Scarlet

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Capítulo 45

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Capítulo 45

Nóin y yo pasamos el resto del verano regocijándonos en nuestro mutuo amor y hablando, hablando, hablando. Como dos tórtolos que se arrullan sentados en una valla, llenábamos el aire, desde la mañana hasta la noche, con nuestra conversación. Me contó todos los rumores del pueblo del bosque, todos los hechos, grandes y pequeños, que llenaron los días en que estuvimos separados. Yo le hablé de mi cautiverio y del tiempo que pasé con Odo, quien transcribía mis enmarañados relatos.

—Me gustaría leer eso —dijo Nóin, y luego sonrió—. Solo por poder hacerlo valdría la pena aprender a leer.

—Odo me dice que leer no es muy difícil —le expliqué—. Pero las únicas cosas que están escritas son para los letrados o los clérigos, y no tienen ningún interés para la gente llana, como tú y yo.

—Me gustaría, de todos modos —insistió Nóin.

Conforme los días pasaban, consideré el llevar a cabo la promesa de construir una nueva casa a mi mujer y mi hija. Encontré un buen lugar en un terreno ligeramente más elevado, en uno de los extremos de Cél Craidd, y marqué las dimensiones del suelo con unas estacas. Luego, fui a ver a nuestro lord Bran para pedirle permiso para despejar el suelo y cortar algunos troncos de fuerte roble para la estructura y las vigas maestras.

—¿Por qué quieres construir una casa? —preguntó, moviendo la cabeza de un lado a otro como si no pudiera entenderlo. Antes de que pudiera responderle que se lo había prometido a mi novia, y que su pequeña cabaña era demasiado estrecha para tres o más, añadió—: Nos iremos de aquí por San Miguel.

—Lo sé, pero le prometí a Nóin… —empecé.

—En vez de eso, ven a cazar con nosotros —insistió Bran—. Te hemos echado de menos siguiendo los rastros.

Mis dedos rotos iban sanando lentamente, pero como mi uso del arco aún era limitado, no servía de mucho en las cacerías.

—No te preocupes —me dijo Siarles la primera vez que salimos—. Volverás a disparar como un campeón en poco tiempo. Deja descansar esos dedos mientras puedas.

En esto era un profeta, no hay duda. Yo no lo sabía entonces, pero habría de recordar sus palabras en los tiempos venideros.

Así, el verano fue apagándose lentamente y dio paso al dorado otoño. Empecé a contar los días que faltaban para San Miguel y lo que ya llamábamos el Día del Juicio. Bran y Angharad mantuvieron largas conversaciones y determinaron que iríamos con tantos integrantes de la grellon como fuera posible, dejando atrás solo a los que no pudieran hacer el viaje junto con unos pocos hombres que los protegieran. Iríamos a Caer Wintarn — conocido en inglés como Winchester— y recibiríamos del rey su decisión sobre la devolución de nuestras tierras.

—El rey debe ver a la gente cuyas vidas dependen de su resolución —dijo Angharad—. Debemos viajar todos juntos y comparecer juntos ante él.

—¿Y qué ocurrirá si no nos quiere ver a todos en masa? —preguntó Iwan cuando lo supo.

—Hablará con todos o con ninguno —respondió Bran—. Pues ha de juzgar lo que es bueno y justo para todos y no solo para mí.

Al día siguiente, Bran envió a Iwan con un caballo de más a la abadía de San Dyfrig para que trajera al hermano Jago, y doce días antes de la fiesta de San Miguel, partimos. No es fácil hacer que tanta gente se mueva, os lo aseguro. Éramos unos treinta en total, contando a los pequeños. La mayoría íbamos a pie; los caballos los usamos para cargar víveres y suministros. Ninguno de nosotros cabalgábamos, salvo Angharad, para quien hacer el viaje a pie habría sido excesivo. Sus viejos huesos no lo hubieran resistido, creo, pues hay una buena distancia entre Caer Wintarn y Elfael.

