Mezquita Azul de Estambul, las noches blancas de Helsinki, el océano que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en Lisboa. Tom bebía mucho, y en su estado de embriaguez seguía hablando como si soñara. Nos decía que en este mundo hay muchas crueldades, pero también mucha belleza que las compensa. Lo que nos contaba era absolutamente inimaginable para nosotros, que vivíamos en una ciudad pequeña y teníamos muy limitado el alcance de nuestros movimientos. También Tom, unas veces riendo y otras al borde de las lágrimas, escuchaba nuestras anécdotas. Allí, en las antípodas, los tres charlábamos sin cesar.

Un día, cuando se acercaba la fecha del regreso a Japón, Tom tardaba en volver al hotel. Ella y yo le esperamos tomando vino, pero Tom definitivamente no apareció. Al día siguiente por la mañana nos informaron de que había muerto.

Había ido a ver una imagen monumental de Cristo que se encuentra en la frontera entre Argentina y Chile, y el autocar en el que viajaba cayó por un precipicio. Nos parecía estar soñando, experimentábamos una sensación de irrealidad. Tom entraría en el comedor de un momento a otro, con una botella de vino en la mano, y diría: «¡Vamos a beber!». Pero no regresó. Pasamos el resto del día en un estado de ingravidez, como si flotáramos sobre las nubes.

El último día de nuestra estancia en Argentina fuimos a ver las cataratas de Iguazú. Desde el aeropuerto, recorrimos un trayecto de media hora en coche y luego caminamos durante dos horas hasta llegar a la Garganta del Diablo. Es la catarata con mayor caudal del mundo, y aparece en aquella película de Hong Kong. El agua se precipita en una garganta con una fuerza impresionante, un espectáculo que nos hizo experimentar la violencia de la naturaleza.

De repente me di cuenta de que ella estaba llorando. Lo hacía ruidosamente, pero por mucho que llorase el estruendo de la catarata disipaba el sonido de su llanto. En aquel momento asumí la realidad de la muerte de Tom. Ya no volveríamos a vernos, ya no podríamos charlar hasta la madrugada ni beber y comer juntos. Ahora, por primera vez, tanto ella como yo sentíamos en lo más hondo la verdadera realidad de la muerte.

Ella seguía llorando en aquel lugar donde los humanos somos seres desvalidos, y yo no podía hacer más que seguir contemplando la blanca masa de agua que engullía la tierra.

REGRESAMOS A JAPÓN invirtiendo el mismo tiempo que a la ida, veintiséis horas. Durante todo el vuelo no intercambiamos una sola palabra. ¿Acaso habíamos hablado demasiado en Buenos Aires? De ninguna manera. Sencillamente, no encontramos nada de lo que mereciera la pena hablar. No es que no habláramos, sino que no podíamos hacerlo. A pesar de que estábamos tan cerca, no podíamos transmitir nuestros pensamientos, éramos incapaces de verbalizarlos. Lamentablemente, nos habíamos quedado sin palabras. Y así, sin decirnos nada, durante veintiséis horas compartimos el presentimiento del final, del mismo modo que habíamos tenido el presentimiento del inicio.

Cuando no pude seguir soportando el largo silencio a bordo del avión, abrí la guía y pasé unas páginas. Vi la foto de una magnífica montaña, el Aconcagua, que se alza en el límite entre Argentina y Chile y es la más alta de Sudamérica. Pasé más páginas y apareció la imagen de Cristo en lo alto de la montaña. Me pregunté si Tom la vería o si habría muerto antes de verla. Traté de imaginarlo. Tom se apeó del autocar y, desde la cima de la montaña, contempló la enorme extensión de tierra allá abajo. Al volverse vio la sombra de la gran cruz que caía sobre su espalda. Alzó la vista hacia la imagen de Cristo con los brazos extendidos y vio deslumbrado cómo brillaba debido a la luz del sol que incidía en ella por detrás.

Al borde de las lágrimas, miré por la ventanilla. El océano cubierto de hielo se extendía sin límite. Aquellas aguas a las que la luz de la tarde daba una tonalidad violeta eran tan bellas como crueles.

Veintiséis horas después estuvimos de regreso en nuestra ciudad, parecida a un juego de Monopoly.

—Bueno, hasta mañana.

Ella se despidió de mí en la estación como de costumbre y echó a andar cuesta abajo.

Permanecí en silencio y me limité a contemplar su espalda erguida que se alejaba.

A la semana siguiente nos separamos. Lo decidimos tan solo después de haber hablado cinco minutos por teléfono. Bastó una conversación formal, como un trámite en la administración pública, para poner fin a nuestras relaciones. Habíamos hablado durante más de mil horas por teléfono. Un noviazgo construido mediante mil horas de llamadas finalizaba con una de cinco minutos.

