Sexy girl

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Escuchamos un ruido a nuestra espalda. Al volvernos vemos a Charly y a la taquillera del Hip Hop, que se ha traído un violín.

—¿Ha empezado la fiesta? –pregunta Charly.

—¿Dónde te habías metido? –dice Kurt.

—Había una caravana de infarto en la M—30 —se disculpa Charly, abriéndose paso para echar una ojeadita, y añade, dirigiéndose a la taquillera—: Hay que darse prisa, Dómine. Hemos llegado justo a tiempo. Ya están haciendo la transacción.

—¿Qué—qué a—a vión—vión? —dice la abuela.

—Dómine, dales caña de España —dice Charly.

Dómine abre el estuche del violín y saca una ametralladora. Se engancha la correa al hombro, sale pitando, se apuesta detrás de un árbol y lo que viene a continuación es el mayor espectáculo del mundo.

Dómine monta la de San Quintín. Se pone a disparar a discreción, un auténtico diluvio de balazos. Para empezar los mafiosos sicilianos y los gánsteres del barrio chino se quedan sin fiestón. La parrilla se va al quinto pino, junto al infiernillo, los chuletones y el café.

Las balas taladran la furgoneta. Las lunas del cuatro por cuatro saltan por los aires. La Harley nuevecita acaba chamuscada. La furgoneta se queda sin ruedas, que revientan con un silbido gutural.

La abuela da saltos de alegría, gritando, en su versión tartaja: ¡champán! ¡champán!

Aquí está Dómine, sola ante el peligro, leyéndoles la cartilla a dos bandas de delincuentes armados.

—¿Quién lo iba a decir viéndola en la taquilla tan modosa y refinada? –dice Kurt.

—Las apariencias engañan, no hay duda –reflexiona Bambi.

Charly está emocionado viendo a su Dómine. Se le saltan las lágrimas.

Un chuletón aterriza en la cocorota de la abuela y ella, tan contenta, ni corta ni perezosa lo degusta en un santiamén y no sé cómo, porque se ha olvidado la dentadura en casa.

Dómine sigue acribillando a balazos a la mafia. Tiene cargadores en todos los bolsillos. Pero los de enfrente no son mancos y también le empieza a llover munición a Dómine. Los diez matones de Groucho no paran de escupir fuego. Satur dispara con una pipa en cada mano. Groucho le da al manubrio de su escopeta de cañones recortados.

Los espaguetis sicilianos ni te cuento. Se han desplegado por los alrededores y no despegan el dedo del gatillo de sus rifles de repetición y sus revólveres grandes como los de los cowboys.

El árbol donde se parapeta Dómine está cada vez más astillado y ella ya no puede asomar su ametralladora.

—¡Recórcholis! —exclama Charly, contrariado.

—Esto se pone feo, Kurt —dice Bambi—. ¿No es mejor una retirada honrosa?

A Herc ya no hay quien lo sujete.

Charly se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca algo parecido a un pomelo.

—¿Qué es eso? –le pregunto.

—Una granada. La guardó mi abuelo en la guerra del Mogote.

—¿Todavía funciona?

—Eso me garantizó mi abuelo en su testamento.

Charly muerde la anilla y tira de ella. Ahí está el gran Charly Muster empuñando una granada de mano sin seguro. ¡Qué hombre!

Charly sonríe como en las pelis de terror, enseñando sus dientes torcidos y amarillos. Luego lanza la granada todo lo lejos que puede y hay una deflagración de coleccionista.

Charly rompe a reír como una criatura de seis años.

—¿Te he asustado, Kurt? —dice.

—Más o menos.

—Mi abuelo, un hombre de palabra, me aseguró que la granada era de efecto retardado.

—Menos mal que antes se podía confiar en la gente –reflexiona Bambi, se nota que la experiencia del Beato ha sacado a relucir su vena filosófica.

En el bando enemigo cunde el caos. Gritos, confusión, discusiones, porrazos, detonaciones…

La limusina de los sicilianos se ha volcado y los espaguetis se tiran de los pelos. Al Capone, indignado, se sacude el traje y se repasa el pelo con las manos.

