Scarlet

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Capítulo 5

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Capítulo 5

El camino seguía y seguía. Mis guías mantenían un curioso trotecillo: tres pasos rápidos alternados con cuatro pasos de carrera lenta. Me llevó un poco acostumbrarme, pero una vez pillé el tranquillo, en seguida entendí que permitía moverse rápidamente en largas distancias y tener todavía aliento y fuerza para hacer lo que tuvieras que hacer cuando llegaras a tu destino. Nunca antes había visto esa efectiva artimaña, y me alegró poder añadirla a mi propio almacén de artes forestales…

—Deberías probarlo, Odo —le digo a mi escriba aún soñoliento que alza su rollizo rostro para ver si bromeo—. Te haría bien.

—Voy a indicarte dónde te has quedado —dice, reprimiendo un bostezo. Hunde la pluma en el tintero y la sitúa sobre el pergamino—. ¿Adónde te llevaron esos extraños encapuchados?

—¿Adónde me llevaron? Préstame atención y lo sabrás de aquí a muy poco. A ver, ¿por dónde iba?

—Corriendo entre la maleza para encontrarte con el Cuervo Rey.

—No es el Cuervo Rey —le digo—, es el Rey Cuervo. Es muy diferente, monje. Escríbelo bien.

Odo se encoge de hombros con indiferencia y prosigo mi relato…

Bien, corrimos unas cuantas millas aquella mañana, y estoy firmemente convencido de que la mayoría fueron para despistarme y evitar que guiara a alguien más a su escondite del bosque.

Durante la mayor parte, funcionó bastante bien. A un tipo que no estuviera tan firmemente arraigado a las cosas del bosque, desde luego que lo habría confundido. En cuanto a mí, solo al cabo de un rato me produjo un ligero despiste, como probablemente Iwan esperaba. Llegamos a un lugar donde brotaba un pequeño manantial de agua clara bajo un muro de roca natural, y después de haber bebido unos buenos tragos, el grandote rasgó una tira de tela de su carcaj.

—Lo siento, William —dijo, tendiéndome la tela—. Ahora debes taparte los ojos.

—Si hace que tú y los tuyos os sintáis mejor, lo haré de buen grado —respondí—. Incluso dejaré que Siarles me haga el nudo.

—Bien, como tú quieras —dijo Siarles, acercándose por detrás mientras enrollaba la tela alrededor de mi cabeza. Cogió los extremos y los ató con un fuerte tirón; y luego nos pusimos de nuevo en marcha, más lentamente esta vez. Iwan guiaba y yo avanzaba tambaleándome, con mi mano apoyada en su hombro, sorteando raíces y piedras, intentando seguir el paso de sus largas zancadas. Era más difícil de lo que podría haber pensado: inténtalo tú solo en un fragoso bosque y a ver qué tal se te da. Al cabo de un rato noté que el suelo empezaba a ascender. La vertiente era suave al principio, pero se hacía más escarpada conforme avanzábamos. Oí el trino de los pájaros en lo alto, dispersos y lejanos: los árboles eran cada vez más grandes y alejados entre sí.

Al alcanzar la cima de la loma, llegamos a un lecho rocoso y volvimos a detenernos.

—Aquí —dijo Iwan, cogiéndome de los hombros y haciéndome girar unas cuantas veces—. No está muy lejos. Unos pocos pasos es todo lo que queda.

Me hizo dar algunas vueltas más, y luego Siarles me hizo girar en la dirección contraria como medida de precaución.

—Vigila por dónde andas —me advirtió Siarles al oído—. Mantén la cabeza baja o te golpearás. —Me hizo bajar la cabeza hasta que estuve doblado y entonces me guio por un hueco que había entre dos árboles y, casi inmediatamente, por una pendiente muy inclinada.

—Cél Craidd —dijo Iwan—. Rezo para que te vaya bien aquí.