Aunque el teléfono había sido muy útil para estar en contacto, por otro lado nos hizo perder el tiempo necesario para que cada uno pensara en el otro y ejercitase su imaginación. El teléfono nos arrebató el tiempo en el que habríamos reunido nuestros pensamientos, lo evaporó.

Cada mes recibía la factura del móvil. Veinte horas de llamadas en total. Doce mil yenes. ¿Era ese el precio de nuestra conversación? ¿Cuánto valdría una palabra? El teléfono era lo que nos había permitido hablar durante horas y horas, pero ya no podía mantenernos unidos. Y cuando salimos al mundo fuera del Monopoly, nos percatamos de que las reglas de ese juego eran lo que sostenía nuestra relación. Hacía tiempo que habíamos dejado de amarnos y los días pasados en Buenos Aires nos hicieron ver que las reglas del juego no tenían ningún sentido. Pero era inevitable que eso me causara cierto dolor.

Todavía pienso que si a bordo de aquel avión hubiéramos tenido el teléfono, tal vez no nos habríamos separado. Quizás habríamos prescindido del Monopoly e iniciado otro juego. Trato de imaginarnos durante las veintiséis horas en el avión. Dios nos ha prestado teléfonos y la llamo. A ella, que está sentada a mi lado.

—¿En qué estás pensando?

—¿Y tú en qué piensas?

—Estoy triste.

—Me siento sola.

—Yo estaba pensando en ti.

—También yo pensaba en ti.

—Quiero volver a casa cuanto antes.

—Yo también.

—¿Qué haremos entonces?

—¿Qué podríamos hacer?

—¿Vivimos juntos?

—No es una mala idea.

—En casa tomaremos café.

—Yo tomaré cacao.

De haber tenido teléfono, habríamos podido hablar incluso durante veintiséis horas. Cualquier tipo de conversación habría valido. Tan solo comunicar tu pensamiento a tu pareja y escuchar sus sentimientos habría sido perfecto. Si hubiera habido teléfonos, habría sido perfecto, pero allí no los había.

«Bueno, hasta mañana», había dicho ella en la estación, al marcharse.

Todavía recuerdo a veces que eso fue lo que me dijo con una leve sonrisa, una sonrisa que permanece en un recoveco de mi corazón como un ligero dolor que en los días lluviosos se hace notar como una herida antigua.

La verdad es que me aquejan muchos pequeños dolores similares. Tal vez esa clase de dolores sea lo que la gente llama arrepentimiento.

—Hoy…

El sonido repentino de su voz me hizo volver a la realidad. Vi que estábamos delante del cine.

—¿Decías?

—Perdona. Hoy solo te he dicho cosas desagradables.

—No, qué va. Ha sido interesante.

—Pero eso es lo que nos prometimos.

—¿Cómo?

—Has vuelto a olvidarte. Prometimos que, si nos separábamos, cada uno le diría al otro todas las quejas que tiene.

Sí, era cierto que prometimos tal cosa. Si un día nos separábamos, cada miembro de la pareja le diría al otro lo que le desagradaba de él. Yo solía decir, sin avergonzarme lo más mínimo, que como la vida continuaba a pesar de nuestra separación, teníamos que ser hasta el final maestros de nuestras vidas, de la misma manera que habíamos sido novios. Cada vez que le decía eso, ella replicaba que no podía imaginar nuestra separación. A mí me sucedía lo mismo.

—Te he soltado todo lo que no me gustaba de ti antes de que mueras —dijo ella, riéndose alegremente.

—Y yo te estoy agradecido porque me has permitido cumplir esa promesa. Pero no son cosas para decirlas en los últimos momentos de la vida. —Me reí también.

Cuando empezamos a amarnos, no podía imaginar que llegaría un día en que pondríamos fin a nuestra relación. Era feliz, y creía que ella también lo era. Hasta que la situación cambió. Yo era feliz, pero ella estaba triste. Sin duda al amor le llega su final y no obstante, aunque lo sabemos, de todos modos nos enamoramos. Tal vez sea lo mismo que ocurre con la vida. Llega a su término indefectiblemente, y aunque lo sepamos, seguimos viviendo. Sucede lo mismo que con el amor, la vida resplandece precisamente porque se acaba.

—De modo que vas a morirte pronto, ¿no? —me dijo mientras empujaba la puerta del cine, que parecía pesada.

—No es algo para preguntarlo tan a la ligera, ¿no crees?

—Como es la última vez, te pasaré la película que más te guste y la veremos juntos.

—Gracias.

—Bien, nos veremos aquí mañana a las nueve de la noche. Cuando termine la última sesión, empezará tu película. Trae la que prefieras.

—Entendido.

—Una última pregunta…

—¿Otra?

—¿Cuál es mi lugar preferido?

¿Cuál podría ser? No tenía la menor idea.

—Tampoco te acuerdas, tal como suponía. Bien, tienes hasta mañana para encontrar la respuesta. Tómatelo como unos deberes escolares.

Entró y cerró la puerta tras de sí.