El tiempo era bueno: días cálidos y noches frescas y secas. Acampábamos donde podíamos. Siendo tanta gente y con muchos de nosotros armados con arcos largos, no teníamos miedo de que nos asaltaran ni ingleses ni normandos ni nadie. El único peligro real era que no llegáramos a tiempo a Caer Wintarn, pues conforme avanzaba el viaje, las millas recorridas empezaban a pasar factura y la gente estaba cada vez más fatigada y tenía que descansar más a menudo. Avanzábamos más lentamente de lo que Bran había calculado.

—No te preocupes —dijo fray Tuck—. Siempre puedes coger a unos pocos y adelantarte ¿verdad? Llegareis allí a tiempo, no temas.

Bran rechazó de plano esta idea. Llegaríamos todos juntos, todos y cada uno de nosotros, insistió, o no llegaríamos. Era por la gente por lo que estábamos haciendo esto, dijo, y el rey debía mirar a los ojos de aquellos cuyas vidas y muertes dependían de su decisión. No había nada más que hacer, salvo viajar más rápidamente.

Aquella noche nos reunió a todos y nos volvió a explicar por qué estábamos yendo a ver al rey y qué significaba. Explicó cómo era de vital importancia que llegáramos a tiempo.

—El rey William no tiene ninguna queja sobre nosotros, y no queremos que cambie de opinión —dijo—. Debemos soportar las dificultades del camino, amigos míos, porque lo que hacemos no lo hacemos solo por nosotros, sino en nombre de todos aquellos que están en Elfael y no pueden unirse a nosotros. Lo hacemos por los granjeros que han sido desposeídos de sus tierras, por las familias que han sido expulsadas de sus casas, por las viudas que han perdido a sus hombres y por los que están a la sombra de las horcas. Lo hacemos por todos los que se han visto obligados a trabajar en las odiosas fortalezas del barón, y por los que han huido a un cruel y hostil exilio. Lo hacemos por todos aquellos que vendrán tras nosotros para unir su fuerza a la nuestra en la reclamación de lo que hemos perdido a manos de nuestro enemigo. Sí, y por todos aquellos que nos han precedido hacemos esto; su sacrificio es nuestra ganancia. —Contempló a todos los que lo rodeábamos, mirándolo a los ojos—. No hacemos esto solo por nosotros, sino por todos los que han sufrido bajo la opresión de los francos.

Así levantó nuestros ánimos, que flaqueaban, con palabras de valor y esperanza. Al día siguiente no se cansó de apremiarnos a todos y cada uno de nosotros para que fuéramos más rápido; y cuando veía que alguien quedaba atrás, corría a ayudarlo. En algunos momentos parecía estar en todas partes a la vez: ahora en la cabecera de la larga hilera de viajeros, ahora en la retaguardia, con los rezagados. Todo esto lo hacía con infinito buen humor, diciéndonos a todos y cada uno que pensáramos cómo sería liberar nuestras tierras y volver a nuestras casas de nuevo.

Al día siguiente hizo lo mismo, y al otro. Nos alentó y nos exhortó hasta quedarse ronco, y entonces fray Tuck lo relevó, conduciendo a nuestra descalza grey con canciones. Cuando acabamos con estas, empezó con himnos, y poco a poco todos los ánimos y los cánticos dieron sus frutos. Caminábamos más fácilmente y con los corazones más alegres. Superábamos las millas a un paso más rápido hasta que finalmente llegamos a las colinas bajas y protuberantes de las tierras del sur.

Caer Wintarn era una próspera ciudad mercantil gracias a la ayuda, sin duda, de la presencia de la residencia real en las cercanías: un viejo pabellón de caza inglés que había pertenecido a un antiguo conde o duque, supongo. Era el lugar donde William el Rojo pasaba los pocos días que no estaba corriendo de aquí para allá intentando apuntalar su alicaído reino por uno u otro lado. Me recordó a la mansión de Aelred, la casa de mi antiguo amo, pero con dos largas alas que rodeaban un sucio patio ante la residencia real, blanca y negra y construida, en buena parte, con madera. La única defensa del lugar era una empalizada de troncos con una garita junto a la puerta.

