Sexy girl

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Maiden se inclina hacia mí respetuosamente.

—Lo siento, Cleo –dice con su voz grave de locutor de radio o de actor de doblaje, como el tío que dobla en español a Bruce Willis.

Maiden es el chico que me ha quitado el sueño durante los últimos años. Es alto, moreno, fuerte, arrogante. No soy la única chica que suspira por él. Maiden destaca en cualquier cosa que haga. Es un fuera de serie. Parece que ha aterrizado de otro planeta. Por eso muchos lo envidian. No resulta fácil tragar a alguien que es el primero en todo.

Maiden es un superdotado intelectual y físicamente. Cuando estaba en el Garcilaso de la Vega todo el mundo hablaba de él. Pero nuestro instituto enseguida se le quedó pequeño… Saca las mejores notas en la universidad sin despeinarse, es guapo y cuando practica deporte parece un superhéroe comparado con sus compañeros. Yo en cambio soy una súper—híper—repetidora profesional de cursos escolares. ¡Todos mis compañeros de clase me van dejando atrás!

Tengo más cates que agujeros un colador y cuando llegue a la universidad se me habrá pasado el arroz. Joder, que ya tengo veintidós primaveras—años—añitos—añazos, los dos patitos, aunque a veces mi perversidad conductual me haga creerme una adolescente. Es mazo chungo acumular tacos y ver que no prosperas, que no avanzas cursos y tus compañeros de clase tienen cinco o seis años menos que tú. ¡Me siento la abuela del patio! Se nota que eso de ser retrasada—deficiente escolar—social me gusta más que una piruleta a un tonto. Claro que qué otra cosa se puede esperar de mí, una piba que se desaparece de casa continuamente para largarse a Madrid a vivir vidas paralelas, a la caza de aventuras sexuales e historias clandestinas que guardo en el baúl de los recuerdos y en mi grabadora Sony. Padezco un morboso afán coleccionista y además soy una cronista vocacional de mi propia vida y de vidas ajenas, siempre y cuando sean estimulantes.

Lo de reinventarme a mí misma viene de lejos. Cuando tenía nueve años me cambié el nombre en mi mundo de fantasía. ¡Me rebauticé Daniela! Y luego puse ese nombre del revés, Aleinad, para reflejar la cara invisible de la realidad, donde yo era la directora de Circo Aleinad…

Además Maiden participa en programas de televisión, en los que gana mucho dinero, gracias a sus extraordinarias facultades. Y tiene un deportivo rojo impresionante. Y viste trajes carísimos de alta costura.

Claro que también es malo, según creen sus detractores, con cierta razón. A Maiden le gusta tener una corte de aduladores a su alrededor y se muestra despótico con las personas que considera inferiores a él, es decir, con todo el mundo. A veces creo que incluso desprecia a los profesores, a los que trata con una cortesía distante y falsa.

En el Garcilaso sólo se llevaba bien con el profesor de matemáticas, su protector, al que llamamos Tacho, porque el bromista de Pedro lo bautizó, en honor a sus enormes bigotes, Moss Tacho, y al final, para abreviar, quedó la segunda parte del apodo.

Tacho adora a Maiden. Dice que cambiará el mundo…

Yo, como otras chicas, me dedico a fantasear pensando en él. Y aspiro a que algún día deje de mirarme por encima del hombro, como si me considerase un ser insignificante. Aspiro a enamorarlo. A romper su frialdad de piedra. A conquistar su corazón. Si es que lo tiene…

—Gracias –digo, sosteniéndole la mirada.

Mientras me siento taladrada por sus ojos oscuros y profundos, que a algunos y algunas les dan escalofríos, recuerdo las palabras que papá no se cansaba de repetirme: Ese chico no tiene corazón, Cleo. ¡Apártate de él, te lo ruego!