—Hasta mañana —me dijo a través del vidrio.

—Hasta mañana —le respondí.

YA HABÍA OSCURECIDO. Alcé la vista y contemplé durante un rato el edificio de ladrillo del cine iluminado por luces rojas y verdes.

Qué día tan extraño. El teléfono había desaparecido del mundo. Pero ¿qué pérdida personal significaba eso para mí?

De repente un instrumento que almacenaba mis recuerdos y mis relaciones con el prójimo ya no existía. Lo peor de todo era la incomodidad que suponía su desaparición. Mi inquietud cuando la esperaba al pie de la torre del reloj era más de lo que podría haber imaginado.

Gracias a los inventos del teléfono y el móvil, hemos dejado de tener problemas de comunicación y la espera para entrar en contacto ha perdido su sentido. La incertidumbre, una cálida sensación al pensar en la inminencia del encuentro mientras esperaba y el frío que me hacía temblar persistían en mi interior.

—Ah. —En aquel momento lo recordé—. Es este lugar.

Me había preguntado por su lugar preferido. Era aquel cine.

En otro tiempo ella solía decirme: «Tengo la sensación de que este cine me espera siempre y me guarda una plaza libre. Cuando ocupo ese asiento, la sala se completa».

Había recordado la respuesta correcta y tenía que decírselo en seguida. Busqué el móvil en el bolsillo, pero no estaba. Claro, había dejado de existir. Me sentí irritado. Quería comunicarle la respuesta correcta en aquel mismo momento. Mientras pisoteaba el suelo para mantener el frío a raya, alcé los ojos y contemplé el edificio.

En aquel instante me percaté de que sentía lo mismo que en nuestra época estudiantil, cuando esperaba su llamada telefónica. El mismo tiempo durante el que estás impaciente, a la espera del encuentro inminente con otra persona, es el tiempo durante el que piensas en ella. Antes nos comunicábamos por carta, y el intervalo de espera hasta la llegada del correo se me hacía muy largo.

Los regalos en sí no tendrían sentido sin el tiempo que dedicamos a buscarlos, imaginando la satisfacción de su destinatario.

Para lograr algo tienes que perder algo. Recordé de improviso estas palabras de mi madre. Sí, fue precisamente el día en que cesaron los estornudos y los mocos. Acariciaba a Lechuga, que dormía acurrucado en sus rodillas, y me lo dijo con dulzura pero con total convicción.

Mientras contemplaba el edificio del cine pensé en ella.

«Pronto te vas a morir, ¿no?». Sus palabras me habían afectado profundamente.

De repente me empezó a doler la parte derecha de la cabeza. Me ahogaba y no podía respirar. Tenía unos escalofríos terribles e incesantes y me castañeteaban los dientes.

Así que iba a morir. Pero no, no quería morir. Incapaz de tenerme en pie, me acuclillé delante del cine.

—¡No quiero morir!

De repente oí mi propia voz a mis espaldas y me volví, sorprendido. Era Aloha.

—Te has asustado, ¿verdad?

A pesar de que la temperatura estaba por debajo de cero, solo él vestía camisa hawaiana y pantalón corto, y llevaba las gafas de sol encima de la cabeza. Ya no era la camisa con la palmera y el coche americano, sino otra con un delfín y una tabla de surf. Hasta se había cambiado de camisa… Yo estaba muy molesto, pero no tenía fuerzas para mostrarle mi enfado.

—Qué bien. Una cita. Qué envidia me dais. Os he estado mirando. Se os veía muy contentos.

—¿Desde dónde nos estabas mirando? —le pregunté, empapado de un sudor frío.

Aloha señaló el cielo.

—Desde ahí arriba. —No estaba en condiciones para departir con él—. En serio. No quieres morir todavía, ¿eh? No sabías que tuvieras tanto apego a la vida, ¿verdad?

—No lo sé…

—Es indudable. No quieres morir, claro que no. Ni tú ni nadie. En eso todos sois iguales.

Me daba mucha rabia, pero debía reconocer que estaba en lo cierto. No era exactamente que no quisiera morir, sino que el temor a la muerte era insoportable.

—¡Ya tengo lo siguiente! He decidido lo que voy a eliminar.

—¿Cómo?

—¡Es esto! —exclamó, señalando el edificio del cine—. Sí, ¿qué tal si ahora eliminamos el cine? A cambio de tu vida.

—El cine… —Miré el edificio, cada vez más difuminado dentro de mi campo visual.

Era el cine al que había ido casi a diario con ella, donde había visto innumerables películas. Corona regia, caballo, payaso, nave espacial, chistera, metralleta, mujer desnuda… las escenas cinematográficas desfilaban una tras otra por mi mente. El payaso se reía, la nave espacial trazaba su ballet por los espacios siderales y el caballo empezaba a hablar. Era una pesadilla. ¡Socorro!, grité sin voz, y perdí el conocimiento.

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