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Leo

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You put your arms around me

And I believe that it’s easier for you to let me go.

Christina Perri, «Arms»

—Y entonces, ¿lo nuestro…?

La pregunta quedó colgando entre nuestros platos de comida china como un puñal. Sophie abrió los ojos antes de bajar la mirada, gesto que atribuí a que esa parte de la conversación la quería dejar para más tarde.

—Lo nuestro… No quiero que desaparezca —dijo ella—. Pero ambos sabemos lo complicada que puede ser una relación a distancia.

Se había peinado con unos tirabuzones perfectos, e iba tan maquillada como si fuéramos a asistir a una gala. Había encargado comida de nuestro restaurante chino favorito y el aroma a salsa agridulce inundaba la casa. Todo para que el golpe fuera menos duro, más soportable.

Mientras servía, me había explicado que la empresa In-sight quería que viajara en un par de semanas a San Francisco durante un período de tres a cinco meses (prorrogable) para asistir al curso de preparación.

Pero yo apenas la escuchaba. Mi mente se encontraba barajando todas las posibilidades a una velocidad de infarto y todas me parecían tan oscuras como inciertas. Por primera vez en mi vida, tenía miedo de ser yo quien tomara la decisión. Si salía mal, al menos quería tener la oportunidad de culpar a otro.

—Entonces, ¿qué propones? —pregunté.

—Supongo que seguir juntos —contestó, y yo solté una bocanada de aire que no me había dado cuenta de que estaba reteniendo—. Pero con una condición: que en el momento en que uno de los dos deje de estar enamorado, se lo diga al otro.

—En persona.

—O por teléfono; si no la ruptura va a ser tan cara como dolorosa.

Me lo pensé unos instantes antes de poner la mano sobre la mesa para cerrar el trato.

—Hecho. Sin rencores.

Ella me la estrechó.

—Sin rencores.

Pero ahora en el coche, de camino a un prado a las afueras de Madrid donde tendría lugar el rodaje del anuncio, la inseguridad volvía a provocarme retortijones. ¿Y si cuando Sophie llegara a San Francisco conocía a uno de esos diseñadores multimillonarios contra el que era imposible competir? ¿Y si olvidaba nuestro pacto y me ponía los cuernos sin llamarme siquiera?

Golpeé la cabeza contra la ventanilla para dejar de rallarme. Eso no iba a suceder. Ninguno le iba a poner los cuernos al otro. Al menos no sin dar parte previo (ja, ja).

Además, ¿quién me decía que no sería yo quien se olvidaría de ella pasados los dos primeros meses? Tampoco es que yo fuera un santo, la verdad… pero con Sophie era distinto. Yo era distinto. Era mejor.

Perdí el hilo de mis pensamientos cuando el coche se internó en un camino pedregoso flanqueado por encinas y pinos. No advertí hasta ese momento que había ido todo el viaje acariciando el colgante de Tonya.

—¡Leo! ¿Cómo estás?

Cuando me apeé, Jaume Esbarra se acercó a mí casi al trote para darme la mano y pasarme un brazo por los hombros.

—¿Con ganas de trabajar? Ya lo tenemos todo listo. ¿Quieres tomar un café rápido antes de que te maquillen? ¿Un bollo?

Aturdido como estaba por el viaje, tardé en responder que estaba bien y que no necesitaba nada. Mis ojos se movían por aquel prado de hierba amarillenta en el que habían montado las carpas de rodaje. Había cables, pantallas de luz, pértigas para micrófonos y gente corriendo de un lado a otro por todas partes. El sol pegaba fuerte sin una nube a la vista y yo ya empezaba a achicharrarme a pesar de ir solo con una camiseta y unos vaqueros.

De camino a los improvisados camerinos que habían montado en una de las roulottes, atisbé una vaca no muy lejos de allí encerrada en un corral que, por la pinta que tenía a dibujo de cuento, supuse que también era de mentira.

Mientras un chico un poco mayor que yo se afanaba en quitarme brillos y remarcar las facciones de mi cara con un maletín lleno de pinturas y brochas, Jaume fue explicándome en qué consistiría mi trabajo.

—Conoces el cuento de la lechera, imagino.

—¿El de la tía que lleva un bol de leche y se le va la cabeza pensando lo que va a hacer con ella y después se tropieza y se cae y pierde la leche?

—Exacto.

—Es uno de los favoritos de mi padre.

