Seven

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Capítulo 9

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Capítulo 9

A la mañana siguiente, Somerset estaba sentado a su mesa y rellenaba más formularios acerca del asesinato de la gula cuando Mills irrumpió en el despacho cargado con un montón de papeles. Ahora era su nombre el que aparecía en el vidrio: DETECTIVE DAVID MILLS.

Será mejor que no la rompas —pensó Somerset cuando la puerta chocó contra el canto del escritorio—. Podría traer mala suerte. Como cuando rompes un espejo.

Mills dejó caer su carga sobre la mesilla de la máquina de escribir que estaba colocada en una esquina, pero Somerset se levantó y recogió sus papeles.

—Venga, le haré un sitio.

Mills se encogió de hombros. Parecía cansado, demasiado cansado para discutir. Somerset se trasladó a la mesilla de la máquina mientras Mills se instalaba en el antiguo escritorio de Somerset. El teniente lo observó por el rabillo del ojo. Mills cogió un libro delgado de color amarillo y negro del montón y lo guardó en el último cajón. Parecían las notas de Cliff. ¿Haciendo los deberes de Dante?, se preguntó Somerset.

Somerset volvió a concentrarse en el formulario en el que había estado trabajando; terminó un boceto de la cocina del hombre gordo, marcó los puntos donde habían encontrado el cadáver y donde estaba instalado el frigorífico y dibujó flechas en el lugar en que había hallado la palabra GULA escrita en la pared.

Cuando acabó el formulario lo dejó a un lado y se volvió hacia Mills, que estaba clasificando docenas de fotografías del escenario del crimen relacionado con la codicia. Somerset se sintió tentado de acercarse para echar un vistazo, pero decidió no hacerlo y ocuparse de sus propios asuntos. Mills había estado de un humor de perros el día anterior, y Somerset tenía la sensación de que empezaba a ofenderle su ayuda. Pero no pasaba nada. Mills tenía razón si se sentía así. Tenía que arreglárselas solo, porque Somerset pondría pies en polvorosa al cabo de tres días y no estaba dispuesto a volver para prestar servicios de asesoramiento por nada del mundo. Mills aprenderá —se dijo mientras pasaba al siguiente formulario que debía rellenar—. Durante un tiempo se equivocará bastante, pero a la larga aprenderá.

Por supuesto, lo más probable era que en este caso murieran varias personas antes de que Mills tuviera las cosas claras. Lo cierto era que Mills necesitaba ayuda. Necesitaba orientación. Somerset dejó el bolígrafo a un lado.

—Se trata de un asesino en serie —comentó—. Supongo que ya se da cuenta.

Mills se sintió insultado de inmediato, y Somerset lamentó el modo en que se había expresado.

—Cree que soy imbécil, ¿verdad, teniente?

—No, nunca he dicho eso, ni siquiera lo he pensado. Lo que ocurre es que nunca hemos hablado del aspecto del asesino en serie, y creo que deberíamos hacerlo.

—Pues yo no.

—¿Y por qué?

—Porque en cuanto empecemos a llamar a este tío asesino en serie, el FBI se enterará y querrá participar en la investigación, que entonces dejará de ser nuestra. Nos tendremos que poner a trabajar para ellos.

—Pero ellos tienen los medios para…

—Olvídelo. Ni siquiera quiero hablar del tema.

—Escuche, Mills, no puede hacer esto so…

En aquel momento sonó el teléfono, y ambos policías se callaron. Somerset se lo quedó mirando, y Mills hizo lo mismo.

—Es su teléfono, Mills —señaló Somerset—. Oferta completa; el teléfono va incluido en el despacho.

—Imaginaba… imaginaba que sería para usted —repuso Mills alargando el brazo hacia el aparato.

—Ya no —aseguró Somerset meneando la cabeza.

Mills descolgó.

—Mills. —De repente frunció el ceño y bajó la voz—.

—Hola, Tracy. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien…? Bueno, no, pero ya sabes que… te pedí que no me llamaras aquí. Estoy trabajando… ¿Qué? ¿Por qué? —preguntó con expresión desconcertada.

—¿Estás segura…? ¿Por qué? —insistió antes de claudicar—. Vale… He dicho que vale. Espera un momento. —Se volvió hacia Somerset—. Es mi mujer.

Somerset enarcó las cejas.

—¿Y?

—Quiere hablar con usted.

Somerset no consiguió imaginar el motivo. Se levantó y cogió el teléfono.

—¿Diga?

—¿Detective Somerset? Soy Tracy Mills, la mujer de David. Estaba pensando que, ya que trabajan juntos, quizás le gustaría venir a cenar esta noche.

—Bueno, es muy amable por su parte…

Somerset no tenía ningún interés en entablar relaciones sociales con Mills y su mujer. Estaba intentando cortar todos los lazos que lo unían a la ciudad, y no establecer otros nuevos.

