Scarlet

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Capítulo 8

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Capítulo 8

El refugio silvestre del Rey Cuervo funcionaba, en todos los sentidos, como un pueblo para todos aquellos que se veían forzados a llamarlo hogar. En lo más profundo del bosque, los seguidores del Rey Cuervo habían despejado un claro bajo el abrazo protector de una cornisa rocosa. Con un gran esfuerzo, habían ampliado el calvero natural para incluir un pequeño y mísero campo para la cebada, un triste trozo para las judías y otro para nabos. Habían reunido trozos de esto y aquello para construir sus cabañas, sus toscos refugios y los rediles de sus pocos y escuálidos animales. Había una especie de barril remendado que servía como silo para almacenar las escasas provisiones de grano y a los pies del acantilado brotaba un manantial que les servía de pozo.

En los días que siguieron al concurso de tiro con arco llegué a ver el lugar con mejores ojos, y recibí una impresión mejor de la que me había formado a primera vista, pero eso no es decir mucho. Había un aire de tristeza y soledad flotando por encima del lugar: el vapor del sufrimiento de las gentes cuyas vidas estaban atadas a este peligroso refugio. Ninguno de sus moradores tenía esperanza alguna de una vida mejor en ningún otro lugar salvo, quizá, únicamente yo. Ahora, durante unas semanas o unos meses, un guardabosques como yo podía encontrar que la vida en este lugar no era demasiado dura. Pero aun así, estaría gritando para ser libre antes de que se cumpliera un año. Y esta pobre gente lo había soportado durante más de un año; un tributo, supongo, a lord Bran y su habilidad para mantener viva la llama de la esperanza en sus corazones.

Me preguntaba una y otra vez cómo conseguían mantener oculto el lugar, más aún desde que habían puesto precio a la cabeza de Rhi Bran. La recompensa del barón continuaba subiendo más y más, a medida que las hazañas del Rey Cuervo se hacían más escandalosas y dañinas para sus intereses. La recompensa era suficiente para hacerme preguntar hasta dónde llegaría la lealtad de aquellas pobres gentes antes de que se partiera como una cuerda podrida. También me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que una de las patrullas del sheriff encontrara Cél Craidd.

En cuanto me establecí entre mis nuevos amigos, aprendí que el emplazamiento estaba bien escogido para evitar ser descubierto; para encontrarlo hubiera hecho falta un astuto y decidido guardabosques familiarizado con las tierras de la Marca, guardabosques que el barón no poseía. Además de eso, las gentes trabajaban duro para mantener en secreto su hogar. Ingeniaban toda clase de cosas, desde confundir los caminos a sembrar rumores especialmente tramados para que llegaran a oídos normandos, pasando por enviar espías entre las gentes de Elfael y Castle Truan. Mantenían una perpetua vigilancia del Camino del Rey y las entradas al bosque que lo rodeaban, registrando los movimientos de todo aquel que entrara y saliera de la Marca.

Llámame chiflado si quieres; pero llegué a pensar que también había algo sobrenatural en ello. Como en las viejas leyendas, en las que el fatigado viajero llega a una villa escondida entre las rocas de la costa, cena allí con sus habitantes y se acuesta en un bonito lecho de plumas para despertar crudamente a la mañana siguiente con arena en los ojos y algas en los cabellos, y la villa se ha desvanecido para no volver a aparecer… hasta que plazca a sus protectores mostrarla al próximo viajero cansado.

Llegué a esa extraña convicción tras varios encuentros con la banfáith Angharad. La llamaban hudolion

—Significa «hechicera», Odo. Gracias por interrumpir.

—Ah, es lo mismo que hud, ¿no? —dice, con un destello de entendimiento brillando fugazmente en sus apagados ojos—. Hechizo.

—Sí, viene de la misma palabra —le explico—. Y se pronuncia hood. Cuida de escribirlo correctamente.

Mi pierna vuelve a arder hoy. Me duele ferozmente y no estoy de humor para aguantar los irritantes modales de Odo. Contemplo cómo inclina la nariz sobre el trozo de pergamino y la pluma rasguea sobre él unos instantes.