Como llegamos con un día de adelanto, lo pasamos lavando nuestras ropas, bañándonos, quitándonos el polvo del camino y preparándonos para ver al rey. Al alba del tercer días después de San Miguel, nos levantamos y desayunamos; luego, nos lavamos y nos cepillamos, nos limpiamos y peinamos, y nos dirigimos a la mansión real con Bran a la cabeza, seguido de Angharad, quien se apoyaba en su bastón, y junto a ella iba Iwan, con el arco en la mano y un haz de flechas en el cinto. Siarles y Mérian los seguían, y también nosotros, dispuestos en una doble hilera. Yo llevaba a Nía en brazos y caminaba junto a Nóin; cuando cruzamos la puerta, sentí que deslizaba su mano entre la mía y la apreté.

—Me alegra estar aquí hoy —murmuró—. Lo recordaré siempre.

—Y yo también —susurré—. Este es un gran día y merece la pena recordarlo.

Nos reunimos en el patio del rey, y Bran acababa de pedir al hermano Jago que informara al portero del rey de que habíamos venido porque William nos había convocado y que lo estábamos esperando, cuando quienes aparecieron no fueron otros que el conde De Braose y el abad Hugo, acompañados por el alguacil Guy de Gysburne y no menos de quince caballeros. Atravesaron la puerta como un torbellino, sin preocuparse de nuestra gente, que tuvo que apartarse para dejarlos pasar.

Al ver a nuestro desordenado grupo, los francos desenvainaron las espadas. Nuestros hombres colocaron flechas en sus arcos y apuntaron. Nos miramos unos a otros, con la mirada torva, el rostro adusto, hasta que el conde Falkes rompió el silencio.

—Bran ap Brychan —habló el conde con su aguda voz nasal—. Et vous compatriotes foule. Qu’une surprise désagréable!

El hermano Jago, situándose junto a Bran, le susurró al oído la bienvenida que acaba de tributarle el conde. No necesité ninguna traducción para saber que había insultado a Bran llamándonos «esa basura de compatriotas» y «desagradable sorpresa».

—Conde Falkes, vuestra llegada es tan inoportuna como poco bienvenida — respondió Bran despreocupadamente—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Uno podría preguntarte lo mismo —respondió Falkes—. Pensé que estabas muerto.

—Pues aquí estoy, tal y como me veis —replicó Bran—. Pero parece que aún seguís fastidiando a la tierra con vuestra presencia. He preguntado por qué habéis venido.

El alguacil Guy murmuró una maldición al oír la respuesta que Jago les había transmitido, y varios de los caballeros escupieron. Vi que un destello de ira atravesaba el rostro del conde, pero su respuesta fue comedida.

—Estamos obedeciendo al rey, quien nos ha convocado. Imagino que no estáis aquí por accidente.

—Nosotros también hemos sido convocados —respondió Bran—. Así pues, vamos a mantener la paz entre nosotros al menos mientras permanezcamos ante el rey.

Con cierta renuencia, me pareció, el conde Falkes aceptó, aunque realmente no tenía otra opción mejor. Iniciar una pelea en el patio de la residencia real le hubiera costado mucho y habría ganado poco.

—Muy bien —dijo finalmente—. Mantendremos la paz en la medida en que mantengáis a esta escoria controlada.

No podía decir cuánto sabía el conde de nuestro Bran y sus acciones. Muy poco, imaginé, pues su observación sobre la supuesta muerte de Bran me dio a entender que no había reconocido a Bran como el padre Dominic, ni tampoco como el Rey Cuervo. Pensé que todo aquello se iría al garete en cuanto me reconocieran, pero tras intercambiar aquellas palabras con Bran, mostró desinterés hacia nosotros y nos giró la cara, como si no fuéramos dignos de que nos mirara. Supongo que yo solo parecía un hombre casado con su hija en los brazos y su esposa al lado.

Pues bien, una tensa tregua quedó establecida. Pero era débil, os lo aseguro, el simple filo de una lanza o la punta de una flecha podrían haberla roto en cualquier momento. Esperamos allí, en el patio, ansiosos, vigilándonos unos a otros. Nóin, que Dios la bendiga, estaba allí, con la cabeza alta, los hombros rectos, devolviendo la mirada al alguacil y a sus duros caballeros, y la pequeña Nía encontró un montón de guijarros que la mantuvieron entretenida, moviéndolos de un lado a otro y cantando mientras lo hacía.