—Cocino muy bien —intentó convencerlo Tracy—.

—David me ha hablado mucho de usted. Me gustaría conocerle antes de que se marche.

—Bueno, se lo agradezco, Tracy, pero…

—Por favor. La ciudad no ha sido precisamente amable con nosotros hasta ahora. Creo que tanto a David como a mí nos irían muy bien algunos consejos sabios de alguien que se conoce el percal.

Tenía una risa irresistible.

—Bueno… ¿Qué va a preparar?

—La mejor lasaña que haya probado en su vida. ¿Qué le parece?

Somerset no quería aceptar, pero Tracy parecía un poco desesperada.

—Supongo que habría que ser un idiota para negarse. Iré con mucho gusto, Tracy. Muchas gracias. Esperaba no tener que arrepentirse más tarde.

—¿Le va bien a las ocho?

—Perfecto. Gracias.

—Pues hasta luego —se despidió la joven en un tono más alegre.

—Muy bien. Adiós.

Somerset colgó el auricular.

Mills había adoptado una expresión entre perpleja y beligerante.

—¿Qué es lo que pasa?

—Su mujer me ha invitado a cenar en su casa esta noche.

—¿Qué…?

—Que esta noche voy a cenar en su casa —repitió Somerset antes de volver a sentarse a la máquina de escribir.

Mills meneó la cabeza y masculló algo entre dientes.

—Genial. ¿Estoy yo también invitado o qué? —exclamó al cabo de un instante.

—No se lo he preguntado —repuso Somerset mientras empezaba a rellenar el siguiente formulario.

Aquella tarde, Mills parecía algo incómodo mientras él y Somerset subían por la escalera que conducía al piso del joven. El maletín nuevo de cuero parecía fuera de lugar en su mano. Era un maletín duro de ejecutivo, negro y reluciente. Todo lo demás que poseía Mills era muy funcional y estaba muy desgastado. Caminaron por el pasillo del tercer piso en silencio. Desde algún lugar del edificio, llegó el llanto de un bebé. Los sonidos del tráfico penetraban por las ventanas abiertas de la escalera. El suelo del pasillo consistía en añejas baldosas hexagonales de color blanco y negro, bonitas pero tan viejas y gastadas como el resto del edificio. Somerset percibió que a Mills no le hacía demasiada gracia la idea de la cena, pero no sabía con exactitud por qué. Sospechaba que el resentimiento no era más que una parte del problema.

Mills lo condujo hasta una puerta que se hallaba en la parte delantera del edificio y la abrió con su llave. Una gran mesa de comedor ocupaba casi todo el espacio libre del abigarrado salón. Había platos y cubiertos para tres, y dos largas velas blancas ardían en candelabros de cristal muy elegantes. Regalos de boda, supuso Somerset.

—¡Hola!

Una joven salió de la cocina y cogió desprevenido a Somerset. Había supuesto que Tracy Mills sería atractiva, una belleza azucarada al estilo de las animadoras de los equipos deportivos, pero no se esperaba aquello otro. La belleza de Tracy era más sutil, la clase de hermosura que cautivaría a un gran artista. Era delgada, rubia, de grandes ojos que oscilaban entre la inocencia y la omnisciencia. Somerset tuvo la sensación de que sus ojos lo absorbían y descubrían cosas acerca de él de forma automática.

—¡Hola, chicos! —saludó, bajando la voz.

Somerset bajó la guardia y se relajó. La sonrisa de Tracy era increíblemente encantadora, como una orquídea que florece por primera vez.

Mills dejó el maletín y se acercó a ella para besarla.

—Cariño, te presento al teniente Somerset.

—¡Hola, Tracy! —la saludó Somerset, estrechándole la mano con una sonrisa.

—Encantada de conocerle… en persona, quiero decir.

Mi marido me ha contado muchas cosas sobre usted, pero no sé su nombre de pila.

—William.

—William —repitió Tracy como si saboreara un buen vino—. William, le presento a David. David, William. Ya sé que a los policías les gusta llamarse entre ellos por el apellido; suena más duro. Pero, puesto que los dos están fuera de servicio esta noche, creo que podrían llamarse por el nombre de pila.

—Lo que tú digas, cariño —asintió Mills con una sonrisa forzada—. Tú eres la anfitriona.

Desde detrás de una puerta les llegó el sonido de arañazos y gemidos.

—Ya voy —exclamó Mills—. Ahora vuelvo —dijo a Tracy y Somerset.

Mills abrió la puerta, y dos perros se abalanzaron sobre él en busca de atención. Mills se agachó y los rodeó con los brazos mientras uno le lamía el rostro y el otro le metía el hocico en la axila.

—Sí, Mojo, sí —dijo—. ¿Qué pasa, Lucky? ¿Qué?