Maiden tiene mil ojos. Su cara está llena de ojos. Ojos salaces, ojos perspicaces. Me desnuda con la mirada, como hace habitualmente. Me encanta el brillo lúbrico de sus pupilas dilatadas de deseo. Maiden está tan salido como yo. Vive por y para el sexo. Es un sexópata, se supone. Porque los tíos no son ninfómanos, que yo sepa. Simplemente son unos pervertidos, unos depravados. Eso si tenemos en cuenta las recurrentes etiquetas sociales que sirven para empaquetar a la peña, para manufacturarla y expedirla por la cinta transportadora del juicio común, de la opinión pública, que es la madre del cordero, digo yo.

—¿Cómo se te ocurre venirte así al entierro de tu viejo?

—Es tu vestido preferido, ¿no?

—Claro, pero no es el vestido más indicado para ir a un entierro, y menos al entierro de tu viejo.

—Por lo menos es negro.

Maiden me dedica su sonrisa de pícaro, que hace sólo con la mitad de la boca. Le he visto hacer esa sonrisa a un actor, pero no recuerdo a quién. Reconozco que me he puesto un vestido provocativo. Es escandalosamente corto y descotado. Se me ve bien la raja de las tetas. Y se me ven las piernas hasta medio muslo. Ahora que estoy aquí sentada con las piernas cruzadas parezco una azafata de congresos. O una fulana de altos vuelos. Además llevo zapatitos de tacón, de color rojo, con un taconazo de aguja que no veas. Estoy para comerme. Algunos viejos me han soltado miradas salaces. Suele pasarme. Estoy acostumbrada a ello.

—Y ni siquiera te has puesto medias.

—Pues no. ¿Para qué? Tengo unas piernas de cinemascope, hijo. Sin estrías, sin marcas, sin celulitis, tersas, con tono muscular, bien torneadas. ¡Ya quisiesen muchas modelos tener mis patorras!

—Desde luego.

—Te gustan, ¿no, Maiden?

—Tienes las mejores patas que he visto.

—Gracias.

—Y ahora que las tienes cruzadas se te forma un pliegue más que apetitoso.

Maiden me roza con la yema del índice el susodicho pliegue, que a mí también me parece apetitoso, aunque sea mío. A veces me comería a mí misma. Me chifla ser sexy y excitar al prójimo y excitarme a mí misma. Creo que las personas empezamos a morirnos cuando perdemos la libido. No sé si lo he leído en alguna parte o si es una idea mía. A veces confundo los términos. He leído demasiados libros.

Recuerdo cuando leí un novelón de mi padre titulado Crimen y castigo. Y anteriormente había leído a Cervantes y otras monsergas. Mi madre dice que aprendí a leer a los tres años. Yo no me acuerdo. Creo que fue después de leer Crimen y castigo cuando decidí dedicarme tan sólo a la cosa erótica. Molan más las novelas eróticas o directamente pornográficas. Es un coñazo leer sobre crímenes y remordimientos de conciencia, la verdad.

—¿Tu vieja no te ha dicho nada?

—¿Sobre qué?

—Sobre las pintas que traes.

—¡Qué va! Está acostumbrada a mis excentricidades.

—Por lo menos no te has maquillado.

—No he tenido tiempo.

La verdad es que ni se me ha pasado por la cabeza. Normalmente no salgo a la calle sin maquillarme. Me gusta maquillarme como una furcia, con mucho rímel, mucho colorete y un rojo chillón en los labios. Y a veces me pongo pestañas postizas. Total, que nada más plantar los pies en la calle empiezan los silbidos y los piropos y los tíos me pitan desde el coche y sacan la cabeza por la ventanilla y sacan la lengua haciendo gestos obscenos y me dicen todo tipo de burradas. Los tíos son un encanto. ¡Son tan vulgares, tan primitivos, tan bastos! Aunque luego disimulan que no veas.