—Pues bien —digo—, como te estaba contando, su nombre no es Robin, como habías puesto. Su nombre es Rhi Bran, o sea, rey Bran.

Rhi es la palabra para rey, sí, ya me lo has dicho —entona con cansancio—. Y Bran es lo mismo que cuervo, ¿verdad?

—Sí, es la misma palabra. Rhi Bran, Rey Cuervo. ¿Ves?, es lo mismo. Aún conseguiré que hables como un galés, amigo Odo. —Le regalo una sonrisa transida de dolor—. Igual que un auténtico hijo del País Oscuro.

Odo hace un mohín y moja la pluma.

—Me estabas hablando de Angharad —dice, y continuamos nuestro serpenteante camino…

Pues sí. Angharad era sabia más allá de toda medida. Experta en muchas artes — algunas que ahora ya están perdidas—, podía leer signos y portentos, y tan fácilmente como un niño presiente la lluvia en el viento, podía prever la forma de las cosas mucho antes de que llegaran. ¿Vieja? Era antigua. Arrugada y doblada bajo el peso de los años, para el ojo inocente parecía, simplemente, un alma anciana esperando el carro de Elias.

Pero los ojos de su rostro eran brillantes como joyas. Su mente era rápida y sagaz, incansable, como una ola batiendo sobre la arena, y profunda como ese mismo mar. Si bien algunas veces trastabillaba con su andrajoso vestido, su mente se movía ligera y saltaba como un venado. Nunca se apresuraba, nunca se esforzaba, y nunca se la vio persiguiendo nada. Cualquier cosa que necesitara parecía llegar a ella por sí sola. Y si de vez en cuando los más mayores se sentían incómodos con su presencia, los niños siempre encontraban paz y consuelo en aquellos firmes brazos.

Era, como digo, adepta a toda clase de curiosas artes. Y es a través de una u otra de estas artes lo que sospecho que usaba para mantener a Cél Craidd oculto y a salvo de cualquier intruso. Cómo lo hacía aún no lo he descubierto, pero sé que los antiguos tenían una gran fe en lo que llamaban el caim: un hechizo sanador, podría decirse, una protección útil contra muchos peligros, amenazas y enfermedades. Algo así debía de proteger la morada del Rey Cuervo. Pero vuelvo a decir, puede que yo no sea más que un idiota y que no exista tal cosa.

Pronto me di cuenta de que nuestra banfáith no era una vieja débil y senil sino el espíritu y la vida misma de Cél Craidd. Su alma era profunda, y gentil y bendita; su sabiduría tan certera como la flecha del infalible arco de Bran; su voluntad, resiliente como la savia y más fuerte que el acero. Desde el gorjeo de la primera paloma de la mañana hasta el callado ulular de la lechuza de la medianoche, nada se le escapaba. El alcance de sus sentidos inquietos e incansables sobrepasaba su fortaleza del bosque y llegaban mucho, mucho más allá. A veces, yo creo, llegaban a los mismísimos castillos de los barones normandos.

Una ocasión en particular me enseñó a respetar su juicio, por muy extraño que aquel juicio pudiera parecer a primera vista. Bien, había empezado un invierno hermoso y seco. Yo ya había pasado algunas semanas con el clan del bosque, aprendiendo sus maneras y llegando a conocer a las gentes bastante bien. Ayudé en los campos a recoger la mísera cosecha de nabos; partí buenas cargas de leña para el fuego; ayudé en la matanza de dos o tres cerdos y a salar y ahumar la carne para pasar el invierno. También eché una mano en la construcción de dos nuevas cabañas: una para una familia que había llegado, más o menos, una semana antes que yo; y otra para una joven viuda y su pequeña hija, salvada de los batidores y los sabuesos del conde Falkes.