Volvió a meter a los dos perros en la habitación y cerró la puerta tras él.

—Lo adoran —le explicó Tracy a Somerset—. Si no les dedica el tiempo que se merecen, se vuelven locos.

Somerset asintió mientras contemplaba con fijeza la puerta cerrada. Él y Michelle habían tenido una perra durante un tiempo, hasta que se dieron cuenta de que era una lata tener un perro en la ciudad.

Era una perra muy simpática, recordaba. Sin raza, pero tenía aspecto de collie, blanca y negra con el pelaje largo y sedoso. A Somerset le molestó no conseguir recordar el nombre de aquella perra.

—Por favor, siéntese, William —indicó Tracy—. ¿Le apetece tomar algo?

Somerset empezó a quitarse la chaqueta.

—De momento no, gracias. —Hizo una seña en dirección a la diminuta cocina—. Huele bien.

—Oh…, gracias —repuso ella sin apartar la mirada del revólver que él llevaba en la pistolera—. Puede dejar la chaqueta en el sofá. No hay demasiados pelos de perro. Disculpe el desorden, pero como ve todavía no hemos acabado de desembalar. Perdóneme un momento; ahora vuelvo.

Se dirigió a la cocina.

Somerset arrojó la chaqueta sobre el respaldo del sofá y no pudo evitar percatarse de la presencia de la mesa contigua. Estaba repleta de papeles, bolígrafos, cartas abiertas y facturas. Sin embargo, lo que le llamó la atención fue una medalla de oro que había en un pequeño estuche de plástico.

—Tengo entendido que ya eran novios en el instituto —dijo mientras cogía la medalla—. ¿Es cierto?

—Sí. Y en la universidad también —repuso Tracy desde la puerta de la cocina—. Qué cursi, ¿eh? Pero la primera vez que salí con él supe que era el hombre con quien me casaría. Ya lo supe entonces.

—¿De verdad?

—Era el chico más divertido que había conocido en mi vida. Y lo sigue siendo.

—¿De veras?

A Somerset le costó creerlo. Que él supiera, Mills siempre estaba malhumorado o furioso. Observó la medalla.

Era una medalla al valor del Departamento de Policía de Springfield.

—Así que, en realidad, son ustedes un matrimonio veterano si contamos todos los años que llevan juntos —comentó en voz alta.

—Pues sí, supongo que sí —contestó Tracy entre risas.

—Vaya, una relación así no es frecuente hoy en día.

Nada frecuente.

Estaba guardando la medalla en su estuche cuando Tracy volvió de la cocina con una humeante fuente de lasaña. La colocó sobre un salvamanteles de hierro forjado mientras miraba el arma de Somerset por el rabillo del ojo.

Era evidente que la ponía nerviosa, por lo que él se dispuso a quitarse la pistolera.

—Nunca la llevo cuando me siento a cenar —aseguró para disipar el recelo de la joven—. En los manuales de urbanidad dice que es muy desmañado hacerlo.

Tracy lanzó una carcajada forzada.

—Sabe, William, he visto muchas armas, pero no consigo acostumbrarme a ellas.

—Lo mismo digo.

Envolvió el arma con las correas de la pistolera y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Sacó el cuaderno de notas del bolsillo de la camisa con intención de guardarlo también en la chaqueta, pero un trozo de papel cayó de él y planeó hasta llegar al suelo.

Tracy se agachó para recogerlo. Era la rosa de papel. Tracy la observó un instante y luego se la devolvió a Somerset.

—¿Qué es esto? ¿Una prueba?

Algo incómodo, Somerset consideró la posibilidad de inventar alguna historia, pero luego se dijo: ¿Qué importa?

—Es mi futuro —explicó—. Pertenece a la vieja casa que he comprado en el campo. Allí es donde viviré cuando me retire.

Tracy ladeó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Es usted un hombre extraño, William. Quiero decir interesante. No es asunto mío, la verdad, pero me alegro de conocer a un hombre que… —Miró la rosa con una sonrisa y dejó la frase sin terminar—. ¿Sabe lo que diría David si viera esto?

—¿Qué?

—Que es usted un maricón. David es así.

—Bueno, pues entonces no se la enseñaré —replicó Somerset con una carcajada.

Mills regresó al salón, deslizándose por la puerta entornada para que los perros no pudieran seguirlo.

—No pueden vivir sin mí.

Los perros arañaban la puerta y gemían. Mills se acercó al equipo de música y lo conectó. La suave melodía de una guitarra interpretando blues de Nueva Orleans llenó la habitación, y los perros se calmaron de inmediato. Mills hizo una seña en dirección a la puerta.

—Saben que estoy aquí cuando oyen blues.

Tracy estaba sirviendo la lasaña.

—¿Cerveza o vino, William?

