Seven

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Capítulo 11

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Capítulo 11

En la comisaría, Somerset y Mills estaban inclinados sobre el hombro de Michael Washington mientras contemplaban la pantalla verde del ordenador en espera de que sucediese algo. A Washington, un recio negro de cuarenta y tantos años que era el jefe de análisis de huellas del departamento, no le hacía ni pizca de gracia cargar con horas extras.

Según Somerset, había sido un tipo normal mientras no fue más que otro de los técnicos de la oficina del forense, pero ahora se consideraba una persona con horario regular, de nueve a cinco, demasiado importante para que lo despertaran en plena noche. Sin embargo, Somerset tuvo que recordarle que se trataba de un asunto urgente y que había vidas en juego, además de que su trabajo consistía en estar al servicio de la policía, no a la inversa. Al cabo de unos diez minutos de gritar por teléfono, Somerset había convencido por fin a Washington de que se espabilara y fuera a la comisaría, aunque no por eso el hombre dejara de quejarse ni un instante.

—No sé qué coño os pasa —refunfuñó mientras tecleaba—. Si quisiera trabajar de noche me habría convertido en detective como vosotros, capullos. Yo trabajo de día. No sé qué narices hago aquí a estas horas. ¿Estáis seguros de que esto no puede esperar hasta mañana?

—No —replicó Somerset meneando la cabeza—. Ya te he dicho que es importante.

—Sí, claro, importante. Ve a decirle a mi mujer lo importante que es.

Mills estuvo a punto de perder los estribos; estaba harto de aquel lloriqueo.

—Esto podría salvar vidas, gilipollas. Hágalo y cierre el pico de una vez.

Washington le lanzó una mirada furiosa y apartó la silla del ordenador.

—¿Ah, sí? Pues entonces hazlo tú, joder. Me voy a la cama, hijo de puta.

—¿A quién ha llamado hijo de puta?

Washington se levantó, volcó la silla y se dispuso a abalanzarse sobre Mills. Nunca había sido un tipo que aguantara broncas de un policía. Somerset se interpuso entre ellos.

—Tranquilos, tranquilos. Te agradecemos mucho que hayas venido a estas horas, Michael. Continúa, por favor.

Se volvió hacia Mills y lo empujó hacia la otra punta de la estancia.

—Calma, ¿vale? —Le aconsejó—. Lo necesitamos.

Mills apartó la mano que Somerset le había puesto en el pecho.

—¡Mierda!

Somerset meneó la cabeza con el ceño fruncido. Había trabajado con gente irritable, pero Mills era pura nitroglicerina. No duraría mucho si seguía así.

Observaron a Washington a distancia mientras este seguía introduciendo códigos. Al cabo de unos minutos, la pantalla quedó en blanco y de repente empezó a chasquear y zumbar al mismo tiempo que una serie de huellas ampliadas se sucedían rápidamente. El ordenador estaba comparando las huellas que Somerset había obtenido del mensaje AYÚDENME con las de delincuentes incluidos en las bases de datos del organismo nacional de prevención de la delincuencia.

Washington hizo girar la silla.

—He visto cómo este aparatito tardaba tres días en hacer coincidir las huellas, así que ya podéis ir a cruzar los dedos a otra parte. Quiero dormir un poco.

Giró de nuevo su silla y estiró las piernas en otra; se puso cómodo, se cruzó de brazos y cerró los ojos.

—Vamos —indicó Somerset a Mills mientras lo hacía salir al pasillo.

—Que duerma bien —masculló Mills al salir.

En el pasillo había un viejo sofá de vinilo azul. Somerset se sentó en un extremo mientras Mills introducía monedas de veinticinco centavos en una máquina de refrescos que había allí cerca. Somerset miró el reloj: la 1:20.

Una lata salió de la máquina de golpe. Mills la sacó y retiró la anilla de la cerveza sin alcohol antes de dejarse caer en el otro extremo del sofá.

—¿Cree que nuestro amigo está chalado y está pidiendo ayuda? ¿Cree que ese es su problema?

Somerset reflexionó unos instantes.

—No, no lo creo. No encaja. Este tipo tiene un programa bien definido. No creo que quiera que lo detengan hasta que haya terminado.

—No sé. Hay un montón de chiflados allí fuera que hacen salvajadas que en realidad no quieren hacer. Ya sabe, las vocecitas interiores que les mandan hacer cosas malas.

Somerset meneó la cabeza.

—Este tipo no. Es posible que oiga vocecillas, pero es muy organizado y está muy motivado. No se trata de asesinatos impulsivos, sino muy bien planeados. Tal vez esté loco de atar, pero creo que tiene un gran plan y que no parará hasta que lo haya completado.

Un anciano empleado de la limpieza con uniforme verde dobló la esquina del pasillo en el cumplimiento de su deber.

—¿Qué tal, Frank? —lo saludó Somerset.

El empleado se detuvo y entornó los ojos.

—¿Somerset? ¿Qué coño hace aquí?

—Estoy trabajando.

—EL trabajo acabará matándolo.

—A mí no. Me jubilo.

El empleado lanzó una estruendosa carcajada.

—Ya, claro.

—Es verdad. Esta es mi última semana.

EL hombre siguió fregando sin dejar de reír.

Mills tomó un sorbo de cerveza mientras observaba a Somerset por el rabillo del ojo.

—¿Pasa algo? —inquirió Somerset al percatarse de que Mills lo miraba.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿Cuál?

—¿Por qué nadie se cree que vaya a jubilarse?

Somerset se encogió de hombros. No supo cómo decir que se debía a que a veces ni él mismo se lo creía.

—¿Está quemado? —preguntó Mills.

Somerset exhaló un suspiro.

—Lo que le ha dicho a la señora Gould sobre lo de atrapar a ese tío, lo decía en serio, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Lo ve? Yo nunca podría haberle dicho algo así. He visto a demasiados tipos que derrotaban al sistema y se libraban de la condena alegando demencia. O aquellos otros que pueden permitírselo y acuden a abogados de fama como Eli Gould para que los saquen del apuro. Y algunos de ellos, muchos, de hecho, desaparecen. Matan durante un tiempo y luego nunca más se vuelve a saber de ellos. Me gustaría seguir pensando como usted, pero no puedo. Por eso me voy.

—Si no cree que podamos atrapar a ese tipo, ¿entonces qué coño hacemos aquí? Explíquemelo.

—Pues reunir piezas —replicó Somerset—. Recoger todas las pruebas, todas las fotografías, todas las muestras. Anotarlo todo y registrar a qué hora han sucedido las cosas…

—¿Eso es todo? ¿Nos limitamos a registrar cosas?

—Lo ponemos todo en pilas bien ordenadas y lo archivamos con la probabilidad ínfima de que algún día lo necesitemos ante un tribunal. —Somerset se frotó el rostro con ambas manos—. Coger diamantes en una isla desierta y guardarlos por si algún día nos rescatan. Por supuesto, el océano es bastante grande…

—Tonterías. No me lo creo.

—Incluso las pruebas más prometedoras no suelen hacer más que conducir a otras pruebas, no a condenas. Hay tantos cadáveres que desaparecen… sin venganza. Es muy triste.

Mills se volvió para mirarlo de frente.

—No me diga que no se ha emocionado esta noche, que no ha sentido latir la adrenalina, que no ha tenido la sensación de avanzar a toda máquina, de estar consiguiendo realmente algo. Y no me diga que eso se debía solo a que hemos encontrado algo que tal vez algún día, dentro de varios años, pueda servirnos en un juicio.

Somerset sacó un cigarrillo y lo encendió con parsimonia. Mills tenía razón respecto a la emoción. La había experimentado e iba a echarla de menos. Pero sabía que siempre se trataba de una sensación temporal. Incluso los esfuerzos más ímprobos que realizara un policía solo arrojaban los resultados deseados en raras ocasiones. En última instancia, era el jurado quien tenía la sartén por el mango. Las absoluciones se consideraban fracasos; las negociaciones de las apelaciones equivalían a prostituirse.

Somerset dio una larga calada al cigarrillo mientras Mills se arrellenaba en el otro extremo del sofá y se ponía cómodo.

Los únicos sonidos que se oían en la comisaría eran el zumbido y los chasquidos lejanos del ordenador, al final del pasillo, y el susurro que producía la fregona del empleado de la limpieza. Miró de soslayo a Mills, que estaba a punto de dormirse.

—Eh —dijo.

—¿Qué? —replicó Mills abriendo los ojos.

—¿No tendría que llamar a su mujer para decirle dónde está?

Mills volvió a cerrar los ojos.

—No pasa nada. Ella lo entiende.

Uno de los perros ladraba cuando Tracy se despertó de repente. Estaba atontada; seguía vestida con la ropa que había llevado para la cena y estaba tumbada sobre la cama. Se incorporó e intentó acostumbrar la vista a la habitación oscura. Entornó los ojos para ver la hora en el reloj digital de la mesilla de noche: las 3:41. Los sonidos de los coches que pasaban a toda velocidad por la avenida le recordaron que no estaba en Springfield, y una suerte de tristeza se adueñó de ella cuando recordó dónde se hallaba y qué había sucedido. Se había levantado de la mesa después del postre. El vino se le había subido a la cabeza y fue a tumbarse unos minutos. Debía de haberse dormido.

—¿David? —llamó con voz ronca.

No obtuvo respuesta. Tan solo un gruñido insistente que procedía del salón.

—¡Calla, Mojo!

Tracy se levantó y caminó hacia la puerta, pero tuvo que detenerse y aferrarse al marco. De repente se sintió mareada. Debía de haberse levantado demasiado deprisa.

Afuera, un metro que entró la estación hizo temblar las ventanas del piso. Los cubiertos y los platos sucios del fregadero entrechocaron. El perro ladró con más fuerza.

—¡Mojo, cállate!

Pero al mirar debajo de la mesa se dio cuenta de que era Lucky la que gruñía, no Mojo. Se acercó a la mesa, se arrodilló y extendió las manos hacia la perra.

—¿Qué pasa, bonita? Ven.

La perra no se movió, sino que continuó gruñendo. Tenía los ojos clavados en las ventanas del salón. Mojo también y, aunque no gruñía, tenía el pelaje del lomo erizado.

—¿Qué es lo que pasa, bonita? Ven.

Lucky no se movió. De repente Tracy recordó algo que David le había dicho hacía mucho tiempo. Las hembras son mejores guardianas que los machos. La hembra es la que dará la voz de alarma si el hogar se ve amenazado.

El metro partió de la estación y el piso se volvió a estremecer. Tracy se quedó paralizada, con una sensación desagradable en la boca del estómago. Permaneció arrodillada hasta que el traqueteo del tren se desvaneció. Lucky seguía gruñendo.

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