—Tú también deberías rogar por ello —añadió Siarles en un tono mucho menos amigable. La había tomado conmigo no sé por qué, quizá era por la broma sobre su nombre. O quizá por el corte de mi ropa, pero fuera lo que fuese, me dio a entender que me tenía poco aprecio—. Juega en falso y este será el último lugar que veas.

—Bueno, bueno —contesté—, no hace falta amenazar. He jurado acatar y acatar es lo que haré, sea lo que sea.

Siarles desató la venda que me cubría y abrí los ojos al lugar más extraño que jamás he visto: una aldea hecha de pieles y huesos, ramas y piedras. Había cabañas bajas con tejados de musgo y helecho, otras propiamente techadas con juncos; algunas tenían paredes de cañizos cubiertos de arcilla y otras estaban hechas con ramas de sauce entrelazadas de modo que parecía que la cabaña entera había sido tejida con ramitas, y además habían rellenado las grietas con hierba seca, lo que le daba una apariencia totalmente estrafalaria, enmarañada, como si estuviera mudando el pelaje. Si bien en el centro del asentamiento había unas cabañas más grandes y construidas con material más consistente —madera cortada y así—, también tenían tejados de tierra cubierta de hierba y exhibían cornamentas o cráneos de ciervo en las esquinas o sobre sus resguardadas puertas, lo que les daba el aspecto de haber crecido del mismo suelo del bosque.

Si una tribu de hombres verdes hubiera pergeñado un asentamiento hecho de corteza, ramas y deshechos del bosque, habría tenido exactamente el mismo aspecto, creo yo. De hecho, era un nido adecuado para el Rey Cuervo: era justo el tipo de lugar que el Señor del Bosque elegiría.

Alojado en un claro que formaba un suave valle y rodeado por los sólidos troncos de robles, tilos, hayas y olmos, Cél Craidd no solo estaba protegido sino bien escondido. El abrazo protector del risco formaba una especie de muralla en tres de los lados que se elevaba por encima de las pequeñas cabañas. Habría que estar de pie en la cima y mirando hacia el vallecillo para verlo. Pero este escondite tenía un precio y la gente lo estaba pagando con sus vidas.

Unos pocos de los más pequeños se dieron cuenta de nuestra llegada y corrieron a disponer una fiesta de bienvenida. Eran —bajo la roña, la suciedad y las ropas raídas— niños corrientes, y no la prole de una mujer verde. Se dispersaron aquí y allá, con la gracia y la vivacidad de las criaturas nacidas y criadas en la naturaleza. Gorjeando y gritando alegremente corrieron hacia una de las cabañas adornadas con cornamentas que estaba en el centro del poblado y golpearon la puerta. Al cabo de unos instantes salió de ella la que posiblemente fuera la mujer más fea sobre la que jamás había posado los ojos. Virgen Santísima, a fe que era un espantajo, con su piel arrugada como una ciruela pasa y oscurecida a causa de los años pasados junto al humo de la cocina, y tenía una mata de cabello áspero, enredado, oscuro a pesar de las canas; oscuro donde debería ser completamente blanco a causa de la edad, tan vieja era. Avanzó renqueante para examinarme, y aunque su paso era tembloroso, no había error posible con sus ojos. La gente dice que hay ojos tan penetrantes que atraviesan la carne y el hueso, y siempre pensé que era pura fantasía. ¡A fe que no! Me miró y sentí mi piel traspasada y mi alma desnuda ante una mirada tan aguda como una navaja recién afilada.

—Esta es Angharad, banfáith de Britania —declaró Iwan con su voz henchida de orgullo.

Al oír esto, la anciana inclinó la cabeza.

—Te doy la bienvenida. Paz y alegría en el día de hoy —saludó con una voz que sonaba como el crujido de un fuelle seco—. Que tu estancia aquí sea propicia.

Hablaba de un modo arcaico que, aunque era bastante extraño, le ajustaba tan bien que pronto se me pasó totalmente por alto.