En cualquier caso, la mayoría de las veces pasaba el tiempo cazando con Iwan, Siarles y uno o dos de los otros hombres. Ocasionalmente, Bran se unía a nosotros, y casi siempre Iwan lideraba al grupo. Siarles, cuyas habilidades como guardabosques eran incluso mayores que las mías, siempre servía como guía, pues conocía bien el bosque: dónde podían encontrarse ciervos, en qué recodo aparecerían jabalíes, o cuándo los pájaros se reunirían en bandadas o alzarían el vuelo. Un cazador bueno y valioso, extraño en sus maneras, que conseguía que raramente volviéramos de la caza con las manos vacías. A decir verdad, eran cacerías desesperadas: o volvíamos a casa con alguna pieza o pasábamos hambre.

En todas estas cosas fui probado de muchas pequeñas maneras, aunque nunca abiertamente. Aun así, por alguna palabra o gesto o intercambios de miradas, pronto comprendí que, si bien aceptaban mi presencia entre ellos, aún no confiaban completamente en mí. Estaban probando tanto mis habilidades y mi temple como mi honor. Esto era natural, lo sé, en unas gentes cuyas vidas dependían de permanecer ocultos. Los espías del barón estaban en todas partes, y el prior era un enemigo astuto, implacable. Que el Rey Cuervo viviera o muriera dependía de la lealtad de su grey, e incluso de que vivieran y murieran con él.

Así que observaban y me probaban. Lejos de aceptar de mala gana sus dudas, saludaba cualquier oportunidad que se me presentara para probar mi valía.

—¿Qué pasa Odo? ¿Qué he perdido el hilo, dices? —Definitivamente nuestro Odo se ha acostumbrado a interrumpirme siempre que cree que me he ido por las ramas y que no seré capaz de regresar al punto de partida. Así que me reconviene con una palabra o dos—. Quizá —admito—, pero todo va ligado, ya ves.

—Puede que así sea —dice, pasándose la mano por la cabeza tonsurada—. Pero estabas hablando de un incidente que… ¡ah! —examina las notas que ha garabateado— te enseñó a confiar en la sabiduría de Angharad.

—Tienes razón, Odo, amigo. Así fue. Bien, entonces… ¿por dónde iba?

«Los días cada vez eran más cortos y oscuros; había amanecido un claro y seco día de invierno».

Se dispone a escribir y continuamos…

Una mañana, poco antes de Navidad, oí el graznido de un cuervo, pero no me hizo pensar en nada especial hasta que vi a la gente apresurándose hacia el círculo de tierra pelada que estaba bajo el árbol que llamaban el Roble del Consejo.

—¡Will! ¡Ven, únete a nosotros —gritó Iwan—, es la llamada!

Angharad estaba allí, envuelta de la cabeza a los pies en su capa, aunque el día era bastante bueno tratándose de aquella época del año y el sol lucía, bajo, en el sur. De pie, junto a ella, había un pequeño rapaz; lo había visto anteriormente corriendo de aquí para allá, siempre moviéndose sin parar. Parecía un muchacho listo, curioso, y era el favorito de Bran entre los pequeños.

—Gwion Bach trae noticias de Elfael —dijo ella cuando Bran hubo ocupado su lugar—. El conde Falkes está esperando las provisiones de invierno que le envía su tío, el barón. La caravana va a llegar de un momento a otro.

—¿Se sabe qué es lo que trae? —preguntó Bran.

—Grano y vino, ropa y cosas así —respondió ella, mirando a muchacho, quien asintió con un ligero movimiento de cabeza—. Y algunas cosas para la nueva iglesia del abad.

—De un momento a otro —murmuró Iwan—. No hay mucho tiempo.

—No hay mucho tiempo que perder —confirmó la hudolion.

—Entonces debemos darnos prisa si vamos a prepararles una cálida bienvenida. — Bran ya se estaba dirigiendo a la cabaña—. Iwan! ¡Siarles! ¡Conmigo! —Se paró a media carrera, se volvió y me contempló como si estuviera sopesando cuán prudente era incluir un perro inexperto y no acostumbrado a la caza en el grupo.

Percibí su reluctancia e imaginé lo que estaba pensando.