Cuando pareció que todos íbamos a rompernos bajo el peso de aquella tensión, la gran puerta de roble y hierro de la residencia real se abrió y salieron los hombres del rey acompañados por dos sirvientes de la casa.

—Su majestad el rey ha sido informado de vuestra llegada —anunció en un buen inglés—. Os ruega que le concedáis el gran don de vuestra paciencia y os concederá audiencia tan pronto como sea posible.

Al ver a la horda de galeses que estaban con Bran en el patio, añadió:

—No será posible que todos vosotros entréis. La sala no es lo bastante grande. Debéis elegir a algunos representantes para que asistan; el resto, esperaréis aquí.

Cuando Jago acabó de traducir estas palabras a nuestro señor, Bran respondió:

—Con todo mi respeto, puesto que la decisión del rey ha de servir a toda mi gente, la escucharemos juntos. Quizá al rey no le importe comunicarnos aquí su resolución, ya que lo esperamos tan pacientemente.

El tipo no respondió, sino que simplemente inclinó la cabeza, dio media vuelta y se retiró al interior.

—Todos juntos —se burló el conde De Braose—. ¡Qué galés! —Esa palabra sonaba como un insulto en sus labios.

—Todos colgarán juntos, también —observó el abad Hugo. Su mirada se posó en mí justo en aquel momento, y me reconoció. Su rubicundo rostro se quedó helado—. ¡Eh tú! —gritó—. Levanta las manos.

—No lo hagas, Will —me advirtió Bran, echándome una ojeada por encima del hombro—. Puede que sospeche, pero no hace falta que alimentemos su suspicacia.

Me quedé allí plantado, devolviéndole la mirada, en silencio, pero mantuve mis manos bien apartadas de la vista del siniestro abad. Fue entonces cuando vi a Odo, sentado, con aspecto de estar incómodo, en el lomo de una yegua castaña. Él también me vio, me reconoció y —Dios lo bendiga— se mordió la lengua. No me iba a traicionar ante sus amos.

—¡He dicho…! —gritó el abad, cada vez más furioso—. Ordena a tu hombre que me muestre las manos.

—Como es mi hombre —replicó Bran— soy yo quien le doy las órdenes, y no le voy a pedir tal cosa.

—Por la Santísima Virgen, es él —insistió el abad.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó el conde Falkes.

—¡El prisionero! —gritó Hugo, señalándome con el dedo—. Scatlocke, al que llamaban Scarlet. ¡Os digo que es él!

El conde Falkes se volvió para mirarme y me contempló detenidamente unos momentos.

—No —decidió—. No es él. —Sin duda, mi afeitado y mi corte de pelo, y el haberme cambiado de ropa y haber engordado un poco gracias a la buena comida que guisaba mi esposa, habían conseguido cambiar lo bastante mi aspecto como para hacerlos dudar.

—Es él —opinó Gysburne. Miró a Bran y concluyó—: Y la última vez que vi a este se hacía llamar padre Dominic, puedo jurarlo. —Contempló al resto, y sus ojos fueron pasando por todos nosotros, recorriendo la hilera—. ¡Voto a tal! ¡Están todos aquí! — señaló a Iwan—. Sé que he visto a ese antes. Lo sé.

—Estás imaginando cosas —remarcó el conde—. Todos se parecen, estos galeses.

—No digáis nada —nos aconsejó Angharad, hablando principalmente a Bran pero también a todos nosotros—. Dejad que crean lo que quieran. Ya no importa lo que digan. Dejadles hacer. No nos vamos a rebajar a responder a sus acusaciones.