—Me alegro. Pues la idea para este spot es jugar con esta historia. Tú serás la lechera, pero en lugar de un tarro con leche, te encontrarás con yogures Nadiur.

Asentí con los labios cerrados mientras me maquillaban los pómulos.

—No tienes apenas diálogos, así que no tienes de qué preocuparte. Cuando hayas terminado con maquillaje, aquí tienes la ropa que debes llevar. —Y señaló una bolsa de percha que había sobre el sillón, detrás de mí—. Te espero fuera.

Quince mil euros. Ese sería el dinero que cobraría por la campaña completa de los yogures Nadiur. Y lo mejor de todo era que solo tendría que rodar esa mañana. Nada de ensayos previos, nada de imprevistos.

Aunque el chico terminó de pintarme la cara cinco minutos más tarde, y en dos ya estaba vestido, tardé otros diez en atreverme a salir de la roulotte. Las pintas que llevaba no eran ni medio normales. ¿Cómo pensaban atraer al público joven con un anuncio en mitad de un prado, con el cuento de la lechera como telón de fondo y conmigo vestido de pastor de los Alpes?

Atravesé el campamento con los ojos clavados en el suelo hasta donde se encontraba el director.

—¡Ya estás! —dijo con su entusiasmo habitual—. Fantástico. Pues comencemos. ¿Amaia?

Una chica rubia que quitaba el hipo, vestida como una tirolesa, con el pelo recogido en dos coletas y los pechos a punto de estallar bajo el corsé, se acercó a nosotros y me saludó dándome dos besos.

—Esta es la idea, Leo: en la primera parte del clip tú llevas a la vaca agarrada del collar. Mientras paseas dices: «Quiero presentaros a mi pareja perfecta. He estado esperando el momento perfecto, y por fin ha llegado» y das una palmada a la vaca en el lomo. En la segunda parte, apareces con dos botellas de cristal llenas de leche. Tu frase ahí es: «Cuando la veáis, os va a encantar. Os olvidaréis de todas las demás. Esta es única, sana, distinguida, y está más buena…». Por último, en la tercera parte, aparece Amaia sentada en esa mesa de picnic que ves allí. «Mirad, allí está. Lista después de fermentar en las mejores condiciones», dices.

Abrí la boca para protestar por semejante comentario machista, pero él no había terminado.

—Entonces te acercas, pero antes de llegar te tropiezas y te caes. Sonará a roto, como si la leche se hubiera echado a perder. Pero entonces te levantas, ¡y coges los yogures que hay sobre la mesa! Rompes el plástico entre los dos y te quedas con uno. Y dices a cámara: «Yogures Nadiur. Tu pareja perfecta». Después grabamos alguna toma más fija contigo, Amaia y los yogures, y hemos acabado. ¿Cómo lo ves? Bien, ¿no?

Era patético. Todo era patético. Pero dada la oportunidad que me habían brindado, me limité a asentir. Podía ser peor, supuse. Aunque seguía sin entender nada; ¿tan poco conocían a los jóvenes como para pensar que escogerían antes un par de yogures que a la tirolesa buenorra?

—¡Todos a sus puestos! —anunció el director—. Leo, esta es Gorda.

Gorda era la vaca con la que compartiría plano.

—Encantado, Gorda. —Y le di una palmada en el lomo. Ella mugió suave.

—La agarras de esta correa. Por aquí —me explicó la mujer de producción encargada de los animales—. A poco que tires, ella te seguirá. ¿Probamos?

Agarré de donde me indicaba y di un par de pasos. Tal y como había dicho la mujer, Gorda me siguió con obediencia.

—Mola —dije encantado con mi compañera de reparto. Siempre había querido un perro como mascota, pero una vaca tampoco estaba mal. ¿No había gente con cerdos? Pues eso.

—Vale, ¡comenzamos a grabar! —anunció Jaume, después me repitió mi frase para no olvidarla—. Luces, cámara… ¡acción!

Un tipo cerró la claqueta frente a la cámara y Jaume me hizo una señal con la mano para comenzar a andar. Me enrollé la correa con un par de vueltas en la mano, di un tirón y la vaca arrancó.

—Quiero presentaros a mi pareja perfecta —dije con mi tono más seductor—. He estado esperando el momento perfecto, y por fin ha llegado.