—Paz, banfáith —respondí. Había oído y visto a las gentes de mi madre saludando a los ancianos de vez en cuando, usando un gesto de respeto. Eso es lo que hice con ella, tocando mi frente con el dorso de mi mano y esperando que la visión de un medio sajón desgarbado ofreciéndole este honor no la ofendiera demasiado.

Fui recompensado con una amplia y alegre sonrisa que contrajo su ya arrugado rostro, aunque de un modo bastante agradable.

—Tienes el conocimiento, veo —dijo—. ¿Cómo lo aprendiste?

—Mi bendita madre enseñó a su hijo las costumbres de los cymry —respondí—. Aunque rara vez las he utilizado en estos últimos años. Me temo que mi arado se ha oxidado por falta de uso.

Rio al oír mi comentario —En ese caso, lo puliremos para que brille bien pronto. — Volviéndose hacia Iwan le dijo—: ¿Cómo lo encontrasteis?

—Cayó de un árbol a menos de diez pasos de nosotros —respondió—. Cayó al camino como una manzana madura.

—¿Eso hizo? —preguntó. Y se dirigió a mí—. Dime ¿por qué te escondías entre las ramas?

—La noche anterior había visto el rastro de un lobo en el camino y pensé que era mejor dormir con los pájaros.

—Prudente —admitió—. ¿Conoces a los lobos?

—Lo bastante como para saber que es mejor estar fuera del alcance de esos bribones de piernas largas.

—Dice que está buscando a nuestro Bran —intervino Siarles. Impaciente, no se preocupó de esperar a que nuestra agradable charla llegara a su destino, como es la costumbre entre los cymry—. Dice que quiere ofrecerle sus servicios.

—¿Lo sabe? —preguntó Angharad—. Bien, entonces llamemos a nuestro señor y veamos cómo cae esta pieza.

Siarles se dirigió corriendo a una de las cabañas más grandes que estaban en el centro del poblado. Por entonces, los niños habían hecho correr la voz de que un extraño había venido, y la gente estaba empezando a congregarse. Según pude ver, no era un grupo precisamente atractivo: delgados, desaliñados y zarrapastrosos, sucios como podía esperarse de unas gentes que sobrevivían a duras penas en lo más profundo del bosque. Pocos tenían zapatos, y ninguno vestía ropas que no estuvieran remendadas una y otra vez. Al menos dos de los que estaban entre la multitud habían perdido una mano ante la justicia normanda; otro había perdido los ojos.

Una multitud más hambrienta y menesterosa no la había visto ni espero verla: eran como los mendigos que se agolpan a las puertas de las iglesias en las ciudades. Pero mientras que los mendigos no tienen ninguna esperanza, esta gente desprendía el lúgubre desafío de quien vive con una única determinación. Y todos ellos tenían un aspecto que ya había percibido en los más jóvenes: un aspecto de prudente curiosidad, casi recelosa, como si al ver un extraño entre ellos estuvieran dispuestos a huir de él a la menor ocasión. Un movimiento brusco de mi parte y hubieran salido disparados como un ciervo o como una bandada de pájaros alzando el vuelo.

—Si tu búsqueda es verdadera —me dijo la anciana—, no tienes nada que temer.

Le di las gracias por sus palabras de consuelo y aguardé mi destino. Siarles volvió de la casa acompañado por un joven alto y esbelto como un junco pero con una buena anchura de hombros y unos largos y fuertes brazos. Vestía una sencilla túnica de tela oscura, calzas del mismo tejido y unas altas botas de montar de color negro. Su cabello era tan negro que el sol arrancaba reflejos azulados de los caprichosos bucles. Una fea cicatriz contraía la piel del lado derecho de su rostro, levantando ligeramente su labio en lo que parecía ser, a primera vista, una altiva y sarcástica sonrisa: una impresión que solo contradecía la viva agudeza que brotaba de unos ojos tan negros como el fondo de un pozo en una noche sin luna.