Así que Bran ignoró las pullas y los insultos que continuaron cayendo sobre él y sobre algunos de nosotros. En vez de eso, él y Angharad dirigieron su mirada a la puerta de hierro y esperaron. El sol ascendió lentamente, y aún esperábamos, calentándonos bajo los rayos del sol otoñal. Algunos de los francos se cansaron de esperar en la silla y, envainando sus espadas, desmontaron. Otros llevaron a sus monturas a beber. La mayoría de ellos, no obstante, permanecieron igual, con gesto torvo, murmurando maldiciones contra nosotros. Pero esto fue lo más grave que hicieron, y les plantamos cara en silencio, sin darles ninguna razón para que se enfurecieran más.

Después, cuando el sol ascendía hasta llegar a su cénit, la puerta de la residencia real se abrió de nuevo y el hombre del rey apareció con dos sirvientes.

—¡Oíd! ¡Oíd! —gritó—. Su majestad el rey William de Inglaterra.

De la casa salieron William el Rojo y cinco asistentes. Uno de ellos era un clérigo de alto rango, ataviado de satén rojo con una gruesa cadena y una cruz alrededor del cuello; otro era lord Leicester, al que habíamos conocido en Rouen; los otros eran caballeros empuñando lanzas. El mismo rey, rodeado por su guardia, parecía más pequeño de lo que yo recordaba; su achaparrada silueta estaba envuelta en una túnica azul que se tensaba sobre su protuberante vientre; sus cortas piernas estaban enfundadas en unas calzas marrones y unas altas botas de montar. Su pelo, de color rojo, brillaba como el fuego bajo la luz del sol, pero me pareció cansado, casi demacrado, y sus mejillas estaban agrietadas.

En la mano sostenía un pergamino enrollado.

—¿Cuál es el rey? ¿El de rojo? —susurró Nóin, y me di cuenta de que, como la mayoría de la gente, nunca antes había visto al rey de Inglaterra y no tenía ni idea de qué aspecto podía tener William o cualquier otro rey si no llevaba algún adorno u objeto que indicara su real condición.

—No, el gordo pelirrojo —le dije—. Ese es William Rufus.

Esta información se fue extendiendo entre la gente junto con otras punzantes observaciones. De Braose y su grupo, buscando cierta ventaja, proclamó a los cuatro vientos sus saludos al rey, quien rápidamente fijó sus ojos en él pero no respondió a su inútil intento de adularlo. Al cabo de un rato, el rey hizo una señal a su hombre de confianza, quien cortó todas las conversaciones y nos mandó guardar silencio.

Con aire un tanto distraído, el rey entregó el pergamino al sacerdote.

—El cardenal Ranulf de Bayeux leerá la resolución real esta vez —declaró. El hermano Jago tradujo estas palabras a los galeses.

El cardenal conocido como Flambard se adelantó, y con una ligera reverencia, recibió el rollo de manos de William. Le llevó su tiempo desatarlo y desenrollarlo. Alzándolo, se adelantó un poco más y empezó a leerlo. Estaba en latín, por supuesto, y no podía entender nada. Afortunadamente, estaba bastante cerca del hermano Jago y pude captar la mayor parte de lo que decía mientras lo traducía para Bran y Angharad. Tuck también estaba cerca para transmitirnos lo que entendía.

—«Yo, William, rey de Inglaterra por la gracia de Dios, saludo a estos sujetos con todo respeto y honor de acuerdo a su rango y estado. Que sea sabido este día, el tercer día tras la fiesta de San Miguel, que esta resolución se hace pública mediante su lectura en presencia del rey y de las personas convocadas por la Corona para asistir a ella. Debido a la naturaleza pérfida de ciertos nobles conocidos por el rey, y a causa de las disensiones y desacuerdos que han surgido entre el rey y el hermano del rey, el duque Robert de Normandía, y una compañía de barones rebeldes, concernientes al legítimo derecho de William a ocupar el trono y a gobernar sin impedimentos por las calumnias y alegaciones de traidores disidentes, se ha hecho esta declaración ante el Jefe de Justicia de Inglaterra y Henry, conde de Warwick, y otros nobles del reino, y ha sido firmada y sellada en su presencia».