Somerset echó un vistazo a la mesa. A la cabecera, ya había una botella de cerveza. Delante de otro plato vio una copa de vino tinto.

—Vino —pidió.

Mientras Tracy servía otra copa de vino, los hombres se sentaron, y Mills empezó a remover la ensalada. Somerset tomó un trozo de pan de ajo de la cesta que había sobre la mesa y lo dejó en el borde de su plato.

—William, ¿por qué no está usted casado? —preguntó Tracy al sentarse.

Mills abrió los ojos de par en par.

—¡Tracy! ¿Qué clase de pregunta es esa?

—No, no pasa nada —intervino Somerset—. La verdad es que he estado casado. Dos veces. Pero no funcionó.

Se encogió de hombros y tomó un sorbo de vino.

—Me extraña —comentó Tracy—. De verdad.

Somerset no pudo por menos que reír.

—Toda persona que pasa conmigo una cantidad considerable de tiempo acaba por descubrir que soy… desagradable. Pregúnteselo a su marido.

Mills esbozó una sonrisa tímida, pero no lo negó.

—Tiene razón —se limitó a decir.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Tracy.

—Demasiado —repuso Somerset cortando un trozo de lasaña—. ¿Les gusta la ciudad?

Tracy lanzó una mirada nerviosa a su marido.

—Acostumbrarse a un sitio requiere un tiempo —contestó Mills—. Ya sabe.

—Claro. Por supuesto. —Somerset advirtió que aquel era un tema delicado entre ellos—. Pero uno se curte bastante deprisa. Se sorprenderán. Hay ciertas cosas en cualquier ciudad que…

Somerset se detuvo en seco al notar que el suelo empezaba a temblar bajo sus pies. El temblor fue aumentando en fuerza y volumen; los platos y los cubiertos comenzaron a tintinear y los perros empezaron a ladrar. Miró por encima del hombro en dirección a la ventana. El metro estaba entrando en la estación elevada que se hallaba sobre la avenida. Le sobresaltó comprobar lo cerca que se encontraba, a menos de quince metros de distancia. No se había dado cuenta hasta entonces. Mills clavó la mirada en su plato con expresión repentinamente huraña. Tracy cerró los ojos y suspiró. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, los platos y los cubiertos volvieron a tintinear. Los perros ladraban como locos.

—¡Lucky! ¡Mojo! ¡Callaos! —les gritó Mills.

Dedicó una sonrisa forzada a su invitado en un intento de fingir que no ocurría nada.

—Enseguida habrá pasado —aseguró Tracy a modo de disculpa.

Era evidente que se estaba muriendo por dentro. Las vibraciones aumentaron a medida que el tren cobraba velocidad, y Somerset agarró su copa de vino antes de que se volcara. Los perros gimieron, y algo se cayó en la cocina.

La forzada compostura de Mills se desmoronó de repente al comprobar que el temblor no cesaba con la suficiente rapidez.

—El tipo de la inmobiliaria…, ese hijo de puta… Nos trae a ver el piso unas cuantas veces. Primero me parece un tipo legal, porque se toma su tiempo para enseñarnos el piso otra vez a pesar de que está ocupado. Pero las dos veces no paraba de meternos prisas. Solo nos lo enseñaba durante cinco minutos cada vez.

Mills emitió una risita amarga.

—Bueno, lo descubrimos la primera noche que dormimos aquí —terció Tracy, señalando la ventana con un gesto.

Somerset se mordió la cara interior de las mejillas para no estallar en carcajadas, pero no pudo contenerse.

—Es como esas sillas automáticas de masaje. Un hogar apacible y relajante.

Se echó a reír a pesar suyo, y Mills y Tracy no tardaron en unirse a sus carcajadas.

Somerset no podía parar.

—Lo siento… Yo…

—Bah, ¿qué importa? —exclamó Mills sin dejar de reír—. Resulta gracioso.

Somerset tomó otro sorbo de vino y recobró la compostura.

—No he podido evitar ver la medalla al valor que tiene en aquella mesa —comentó para cambiar de tema—. ¿Por qué se la dieron?

—David participó en una detención con…

—Es igual —la atajó Mills—. Estoy seguro de que no le interesa escuchar esa historia.

Mills se había puesto de mal humor en un abrir y cerrar de ojos. A todas luces, no quería hablar de lo que había hecho para merecer aquella medalla. El tenedor que Tracy sostenía en la mano temblaba.

Somerset intentó mirarla a los ojos, pero ella mantenía los suyos fijos en el plato.

—Si me disculpan… —dijo por fin, antes de levantarse y salir de la habitación con brusquedad.

Mills pinchó la comida que tenía en el plato y se llevó un trozo de lasaña a la boca. Masticó con la mirada clavada en el plato. Tampoco él miró a Somerset.

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