Las feministas oficiales luchan contra la imagen de mujer objeto y a mí me chifla ser una mujer objeto. Pero yo soy feminista de los pies a la cabeza, no te vayas a creer, que conste. Soy feminista de pura cepa. Lo que pasa es que mi feminismo es contracultural. Yo lucho contra el patriarcado ejerciendo precisamente de mujer objeto. Y te aseguro que es la mejor manera de sacar a relucir los trapos sucios del patriarcado y su cohorte de varones hijos de puta.

Una mujer objeto hace comer en su mano a cualquier tío, te lo digo yo. Hasta el mismo papa de roma se pliega, reverente, ante una mujer objeto como dios manda. Es inevitable. Porque hasta el mismo papa de Roma es un tío con polla y la polla del hombre piensa de una determinada manera, digo yo. Eso nunca falla, es como un interruptor. El estímulo sexual levanta la polla como un resorte. A menos que te gusten otras cosas, claro. ¡Queer al canto, que viva!

—Tampoco te has puesto perfume.

—¿Cuál? ¿El que me regalaste?

—Ninguno.

—No he tenido tiempo de arreglarme, cariño. Ya te lo he dicho. Además, el perfume que me regalaste es demasiado dulzón y empalagoso. Prefiero las esencias frescas y florales, como yo misma.

—Pues me costó un pastón.

—Como debe ser.

Mamá nos fulmina con la mirada. Aunque está a suficiente distancia para no oír nuestra conversación, se imagina que es una conversación inapropiada para el funeral de mi padre. Y no le falta razón. Me pongo colorada. Es un asco eso de sentir culpa. La culpa es enfermiza, patológica. Normal que tengamos esta conversación en el entierro de mi padre. Maiden y yo somos dos piezas de cuidado, de la peor especie. ¿Qué otra cosa se puede esperar de nosotros? Deberíamos estar en un aquelarre medieval cometiendo tropelías en vez de aquí.

Le hago una señal a Maiden para que se acerque. Quiero susurrarle algo al oído. Maiden accede, sonriente. ¡Me encantan las sonrisas de complicidad de Maiden! Sonrisas maliciosas, perversas, lúbricas, lujuriosas, viciosas…

—Quiero que me folles –le susurro al oído.

Maiden no se sorprende, como era de esperar. A Maiden no le sorprende nada. ¡Me encanta! Es tan retorcido que ya ha valorado antes que tú cualquier posibilidad retorcida que a ti se te pueda ocurrir. Ciertamente es el Diablo en persona. No es que sea un íncubo, es decir, un hombre poseído por el Diablo. No, nada de eso, Maiden es Satán en persona. Y papá lo sabía…

Claro que a Maiden le gusta jugar. ¡Es su debilidad!

—¿Ahora?

Asiento.

—¿Aquí?

Asiento.

—Vaya, sí que estás loca.

—Como tú…

—Desde luego.

Hago un gesto con la cabeza para indicarle una puerta. Está justo al otro lado de la sala. Es la puerta del cuarto de baño. Maiden me regala otra de sus sonrisas maliciosas. Y asiente. Está conforme. Le mola mi proposición indecente.

—Muuu bien –dice, redondeando los labios, como si tuviese una pelota de golf en la boca.

Luego se encamina, ni corto ni perezoso, a nuestro improvisado nido de amor. Que yo le he indicado. ¡Me chifla que los hombres obedezcan a pies juntillas mis órdenes! Eso me hace sentirme una verdadera Cleopatra… ¡Quiero tener a mis pies a todos los hombres del mundo! Eso es ser feminista, chicas. Nada de pancartas y reclamas. Nada de manifestaciones. ¡Yo los jodo vivos con mis armas de mujer! Y los manejo como a marionetas. ¡Son tan imbéciles! Pobrecitos… Tan incautos, tan cándidos. Nunca se caen de la parra, los muy inútiles.

Pero no los odio ni los desprecio, aunque parezca lo contrario. ¡Los adoro! ¡Si no fuese por ellos yo no sería una puta ninfómana ni me lo pasaría tan bien como me lo paso a su costa, gracias a ellos, a sus cuerpos! ¡Gracias a sus pollas!

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