Aquí el cardenal se detuvo para permitir que la multitud desentrañara el significado de esta proclama. No éramos, ni mucho menos, los únicos que estábamos esforzándonos en ello; los francos, en el grupo del conde De Braose tenían también sus dificultades para entender aquel latín tan florido, y estaban siendo ayudados por el abad Hugo, que estaba haciendo de intérprete para el conde y los demás.

Cuando el cardenal Flambard decidió que todo había sido entendido, continuó:

—«En consecuencia, yo, William, por la autoridad del cielo, expongo por la presente mi resolución en lo que respecta a los asuntos que han surgido a raíz de los recientes intentos de estos sujetos rebeldes antes mencionados para deponer a su majestad del trono y acabar con su legítimo gobierno sobre este reino y sus súbditos. Que sea sabido que William de Braose, barón de Bramber, ha perdido sus tierras por tomar parte en esta conspiración, así como su título, y además se le prohíbe volver a Inglaterra bajo amenaza de ser condenado por traición y recibir la pena que corresponde a ese cargo. En cuanto a su hijo, el duque Philip de Braose, y a su sobrino, el conde Falkes de Braose, habiéndose encontrado que no han tomado parte en la maldita rebelión contra el legítimo monarca, pero debido a su próximo parentesco con los traidores, se estima prudente extender la prohibición a ellos y a sus familias; por tanto, deberán seguir al barón en el exilio a las tierras que quieran recibirlos». Los francos gimieron y apretaron los dientes al oír esto, al mismo tiempo que nosotros hacíamos todo lo que podíamos para contener nuestra alegría. Oh, esto era todo lo que habíamos esperado: que el barón De Braose fuera expulsado y su dañino sobrino fuera expulsado con él. El trono de Elfael se veía libre de normandos, y sentíamos la dulce victoria en nuestros labios.

—«Más aún —continuó el cardenal—, complace a su majestad hacerse cargo de esas tierras ahora vacantes y ponerlas al amparo de la Ley del Bosque, como un protectorado con privilegio real, para que sean administradas por la Corona por un regente elegido para servir a los intereses de la Corona, a saber, el abad Hugo de Rainault.

»"Como nuestro regente y oficial de la Corona, ejercerá la autoridad necesaria para sostener, mantener y proteger esas tierras y dominios, y con la ayuda de nuestro sheriff, Richard de Glanville, las gobernará a fin de fortalecer el reino con la fidelidad debida a su legítimo monarca."» Aquí el cardenal se paró para dejar que los traductores entendieran el significado. Mientras estábamos luchando por comprender lo que acababa de ocurrir, el cardenal Flambard concluyó diciendo:

—«Todos los que tengan motivos de queja respecto a este asunto, habiendo sido recompensados de acuerdo a su servicio, quedan servidos. No se contemplará ninguna acción más respecto a esta resolución. Firmado y sellado por William, rey de Inglaterra».

A causa de la oscuridad de este latín culto, nos costó un poco entender el ultraje que se acababa de revelar y que habíamos escuchado. Tuck y Jago se acercaron, en estrecho consejo, a Bran y Angharad. El conde Falkes de Braose, perplejo más allá de toda medida, se quedó contemplando al rey como si fuera el sirviente del mismísimo diablo; el abad Hugo y el alguacil Guy empezaron a cuchichear, preparándose para sembrar más y mayores males. En ambos bandos, francos y britanos, hubo amargas quejas y protestas. Junto con muchos otros, me adelanté para oír lo que los clérigos que teníamos delante estaban diciendo, para entender al menos una parte de la discusión.

—En resumen, se reduce a esto —dijo Tuck—: el barón De Braose y todos sus parientes y amigos han sido desterrados y no pueden volver a Inglaterra bajo pena de muerte, eso está bien…

—Pero veréis —señaló Jago—. El abad Hugo ha sido nombrado regente y se quedará en posesión de las tierras que el rey había otorgado a De Braose.

—¡Pero ese maldito abad se va a quedar con Elfael! —gruñó Tuck peligrosamente.

Un pesado y devastador mareo cayó sobre mí. Muchos de los que me rodeaban empezaron a renegar y maldecir al rey de los ingleses.

—¿Qué significa? —dijo Nóin, acercándose a mí.