En el momento de la explosión la abuela ha salido de la trinchera para dar brincos. Voy corriendo a rescatarla y por su culpa casi nos vuelan la tapa de los sesos a las dos.

Por suerte Dómine ha aprovechado la confusión para volver a las andadas y podemos regresar a la trinchera, sanas y salvas.

—Ahora sí que la has hecho buena, abuela –digo.

Por su culpa los gánsteres y los de la mafia han descubierto nuestra posición y apuntan hacia nosotros toda su artillería.

Charly y Bambi empequeñecen visiblemente.

Herc, desobedeciéndome, se sube al deportivo de Charly y sale zumbando hacia los sicilianos, que cada vez se acercan más, a rastras, como zapadores.

—¿Adónde va ése con mi carro? ¡Me ha costado veinte kilos!

Charly está lívido.

Las cosas se complican. Los gánsteres de Groucho han conseguido rodear a Dómine y de un momento a otro caerán sobre ella.

Charly se araña la cara, lamentando no tener más granadas.

Kurt y yo nos sentimos tan ridículos con nuestras pistolas de juguete que las usamos como arma arrojadiza.

¡No podemos quedarnos parados!

Sólo nos queda un recurso defensivo, tirar piedras, así que agarro el mendrugo más grande que encuentro y le atino al del sombrero en los hígados.

—¡Hundido! –exclamo, jubilosa, al verlo encogerse.

Pero no hay motivos para alegrarse. Dómine se ha quedado sin cargadores y está acorralada. Los gánsteres aficionados del barrio chino se quedan mirándola, carcajeándose.

Todos los rifles de repetición la están apuntando. Dómine va a quedar peor parada que mi camiseta de lunares rojos.

Bambi se tapa los ojos. La abuela también. Herc está demasiado entretenido jugando al gato y el ratón con Saturna para observar que hemos desguarnecido nuestro flanco único, encarnado por Dómine. Estamos condenados al fracaso.

Todas las bocas de los rifles escupen una buena ración de fuego. Las balas salen con tanta rabia como si estuvieran enfadadas por algún motivo en particular. Es un espectáculo ver a Dómine sacudida por tanta munición. Alrededor de su cuerpo se forma una bola de fuego y Dómine se derrumba.

Entonces los gánsteres se dirigen hacia nosotros. Bambi echa a correr a campo traviesa y la abuela va detrás de él, demostrando un sentido común que me hace pensar que por fin está madurando.

Charly y yo nos quedamos fríos, sin poder articular el menor movimiento.

Intento hablar, en vano. Estoy demasiado asustada.

¿Éste es el final de nuestra existencia? Yo me imaginaba un epílogo apoteósico. Un final tan mediocre desvirtúa mi personaje. Esto hay que cambiarlo antes de que sea demasiado tarde.

Mi mente hace horas extras mientras mis músculos no reaccionan. En unos segundos tendremos encima a los gánsteres del barrio chino. Son unos aficionados, pero no tienen escrúpulos.

Entonces ocurre algo memorable. Cuando los gánsteres se nos están echando encima de pronto se levanta lentamente un bulto detrás de ellos.

Es Dómine… ¡Ha resucitado!

Y tiene una sonrisa tétrica como los muertos vivientes de Viernes 13.

En cuanto los gánsteres llegan al borde de la trinchera, Dómine pega un grito de ultratumba.

Los gánsteres se quedan paralizados.

—¡Las armas al suelo! —grita Dómine.

Los gánsteres la miran por el rabillo del ojo, parlamentan y deciden rendirse. Seguramente piensan que nada pueden hacer sus balas contra una muerta viviente y que lo mejor es negociar un armisticio.

Los gánsteres tiraran las armas al suelo, más asustados que una rana en mitad de una plaza de toros, y salen corriendo como si estuvieran en las rebajas de El Corte Inglés.

Charly se desternilla de risa.

—Sabía que no me fallaría. ¡Es la mejor!

Dómine y Charly se abrazan como si estuvieran en un aeropuerto y no se vieran desde el diluvio universal.

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