—Milord, estoy listo para prestar tanto mi mano como mi corazón a cualquier orden que me deis. —Señalando al joven Gwion Bach, que seguía los pasos de su señor, dije—: Pues si hasta los niños os sirven en esta lucha, entonces quizá no negaréis a uno mayor ayudaros en vuestra empresa.

—Ven Will. Únete a nosotros —asintió, decidiéndose allí mismo.

—Rhi Bran —lo llamó Angharad—. Una cosa más: las carretas traen algo más.

—¿Sí?…

—Traerán nieve —dijo, arropándose con su capa.

Bran aceptó el vaticinio sin vacilar, pero yo aún no había aprendido a admitir estas afirmaciones sin cuestionarlas. Incapaz de contenerme, miré al cielo, claro y despejado, en el que no se veía, por parte alguna, ni la sombra de una nube. La expresión de sorpresa debió de delatarme, pues mientras estaba allí plantado, mirando, Bran se dirigió a mí.

—¿Qué pasa, Will? ¿Acaso dudas de las palabras de nuestra buena banfáith?

—No, milord —respondí, intentando suavizar la acusación—. Digamos que será la primera vez que vea caer nieve de un límpido cielo azul.

—Mmm —resopló Angharad, quien se alejó trastabillando y murmurando entre dientes—. Estos viejos huesos sienten la nieve.

Seguí a Bran a su cabaña y ocupé un lugar entre los otros dos. Iwan parecía bastante cómodo con mi presencia, pero Siarles no parecía apreciarla demasiado. De todos modos, yo estaba allí porque el rey así lo había dispuesto, así que no había nada que decir ni que hacer.

—Parece que el barón, en su ilimitada generosidad, nos envía un regalo de Navidad —dijo Bran—. Debemos aprestarnos a recibirlo con la mayor cortesía.

Los otros dos sonrieron al oírlo y los tres empezaron a planear cuál sería la mejor manera de dar la bienvenida a las carretas de mercancías cuando pasaran por el bosque de camino a Castle Truan. Escuché la conversación, reservándome la opinión, pues aún no estaba muy seguro del tipo de bandolerismo en el que había ido a caer. A cada momento, el nombre del Rey Cuervo surgía en su discusión. Fue la primera vez que oí el nombre usado entre ellos de ese modo. Era al mismo Bran a quien se referían, y aun así los tres hablaban de él como si fuera algún otro.

Finalmente, cuando la discusión ya llevaba un buen rato, pregunté:

—Perdonad mi ignorancia, milord, pero ¿no sois vos el Rey Cuervo?

—Por supuesto —respondió Bran—, eso ya lo sabes.

—Sí claro —repliqué—. Pero ¿por qué cuando mencionáis ese nombre decís «él irá…» o «cuando él grite…» y todo eso si os referís a vos mismo?

Bran se echó a reír.

—Es Bran y no es Bran ¿lo captas? —respondió Iwan.

—De nuevo debo pedir perdón. Pero mi torpe mollera no lo entiende.

—Bran es el Rey Cuervo —explicó Siarles, regalándome una sonrisa de superioridad—, pero el Rey Cuervo no es Bran.

—Lo siento —negué con la cabeza—. Puede que sea corto de entendederas, Dios lo sabe, pero aún no le encuentro sentido ninguno.

—Entonces tendrás que esperar y verlo por ti mismo —dijo Bran.

Después pasamos la mayor parte del día planeando la bienvenida para la caravana de provisiones del barón. Mientras hablaban de todo lo que haríamos, aún no tenía una idea clara de qué esperar, salvo de mi parte en los acontecimientos, que sería poco más que vigilar el camino y estar preparado con el arco en caso de que las cosas no salieran como habíamos previsto.

Unos pocos miembros de la grellon también participaban, aunque no muchos, y a ninguno de ellos se le atribuyeron tareas que les hicieran correr riesgos. Bran, Siarles e Iwan asumieron la mayor parte e hicieron grandes esfuerzos por mantener a su gente oculta y fuera de peligro en la medida de lo posible.

Oh, pero iba a ser peligroso. No había modo de evitarlo.

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