—Significa que nos han utilizado y nos han dejado de lado —gruñí—. Significa que ese bribón pelirrojo nos ha arrancado las entrañas como si fuéramos conejos y nos ha tirado a los perros.

—No puede ser —dijo Bran, echando a andar—. ¡El cielo no lo permitirá! — Avanzó tres largos pasos y se paró, llamando al rey para que lo escuchara—. Mi señor rey —clamó, con la ayuda de Jago—, ¿he de entender que habéis permitido que el abad Hugo se quede con nuestras tierras de Elfael?

—El rey ha decretado que el abad le sirva como regente —respondió el cardenal Ranulf. Sus ojos se estrecharon cuando vio a Bran—. Te recuerdo muy bien —advirtió—. Te advertí que no intentarás cometer otra estupidez como la que cometiste la última vez que nos encontramos.

—Entonces os ruego que le recordéis al rey que nos prometió devolvernos nuestras tierras y el gobierno de nuestra gente —respondió Bran, hablando a través de Jago—. Esto es lo que el rey en persona nos prometió como recompensa por haber descubierto a los traidores.

El rey oyó esto, por supuesto, pero miró hacia otro lado con una expresión dolida en su rostro.

—No puedo responder de promesas que se puedan haber hecho o no en el pasado — declaró el cardenal, lo que hizo que sonara como si todo aquello hubiera sucedido un millón de años atrás y ahora no tuviera ninguna relevancia en la resolución—. Tras un apropiado tiempo de reflexión, el rey ha determinado que no sirve a los intereses de la Corona devolver Elfael al gobierno de los galeses otra vez.

—¿Qué va a ser de nosotros? —gritó Bran, cada vez más furioso—. ¡Es nuestra tierra, nuestro hogar! ¡Se nos prometió justicia!

—Justicia —respondió el cardenal tranquilamente— es lo que habéis recibido. El rey ha decidido. Y su palabra es ley.

Bran, conteniendo vigorosamente su ira, argumentó su posición.

—¡Quisiera recordar a su majestad que fue en la misma fortaleza del abad donde nos enteramos de la conspiración contra él! Vuestro regente es tan culpable de traición como aquellos a quienes habéis condenado y castigado.

—Eso es lo que dices —contestó el cardenal suavemente—. Pero no hay ninguna prueba de ello, y por tanto, la legítima práctica de la justicia decreta que no recaiga culpa alguna sobre el abad.

—Llamadlo como queráis, milord, pero no lo llaméis justicia —le espetó Bran, con la voz temblando de furia. Dulce Jesús, nunca lo había visto tan enfadado. Su rostro estaba blanco y sus ojos echaban chispas—. Esto es una ofensa contra el cielo. La gente de Elfael no descansará hasta que haya obtenido la justicia que le prometisteis.

—Tú y tu gente os tendréis que conformar con el gobierno del regente —declaró Flambard—. Como regente, el abad Hugo está a cargo de vuestro cuidado y protección. De aquí en adelante os proporcionará el apoyo y descanso de la ley del rey.

—¡Con todo respeto, cardenal —gritó Bran, luchando para que su ira no devorara su razón—. No podemos aceptar esta resolución!

—El rey ha hablado —concluyó el cardenal Bayeux—. Seguir discutiendo sobre esta cuestión no sirve de nada. Por tanto, el asunto está concluido.

El rey William, impasible ante la furia de nuestro señor, asintió y dio media vuelta. Él, sus soldados y consejeros se retiraron al interior de la casa. El cardenal enrolló el pergamino y siguió al monarca.

Con esto, el Día del Juicio acabó.

Al cerrarse la puerta tras la comitiva real, otra amplia puerta se abrió en el otro extremo del patio y los soldados que hasta aquel momento habían estado vigilando nos rodearon. Con las armas preparadas, formaron un muro, hombro con hombro, en todo el perímetro del patio.

—Debemos irnos de aquí en seguida —advirtió Angharad—. ¡Bran!

Ya no nos oía.

—¡No se nos negará de este modo! —gritó, avanzando—. Esto no se acaba aquí. ¿Lo oís?