No había duda de que era su líder, Bran, el hombre al que había venido a buscar. Si el justo y presto homenaje que le rindieron aquellas gentes harapientas no lo dejaba claro, solo tenías que fijarte en la majestuosa facilidad con que supervisó todo lo que lo rodeaba para darte cuenta de que allí había un hombre acostumbrado a mandar. Su misma presencia llamaba la atención, y captó la mía hasta tal punto que al principio ni siquiera reparé en la joven que le seguía: una hermosa dama de cabello oscuro, de tal gracia y elegancia que, a pesar de ir ataviada con los mismos ropajes humildes que los menesterosos que la rodeaban, se alzaba con un porte tan imperioso que la tomé por una reina.

—Te presento a Rhi Bran, señor de Elfael —dijo Iwan en voz alta para que todos los que estaban reunidos a su alrededor pudieran oírlo.

Pax vobiscum —me saludó el esbelto joven, mirándome de arriba abajo con sus ojos vivos e inteligentes.

—La paz de Dios esté con vos, mi señor —respondí en lengua cymry, ofreciéndole una reverencia como cortesía—. Soy William Scatlocke, antiguo guardabosques de Thane Aelred, de Nottingham.

—Ha venido a ofrecer sus servicios —informó Siarles a su señor con cierto tono de burla para hacer saber a su superior qué le parecía la idea.

Bran me observó de nuevo y, al no encontrarme falta alguna, creo yo, respondió:

—¿Qué clase de servicios ofreces, William Scatlocke?

—Cualquiera que requiráis —dije—. Desde despiezar cerdos a techar tejados, desde serrar leña a podar avellanos; pocas cosas hay que no haya hecho.

—Dijiste que eras guardabosques —murmuró Bran, y percibí un destello de interés en su mirada.

—Sí, lo era, y un buen guardabosques, si digo la verdad.

—¿Por qué lo dejaste?

—Thane Aelred, que Dios lo bendiga, perdió sus tierras durante la disputa sucesoria y fue desterrado a Dinamarca. Todos sus vasallos fueron expulsados por William el Rojo y tuvieron que valerse por sí mismos, la mayoría para morirse de hambre, esa fue la triste realidad.

La dama de oscuros cabellos, que había estado mirándome detenidamente, medio oculta tras los hombros de Bran, habló entonces:

—¿No tienes mujer o hijos?

—No, milady; como veis, soy un hombre joven y aún tengo esperanzas. Sea joven o viejo un hombre necesita algunos recursos para mantener a una mujercita. —Sonreí y le guiñé un ojo para hacerle saber rápidamente qué quería decir. Seria, apretó los labios en un mohín remilgado—. Precisamente estaba rapiñando parte de esos recursos cuando empezaron los problemas. La mayoría perdió mucho más que yo, pero yo perdí lo poco que tenía.

—Me apena oírlo —dijo Bran—. Pero aquí también estamos pasando apuros, cuidando de nosotros mismos y también de la gente de Elfael. Cualquier hombre que quiera unirse a nosotros debe saber valerse por sí mismo y valer a los demás si quiere quedarse. — Luego, como si estuviera pensando en ello, dijo—: Un buen guardabosques debe de saber cómo usar un arco largo. ¿Sabes usarlo, William?

—Sé dónde va cada extremo de una flecha —contesté.

—¡Espléndido! Entonces nos batiremos uno contra otro —declaró—. Si ganas, te quedarás.

—¿Y si pierdo?

Su sonrisa fue picara y oscura y llena de malicia.

—Si quieres quedarte, entonces te aconsejo que no pierdas —replicó—. ¿Bien? ¿Qué va a ser? ¿Competirás conmigo?

No parecía que hubiera otra salida, así que acepté.

—Lo haré —dije, y me encontré arrastrado por un súbito remolino de gente que me empujaba hacia el concurso, y hacia mi destino.

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