Tal y como me habían indicado, le di un cachete a Gorda en el lomo. Pero me pasé de fuerza. El animal mugió, esta vez como enojado, y echó a trotar de repente. El tirón fue tan inesperado que me fui con ella, incapaz de soltarme. Comencé a trastabillar hasta que un desnivel del prado me hizo caer el suelo. Aun entonces, seguí sin soltarme.

El animal me arrastró varios metros por el suelo antes de que la gente del equipo lograra calmar al animal y pudiera ponerme en pie. Avergonzado, magullado y con mi country outfit hecho un asco, me volví hacia el director.

—¡No pasa nada! —me aseguró, aunque pude jurar que estaba conteniendo las ganas de desternillarse—. Volvemos a empezar y esta vez acaríciala con más suavidad.

—¿Y mi ropa? —pregunté al descubrir un agujero a la altura de la rodilla.

—Así queda mucho más auténtico. Desde el principio.

Esta vez, ni yo toqué casi a Gorda, ni ella se volvió loca. Grabamos un par de tomas más y después pasamos a la escena de las botellas de leche. Decir que me sentía ridículo con aquel monólogo era quedarse corto, pero cuando terminamos y Amaia me premió con un abrazo (entre compañeros) la verdad es que se me pasó bastante el cabreo.

De vuelta en casa, Cora me llamó para preguntarme cómo había ido todo. Estuve a punto de contarle que había sido arrastrado por una vaca llamada Gorda, pero ni tenía ganas, ni pensaba que ella fuera a pillarle la gracia al asunto, así que lo dejé estar.

Con Sophie fuera (supuse que en el gimnasio) aproveché para practicar algunos ejercicios del curso de interpretación. Por mucho que detestara el curso, había pagado por las clases y no me hacía ninguna gracia tener que tirar ese dinero.

Me puse con el ejercicio de la hoja del árbol. Aparté todos los muebles del salón y comencé a rodar por el suelo. Recreaba las corrientes de aire tal y como decía el profesor. Sabía que aquello no me serviría para nada en el futuro, pero, puestos a ganarme algún título oficial que me acreditase como actor, prefería conseguirlo antes de quedarme sin él solo por un ataque de vergüenza ajena.

Así fue como me encontró Sophie: tumbado sobre el suelo, agitándome como si tuviera espasmos como un pez fuera del agua.

—¡Leo! —exclamó asustada.

Sin pensárselo dos veces, tiró la mochila en la entrada, cerró la puerta de golpe y corrió a arrodillarse junto a mí. Yo dejé de moverme de golpe y abrí los ojos.

—Estaba haciendo de hoja.

—¿Qué…? —Cabreada, me atizó un golpe en el hombro—. ¿Qué tienes en la cabeza? ¡Me has dado un susto de muerte!

—Tampoco es para ponerse así, ¿eh? —repliqué. Ella fue a levantarse todavía molesta, pero la atrapé entre mis brazos y giré, colocándola a ella debajo—. No quiero que te vayas.

—Leo, suéltame, por favor, tengo cosas que…

La callé con un beso mientras mis manos recorrían su cintura. Sophie respondió enseguida con un suave gemido contenido.

—No quiero que te vayas —repetí mientras dejaba su boca para acariciar su cuello con mis labios.

Sophie no tardó en responder. Enseguida sentí sus manos debajo de la camiseta, haciendo fuerza para quitármela. No me resistí mucho.

—Volveremos a vernos pronto… —me aseguró espaciando cada palabra con besos alrededor de mis orejas. Tuve que cerrar los ojos para controlar los escalofríos.

Le quité la camiseta de un tirón. Con un nuevo impulso, la coloqué sobre mí.

—Pronto en este caso significa una eternidad —le dije desabrochándole el sujetador.

Nuestras bocas volvieron a encontrarse, con ansia, desesperación, necesidad. Temiendo el futuro, idealizando el pasado. Sin más espacio entre nosotros que el de nuestras respiraciones, era imposible imaginar que en unos días fuéramos a ver amanecer a distinta hora.

Nos deshicimos de nuestros pantalones con torpeza.

—No dejaré que esto termine —insistí con la voz ronca.

Y ella, por respuesta, terminó de desvestirse. Yo hice lo propio.

Aquellas fueron las últimas palabras que pronunciamos. El resto de los deseos y promesas surgieron en forma de roces, besos, gemidos y abrazos.

El único pensamiento coherente que rondaba mi cabeza en esos momentos era que debía encontrar cualquier excusa para regresar a Estados Unidos. Lo que fuera.

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