Ella tiró de la manga de Bran, haciendo que retrocediera. Zafándose de ella, corrió tras el cardenal, que se retiraba rápidamente.

—¡Iwan! ¡Siarles! —gritó Angharad—. ¡Id a buscar a vuestro señor!

Los dos se precipitaron hacia delante y flanquearon a Bran, uno a cada lado.

—Vámonos, mi señor —le rogó Iwan—. No empeoremos las cosas. Están esperando tan solo media razón para atacarnos.

—Haríais bien en llevároslo a rastras —gritó el alguacil Guy, riéndose—. ¡Llevaos a ese perro apaleado!

Gysburne era el único que encontraba un motivo de diversión en todo aquel desastre, creo: él y unos pocos de los soldados, de aspecto algo menos avispado, que lo acompañaban. El resto parecían apropiadamente consternados, dándose cuenta de que tampoco eran buenas noticias para ellos. El conde Falkes parecía un hombre al que le han quitado todos los huesos, y hacía lo que podía para mantenerse en la silla. Su pálido semblante era aún más espantoso. Sus labios temblaban, sin duda, contemplando su ruina.

Iwan y Siarles consiguieron coger a Bran y traerlo de vuelta. Mérian corrió a su lado para ayudar a calmarlo. Mientras, Tuck y Angharad, temerosos de que lo que los francos pudieran hacer, se movieron rápidamente para organizar a todo el mundo y empezar a abandonar el patio antes de que un derramamiento de sangre convirtiera el desastre en una catástrofe.

Obedeciendo a sus cabezas, más templadas, nos dimos la vuelta y empezamos la lenta retirada bajo los agudos ojos y las desnudas armas de los soldados del rey. Al pasar ante la compañía del conde De Braose, miré y vi a Odo, con su redondo y serio semblante afligido. En un arrebato, levanté la mano y le hice un gesto para que se uniera a nosotros.

—Ven, monje —le dije—. Si quieres abandonar al diablo y estar al lado de los ángeles, eres bienvenido aquí.

Para mi sorpresa, tomó las riendas y se apartó de las filas francas. Algunos de los que lo rodeaban intentaron impedírselo, pero se libró de ellos. El abad, con desdén, les dijo que dejaran que aquel Judas se fuera.

—Dejad que se vaya, si quiere —dijo el alguacil Gysburne, cogiendo la brida y deteniendo la montura de Odo—, pero se irá sin caballo.

Así que mi aburrido escriba, tomó una decisión que cambiaba toda su vida, hizo acopio de todo su valor y bajó de la silla para ocupar su lugar entre la grellon.

Mientras cruzábamos el patio, los soldados fueron estrechando el círculo y cerrándose tras nosotros para asegurarse de que partíamos sin causar ningún problema. El abad Hugo gritó su última amenaza.

—Ni pienses en volver a Elfael —dijo, con una voz que resonó en todo el patio—. Sabemos quién eres y te mataremos si te vemos, a ti o a cualquiera de los tuyos, poner un pie en Elfael.

Cuando Jago nos tradujo el desafío del abad, vi que Bran se ponía tenso. Volviéndose para dirigirse al abad, dijo en latín:

—Disfruta de este día, vil sacerdote. Es el último día de paz que vas a conocer. De hoy en adelante, es la guerra.

El abad Hugo le gritó algo, respondiéndole, y los soldados francos hicieron ademán de atacar. Desenvainaron las espadas y se protegieron con sus escudos, preparándose para la carga. Pero Bran agarró un arco y, como un rayo, lanzó una flecha que fue a parar entre las piernas del abad, clavando el dobladillo de su túnica en el suelo.

—La próxima flecha irá a parar a vuestro negro corazón, abad —lo amenazó Bran—. Decid a los soldados que depongan las armas. —Hugo hizo caso de aquella advertencia y sabiamente pidió a los soldados del rey que lo protegieran y nos dejaran marchar. Lentamente, Bran bajó el arco, se dio media vuelta y salió, a la cabeza de su gente, de la fortaleza del rey.

Con la frente alta, cruzamos la puerta para dirigirnos a nuestro sangriento destino.

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